jueves, 23 de abril de 2015
domingo, 19 de abril de 2015
La cuenta atrás
¿Y si...?
domingo, 12 de abril de 2015
Asesinas invisibles
¿Y tú? ¿Lo soportarías?
sábado, 11 de abril de 2015
180 grados
De pronto, todo puede cambiar...
La noche era clara y fría. La última prenda seguía allí tendida. Una
sábana blanca. El viento la hacía bailar, semejando un vals provocado por la
naturaleza. Luís quiso recogerla, pero el panorama era tan hermoso, que prefirió
contemplarlo durante unos segundos más. Debido a esa absorción, no se dio cuenta
de que algo tras la sábana lo observaba. En realidad no era nada malo para él;
lo era para su mujer.
De pronto, el viento cesó el baile. La sábana
se desprendió de sus fríos brazos y se quedó inmóvil, como una bailarina
decepcionada. Los grillos también detuvieron su canto. El hechizo se rompió y
Luís lo vio.
—¿Qui-Quién hay ahí detrás?
No hubo respuesta.
La boca se le secó. Un sudor frío comenzó a
arrastrarse por su espalda como un viscoso lagarto. Los latidos del corazón se
aceleraron.
Echó un rápido vistazo a los lados y agarró lo
único que tenía a mano: el cesto de las pinzas; había una docena de ellas en su
interior.
—No, no,
cariño: hoy recojo yo la ropa. Hace mucho frío y llevas todo el día
estornudando y con el pañuelo en la nariz.
—¡¿Quién hay ahí?! —volvió a preguntar con un
tono de voz que no intimidaría ni al niño con menos picardía del mundo.
«Maldita sea. ¿Quién me mandaría a mí salir?
Podía haberla recogido mañana. Hace frío, sí, pero según el tiempo esta noche
no va a llover».
Giró la cabeza y miró hacia la casa. No sabía
qué hacer. ¿Correr como un cobarde o echarle huevos? ¿Correr o no correr? Esa
era la cuestión.
Todas las luces de la casa estaban apagadas,
pero una de las ventanas despedía una intermitente luz que cambiaba de color continuamente.
La ventana era la del salón; la luz procedía del televisor. Su mujer estaba viendo
La hora de José Mota. Escuchó su risa
y luego su tos, una tos que no tenía
nada que ver con el resfriado. Experimentó una extraña sensación de inquietud.
No estaba relacionada con la tos —a eso estaba acostumbrado—, era como cuando
se quiere recordar algo y no se consigue.
—No,
déjalo. Estoy bien.
—Quédate
ahí sentada, María, no estás bien; te estás resfriando. Además, ¿no quieres que
ayude más en casa? Es más, hace un poco de frío también aquí dentro. Voy a
subir la llama de la estufa.
—Hay que
comprar una bombona; ya debe de quedar poco gas.
—Mañana
iré a por una.
Antes de darse la vuelta, y dejando a un lado
esa incómoda sensación que por un momento se abrió paso entre la bruma del terror,
comprendió que si volvía a ver esa silueta tras la sábana la cuestión quedaría
zanjada con la primera opción, así que nada más girar la cabeza de nuevo hacia
la tela, tiró de ella. Las pinzas saltaron como saltamontes con un chasquido.
La sábana se enrolló en su brazo izquierdo. Al mismo tiempo, alzó la cesta por
encima de su cabeza con el brazo derecho, volteándola y haciendo que las pinzas
que contenía se precipitaran, golpeándole inofensivamente en la coronilla.
—Me
encanta cuando te pones así.
—¿Así
cómo?
—Así de
protector. Cuando me cuidas. Te pones muy gracioso.
—Anda,
deja de reírte y límpiate el moco que se te cae, mocosa.
—¡Oye!
¡Pero serás…!
—Ja, ja.
Pásame el tabaco, anda.
—¡Ups!
Solo queda un cigarro.
—Pues
para mí; tú estás mala.
—De eso
nada. Nos lo fumamos entre los dos.
—Pues
espera a que vuelva entonces.
—Vaaale,
pero no sé si podré aguantarme: de repente se me ha despertado el mono.
—¿Tú,
aguantarte cuando se ha despertado el mono? No creo que puedas.
Nadie. Detrás de la sábana no había nadie.
Quien fuera que hubiese estado ahí detrás se había ido.
¿Se había ido o…?
Lentamente comenzó a darse la vuelta sobre sus
talones, con la cesta aún levantada y la sábana alrededor del brazo.
Ahí estaba. Delante de él. Dándole la espalda. De
cara a la casa.
Durante el segundo que su cerebro tardó en
asimilar la horrible sorpresa, la sangre dejó de pasearse por sus venas,
tornándose toda su tez blanca como la mismísima sábana. Luego, cuando hubo
recuperado el color dio unos pasos vacilantes hacia la figura que vestía una
especie de túnica negra con capucha e hizo ademán de tocarle el hombro. Se lo
pensó dos veces y consideró que sería mejor preguntar.
—¿Qui-Quién eres? ¿Te encuentras bien?
Desesperado por no lograr siquiera un ligero
movimiento por parte de aquel inesperado huésped, se decidió a darle un
golpecito en el hombro, pero justo cuando lo hizo, ocurrió algo tan
impresionante como inverosímil.
¡El individuo desapareció y volvió a aparecer
milésimas de segundos después unos metros más adelante!
El sobresalto provocó que Luís retrocediera,
pisando a continuación una de las pinzas y resbalando. Cayó al suelo de culo y
se clavó algunas de estas. No pudo gemir de dolor: su voz parecía haber hecho
las maletas y haberse marchado.
Aterrado, observó cómo la figura oscura
estiraba su brazo hacia la casa y alzaba la palma de la mano en ademán
impaciente, como ofreciéndola para que alguien se acercara y la aferrara.
Después, todo sucedió muy rápido.
Primero vino lo que le hizo comprender al fin la
razón de aquella extraña sensación de que algo importante fallaba,
(«Voy a
subir la llama de la estufa»)
de que
además de la luz de la televisión, a través de la ventana debía verse la que
debía despedir la llama de la estufa, y que no se veía.
(«… ya
debe de quedar poco gas»)
La razón fue un breve destello naranja
procedente de la ventana,
(«¿Tú,
aguantarte cuando se ha despertado el mono? No creo que puedas»)
al cual siguió una enorme explosión
(«… ya
debe de quedar poco gas»)
y un destello aún más grande y anaranjado, que
le destrozó los tímpanos, le cegó por completo, y le arrastró unos cuantos
metros sobre el precioso jardín de su casa.