Así es el salvaje Oeste...
Ron Martin llegó a Fate City en un momento muy malo, no hay duda. El
pobre diablo no era un forajido, ni siquiera sabía desenfundar el revólver sin
perder tres segundos de tiempo. Tampoco era un ladrón ni le interesaba yacer
con rameras hasta que la verga le ardiera como una vela en una lámpara. No,
señor. El pobre de Ron Martin simplemente era un muchacho de dieciocho años —¿o
eran diecisiete?— que se había quedado huérfano y llevaba días buscando trabajo
por diferentes ciudades.
Era un joven delgado; la nuez del cuello le
sobresalía como si del pico de una montaña se tratara. Y era muy alto, el más
alto que los habitantes de Fate City habían visto en su vida. Estaba claro que
su viejo sombrero había pertenecido a alguien más pequeño que él. También el
chaleco y los vaqueros.
Entró en la ciudad a pie, acompañado de un
caballo tan enclenque como su dueño. Fue directo al saloon. Y empujó las
puertas en el preciso instante en el que el cascarrabias de Mike Rulo apretaba
el gatillo de su revólver.
A Mike los humos le subían enseguida y desenfundar
y apuntar era su reacción habitual. Sin embargo nunca había disparado.
Mike Rulo era buen jugador, no solía perder
mucho dinero. Pero, oh, señor, aquel día se había producido una mezcla más
inestable que la dinamita vieja. El mismísimo diablo debía estar observando la
partida de póker. Una inmensurable racha de pérdidas e ingesta de whiskey había
encendido más de lo normal la mecha de su temperamento. Así pues, Mike Rulo El
Cascarrabias, harto de perder dinero, pensando que Jimmy Tongo se la había
jugado, se puso en pie, desenfundó el revólver al tiempo que Jimmy hacía lo
mismo pero más lento, y apretó el gatillo en el preciso instante en el que el
pobre de Ron empujaba las puertas, henchido de esperanza.
La mesa estaba justo delante de la entrada al
saloon y Mike frente a ella. Pese a que desenfundaba sin pensarlo por cualquier
mamarrachada, para desgracia de Ron Martin, Mike Rulo El Cascarrabias tenía la
puntería de un viejo reumático ciego y la bala alcanzó a Jimmy Tongo, sí, pero
no a su persona propiamente dicha. El proyectil atravesó la copa del sombrero
del suertudo Tongo, desplazando solo aire, fibras de cuero y algún que otro grasiento
cabello. Ron Martin, recortado contra la luz del día, en la puerta, era,
naturalmente, más alto que Jimmy. La distancia hizo que la bala descendiera
solo unos milímetros, los justos para no darle en la cara, pero sí en el
cuello, en el centro. El pico de montaña que tenía por nuez se volatilizó en
oscuras motas de sangre que resaltaron a contraluz. Una nube de polvo se alzó
como un último suspiro cuando el joven se desplomó.
Ron Martin llegó a Fate City en un momento muy
malo, no hay duda. El pobre diablo no era un forajido, ni siquiera sabía
desenfundar el revólver sin perder tres segundos de tiempo. Tampoco era un
ladrón ni le interesaba yacer con rameras hasta que la verga le ardiera como
una vela en una lámpara. Pero así es el salvaje Oeste, lleno de balas, muchas
de ellas perdidas, que siempre acaban encontrando su destino.