¿Puede matar el silencio?
Los oxidados pernos de la puerta de la tienda aullaron al girar. El
establecimiento estaba vacío, ya que estaban a punto de cerrar, así que quien
hubiera entrado debía ser alguien que necesitaba algo con urgencia.
—¡Maldita puerta! Mañana mismo la pongo nueva.
Además de ser alguien con prisa, debía ser un
cliente nuevo, pues el viejo dueño de la pequeña tienda Pan y Cosas siempre trataba de guardar las apariencias en estos
casos. Nunca había cambiado la puerta, y nunca lo haría.
—Hola. Todavía se puede pasar, ¿verdad?
—preguntó una voz femenina y fatigada.
—Por supuesto, señorita. ¿Qué desea?
—Una barra de pan.
—Allí las tiene; en el segundo pasillo.
El joven reponedor se encontraba justo ahí,
rellenando las bandejas de los bollos para que estuvieran listas por la tarde.
A la hora de la merienda, volverían a quedarse vacías.
No había sentido curiosidad al saber que la
persona que había entrado era un cliente desconocido; tampoco cuando escuchó su
voz de mujer. Sin embargo, al oír que se dirigía hacia donde él estaba, echó un
vistazo al espejo de vigilancia que había en la entrada del pasillo. No le
gustaba nada las personas desconocidas; a decir verdad, no le agradaba la
compañía de la gente, ni siquiera de la conocida. Si por él fuera, no saldría
de casa, pero para vivir se necesita dinero.
El ovalado reflejo le mostró el perfil de un
rostro que le dejó mudo (si eso podía ser posible) enmarcado en una cabellera
rubia. Por debajo de esta había una blusa blanca con un escote que dejaba ver
parte del canalillo y unos shorts vaqueros que rodeaban unas piernas largas e
inquietas.
Sin darse cuenta, como si la imagen hubiera
actuado como un hipnotizador, el reponedor se fue acercando al espejo sin
retirar la mirada.
De pronto, un golpe le hizo cerrar los ojos. El
hechizo se rompió, él retrocedió unos pasos y comenzó a hacer aspavientos con
las manos instintivamente. Su garganta soltó gemidos de angustia.
—¡Ups! Lo siento… Vaya golpe nos hemos dado.
¿Estás bien? —le preguntó la voz de mujer.
El joven reponedor seguía en sus trece,
tratando de quitarse de encima esa desagradable sensación que tenía en el
cuello y en el pecho, zonas en las que había mantenido contacto con la cara de
la nueva clienta. ¡Cómo odiaba que le tocaran!
Aún en ese estado alterado, una de sus manos se
dirigió al bolsillo del pantalón, pero la voz del viejo la detuvo.
—¿Qué pasa aquí?
—No lo sé… —dijo asustada la mujer—. Nos hemos
chocado y… se ha puesto así.
—El pobrecillo no soporta el contacto con otras
personas.
Escuchó pasos lentos acercándose.
—Venga, tranquilízate —le dijo la voz añeja del
anciano Camilo, dueño desde la época de los dinosaurios de la tienda Pan y Cosas. El chico comenzó a
serenarse, pero no porque este se lo dijera, sino porque el escozor se estaba
desvaneciendo—. No ha sido nada, Oliver. ¿Ves? Sigues aquí, de una pieza.
Hubo una vez en que soñó con estar rodeado de personas que le adoraban,
que disfrutaban con su presencia; hacía mucho tiempo que se arrepentía de haber
vivido con esa ilusión.
Las únicas veces que se permitía salir de casa
por algo que no fuera el trabajo —compraba las cosas necesarias en esa misma
tienda tras acabar la jornada—, era cuando iba al cine. Pero hasta eso había
dejado de hacerlo. Es cierto que en una ocasión vivió con otras personas,
aunque ¿en qué se diferenciaba eso de un piso? La mayor parte del tiempo de esa
época se lo pasaba en su aposento, planeando quién sería el siguiente en
silenciar de verdad y para siempre. Lo peor era cuando se reunían en el enorme
comedor para comer y cenar, pero trataba de apañárselas para no acudir.
Nunca había sido una persona sociable. No
sentía empatía por los demás. Le daba igual todo el mundo. A él solo le
importaban tres cosas: el silencio, Su
Colección y él mismo. Esta última vino tras ingresar en el monasterio, ya que
conocer al mimo le sumió en una profunda tristeza y depresión. No obstante, lo
que hizo entre los muros de aquel edificio sagrado le devolvió el ánimo,
instauró en su vida un nuevo objetivo que cumplió sin miramientos. Y cuando
acabó ahí, se recorrió decenas de circos en busca de más mimos, hasta que quedó
satisfecho y resolvió que lo mejor sería parar un tiempo, pues no era tonto, y
sabía que la policía no tardaría en descubrir un patrón lógico entre todos los
cadáveres.
Esa limitada lista de cosas era lo único que le
importaba… Pero ¿qué había sucedido en la tienda?, pensaba mientras contaba las
baldosas de la acera de regreso a su casa, acción que siempre llevaba a cabo. Iban
235. Esa mujer… 236… Esa mujer le había hecho algo… 237… Algo que había logrado
que saliera de su mundo… 238… Algo que…
Alzó la mano con la llave hacia la cerradura de
la puerta del portal y esta se abrió al instante, como si la hubiera hecho
retroceder con un efecto mágico. Este suceso inesperado se enganchó en sus
pensamientos y los expulsó de un doloroso tirón fuera de su cabeza.
Se detuvo como si le hubiesen clavado al suelo.
—¡Oh! Lo si… —empezó a decir una voz de mujer.
Dejó la disculpa en el aire y exclamó—: ¡Eh! Tú eres el de la tienda… El
reponedor.
Oliver, cabizbajo aún, reconoció la voz de
inmediato.
—Oye, siento lo de antes —se disculpó la voz—. Ha sido un encontronazo
repentino. Lo siento de veras.
Oliver seguía inmóvil en el mismo sitio,
mirando al suelo, tratando de bajar la velocidad de los latidos de su corazón.
Otra vez ella. Otra vez casi se chocaban. ¡¿Qué hacía allí, maldita sea?!
Disfrutó de la pausa, pero de nuevo la mujer
habló.
—Eres… Eres Oliver, ¿verdad? —le preguntó.
Oliver dio un respingo imperceptible—. Sí: Oliver. El anciano de la tienda te
llamó así. ¿Es familia tuya? Te trató con mucho cuidado, ya me entiendes, con
mucho cariño. ¿Lo es?
¡¿Por qué no se callaba?! La peligrosa presión del pecho estaba despertando.
Oliver introdujo en el bolsillo de su chaqueta
de pana marrón la mano en la que sostenía las llaves. Las soltó y se hizo con
otro objeto. Conforme levantaba la cabeza al fin, comenzó a sacar la mano con
el…
Detuvo el movimiento. Sus ojos negros como la
muerte se encontraron con los de la irritante persona que tenía delante. Los de
ella eran azules, azules como el cielo en verano. La mente de Oliver voló hacia
ellos, quedando bloqueada; la presión del pecho se esfumó. De nuevo ella había hecho que saliera de su mundo.
De nuevo le había hipnotizado. ¿Por qué?
La sensación que experimentaba era nueva para
él. Un sudor frío le mordisqueaba el cuello y las axilas, y un picor
insoportable le roía el estómago. La mujer seguía hablando y hablando, pero incluso
el sonido de su voz se había desvanecido.
—¡Eh! ¡Oye! —escuchó desde muy lejos, desde
otro universo, tal vez del que había detrás de sus ojos—. ¡Oliver! —Su nombre
fue lo que provocó que su mente regresara a tierra firme—. ¿Te encuentras bien?
La mujer, olvidando seguramente lo ocurrido en
la tienda, extendió un brazo con intención de tocarle. Oliver vio la mano
ascender a cámara lenta y empezó a temblar.
Antes de que aquella blanca estrella de mar se
posara sobre su hombro, volvió a hacerse con las llaves, abrió la puerta verde
del portal, se deslizó en el interior entre una mínima ranura y cerró la puerta
sin mirar atrás.
¿Qué era eso? ¿Qué le pasaba cuando la veía? ¡Maldita sea! ¡¿Qué le
pasaba?! ¿Por qué se quedaba bloqueado? ¿Y esas desagradables sensaciones?
Necesitaba calmarse. Necesitaba sentarse y
tratar de pensar, pensar en qué iba a hacer con ella. Necesitaba con apremiante
urgencia rodearse, sumergirse en lo único que le importaba, si no, la cabeza le
explotaría. Ya le había empezado a doler, y como no entrara en su preciado
mundo, iría a más.
Cerró la puerta de su casa con llave. A pesar
de lo alterado que estaba no perdió su rutina, así que se quitó la chaqueta y
la colgó en la percha que había en la entradita. Después atravesó el pasillo a
paso ligero, en dirección al cuarto donde guardaba Su Colección, el cuarto
donde pasaba la mayor parte del tiempo. Este estaba bien protegido con una
cerradura. Dio dos vueltas a la llave y el cerrojo cedió. Entró, volvió a
cerrar, y se desplomó en la silla que había de espaldas a la puerta.
Frente a él, en la pared del fondo, había un
mostrador. Sobre este, sujetas a la pared, estanterías. Ambos exponían Su
Colección. Ambos sustentaban frascos de vidrio rellenos de formol en los que
flotaban, inmóviles, lenguas.
No se había movido de allí en toda la tarde; ni siquiera había comido.
El teléfono había sonado varias veces —seguramente sería el viejo Camilo para
saber qué demonios pasaba que no estaba en la tienda, que las estanterías de
los bollos y chucherías se estaban vaciando de nuevo—, pero solo le sacaban de
su sopor los dos primeros timbrazos, luego regresaba a su demente serenidad.
Tenía todo lo que necesitaba: el silencio, a él
mismo, y Su Colección.
La oscuridad había irrumpido gradualmente en la
habitación y Oliver siguió ahí sentado, con la espalda rígida contra el
respaldo de la silla, las palmas de las manos sobre sus rodillas y la mirada
fija en los frascos; ya no los veía, no al menos físicamente. Los veía en su
mente, grabados en su retina.
De pronto, un timbre diferente penetró en la
oscuridad. Como una corriente eléctrica, recorrió el cuerpo entero de Oliver.
El timbre del teléfono era más o menos normal que sonase —en más de una ocasión
le había llamado el anciano o la compañía telefónica para ofrecerle ridículos
servicios promocionales que le sería imposible rechazar, señor—, pero ¿el de la
puerta? No recordaba la última vez que lo escuchó, sencillamente porque nunca
había sonado.
Sacudió ligeramente la cabeza para arrojarlo de
sus oídos, y trató de concentrarse de nuevo, pero no pudo. La imagen de los
botes, su conexión extrasensorial, se había desvanecido; ahora solo había
negrura, y la paz se había roto en mil dolorosos pedazos de cristal que se
clavaron en cada uno de sus huesos.
El timbre volvió a sonar, y esa descarga le
hizo ponerse en pie. Salió del cuarto cuando alguien golpeó con los nudillos en
la hoja de madera. Cerró bajo llave Su Colección y enfiló el pasillo al tiempo
que otro puñado de cristales se le hincaban ya no en los huesos, sino también
en el cerebro. El dolor de cabeza regresó, y una sensación de vértigo le
dominó.
¿Quién sería? Estaba claro que no tenía ganas
de ver a nadie, como siempre. Ver a alguien era lo último que quería en ese
momento, sin embargo reconocía que sentía cierta curiosidad por saber quién se
atrevía a ir a su casa, quién se atrevía a perturbar su calma.
Abrió sin mirar por la mirilla: ¿qué más da
quien fuera? El resultado de su imprudente visita sería el mismo para
cualquiera. Para cualquiera…
—¡Hola, Oliver!
… excepto para ella.
—¿Cómo estás? —preguntó la mujer de la tienda—.
Espero no molestar, pero es que me siento un poco mal por lo de antes, y como
te fuiste tan rápido cuando nos vimos en el portal, no me dio tiempo a decirte
lo que tenía pensado como disculpa, si te parecía bien, quiero decir. Además,
ni siquiera me he presentado. Yo me sé tu nombre pero tú no sabes el mío. Seré
maleducada.
Se dio un golpecito en la frente con la parte
baja de la palma de la mano derecha. En la izquierda sostenía una bandeja
redonda con lo que parecía un bizcocho cubierto de chocolate. Oliver fijó la
vista en él; sabía que si la miraba a los ojos, ella le dominaría, y no sería
capaz de tomar el control. En su cabeza solo había un pensamiento que luchaba
por hacerse oír más que toda la palabrería de la mujer.
«¿Por qué ella es una excepción?»
—Soy Olivia, la nueva vecina. Qué coincidencia,
¿no?
Le tendió la mano. Los ojos de Oliver se
desviaron hacia esta.
—¡Oh! Es verdad. No te gusta el contacto con
otras personas. Qué tonta soy. Bueno… ¿puedo pasar?
Oliver no se movió.
—¿Hola? —canturreó Olivia—. Eh, ¿puedo pasar?
Por el rabillo del ojo, Oliver percibió el
rostro de ella, quien se había inclinado para mirarle a la cara. Antes de que los
dos cielos azules de la mujer ocuparan su campo visual, Oliver se echó a un
lado y la permitió entrar.
—¡Gracias!
Cerró la puerta y la guió al comedor, el cual
estaba a unos cinco pasos frente la entrada.
La decoración de esa sala, al igual que la de
toda la casa, era excesivamente minimalista. Solo había un pequeño mueble para
la televisión de plasma, un sillón, y una mesita baja delante de este.
—¡Vaya! No te rompes la cabeza a la hora de
decorar, ¿eh? —comentó Olivia con humor mientras dejaba el bizcocho sobre la
mesita de madera oscura. Después se sentó. Oliver iba a hacer lo mismo, bien
separado de ella, pero la mujer le interrumpió con amabilidad—. Será mejor que
traigas un cuchillo para cortarlo, si no lo vamos a llenar todo de migas.
Oliver asintió levemente con la cabeza y se
dirigió a la cocina. Antes de entrar, lanzó una mirada fugaz a su chaqueta, a
la zona del bolsillo, pues la percha estaba justo al lado de la puerta de la
cocina, y rápidamente se deshizo del pensamiento que empezó a formarse en su
cabeza. No. Aunque no callara, aunque le diera dolor de cabeza, sentía que no
podría hacerlo. No a ella… No obstante, sí que podía… No. En absoluto.
«Aguanta solo un poco, hasta que se vaya», se
dijo.
Regresó con el cuchillo al comedor. Tras
sentarse a una distancia prudente, comenzó a cortarlo. Estaba suave y
esponjoso. Tenía muy buena pinta.
Mientras tanto, Olivia no había cesado de
hablar y hablar.
—Menos mal que no habíais cerrado todavía
—decía cogiendo su pedacito de bizcocho—. No puedo comer sin pan; es algo
fundamental en mi mesa, y sin embargo, ya ves, se me olvidó comprarlo. Dicen
que el pan engorda, pero a mí no me importa. ¿Sabes a dónde iba cuando me has
visto en el portal? —Dio un mordisquito. Oliver la observó, sin pasar de los
labios. Eran rosados y con una delicada línea que dibuja unas perfectas montañitas
redondeadas. Los ratones volvieron a roerle el estómago; esta vez se
extendieron hacia la entrepierna. Otra sensación nueva. Pero esta le gustó—. A
correr. En vez de vomitar la comida; yo salgo a correr después de comer —se
respondió con la boca medio llena dando otra muestra de humor—. Venga,
pruébalo.
Oliver tardó en darse cuenta de lo que decía
Olivia. Luego hizo lo que le pidió. Estaba delicioso, pero el chocolate no era
su alimento preferido, así que lo dejó de nuevo en la bandeja.
—¿No te gusta? —le preguntó ella.
Oliver se levantó, abrió el cajón del mueble de
la televisión y sacó una libreta y un bolígrafo. Escribió:
«Sí. Pero
el chocolate nunca me ha gustado».
—Oh, no lo sabía. Lo siento —se disculpó—. La
próxima vez lo haré sin chocolate.
«¿La próxima vez?», pensó Oliver. Decidió que
había llegado su turno.
Escribió tembloroso:
«No habrá
próxima vez».
—¿Por qué? —preguntó Olivia evidentemente
consternada—. Eres un buen chico. Me gustan los tímidos, y tú no eres capaz ni
de mirarme a los ojos.
Oliver miró sus labios. Estaban sonriendo. Los
roedores estomacales volvieron a hacer acto de presencia.
El dolor de cabeza y la sensación de vértigo
aumentaron su intensidad. Dentro de él había dos fuerzas luchando. Por un lado
deseaba fervientemente que callara de una vez, que le dejara con su silencio —y
una parte de él quería ser él mismo quien la hiciera callar—, y le decía que lo
mejor era que se marchara y no regresara jamás; sin embargo, otra fuerza
extraña y desconocida quería seguir observando sus labios, seguir sintiendo su
presencia aunque a una distancia prudente.
Contempló su cuerpo. Ahora vestía con un
pantalón vaquero largo —entre ellos custodiaba un pequeño bolso— y una camisa
blanca con los tres primeros botones desabrochados. Eso le hizo casi marearse.
Se acabó, pensó. Posó la punta del bolígrafo en
la hoja con la intención de poner: «¡VETE!», pero entonces ella dijo algo que
paralizó el movimiento.
—¿Sabes? Yo tengo una prima muda.
Oliver la miró a los ojos, a ese inmenso cielo
en el que su mente se perdía, y por primera vez, eso no ocurrió. Lo que acababa de decir causó en él una curiosidad y admiración extremas. No podía ser verdad.
—Sabe hablar con las manos —trató de hacer unos
gestos torpes—. Pero como yo no la entiendo, utiliza un cuaderno. Como tú.
—Entonces… ¿es muda de verdad? ¿No es una
farsante? —preguntó alguien.
Al principio, Oliver se sobresaltó. ¿De dónde había salido esa voz tan
aguada? Parecía la de un niño. Entonces notó algo extraño en la garganta, como
una espina clavada, y empezó a toser.
—Ha-Has hablado —dijo ella con la sorpresa de
una madre al oír decir la primera palabra a su hijo.
Entre tos y tos, la mente de Oliver era un
remolino de confusión y dolor. Sus emociones eran un tsunami que le envestían
con horrendo ímpetu. ¿Qué demonios había pasado?
—Ha-Has hablado —repitió Olivia en un tono más
débil.
«Sí… Y tú has sido la culpable…». Ese pensamiento
salió disparado del oscuro remolino como una brillante señal que aún iluminaba.
La presión del pecho estalló, y actuó.
La presión del pecho estalló, y actuó.
Giró sobre sus talones, y corrió hacia la
chaqueta de pana marrón colgada en la percha de la entradita. Deslizó la mano
en el bolsillo y sacó su preciado cuchillo; el único con el que debía hacerlo. Después regresó al salón, pero ahí
no había nadie. Olivia no estaba. ¿Le había visto coger el arma?
Miró hacia la puerta del comedor que comunicaba
con el pasillo, y de pronto se temió lo peor. De pronto sabía exactamente dónde
se encontraba ella. Echó a correr de nuevo como un guepardo que percibe el olor
de una presa que creía perdida. Salió al pasillo. El corazón se le aceleró al
ver la puerta del cuarto de Su Colección abierta. A punto estuvo de caer al resbalar
con unas ganzúas justo cuando cruzaba el umbral.
—¡QUIETO AHÍ! —gritó una versión más chillona
de la voz de Olivia. Se detuvo de la impresión del chillido. Miró al frente.
¿Pero qué? Olivia sostenía con ambas manos de nudillos blancos una pistola con
el cañón dirigido a su pecho—. No te muevas, Oliver. Quedas detenido por
múltiples asesinatos. ¿Creías que jamás te atraparíamos, maldito loco hijo de
puta? Ahora quiero que te gires…
Oliver desconectó. Dejó de escucharla. Por fin
se callaba, al menos en su cabeza. La realidad comenzó a abrirse paso entre la
neblina de la confusión, y le deshizo como el ácido. Deshizo sus sentimientos.
Deshizo su ser. Deshizo su vida. Maldito momento en que miró a esa mujer a
través del espejo de la tienda. Maldito momento en que chocó con ella. Maldito
momento en que la dejó entrar en casa. En Su
casa. Ella había llenado un recipiente del ácido más corrosivo del mundo
—el amor, palabra que apareció de repente, identificando al fin esa sensación
extraña— y había sumergido en él lo único que le importaba; las únicas tres
cosas que le importaban.
Primero había sido el silencio.
Después a él mismo.
Y por último, Su colección.
No obstante, de esas tres cosas, la que más
daño le había hecho, la que más le había matado, había sido él mismo.
Cómo se odiaba en ese mismo momento. Cómo se
despreciaba por lo que había hecho. La culpable había sido Olivia, por
supuesto, pero él también tenía parte de la culpa. Se había traicionado a sí
mismo. Se había convertido en uno más de esos farsantes a los que callaba para
siempre.
¡Había hablado!
Bajo la atenta y tensa mirada de la mujer,
Oliver alzó despacio el brazo cuya mano aferraba el cuchillo.
—¡Oliver, para ahora mismo!
Pero Oliver solo paró unos segundos a la altura
de sus ojos tan negros como la muerte para contemplar el brillo de la hoja.
Luego sacó la lengua, la estiró con la otra mano, y la cortó de un certero
tajo.
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