sábado, 2 de mayo de 2015

Olivia (Saga Oliver)

¿Puede matar el silencio?


Los oxidados pernos de la puerta de la tienda aullaron al girar. El establecimiento estaba vacío, ya que estaban a punto de cerrar, así que quien hubiera entrado debía ser alguien que necesitaba algo con urgencia.

—¡Maldita puerta! Mañana mismo la pongo nueva.

Además de ser alguien con prisa, debía ser un cliente nuevo, pues el viejo dueño de la pequeña tienda Pan y Cosas siempre trataba de guardar las apariencias en estos casos. Nunca había cambiado la puerta, y nunca lo haría.

—Hola. Todavía se puede pasar, ¿verdad? —preguntó una voz femenina y fatigada.

—Por supuesto, señorita. ¿Qué desea?

—Una barra de pan.

—Allí las tiene; en el segundo pasillo.

El joven reponedor se encontraba justo ahí, rellenando las bandejas de los bollos para que estuvieran listas por la tarde. A la hora de la merienda, volverían a quedarse vacías.

No había sentido curiosidad al saber que la persona que había entrado era un cliente desconocido; tampoco cuando escuchó su voz de mujer. Sin embargo, al oír que se dirigía hacia donde él estaba, echó un vistazo al espejo de vigilancia que había en la entrada del pasillo. No le gustaba nada las personas desconocidas; a decir verdad, no le agradaba la compañía de la gente, ni siquiera de la conocida. Si por él fuera, no saldría de casa, pero para vivir se necesita dinero.

El ovalado reflejo le mostró el perfil de un rostro que le dejó mudo (si eso podía ser posible) enmarcado en una cabellera rubia. Por debajo de esta había una blusa blanca con un escote que dejaba ver parte del canalillo y unos shorts vaqueros que rodeaban unas piernas largas e inquietas.

Sin darse cuenta, como si la imagen hubiera actuado como un hipnotizador, el reponedor se fue acercando al espejo sin retirar la mirada.

De pronto, un golpe le hizo cerrar los ojos. El hechizo se rompió, él retrocedió unos pasos y comenzó a hacer aspavientos con las manos instintivamente. Su garganta soltó gemidos de angustia.

—¡Ups! Lo siento… Vaya golpe nos hemos dado. ¿Estás bien? —le preguntó la voz de mujer.

El joven reponedor seguía en sus trece, tratando de quitarse de encima esa desagradable sensación que tenía en el cuello y en el pecho, zonas en las que había mantenido contacto con la cara de la nueva clienta. ¡Cómo odiaba que le tocaran!

Aún en ese estado alterado, una de sus manos se dirigió al bolsillo del pantalón, pero la voz del viejo la detuvo.

—¿Qué pasa aquí?

—No lo sé… —dijo asustada la mujer—. Nos hemos chocado y… se ha puesto así.

—El pobrecillo no soporta el contacto con otras personas.

Escuchó pasos lentos acercándose.

—Venga, tranquilízate —le dijo la voz añeja del anciano Camilo, dueño desde la época de los dinosaurios de la tienda Pan y Cosas. El chico comenzó a serenarse, pero no porque este se lo dijera, sino porque el escozor se estaba desvaneciendo—. No ha sido nada, Oliver. ¿Ves? Sigues aquí, de una pieza.



Hubo una vez en que soñó con estar rodeado de personas que le adoraban, que disfrutaban con su presencia; hacía mucho tiempo que se arrepentía de haber vivido con esa ilusión.

Las únicas veces que se permitía salir de casa por algo que no fuera el trabajo —compraba las cosas necesarias en esa misma tienda tras acabar la jornada—, era cuando iba al cine. Pero hasta eso había dejado de hacerlo. Es cierto que en una ocasión vivió con otras personas, aunque ¿en qué se diferenciaba eso de un piso? La mayor parte del tiempo de esa época se lo pasaba en su aposento, planeando quién sería el siguiente en silenciar de verdad y para siempre. Lo peor era cuando se reunían en el enorme comedor para comer y cenar, pero trataba de apañárselas para no acudir.

Nunca había sido una persona sociable. No sentía empatía por los demás. Le daba igual todo el mundo. A él solo le importaban tres cosas: el silencio, Su Colección y él mismo. Esta última vino tras ingresar en el monasterio, ya que conocer al mimo le sumió en una profunda tristeza y depresión. No obstante, lo que hizo entre los muros de aquel edificio sagrado le devolvió el ánimo, instauró en su vida un nuevo objetivo que cumplió sin miramientos. Y cuando acabó ahí, se recorrió decenas de circos en busca de más mimos, hasta que quedó satisfecho y resolvió que lo mejor sería parar un tiempo, pues no era tonto, y sabía que la policía no tardaría en descubrir un patrón lógico entre todos los cadáveres.

Esa limitada lista de cosas era lo único que le importaba… Pero ¿qué había sucedido en la tienda?, pensaba mientras contaba las baldosas de la acera de regreso a su casa, acción que siempre llevaba a cabo. Iban 235. Esa mujer… 236… Esa mujer le había hecho algo… 237… Algo que había logrado que saliera de su mundo… 238… Algo que…

Alzó la mano con la llave hacia la cerradura de la puerta del portal y esta se abrió al instante, como si la hubiera hecho retroceder con un efecto mágico. Este suceso inesperado se enganchó en sus pensamientos y los expulsó de un doloroso tirón fuera de su cabeza.

Se detuvo como si le hubiesen clavado al suelo.

—¡Oh! Lo si… —empezó a decir una voz de mujer. Dejó la disculpa en el aire y exclamó—: ¡Eh! Tú eres el de la tienda… El reponedor.

Oliver, cabizbajo aún, reconoció la voz de inmediato.



—Oye, siento lo de antes —se disculpó la voz—. Ha sido un encontronazo repentino. Lo siento de veras.

Oliver seguía inmóvil en el mismo sitio, mirando al suelo, tratando de bajar la velocidad de los latidos de su corazón. Otra vez ella. Otra vez casi se chocaban. ¡¿Qué hacía allí, maldita sea?!

Disfrutó de la pausa, pero de nuevo la mujer habló.

—Eres… Eres Oliver, ¿verdad? —le preguntó. Oliver dio un respingo imperceptible—. Sí: Oliver. El anciano de la tienda te llamó así. ¿Es familia tuya? Te trató con mucho cuidado, ya me entiendes, con mucho cariño. ¿Lo es?

¡¿Por qué no se callaba?! La peligrosa presión del pecho estaba despertando.

Oliver introdujo en el bolsillo de su chaqueta de pana marrón la mano en la que sostenía las llaves. Las soltó y se hizo con otro objeto. Conforme levantaba la cabeza al fin, comenzó a sacar la mano con el…

Detuvo el movimiento. Sus ojos negros como la muerte se encontraron con los de la irritante persona que tenía delante. Los de ella eran azules, azules como el cielo en verano. La mente de Oliver voló hacia ellos, quedando bloqueada; la presión del pecho se esfumó. De nuevo ella había hecho que saliera de su mundo. De nuevo le había hipnotizado. ¿Por qué?

La sensación que experimentaba era nueva para él. Un sudor frío le mordisqueaba el cuello y las axilas, y un picor insoportable le roía el estómago. La mujer seguía hablando y hablando, pero incluso el sonido de su voz se había desvanecido.

—¡Eh! ¡Oye! —escuchó desde muy lejos, desde otro universo, tal vez del que había detrás de sus ojos—. ¡Oliver! —Su nombre fue lo que provocó que su mente regresara a tierra firme—. ¿Te encuentras bien?

La mujer, olvidando seguramente lo ocurrido en la tienda, extendió un brazo con intención de tocarle. Oliver vio la mano ascender a cámara lenta y empezó a temblar.

Antes de que aquella blanca estrella de mar se posara sobre su hombro, volvió a hacerse con las llaves, abrió la puerta verde del portal, se deslizó en el interior entre una mínima ranura y cerró la puerta sin mirar atrás.


¿Qué era eso? ¿Qué le pasaba cuando la veía? ¡Maldita sea! ¡¿Qué le pasaba?! ¿Por qué se quedaba bloqueado? ¿Y esas desagradables sensaciones?

Necesitaba calmarse. Necesitaba sentarse y tratar de pensar, pensar en qué iba a hacer con ella. Necesitaba con apremiante urgencia rodearse, sumergirse en lo único que le importaba, si no, la cabeza le explotaría. Ya le había empezado a doler, y como no entrara en su preciado mundo, iría a más.

Cerró la puerta de su casa con llave. A pesar de lo alterado que estaba no perdió su rutina, así que se quitó la chaqueta y la colgó en la percha que había en la entradita. Después atravesó el pasillo a paso ligero, en dirección al cuarto donde guardaba Su Colección, el cuarto donde pasaba la mayor parte del tiempo. Este estaba bien protegido con una cerradura. Dio dos vueltas a la llave y el cerrojo cedió. Entró, volvió a cerrar, y se desplomó en la silla que había de espaldas a la puerta.

Frente a él, en la pared del fondo, había un mostrador. Sobre este, sujetas a la pared, estanterías. Ambos exponían Su Colección. Ambos sustentaban frascos de vidrio rellenos de formol en los que flotaban, inmóviles, lenguas.



No se había movido de allí en toda la tarde; ni siquiera había comido. El teléfono había sonado varias veces —seguramente sería el viejo Camilo para saber qué demonios pasaba que no estaba en la tienda, que las estanterías de los bollos y chucherías se estaban vaciando de nuevo—, pero solo le sacaban de su sopor los dos primeros timbrazos, luego regresaba a su demente serenidad.

Tenía todo lo que necesitaba: el silencio, a él mismo, y Su Colección.

La oscuridad había irrumpido gradualmente en la habitación y Oliver siguió ahí sentado, con la espalda rígida contra el respaldo de la silla, las palmas de las manos sobre sus rodillas y la mirada fija en los frascos; ya no los veía, no al menos físicamente. Los veía en su mente, grabados en su retina.

De pronto, un timbre diferente penetró en la oscuridad. Como una corriente eléctrica, recorrió el cuerpo entero de Oliver. El timbre del teléfono era más o menos normal que sonase —en más de una ocasión le había llamado el anciano o la compañía telefónica para ofrecerle ridículos servicios promocionales que le sería imposible rechazar, señor—, pero ¿el de la puerta? No recordaba la última vez que lo escuchó, sencillamente porque nunca había sonado.

Sacudió ligeramente la cabeza para arrojarlo de sus oídos, y trató de concentrarse de nuevo, pero no pudo. La imagen de los botes, su conexión extrasensorial, se había desvanecido; ahora solo había negrura, y la paz se había roto en mil dolorosos pedazos de cristal que se clavaron en cada uno de sus huesos.

El timbre volvió a sonar, y esa descarga le hizo ponerse en pie. Salió del cuarto cuando alguien golpeó con los nudillos en la hoja de madera. Cerró bajo llave Su Colección y enfiló el pasillo al tiempo que otro puñado de cristales se le hincaban ya no en los huesos, sino también en el cerebro. El dolor de cabeza regresó, y una sensación de vértigo le dominó.

¿Quién sería? Estaba claro que no tenía ganas de ver a nadie, como siempre. Ver a alguien era lo último que quería en ese momento, sin embargo reconocía que sentía cierta curiosidad por saber quién se atrevía a ir a su casa, quién se atrevía a perturbar su calma.

Abrió sin mirar por la mirilla: ¿qué más da quien fuera? El resultado de su imprudente visita sería el mismo para cualquiera. Para cualquiera…

—¡Hola, Oliver!

… excepto para ella.

—¿Cómo estás? —preguntó la mujer de la tienda—. Espero no molestar, pero es que me siento un poco mal por lo de antes, y como te fuiste tan rápido cuando nos vimos en el portal, no me dio tiempo a decirte lo que tenía pensado como disculpa, si te parecía bien, quiero decir. Además, ni siquiera me he presentado. Yo me sé tu nombre pero tú no sabes el mío. Seré maleducada.

Se dio un golpecito en la frente con la parte baja de la palma de la mano derecha. En la izquierda sostenía una bandeja redonda con lo que parecía un bizcocho cubierto de chocolate. Oliver fijó la vista en él; sabía que si la miraba a los ojos, ella le dominaría, y no sería capaz de tomar el control. En su cabeza solo había un pensamiento que luchaba por hacerse oír más que toda la palabrería de la mujer.

«¿Por qué ella es una excepción?»

—Soy Olivia, la nueva vecina. Qué coincidencia, ¿no?

Le tendió la mano. Los ojos de Oliver se desviaron hacia esta.

—¡Oh! Es verdad. No te gusta el contacto con otras personas. Qué tonta soy. Bueno… ¿puedo pasar?

Oliver no se movió.

—¿Hola? —canturreó Olivia—. Eh, ¿puedo pasar?

Por el rabillo del ojo, Oliver percibió el rostro de ella, quien se había inclinado para mirarle a la cara. Antes de que los dos cielos azules de la mujer ocuparan su campo visual, Oliver se echó a un lado y la permitió entrar.

—¡Gracias!

Cerró la puerta y la guió al comedor, el cual estaba a unos cinco pasos frente la entrada.

La decoración de esa sala, al igual que la de toda la casa, era excesivamente minimalista. Solo había un pequeño mueble para la televisión de plasma, un sillón, y una mesita baja delante de este.

—¡Vaya! No te rompes la cabeza a la hora de decorar, ¿eh? —comentó Olivia con humor mientras dejaba el bizcocho sobre la mesita de madera oscura. Después se sentó. Oliver iba a hacer lo mismo, bien separado de ella, pero la mujer le interrumpió con amabilidad—. Será mejor que traigas un cuchillo para cortarlo, si no lo vamos a llenar todo de migas.

Oliver asintió levemente con la cabeza y se dirigió a la cocina. Antes de entrar, lanzó una mirada fugaz a su chaqueta, a la zona del bolsillo, pues la percha estaba justo al lado de la puerta de la cocina, y rápidamente se deshizo del pensamiento que empezó a formarse en su cabeza. No. Aunque no callara, aunque le diera dolor de cabeza, sentía que no podría hacerlo. No a ella… No obstante, sí que podía… No. En absoluto.

«Aguanta solo un poco, hasta que se vaya», se dijo.

Regresó con el cuchillo al comedor. Tras sentarse a una distancia prudente, comenzó a cortarlo. Estaba suave y esponjoso. Tenía muy buena pinta.

Mientras tanto, Olivia no había cesado de hablar y hablar.

—Menos mal que no habíais cerrado todavía —decía cogiendo su pedacito de bizcocho—. No puedo comer sin pan; es algo fundamental en mi mesa, y sin embargo, ya ves, se me olvidó comprarlo. Dicen que el pan engorda, pero a mí no me importa. ¿Sabes a dónde iba cuando me has visto en el portal? —Dio un mordisquito. Oliver la observó, sin pasar de los labios. Eran rosados y con una delicada línea que dibuja unas perfectas montañitas redondeadas. Los ratones volvieron a roerle el estómago; esta vez se extendieron hacia la entrepierna. Otra sensación nueva. Pero esta le gustó—. A correr. En vez de vomitar la comida; yo salgo a correr después de comer —se respondió con la boca medio llena dando otra muestra de humor—. Venga, pruébalo.

Oliver tardó en darse cuenta de lo que decía Olivia. Luego hizo lo que le pidió. Estaba delicioso, pero el chocolate no era su alimento preferido, así que lo dejó de nuevo en la bandeja.

—¿No te gusta? —le preguntó ella.

Oliver se levantó, abrió el cajón del mueble de la televisión y sacó una libreta y un bolígrafo. Escribió:

«Sí. Pero el chocolate nunca me ha gustado».

—Oh, no lo sabía. Lo siento —se disculpó—. La próxima vez lo haré sin chocolate.

«¿La próxima vez?», pensó Oliver. Decidió que había llegado su turno.

Escribió tembloroso:

«No habrá próxima vez».

—¿Por qué? —preguntó Olivia evidentemente consternada—. Eres un buen chico. Me gustan los tímidos, y tú no eres capaz ni de mirarme a los ojos.

Oliver miró sus labios. Estaban sonriendo. Los roedores estomacales volvieron a hacer acto de presencia.

El dolor de cabeza y la sensación de vértigo aumentaron su intensidad. Dentro de él había dos fuerzas luchando. Por un lado deseaba fervientemente que callara de una vez, que le dejara con su silencio —y una parte de él quería ser él mismo quien la hiciera callar—, y le decía que lo mejor era que se marchara y no regresara jamás; sin embargo, otra fuerza extraña y desconocida quería seguir observando sus labios, seguir sintiendo su presencia aunque a una distancia prudente.

Contempló su cuerpo. Ahora vestía con un pantalón vaquero largo —entre ellos custodiaba un pequeño bolso— y una camisa blanca con los tres primeros botones desabrochados. Eso le hizo casi marearse.

Se acabó, pensó. Posó la punta del bolígrafo en la hoja con la intención de poner: «¡VETE!», pero entonces ella dijo algo que paralizó el movimiento.

—¿Sabes? Yo tengo una prima muda.

Oliver la miró a los ojos, a ese inmenso cielo en el que su mente se perdía, y por primera vez, eso no ocurrió. Lo que acababa de decir causó en él una curiosidad y admiración extremas. No podía ser verdad.

—Sabe hablar con las manos —trató de hacer unos gestos torpes—. Pero como yo no la entiendo, utiliza un cuaderno. Como tú.

—Entonces… ¿es muda de verdad? ¿No es una farsante? —preguntó alguien.



Al principio, Oliver se sobresaltó. ¿De dónde había salido esa voz tan aguada? Parecía la de un niño. Entonces notó algo extraño en la garganta, como una espina clavada, y empezó a toser.

—Ha-Has hablado —dijo ella con la sorpresa de una madre al oír decir la primera palabra a su hijo.

Entre tos y tos, la mente de Oliver era un remolino de confusión y dolor. Sus emociones eran un tsunami que le envestían con horrendo ímpetu. ¿Qué demonios había pasado?

—Ha-Has hablado —repitió Olivia en un tono más débil.

«Sí… Y tú has sido la culpable…». Ese pensamiento salió disparado del oscuro remolino como una brillante señal que aún iluminaba.

    La presión del pecho estalló, y actuó. 

Giró sobre sus talones, y corrió hacia la chaqueta de pana marrón colgada en la percha de la entradita. Deslizó la mano en el bolsillo y sacó su preciado cuchillo; el único con el que debía hacerlo. Después regresó al salón, pero ahí no había nadie. Olivia no estaba. ¿Le había visto coger el arma?

Miró hacia la puerta del comedor que comunicaba con el pasillo, y de pronto se temió lo peor. De pronto sabía exactamente dónde se encontraba ella. Echó a correr de nuevo como un guepardo que percibe el olor de una presa que creía perdida. Salió al pasillo. El corazón se le aceleró al ver la puerta del cuarto de Su Colección abierta. A punto estuvo de caer al resbalar con unas ganzúas justo cuando cruzaba el umbral.

—¡QUIETO AHÍ! —gritó una versión más chillona de la voz de Olivia. Se detuvo de la impresión del chillido. Miró al frente. ¿Pero qué? Olivia sostenía con ambas manos de nudillos blancos una pistola con el cañón dirigido a su pecho—. No te muevas, Oliver. Quedas detenido por múltiples asesinatos. ¿Creías que jamás te atraparíamos, maldito loco hijo de puta? Ahora quiero que te gires…

Oliver desconectó. Dejó de escucharla. Por fin se callaba, al menos en su cabeza. La realidad comenzó a abrirse paso entre la neblina de la confusión, y le deshizo como el ácido. Deshizo sus sentimientos. Deshizo su ser. Deshizo su vida. Maldito momento en que miró a esa mujer a través del espejo de la tienda. Maldito momento en que chocó con ella. Maldito momento en que la dejó entrar en casa. En Su casa. Ella había llenado un recipiente del ácido más corrosivo del mundo —el amor, palabra que apareció de repente, identificando al fin esa sensación extraña— y había sumergido en él lo único que le importaba; las únicas tres cosas que le importaban.

Primero había sido el silencio.

Después a él mismo.

Y por último, Su colección.

No obstante, de esas tres cosas, la que más daño le había hecho, la que más le había matado, había sido él mismo.

Cómo se odiaba en ese mismo momento. Cómo se despreciaba por lo que había hecho. La culpable había sido Olivia, por supuesto, pero él también tenía parte de la culpa. Se había traicionado a sí mismo. Se había convertido en uno más de esos farsantes a los que callaba para siempre.

¡Había hablado!

Bajo la atenta y tensa mirada de la mujer, Oliver alzó despacio el brazo cuya mano aferraba el cuchillo.

—¡Oliver, para ahora mismo!

Pero Oliver solo paró unos segundos a la altura de sus ojos tan negros como la muerte para contemplar el brillo de la hoja. Luego sacó la lengua, la estiró con la otra mano, y la cortó de un certero tajo. 


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