miércoles, 14 de septiembre de 2022

Un día para el fin del mundo

 Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian

Al abrir la puerta de la celda, un arrastrar de cadenas se filtró al corredor. Gómez y Carmona apuraban un café con la espalda apoyada contra el frío muro de cemento. Un hombre de pelo ceniciento abandonó la celda acompañado por dos guardias. Gómez y Carmona se lanzaron una mirada cómplice. En ella estaba implícito un gesto de repugnancia, aunque puede que fuera tan solo odio.

El doctor Janer había sido reactivado. La línea entre héroe y villano no era tan fina en ningún otro lugar como en los servicios de inteligencia. Llevaba seis años cumpliendo condena por prácticas inmorales y eso, considerando los criterios de moralidad de la Agencia era mucho decir. Fue juzgado sumariamente por… bueno, fue encarcelado, y no hubo más que hablar. Nadie protestó, el tipo era un verdadero hijo de puta.

En el transcurso de aquellos seis años bucólicos, el acuerdo sobre la reclusión del doctor fue unánime. Los políticos y altos cargos brindaban con champaña por haber conseguido que su país fuera un lugar más seguro. Sin embargo, nada dura para siempre.

La guerra estalló de repente, como un paquete bomba envuelto en papel de celofán. Los chinos habían programado una opa hostil contra nuestra democracia y estaban a punto de salirse con la suya. Solo a un loco se le ocurriría declararle la guerra a una potencia como China. Este era el enésimo encuentro entre David y Goliat, y hay que tener muy buena puntería con la honda para vencer un enfrentamiento de esa magnitud. El doctor Janer era nuestro mejor hondero.

Ahora recorría el largo pasillo hasta su viejo laboratorio con la cabeza gacha, con los cabellos revueltos cubriéndole la cara que le escondían una sonrisa de plena satisfacción. Vestía un mono naranja que pronto cambiaría por una más digna bata blanca. Solo mudaba el disfraz de loco por el del sabio. Irónicamente dentro del traje continuaba siendo el mismo malnacido de siempre.

Los mismos que antes brindaban por su encarcelación ahora descorchaban el mejor cava por haber dado con el arma que nos haría ganar la guerra. Por suerte China estaba lejos, eso nos concedía tiempo para prepararnos. ¿Prepararnos para la muerte? Tal vez, pero la mayoría estábamos de acuerdo; éramos demasiado mayores para aprender chino.

Una puerta blindada se abrió al fondo del corredor y el doctor Janer traspasó el umbral de la locura. Oficialmente había dejado de ser un demente. El paso se cerró después de que el viejo doctor torciera un recodo y desapareciera de la vista.

El coronel Andrade le esperaba en un despacho que se había dispuesto junto al laboratorio. Su gesto era de preocupación, vestía el uniforme de campaña, su pecho estaba cubierto de condecoraciones. Un cigarro recién encendido pendía de sus labios.

Siéntese, por favor.

Janer tomó asiento.

Imagino que ya sabe por qué lo he hecho venir. Al menos lo sospecha.

Un brillo maligno relampagueó en los ojos del doctor.

Bien dijo Andrade, entonces no hay mucho que explicar. El enemigo nos supera en número y en recursos. Necesitamos un milagro. Uno como los que solo usted es capaz de hacer.

Janer rio.

¿Ahora lo llaman milagro? Pensaba que era una abominación, algo así como poner del revés una cruz y prenderle fuego.

Moisés hizo que las aguas del Mar Rojo se abriesen para que el pueblo judío escapara de Egipto. A lo que los hebreos llamaron milagro, el faraón lo consideró una abominación. Todo depende del punto de vista. Aunque alguien tan inteligente como usted ya debe saberlo.

El doctor asintió con una sonrisa sardónica formándose en sus renegridos labios. Su aspecto era demacrado. La piel mortecina por la falta de sol, los ojos hinchados, surcados por hilos sanguinolentos.

No puedo remediarlo dijo de pronto, soy un patriota.

Andrade suspiró aliviado. Una puerta de esperanza se entreabría. Aunque el calor del infierno seguía quemándole el trasero.

Entonces, si no tiene inconveniente, comenzará a trabajar en el proyecto hoy mismo. El tiempo juega en nuestra contra.

No se preocupe, teniente. Andrade estuvo a punto de protestar, pero se contuvo en el último segundo. Llevo trabajando en ello desde hace seis años. Se tocó la cabeza con el índice. No pueden ponerle rejas a esto. Nunca fui su prisionero porque siempre tuve libertad para pensar lo que me viniera en gana.

 

Janer escuchó el sonido de la puerta al cerrarse con la mayor satisfacción que su manchada alma podía experimentar. Estaba en su hábitat natural. Después de tantos años, al fin volvía a pisar el inmaculado suelo de linóleo de su laboratorio. Por fin podía respirar el aséptico aroma de la magia científica. La bata blanca no solo le confería el aspecto del hombre sabio que era; también le inyectó una dulce dosis de poder. Allí dentro, abrazado por su uniforme, volvía a tener el control, volvía a ser el doctor Janer.

En la celda había tenido mucho tiempo para pensar. Cometió un error seis años atrás. No pudo controlarlo. Por entones estaba sometido a una presión atroz. Se sentía como si una guadaña sostenida por un péndulo descendiera cada vez más sobre su atrapado cuerpo. Le obligaron a hacer algo que iba en contra de sus principios, pero no tuvo elección.

—¿Sabe qué les ocurre a los campos cuando hay una plaga de langostas? —Fue la pregunta estúpida con la que le recibió el entonces teniente Andrade.

Janer acababa de entrar al despacho. Seis años atrás, su cabello aún lucía negro y brillante, engominado hacia la coronilla, exponiendo una enorme e inteligente frente.

No le dejó responder.

—Le he hecho venir aquí —continuó— porque es nuestro mejor científico y porque la delicada naturaleza de este asunto conlleva discreción absoluta.

El doctor Janer sabía por dónde iba, lo cual no hizo que se sintiera mejor. Era un hombre sin amigos. Nunca había tenido pareja, y su familia hacía tiempo que había cesado su empeño por verlo. El doctor pertenecía al laboratorio, a sus experimentos, así había sido desde niño y así seguiría siendo hasta que su corazón dejara de latir y su cuerpo se desplomara sobre los frascos, pisetas y matraces. Dedicaba su vida a la ciencia y era feliz, pero a veces la soledad llamaba a la puerta, y que el teniente remarcara este hecho no le sentó bien.

—Desde luego las ratas no podrán revelar el secreto a nadie —comentó, un tanto exasperado—. Aunque tal vez —prosiguió con gesto reflexivo— pueda inventar alguna forma de hacerlas hablar.

El teniente Andrade lo miró muy serio. ¿Era posible que el muy imbécil creyera de verdad que podría llegar a hacer tal cosa?, pensó el doctor.

Esbozó una sonrisa sarcástica y los rasgos del teniente se distendieron hasta estallar en una carcajada seca y escasa de gracia.

—Bueno, doctor Janer —dijo tras el exabrupto de humor y mientras sacaba un cigarrillo de un estuche dorado—. Como iba diciendo, lo que vamos a hablar aquí, y lo que le voy a ordenar hacer, es alto secreto, ¿entiende?

—Sí, señor.

—Bien. —Se llevó un cigarro a los labios y lo encendió con una diminuta cerilla que había en una caja dentro del estuche. No le ofreció al doctor—. Los campos quedan totalmente diezmados —explicó retomando el tema con el que le había saludado—. Y entonces los agricultores tienen un serio problema. Pero no solo ellos, también los ganaderos y toda la industria alimenticia y, por consiguiente, el resto del mundo.

Dejó que las palabras calaran en el gran cerebro del doctor, al tiempo que exhalaba una enorme columna de humo, semejante a la desprendida por una chimenea de una fábrica de papel. Janer empezaba a hacerse una idea de a dónde quería ir a parar.

El teniente Andrade aplastó el cigarro contra la madera de su escritorio, retiró la ceniza con el dorso de la mano, y continuó hablando.

—Los tíos de traje y corbata están preocupados, ¿sabe? Los últimos índices demográficos les atormentan sobremanera.

—Desconocía que hay plagas de langostas en estos momentos. Llevo tiempo sin ver una —ironizó el doctor. Empezaba a sentir una ligera angustia en el estómago.

El teniente Andrade volvió a soltar una de sus falsas risas secas y a cortarla con la misma brusquedad.

—Bien. Nos han pedido que calmemos su preocupación. Que hagamos algo para reducir la plaga. No mucho, se han apresurado a aclarar (su impoluta moral debe estar chillando de dolor), con un tercio sería suficiente…, por un tiempo. Sé que usted será capaz de realizar el trabajo. Piense que lo mandan ellos, los mandamás, o lo que es lo mismo, nuestro país, por lo que lo que lo hará por su país, por su gente, pero no solo por ello, también por el mundo entero. Usted será quien nos salve, doctor.

—¿Tengo elección? —preguntó, de nuevo con ironía.

El teniente Andrade se reclinó en su asiento, cerró los ojos con fuerza, y rompió a reír como un poseso. Sin detener la risa, extrajo otro cigarrillo del estuche dorado, se lo puso como pudo entre los labios, realizó un ademán con la mano para que saliera del despacho, y giró la silla hasta quedar frente al ventanal que había a sus espaldas. Esta vez la risa no sonó fingida y Janer aún la oía cuando salió al pasillo y se dirigió a su laboratorio.

 

Ellos le habían convertido en el monstruo que lo consideraban ahora. Cuando todo se fue al traste, toda la culpa recayó sobre él. El gobierno y sus superiores se limpiaron las manos, ¿qué otra conclusión cabía esperar? Él era el único causante de la muerte de casi la mitad de la población mundial. Él y solamente él. El malvado doctor Janer. Se había convertido en el manido tópico del científico loco.

Janer solo hizo lo que le pidieron. A pesar de sus advertencias, los altos mandos le pusieron una fecha límite, y cuando esta llegó, tuvo que entregar el resultado, a pesar de que aún quedaban pruebas importantes por realizar. La enfermedad empezó a descontrolarse a partir del segundo día. Resultó ser más contagiosa y rápida de lo esperado. No hubo manera de pararla. Las mutaciones se sucedían unas tras otras. La gente enfermaba y, la mayoría, independientemente de la edad o salud, fallecía. Janer fue juzgado, declarado culpable de genocidio, y encarcelado. Cuatro años más tarde gracias a una vacuna y sobre todo a que las mutaciones se detuvieron, el cuerpo se fue adaptando, aceptando a su nuevo huésped, y los casos descendieron de manera gradual pero constante.

La Enfermedad de Janer, la llamaron. Llevaba su nombre, el nombre del monstruo. Todo el mundo lo odiaba, a excepción de algunos conspiranóicos que en este caso tenían razón y se habían olido la verdad oculta tras el virus mortal.

«De modo que eso es lo que pensáis de mí —reflexionó Janer los primeros días en su celda—. Esas miradas de desprecio, de asco, es lo que recibiré a partir de ahora de todo el mundo. ¿Yo soy el monstruo? ¿Creéis que yo lo soy? Entonces no os decepcionaré».

Y empezó a tejer una forma de hacer honor a su sobrenombre.

 

Su rencor no iba dirigido a la población. Esta siempre ha sido manipulada por los medios y la mayoría de las mentes humanas son tan maleables como plastilina en manos de un niño. Su venganza recaería únicamente sobre el personal de aquella base. Desearía poder llegar también a los altos cargos del gobierno, pero aquello sería imposible. Por otro lado, en aquel lugar había gente inocente que nada tenía que ver con su encarcelamiento, sin embargo siempre hay daños colaterales. Además, las miradas y los gestos de ese personal inocente estaban teñidas de odio. No era culpa suya que fueran tan poco inteligentes como para pensar por sí mismos y darse cuenta de que trabajaban para una agencia tan podrida y llena de gusanos como una manzana pasada.

Durante su estancia en prisión, en la libertad de su mente, había estado ideando la forma de controlar el virus, estrujándose los sesos para dar con el error que habría solventado si hubiera podido realizar más pruebas. Y finalmente, tras varios años, dio con la clave. Supo cómo mantenerlo bajo control, cómo evitar que los contagios fueran eternos. Encontró la forma de hacer que el virus se autodestruyera pasadas unas horas de incubación. Desconocía si alguna vez lograría salir de entre esas cuatro paredes, pero si algún día le daban la libertad, ya tenía el arma para acabar con toda esa escoria.

Y ese día había llegado gracias a la guerra contra China. Solo necesitaba unas semanas y su justa venganza habría concluido, porque ¿qué es la venganza sino hacer justicia desde lo más profundo del corazón?

 

La noche en que el doctor Janer logró crear la nueva variante del virus, se desplomó sobre su asiento y suspiró. Fue un resoplido tembloroso, preñado de alivio y triunfo. También de cierta tristeza: su vida no tendría que haber sido así. Se sentía tan enfadado.

Antes de levantarse se armó de valor para llevar a cabo la siguiente fase del plan. Luego salió del laboratorio, donde había un guardia vigilando que el monstruo no hiciera ninguna monstruosidad.

—Ya está —le dijo.

El hombre, fornido de cuerpo pero no de mente, le respondió:

—¿El qué está?

—¿Puedo ir a hablar con el teniente Andrade?

—El coronel Andrade —lo corrigió el guardia con cara de no muy buenos amigos.

—¿Puedo hablar con él?

—Ahora mismo no está en su despacho.

—¡Pues llámale, maldita sea! —estalló el doctor con impaciencia.

El guardia dio un paso al frente mientras se llevaba la mano al arma enfundada.

—Relájate, Frankenstein.

Janer no supo si lo decía refiriéndose al doctor o al monstruo, pero viendo su nivel de inteligencia, intuyó que al segundo, al igual que la mayoría de la gente que desconoce la historia.

Cuando el guardia decidió que el doctor se había calmado, sacó un teléfono móvil con la otra mano del bolsillo interior de la americana e hizo una llamada.

—¿Puedo ir al servicio? —le preguntó Janer.

—Sin ninguna tontería —afirmó el hombre y, a continuación, saludó al coronel Andrade al otro lado de la línea.

El vengativo corazón del doctor Janer empezó a latir con fuerza cuando dio los primeros pasos en dirección a los aseos, pensando que en cualquier momento el guardia se daría cuenta de la negligencia que acababa de cometer. No lo hizo y, tras abrir y cerrar la puerta del cuarto de baño sin llegar a entrar, reanudó la marcha por el pasillo. Media hora después, volvía a cruzar por delante del servicio, de donde salía el guardia con el rostro rojo de ira.

—¿Dónde coño has ido? —le espetó con los dedos alrededor de la culata de la pistola sin llegar a sacarla de su funda.

—Fui a ver si el coronel había llegado ya tras tu llamada.

El hombre guardó silencio unos segundos, con una salvaje mirada clavada en él y la respiración como la de un toro a punto de lanzarse contra el matador.

—Mi mujer murió, ¿sabes? —le dijo de repente.

Janer no dijo nada, un tanto perplejo.

—Tú la mataste —añadió—. Así que como vuelvas a hacer alguna otra tontería, no dudaré en sacar el arma y volarte esos sesos tan inteligentes.

Durante un momento el doctor estuvo a punto de replicarle con la intención de aclarar quiénes fueron los verdaderos asesinos, pero eso serviría solo para provocar más la ira del hombre, de modo que agachó la cabeza y no dijo nada: no podía permitirse ningún fallo.

El guardia dio un paso atrás, apartándose de su espacio personal, y le dijo, un poco más tranquilo pero con el mismo desprecio en su tono de voz, que el coronel Andrade no tardaría en llegar al despacho, así que lo escoltó hasta el lugar.

—Siéntate ahí —le ordenó.

Janer se acomodó en la silla que había frente al escritorio del coronel; el guardia salió del despacho y permaneció al lado de la puerta abierta. Cinco minutos después, el coronel Andrade pasaba bajo el umbral. Se estaba encendiendo un cigarro.

—Gracias, Félix, espere fuera.

Andrade cerró la puerta. El corazón de Janer inició un rápido tamborileo. Respiró hondo, trató de calmarse, y lo consiguió. Ya no había nada de qué preocuparse. Todo estaba saliendo como tenía planeado.

—¿Lo tiene? —preguntó mientras rodeaba la mesa y tomaba asiento. Se le notaba ansioso a pesar de que trataba de ocultarlo—. Más vale que sí; estaba a punto de tumbarme a leer uno de esos repugnantes libros del traidor de John Le Carré. —Andrade tenía un pequeño apartamento en la parte superior del edificio.

Janer curvó los labios en una sonrisa y asintió. Le embargaba tal felicidad, estaba tan eufórico, que no se veía capaz de decir una palabra.

El coronel exhaló una última calada sin perder el contacto visual y aplastó el cigarrillo contra la mesa.

—¿A qué viene esa estúpida sonrisa? ¿Qué es lo que ha creado esta vez? Vamos, ¡hable!

Una de las condiciones que el doctor pidió y le permitieron fue no interferir en su proyecto, no hacer preguntas mientras estuviera trabajando en él. Los altos mandos sabían muy bien que él no había sido el causante de la catástrofe anterior, aunque jamás lo reconocerían abiertamente, y eran conscientes del talento del hombre, por lo que en realidad no tenían motivos para desconfiar de él, así pues aceptaron la condición. Por otro lado, en esta ocasión no hizo falta poner fecha límite. Había que apresurarse, claro, los chinos eran como un grano infectado: podían estallar en cualquier momento; pero Janer les aseguró que en menos de una semana lo tendría listo, y así fue.

Janer le respondió con la misma sonrisa, incapaz de borrarla de su rostro macilento y ojeroso. Un cosquilleo empezaba a ascender por su garganta.

—¿Qué coño le pasa? ¡¿Por qué sonríe así?! —La impaciencia del coronel salió a la luz y este ya no trató de mantenerla en la oscuridad—. ¿Es un arma láser? ¿Un control mental de soldados? ¿Qué ha inventado? ¡Dígamelo! Ya hemos esperado bastante, hemos cumplido su absurda condición.

Antes de responder, los labios del doctor se separaron y el cosquilleo se liberó en forma de un ataque de tos. El pecho le empezó a palpitar segundos antes de terminar de toser. Un dolor se instaló en él y la respiración se tornó fatigosa y sibilante.

En la abertura de los ojos del coronel Andrade pudo ver la claridad de la comprensión.

—¡Serás hijo de puta! —le gritó y rodeó la mitad inferior de su cara con una mano al tiempo que con la otra rebuscaba en uno de los cajones del escritorio. La mano reapareció con una mascarilla quirúrgica.

—No le va a servir de nada, coronel —habló al fin Janer. Tosió, y continuó—: El nuevo virus lleva en el aire unos cuarenta minutos. El sistema de ventilación se ha ocupado de esparcirlo bien por todo el complejo.

En ese momento irrumpió en el despacho el guardia, con la pistola en la mano.

—¿Todo bien, coronel? —preguntó.

Andrade se levantó de su silla.

—Inicie protocolo de evacuación —le ordenó—. Todo el mundo fuera del edificio ¡ya!

—Sí, señor —dijo el guardia antes de toser y de enfundar el arma. Luego lanzó una última mirada de odio hacia el doctor y salió del cuarto.

El coronel se volvió hacia Janer mientras lo señalaba con un largo dedo teñido de nicotina.

—Y tú… —Tos.

—Veo que no ha aprendido nada de la pandemia anterior —aprovechó el doctor para comentar.

—Callát… —Más tos. Se dio la vuelta para alzarse la mascarilla y poder toser sin ningún impedimento.

—¿Se expande un virus por el edificio y su primera orden es desalojarlo? —A Janer también le atacaban accesos de tos, pero hacía un esfuerzo por seguir hablando—. ¿También me culparéis a mí de esa pésima gestión?

—¡Intento que se contagie el menos número de personal posible, monstruo!

Janer rio.

—Demasiado tarde para eso, me temo. Pero no se preocupe, señor, ya me he encargado yo de ese detalle. Todas las puertas están bloqueadas, y he modificado el virus para que muera junto a su huésped. Tranquilo, ni el personal de este complejo ni el virus saldrán jamás de aquí.

—¡Hijo de…! —Se palpó el costado, donde deberían de estar sus cartucheras con las pistolas, pero no las llevaba puestas. Vestía un chándal de estar por casa; no esperaba necesitarlas a esas horas de la noche, se suponía que tan solo iba a ser una charla informativa.

Desde su silla, Janer observó cómo el coronel, desesperado, rojo de ira, corría hacia un pequeño mueble que había detrás del escritorio. Allí abrió una puertecita y tras ella apareció una caja fuerte. El doctor imaginaba lo que buscaba así que decidió no regalarle más tiempo. Aprovechando que Andrade estaba de espaldas a él, se puso en pie y alzó la silla con las pocas fuerzas que le quedaban. A continuación se acercó al hombre agachado y al tiempo que abría la caja fuerte, arrojó el asiento sobre su cabeza. El cuerpo del oficial se desplomó hacia adelante, su frente golpeó contra la culata de la pistola que había en el interior de la caja, y ahí permaneció inmóvil. Janer perdió el equilibrio al lanzar la silla, cayó sobre esta y sobre el coronel. Cada vez estaba más débil y los accesos de tos eran más continuos. La tez había pasado del blanco al amarillo; pero aún le quedaba una gota de energía, la suficiente para llegar a su lugar sagrado, a su hogar, a su laboratorio. No podía morir ahí, encima de aquella rata gubernamental.

Al mismo tiempo que el doctor Janer cruzaba el pasillo, la alarma de emergencia estalló en todo el edificio. Luces rojas intermitentes lo escoltaron hasta el laboratorio. Una vez dentro, bloqueó la puerta. A duras penas alcanzó su silla y cayó sobre el asiento, con los brazos colgando a los lados. Miró al frente, a la brillante encimera repleta de objetos de laboratorio, y sus labios se encorvaron en una última sonrisa.

Morir solo no era tan malo como se decía, siempre y cuando se esté en casa.




viernes, 8 de julio de 2022

Lazos de sangre

 Un mal ha arraigado en su familia; ahora tiene que tomar la decisión más dura de su vida

Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian

¿Conocéis esa sensación de estar entre la espada y la pared? ¿Alguna vez os habéis encontrado en la ardua tesitura de tomar una decisión que cambiará vuestra vida para siempre? ¿Imagináis siquiera lo que se siente cuando tienes delante a las personas que más amas en el mundo y debes decidir… debes decidir si permanecer junto a ellas o… o matarlas?

Yo sí lo sé. Pero no me juzguéis. Todavía no, al menos. Dejad que os cuente el motivo por el que estoy sentado en el borde del colchón de la cama de mi hijo. Permitidme, antes de tacharme de psicópata sin escrúpulos, que os explique por qué contemplo entre sombras a mi pequeño, en esta oscura habitación a pesar de ser las diez de la mañana de un soleado día de junio, mientras en mi cabeza bullen las dudas y el miedo igual que un estofado en una olla, formando burbujas que estallan en mi cerebro y se adhieren a él con doloroso pesar.

 

Mi vida se convirtió en un infierno hace tres meses, tras la mudanza.

El edificio, de dos plantas, contenía cuatro apartamentos. Solo uno estaba habitado: el primero B. El A y los dos bajos llevaban años vacíos. La construcción era vieja, y la fachada, arañada por el tiempo, dejaba al descubierto los anaranjados ladrillos que asomaban tímidamente, al igual que el cuerpo de una anciana a la que el marido, ávido de deseo, desviste con cariño. No era muy elegante, pero sí económico.

A Sara, mi mujer, la habían despedido hacía dos meses. La fábrica de zapatos en la que llevaba cinco años trabajando había cerrado. Uno a uno, como adolescentes en una película Slasher, los empleados fueron desapareciendo, hasta que le llegó el turno a ella. Luego, sin más, la empresa dejó de existir. Sara decía que eso la consolaba un poco: al menos no la habían echado por incompetencia. Pero el consuelo no daba de comer y la prestación por desempleo tampoco. En cuanto a mi sueldo, bueno, digamos que para vivir en un viejo edificio con aspecto de anciana desnuda era suficiente; para hacerlo en el chalet de dos plantas que hipotecamos tres años atrás, no tanto.

A diferencia del antiguo, nuestro nuevo hogar se hallaba relativamente cerca del centro de la ciudad. Este detalle me alejaba del lugar donde trabajaba, en el polígono de las afueras, pero, por otro lado, acercaba a mi hijo a su colegio. Raúl tiene… bueno, tenía —aún me cuesta hablar de él en pasado pese a tenerlo dormido aquí en frente— ocho años, y hacía menos de dos que había aprendido a leer. Él fue el primero en darse cuenta de que en el único piso ocupado hasta entonces del edificio vivía una familia.

—¡Mira, mami! —exclamó, tirando del bolsillo del pantalón de Sara, mientras señalaba con la otra uno de los buzones. Todavía no habíamos comprado el apartamento. Hasta ese día solo lo habíamos visto en fotos por Internet. La administradora ya había abierto la puerta del bajo A y esperaba en el umbral, mirando con fingida paciencia. De los cuatro buzones marrones colgados de los azulejos del portal, solo uno tenía una etiqueta con nombres. Raúl lo leyó con el ceño fruncido en ademán de orgullosa concentración—. Bábrara, Ángel y Carlos. ¡Hay un niño!

Bárbara, cielo —le corrigió su madre.

—Sí, pequeñín —intervino la administradora del edificio con la sonrisa triunfal del comerciante que acaba de descubrir la debilidad de su cliente—. Los propietarios del primero B son una familia encantadora con un pequeñín precioso, como tú —comentó guiándole un ojo a mi hijo. Luego, volviendo el rostro hacia mí y Sara—: Nunca hemos tenido problemas con ellos. Estoy segura de que les encantará tener la compañía de otra familia. Llevan unos meses solos en este edificio

—Es un poco viejo —comenté—. El edificio, digo. No me lo esperaba así.

La mujer, lejos de borrar aquella sonrisa de hábil comerciante, la ensanchó.

—Es antiguo, sí. Pero la estructura es firme como la de una catedral medieval y, como os comenté por teléfono, no debéis dejaros engañar por su aspecto exterior. Como todo en esta vida, lo más importante se encuentra siempre en el interior.

Y, a continuación, se hizo a un lado y extendió el brazo en dirección al apartamento, invitándonos a entrar.

Tal y como nos adelantaron las fotos, el interior contrastaba ligeramente con la fachada. Era como si a la anciana le hubiesen trasplantado órganos nuevos, más jóvenes, aunque la estructura ósea revelaba su avanzada edad. La distribución clásica se veía compensada con una decoración mucho más contemporánea: muebles bajos en blanco y negro, parquet brillantemente pulido y paredes lisas de colores suaves, en escala de grises y blanco. Todas las habitaciones eran diminutas, pero claro, después del enorme chalet, cualquier piso se nos quedaría pequeño. El mobiliario resultaba agradable, así que solo nos mudamos, cuatro días después, con nuestras camas.

No vimos a los nuevos vecinos en todo el día, por eso, cuando el timbre de la puerta horadó el silencio de la noche con su afilada estridencia, los tres dimos un respingo, sobresaltados.

Estábamos en el salón, delante del televisor, donde emitían una película de estreno. La única que le prestaba atención era mi mujer. Raúl dormía con la cabeza sobre sus muslos —era sábado y no teníamos prisa por llevarle a la cama—; yo trataba de despegar los párpados cada segundo, pero cuando lo lograba, volvían a descender caprichosos, como los de esos muñecos Nenuco.

Sara y yo nos miramos, con el ceño fruncido, un tanto aturdidos. Raúl abrió un poco los ojos, levantó la cabeza y farfulló una pregunta que ninguno de los dos entendimos.

—Shhh, no pasa nada, cielo —le tranquilizó su madre mientras le acariciaba el pelo. La cabeza del niño descendió hacia sus muslos, y el sueño lo atrapó de nuevo.

—Voy a ver —susurré yo al tiempo que me levantaba, ahora totalmente despierto.

Me acerqué a la mirilla y no vi nada: el pasillo estaba oscuro. Confuso y sintiendo algo parecido a un miedo irracional, me dispuse a descorrer el cerrojo de la puerta. Tal vez quienquiera que hubiese llamado se había cansado de esperar y se había ido; pero no tardé tanto en responder, por lo que todavía podía estar cerca.

Abrí la puerta. Durante un segundo, creí que el corazón abandonaría mi cuerpo y saldría despedido entre mis labios igual que un hueso de aceituna atascado en la garganta.

Al otro lado del umbral, entre sombras, había un niño. Se encontraba a un metro, más o menos. Si no fuera por la claridad que llegaba de la televisión —justo enfrente de la pequeña entrada— y por la escasa luz que se filtraba a través de los cristales del portal, procedente de las farolas de la calle, no lo habría visto.

Un rostro redondo, pálido, flotaba en la penumbra como un globo. La naturaleza fantasmal de esa cara fue lo que me asustó tanto en un primer momento. Mi mente aturdida no la relacionó con un niño hasta que sus labios —de un vivo carmesí— se curvaron en una sonrisa, y unos delgados brazos emergieron de la negrura de improviso. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, y la mortecina luz del interior de mi casa acarició la cara con mayor intensidad. Mi corazón regresó al pecho. Los nubarrones de mi cerebro se disiparon impulsados por una fuerte ráfaga de comprensión. Era solo un niño. El hijo de los vecinos al que sus padres le habrían hecho bajar a darles la bienvenida con un plato de comida, al estilo de las películas norteamericanas. Pero lo que había en el recipiente de porcelana no era una tarta de manzana; sino morcilla. Durante unos segundos, las nubes de perplejidad se empeñaron en tapar el sol de mi intelecto: era un regalo de bienvenida muy poco común y sofisticado. No obstante, las palabras del niño infundieron cierto sentido a todo ello.

—Hola, soy Carlos, vuestro vecino. Tengo ocho años. Mis papis y yo queremos daros este regalo de bienvenida. La ha hecho mi mamá; es una receta de la familia: mi abuela también la hacía —y, bajando la voz, añadió—: la de la abuela estaba más rica. —Sonrió de esa forma traviesa que solo los niños son capaces de esbozar. Al hacerlo, los labios se contrajeron sobre los dientes, y estos quedaron al aire libre. Eran unos dientes muy blancos, perfectos, pero había algo insólito que no encajaba; en ese momento no acerté a identificar de qué se trataba, y tampoco pude observarlos con mayor detenimiento, pues el niño volvió a juntar los labios de inmediato.

Dejé de pensar en ello y le miré a los ojos: grandes, con pupilas diminutas flotando en iris de un azul tan claro que parecían blancos. Di un paso para acercarme más al umbral y cogí el plato de morcilla. Las manos del muchacho no cruzaron la línea que separaba mi casa del portal.

—Muchas gracias, Carlos. Diles a tus padres que sois muy amables.

—No hay de qué —dijo una voz de mujer procedente de la oscuridad detrás del niño.

El horror paralizó todo mi cuerpo, incluidos los brazos, que se detuvieron en pleno retroceso. En esta ocasión, el corazón no saltó hasta mi garganta: dejé de sentir sus latidos.

El pánico agarró mis ojos y los sacó de las cuencas, desorbitándolos, y en ese estado contemplé cómo dos manchas blancas iban dibujándose en la penumbra, por encima de Carlos. Cuando estuvieron a la altura del niño, un par de manos se posaron en sus hombros, una a cada lado. Las manchas blancas tenían facciones. Al igual que ocurrió anteriormente, el percatarme de este hecho, logró evaporar mi absurdo miedo. Mi cuerpo se distendió con una pequeña convulsión, igual que si hubiesen arrojado agua fría sobre mi cabeza. Entonces, sin poder evitarlo, me embargó una risa casi histérica.

—Lo siento —me disculpé entre carcajada y carcajada—. No os había visto. Me he dado un susto de muerte.

—¿Qué pasa, Sergio? —Era mi mujer, quien acudió a ver por qué tardaba tanto. Junto a ella llegó la luz: pulsó el interruptor de la entradita, algo que tenía que haber hecho yo antes de abrir la puerta. Me habría ahorrado aquel terror ilógico.

—Hola, señora —dijo una de las personas que había al lado del chico—. Soy Ángel.

—Y yo Bárbara —se presentó a su vez la mujer que había hablado oculta en las sombras—. Y él es nuestro hijo, Carlos.

—Hola —saludó el pequeño con su sonrisa carmesí—. Tengo ocho años. Mis papis y yo os hemos traído un regalo de bienvenida.

Mi mujer correspondió a los saludos encantada, al tiempo que me extraía el plato de las manos.

—Muchas gracias. Somos Sara y Sergio. También tenemos un hijo. —E inclinándose y mirando a Carlos—: Se llama Raúl y tiene siete años.

—Disculpe si le hemos asustado, señor —se excusó la mujer en tono preocupado—. La luz del portal no funciona, y pensábamos que nos veía usted con claridad.

La risa me abandonó en cuanto llegó mi mujer, pero no de forma abrupta, aún seguía latente en mi pecho, y se reflejaba en mis labios.

—No, quien lo siente soy yo —dije—. Disculpen mi risa. Trabajo de noche, he acabado mi turno a las seis de la mañana y estoy bastante cansado. Y cuando uno está cansado hay veces que pierde el control de sí mismo. La realidad te puede jugar muy malas pasadas en estos casos. Os agradecemos mucho la morcilla; estoy convencido de que nos encantará. Con vecinos así, será un placer vivir aquí.

Los tres permanecían muy quietos, justo al otro lado de la puerta. Era indudable que el muchacho era hijo de ellos. Todos tenían los mismos ojos. Incluso los dos adultos. Por un instante se me cruzó por la mente una idea bastante desagradable, pero la deseché de inmediato. También me recorrió por la espalda un escalofrío semejante a un gusano deslizándose por la columna vertebral hasta alcanzar la nuca. Había cierta ansiedad vidriosa en sus miradas, un júbilo exagerado. Pensé que tener vecinos era algo que llevaban tiempo deseando.

—Bueno —canturreó el hombre tras lo que empezaba a ser un silencio incómodo—. Nos vamos. Nos ha encantado conoceros. Ya nos veremos por aquí. Disfrutad de esa deliciosa morcilla.

—Y sí, mi madre las hacía mejor —comentó la mujer mientras acariciaba el pelo al niño y le dedicaba una preciosa sonrisa maternal—; pero os aseguro que jamás habéis probado unas como estas.

 

Los días pierden su sentido cuando trabajas de noche. El sol se desvanece entre los sueños de un cuerpo agotado, y la oscuridad se convierte en un universo pegajoso que no consigues quitarte de encima. Me levanto a media tarde y, en los inviernos, eso significa que está a punto de anochecer. Almuerzo con cierta desgana, no me sienta bien la comida recién levantado, pero no me queda otra que forzarme a comer un poco. Sara y Raúl, a esas horas, suelen estar sentados en el sofá mirando cualquier película. No hace mucho tiempo desarrollaron cierto gusto por las historias tétricas, si no terroríficas. Yo no las veía apropiadas para nuestro hijo, aunque siempre aplazaba aquella discusión para más adelante; tampoco me levantaba con cuerpo listo para broncas. A continuación iba a mi despacho y elegía alguna lectura con la que pasar el rato hasta las siete. A esas horas Sara y el niño habían aparcado el terror y estaban a punto de hacer los deberes. Siempre he pensado que el nombre correcto para ellos debería ser obligaciones. Porque eso es lo que son, una obligación. ¿Acaso me sirvieron a mí de algo? Lo cierto es que no, aunque yo solo soy uno entre millones. Un tipo cualquiera que se gana el salario con sus manos. Uno entre millones, ahora que lo pienso, ese es precisamente el quid de la cuestión.

Ya os habréis hecho una idea de que no pasaba mucho tiempo con mi familia. Es el precio que hay que pagar para no ser un mal padre. Nadie entendería que me hubiera quedado con ellos y nos hubiéramos muerto de hambre; de eso podéis estar seguros.

La culpa es un arma muy poderosa, de las más potentes que existen. La culpa te puede obligar a hacer lo que se le antoje y, en manos de la persona adecuada, puede obligarte incluso a matar. Aunque, bien pensado, la muerte no es algo tan terrible, el mundo está trufado de circunstancias que te harían desear estar muerto, igual que lo deseo yo ahora mismo.

Raúl comenzó a pasar mucho tiempo en casa de los vecinos. Es comprensible. Por mucho que Sara se esforzara, no podía estar todo el rato pendiente de él, y el niño terminaba aburriéndose de jugar solo. Así que nos pareció positivo que tuviera un amigo de su edad. Además, ni siquiera tenía que salir del edificio. Estaría vigilado en todo momento. Siempre regresaba con una sonrisa a casa, igual que si acabara de darse un baño en un jacuzzi. Se le veía tan relajado, tan feliz. A un padre le reconforta esa imagen; los que tengáis hijos me comprenderéis. Aunque debo aclarar en este momento que las buenas rachas nunca me han durado demasiado tiempo. No tardó en llegar una nota del colegio. Por lo visto el niño se había quedado dormido en clase. Sería solo una anécdota divertida si no fuera porque no era la primera vez que sucedía. No nos habían informado en primera instancia porque lo consideraron casi como una travesura infantil, sin embargo, ese comportamiento anómalo terminó por alarmar a Ricardo, su profesor.

Fuimos a hablar con él, y en una breve reunión nos informó de que nuestro hijo daba siempre la impresión de estar muy cansado. De hecho, había tomado por costumbre pasar la hora del recreo en la biblioteca, escondido detrás de un tebeo, aunque a nadie se le escapaba que, en realidad, estaba echando una cabezadita. Regresamos a casa preocupadísimos. Quizá los juegos en casa de los vecinos fuesen agotadores; no podíamos imaginar ningún otro motivo, en nuestro hogar seguía manteniendo las mismas costumbres de siempre.

Sin razón aparente, el mismo miedo irracional del que fui presa la noche de la bienvenida volvió a visitarme. Se lo comenté a mi mujer y decidimos que Sara acompañaría a Raúl la tarde siguiente a casa de Bárbara y Ángel. Sería todo muy natural: tomarían un café, charlarían sobre cualquier cosa mientras los niños jugaban… y, de reojo, los vigilaría. Teníamos que descubrir por qué Raúl se cansaba tanto en esa casa. Recuerdo que ese día estuve muy nervioso, no conseguía concentrarme en el trabajo. Cuando por fin fiché a la salida, me descubrí pisando el acelerador más de lo debido. Por poco no me salté un semáforo en rojo. Tuve suerte de que no me multaran, a decir verdad. Cuando llegué a casa me senté en el sillón a esperar a que Sara se despertara. Tenía ganas de zarandearla y preguntarle cómo había ido la cosa. Qué había sucedido en casa de los vecinos. Sin embargo, en ese momento todavía era dueño de mí mismo, y no lo hice. Esperé con la impaciencia del llanto de un recién nacido.

Charlamos mientras Sara desayunaba. Fue un poco decepcionante, para ser sinceros. No había nada de extraordinario en los juegos de nuestro pequeño. Y, sin embargo, languidecía entre mis brazos. Se agotaba como el brillo de una bombilla que ya hubiera entregado lo mejor de sí misma. Y solo tenía siete años.

De todos modos, llegarían peores momentos para nuestra familia.

 

La lluvia tamborileaba sobre el asfalto desde hacía un par de días. El invierno era ya un recuerdo borroso durante las vacaciones de Pascua. Raúl no salía apenas de la cama, holgazaneaba como cuando era un bebé. Yo no me sentía con fuerzas para reñirle, estaba tan pálido, tan indefenso. Se me antojaba un muñeco de trapo: precioso, pero sin la energía necesaria para mantenerse erguido por sí mismo. Cuántas horas pasé apoyado en el marco de la puerta de su habitación, de pie, a oscuras, observando en la negrura su respiración débil, apagada. No conseguía más que hacerme daño a mí mismo. Sin embargo, en eso consiste ser padre, en preocuparse a todas horas, en que te merodee el miedo detrás de cada esquina.

Sara no se encontraba mucho mejor. Durante el último mes había caído en el mismo trance que nuestro hijo. Los médicos no habían hallado ninguna anomalía en los análisis de sangre, hacia los cuales ambos habían desarrollado una fobia irracional. Así que nuestra única respuesta fue el reposo. Había que guardar fuerzas y alimentarse como era debido, eso era todo. Una receta demasiado pobre para lo que se espera de un marido, de un padre. Si la ciencia no se hacía cargo de mi familia, ¿qué podía hacer yo al respecto?

Buscar vías alternativas.

Así fue como conocí a Ghisty el mago. El nombre sonaba pretencioso pero, aun así, me arriesgué a contactar con él. No tenía nada que perder y, para ser honestos, sabía que el tiempo se estaba agotando. Raúl empeoraba cada semana y yo necesitaba un poco de esperanza. El mago me recibió en un cuartucho maloliente de un edificio destartalado, muy parecido al nuestro. Las paredes estaban forradas de estanterías en las que descansaban todo tipo de artilugios, tarros y esculturas. Era un lugar preparado para impresionar al visitante, y realmente lo conseguía. Me quedé embobado con aquella parafernalia de hechicero, aunque el que quedó más impresionado de los dos fue Ghisty.

Al escuchar mi historia los ojos se le entornaron, la tez se le puso blanca como el papel. Mientras yo hablaba, él asentía con la cabeza, tomaba algunas notas en una libreta y murmuraba algo que me erizó los vellos de brazos y nuca, y a lo que no me dio tiempo indagar: «Han regresado. Otra vez no. Han regresado».

 Tanto interés me puso alerta. O bien era un actor de primera, o en mi familia había arraigado un mal tan temible como una tormenta en alta mar.

Gracias a Ghisty conseguí una pistola. La sacó de un cajón de su escritorio y me la entregó, alejando aquellas palabras de mi mente.

—Llegará el momento en que la necesites —me dijo—. Lamento no poder ofrecerte más ayuda.

La mandíbula se me desencajó. Si el arma no hubiera sido tan real, tan tangible, hubiera pensado que se trataba de una broma. La agarré y sentí ese tacto frío, impersonal y que, sin embargo, me transmitió tantas cosas. Era la respuesta a mis plegarias, casi un acto de Dios.

—¿Está seguro de que no hay ninguna otra solución? Quizá alguna hechicería.

Se recostó en el respaldo de la silla con las manos sobre el pecho y los dedos entrecruzados.

—Lo lamento. Tu familia se enfrenta a un mal que no puede combatirse más que con la muerte. Y, créeme, la muerte es un remanso de paz.

—Pero ¿qué debo hacer con la pistola? ¿A quién debo disparar?

—Lo sabrás a su debido tiempo; por ahora, limítese a guardarla donde nadie pueda encontrarla.

Acto seguido rebuscó en los cajones del escritorio. Frunció el ceño y tanteó el fondo de uno de ellos con las puntas de los dedos. Luego se le escapó una sonrisa torcida que delataba un éxito. Me ofreció un puño bien apretado y lo abrió junto a las mías. Tres balas repiquetearon sobre la madera.

—Son de plata —dijo con voz átona. La sonrisa había desaparecido de sus labios—. Solo dispongo de tres, así que, elige bien a quién disparas. Es de vital importancia que no equivoques el objetivo.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Mis ojos miraban los suyos, las palabras se me agolparon en la garganta hasta atascarse. Comprendí que la conversación había terminado y que a partir de ese momento estaba solo en aquel embrollo.

Metí en un bolsillo de la chaqueta el arma y las balas, y nos pusimos de pie. Me despidió en el rellano y me pidió que no volviera a visitarle. Bien sabía a lo que me enfrento y, como él dijo, no hay nada que pueda hacerse para derrotar a este mal.

 

Nuestros vecinos han desaparecido. Hace un par de días fui a su casa con la pistola en la mano. No había ni rastro de ellos. El apartamento estaba limpio, sin ningún efecto personal, solo quedaban los muebles y el olor a sangre impregnado en las paredes. Me hubiera gustado morir combatiéndolos, volándoles la tapa de los sesos o clavándoles la pata de una silla en el corazón. Tanto me daba, solo deseaba cobrar mi venganza, y me la habían arrebatado. Malnacidos. Malmuertos.

El único consuelo que me queda es acabar con el sufrimiento de mi familia. Aunque también podría tumbarme junto a Raúl, a la espera de un afilado beso de buenas noches. De todos modos, estoy convencido de que yo no podría soportar esa vida, ese estado famélico de mirada sedienta, carente de cualquier brillo de humanidad. La misma que despedían los ojos de nuestros malditos vecinos esa noche; ahora comprendo la ansiedad que se adivinaba en sus expresiones.

No puedo permitirlo.

Acaricio el brazo de mi hijo y siento el tacto de su piel suave a través del cañón de la pistola mientras la deslizo hacia su cabeza de niño, que nunca llegará a madurar. Solo necesito tres balas para terminar con esto.

Solo espero tener el valor de poder dispararlas.




lunes, 4 de abril de 2022

El callejón oscuro

 En el fin del mundo o comes, o te comen

Dedicado al capullo C. G. Demian


Lo primero que percibí al despertar fue el olor. Lo sentí en las papilas gustativas antes incluso que en el olfato.

Se dice que el primer sentido en activarse al despertar es el oído, pero quien lo dijera nunca ha salido del mundo de los sueños para encontrarse dentro de un contenedor de basura.

No supe dónde estaba —ni siquiera el hedor me dio una pista— hasta que el oído (ahora sí) me hizo recordar. Agarró unos sonidos amortiguados, procedentes de unos cuantos metros a mi espalda, los hizo vibrar a través de su complejo conducto y los lanzó a mi cerebro, plasmando en él, como si de una impresión estampada se tratase, todo lo ocurrido hasta ese momento.

Una de mis manos empezó a moverse por la base del contenedor antes de que en mi mente se dibujara la imagen de lo que estaba buscando. Mientras se movía sentí un lejano entumecimiento en el lumbar derecho, pero no le di importancia; tenía curiosidad por saber qué hacía mi mano. El hecho de que la oscuridad me envolviera, densa, opaca, tan sólida que casi podía sentirse como algo físico acariciando mi cuerpo igual que si estuviera cubierto por

(un sudario)

una gruesa capa, ese hecho, digo, no pareció indicar a mi sentido común que tal vez lo que aquella mano trataba de hallar hubiese quedado inservible al golpearse —tras liberarse de mis dedos— en mi precipitado descenso por la boca de aquel cubo de basura.

Entre bolsas, restos pegajosos de materia podrida (cáscaras de fruta, huesos, raspas de pescado), la mano topó al fin con algo más duro y grande. Los dedos rodearon ese cilindro alargado, cuya superficie de goma estaba un tanto áspera y formada por pequeñas líneas separadas, como el borde de hojas de un libro entreabierto o las láminas de un abanico plegado. Al sentir aquel peculiar tacto, mi cerebro creó al fin la imagen de lo que mi extremidad había estado rastreando igual que un perro de caza. Solo que no era un conejo o una perdiz, sino una linterna. La linterna. Mi linterna.

Sin esperar un segundo, el pulgar ascendió hasta localizar la suave curva del botón y lo presionó.

El haz de luz salió disparado, se proyectó con la fuerza de un rayo e iluminó el interior del contenedor como un relámpago el cielo nocturno en medio de una tormenta. Cortó aquella espesa negrura con tal brusquedad, que me pareció oír cómo se rasgaba, un sonido blando, semejante al de plastilina hendida por un cuchillo.

Pero el haz de la linterna no solo iluminó ese mundo físico y reducido en el que me encontraba; también dio luz a mis recuerdos, proyectando las imágenes estampadas que habían aparecido en mi mente al percibir los sonidos del exterior, aquellos gruñidos, gemidos ásperos y guturales, chasquidos y desgarros acuosos. El rayo de luz produjo un efecto de linterna mágica sobre los fotogramas de mi cerebro, y comenzaron a proyectarse uno tras otro, trasmitiendo la sensación de movimiento.

 

—Álvaro, vas a ir tú.

Está echando a la lumbre un tronco tan seco que vomita serrín. La última línea naranja hacía tan solo unos minutos que había sido tragada por la leve ondulación del cerro, alzado en la parte trasera de aquel chalet, justo al otro lado del muro de ladrillos de hormigón. Alguien había tenido la estupenda idea de arrancar alambre de espino de sabía Dios dónde y coronar la longitud del muro con él. Probablemente fue Silvio, o Damián y Gema. Ellos eran los que más tiempo llevaban viviendo —si a esto se le pude llamar vivir— en esa casa. Álvaro no lo sabe, y tampoco lo ha preguntado. Al fin y al cabo, es uno de los que menos tiempo lleva allí: cuatro o cinco semanas.

—¿Por qué yo? —pregunta un tanto aturdido, con el tronco aún en la mano derramando serrín como diminutas escamas de caspa.

Damián le mira perplejo, sorprendido al parecer por la pregunta. «Es evidente, atontado», dicen sus ojos.

—Después de Sandra, tú eres el que más tiempo ha pasado ahí fuera.

Álvaro se mantiene en silencio. No quiere salir. Precisamente por haber estado tanto tiempo solo, escondiéndose y huyendo de esos monstruos infernales y de muchos otros terrenales, no quiere salir. Encontrar un refugio como aquel, y gente que te permitía formar parte de él era el tipo de cosas que le hacen a uno desear permanecer frente al fuego, al otro lado de un alto muro coronado por alambre de espino. Así que esa mirada de Damián irrita a Álvaro. «Perdona que sea tan tonto de replicar con un completo y natural “¿Por qué yo?”, Damián. Perdona mi estupidez».

Álvaro arroja al fin el leño al fuego. El serrín forma una estela de caspa en su descenso en diagonal, igual que una estrella fugaz. Las llamas lo atrapan y lo devoran entre chasquidos de sus flameantes dentaduras. A continuación se frota las manos para desprenderse de los restos de la madera, logra ajustarse una máscara neutra sobre su rostro aturdido, y responde:

—Vale.

Porque sabe que es igual de importante haber encontrado ese refugio como mantenerlo. Y si para lograrlo tiene que salir al exterior, a rescatar a una de las personas con las que comparten ese privilegio, Álvaro lo hace, sin rechistar, como haría un niño cuyos padres le prometen que si recoge los juguetes, ese verano irán a Disneyland.

 

De pronto, un intenso sonido de interferencias me sobresaltó. El haz de luz se estremeció por el movimiento de mi cuerpo. Mis pies empujaron pringosa porquería al estirarse las piernas.

Era la emisora. Alguien trataba de comunicarse conmigo. La estática intermitente se cortó, y cuando el cacharro volvió a sonar, lo hizo en forma de voz. Era Damián.

—Álvaro, ¿nos recibes? ¿Qué pasa, Álvaro?

Los gruñidos y chasquidos cesaron unos segundos, para después reanudarse con más fuerza, más rabiosos… y cada vez más cerca. Iban acompañados de un discordante ruido de chapoteo, de pies descalzos contra el pavimento. No de un par de pies, sino de al menos tres pares. A continuación se detuvieron y una serie de pesados golpes, como de cuerpos arrojándose al suelo, llegó a mis oídos. Mientras tanto, Damián me llamaba cada vez más

(irritado)

nervioso.

Pude ver en mi imaginación, con total claridad, a esos seres que en tiempos mejores fueron humanos alrededor de la emisora, intentando despedazarla.

En ese momento pensé en la suerte que tuve de que se deslizara de mis manos en algún momento de mi desesperada carrera.

Damián dejó de intentar comunicarse conmigo, al menos por ahora. Flexioné de nuevo las piernas. Al hacerlo sentí un pequeño tirón en la zona lumbar, donde antes había experimentado el entumecimiento, pero alcé la linterna, y los fotogramas reanudaron su marcha.

 

—¿Por qué voy solo? —pregunta Álvaro. Se había ceñido la emisora en el cinturón igual que un pistolero el revólver. Ahora se guarda la linterna en el bolsillo izquierdo del ancho pantalón azul de trabajo.

—Ya lo sabes —le responde Damián.

—Así es como lo hacemos —interviene Gema. Damián y ella están casados. Se lo contaron cuando Álvaro logró convencerles de que era buena persona, tras aporrear la puerta de aquella casa, desesperado y exhausto porque estuvo cerca de cuarenta minutos corriendo delante de una horda. Llevaban en la casa siete meses. En ese momento, la mujer se está recogiendo el cabello en un moño alto. La seguridad y fuerza que irradia con aquel gesto mientras le responde fascina y enfurece a Álvaro a un tiempo. Fue por ella, más que por Damián o Silvio, por lo que tardaron tanto en abrir la puerta aquel día.

—¿Te acuerdas —vuelve a hablar Damián— de esa sensación de ruido continuo que había en las ciudades? ¿De ese rumor constante producido por el tráfico de coches y personas? Yo sí me acuerdo. Y también recuerdo cuando iba al pueblo, a visitar a mis abuelos. El silencio era atronador, insólito. Me quedaba minutos y minutos tumbado en la cama, con los ojos cerrados, disfrutando de esa extraña calma. Claro que de vez en cuando un vehículo cruzaba por la calle, rompiendo el silencio como un cristal astillado por una piedra, o un pequeño grupo de chavales estremecía el aire con sus risitas. Pero no había ese ruido constante, ese murmullo de fondo que rodea las grandes ciudades como un manta.

—Es mucho más seguro ir solo —vuelve a interceder Gema. Ahora, con el rostro estirado por el moño alto, sus facciones parecen más duras y al mismo tiempo más bellas.

—Menos posibilidades de ser oído o visto —recalca Silvio, más por deseo de hacerse notar que por aclarar la perorata de Damián. Ha estado todo el tiempo ahí, con un libro de bolsillo. Álvaro había tratado de leer el título mientras alimentaba el fuego, pero las enormes manos de Silvio cubrían ambas cubiertas. Ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntarle; cuanto menos contacto tuviera con ese hombretón prepotente y cínico, mejor. No recordaba con claridad si llevaba en la casa más tiempo que el dulce matrimonio, pero no debía andar lejos.

—Yo puedo ir con él.

Es Carla, quien ha sustituido a Álvaro en la tarea de dar de comer a las hambrientas llamas. Silvio la invitó amablemente desde su sillón, cuando el chico fue a prepararse.

—No —insiste Damián moviendo la cabeza—. Nosotros no trabajamos así, ya lo sabéis.

Le entrega a Álvaro una sólida barra de uña. En sus ojos hay un brillo de preocupación. Dicen: «Espero que no tengas que usarla».

En la irritante mente de Álvaro se empieza a formar la idea de que esa inquietud no es por él personalmente. Y lo que suelta Gema a continuación, en el tono grave, tajante de un jefe de operaciones de inteligencia que pierde toda su red y prioriza la protección de la información secreta por encima de su gente, lo confirma.

—Que no se te olvide traer las provisiones, Álvaro. Estamos jodidos. Apenas nos queda comida para tres días; cuatro, si disminuimos las raciones. Ve con cuidado, y si ya no hay nada que hacer con Sandra…

—Haz lo que tengas que hacer con ella, chaval —interrumpe Silvio parapetado detrás del libro (ahora ha separado un poco los dedos y Álvaro llega a ver parte del título y el nombre del autor: dos eles al final del primero y King en el segundo)—; pero evita que te maten, y trae las provisiones que aseguró haber encontrado.

Álvaro deja escapar un suspiro y gira los ojos hacia Carla, quien lo mira con una elocuente expresión de impotencia y preocupación.

«Sí, tendré cuidado —piensa Álvaro y transmite con la mirada—. Haré todo lo que pueda por regresar con Sandra y sus putas provisiones».

La estancia está bañada por una cálida luz anaranjada. El fuego de la chimenea y las velas diseminadas por toda la casa contrastan con la oscuridad y el frío del otro lado del umbral de la puerta, donde se halla Álvaro.

De repente, sin previo aviso, le asalta un pensamiento. Una idea que da un giro de ciento ochenta grados a su filosofía actual, como si unas ruedas dentadas hubiesen encajado de pronto en el hueco justo. Hasta ha creído oír el seco chasquido. Lo ha producido toda esa situación. En su interior ya habían empezado a girar esas ruedas de manera inconsciente, pero lo que provocó el encaje ha sido el cuadro que ve desde la puerta, antes de salir: Damián, Gema y Silvio, sentados frente a la chimenea, recostados, abrazados los dos primeros, y leyendo con los pies en alto el tercero. Frente a ellos, Carla, de pie, echando leña en la boca del hogar. Y Jorge (otro superviviente que vive con ellos) introduciendo los troncos y ramitas desde el patio trasero, al tiempo que Emma y Lorena racionan la cena.

«Cuando vuelva, Carla —le dice Álvaro con los ojos—, nos largaremos de aquí. Ya no me siento a gusto entre esta gente. Que le den al calor. Que le den al muro con alambre de espino. Nos iremos de aquí y buscaremos otro lugar en el que estar seguros».

 

Apagué la luz de la linterna. Necesitaba un momento de calma. Eché la cabeza hacia atrás y solté un largo resoplido. Todo mi cuerpo de distendió y el entumecimiento del costado se hizo más presente. No tuve ocasión de darle importancia: mi cerebro repetía una y otra vez aquella última mirada con un ritmo machacón semejante al mecanismo que mueve un tren a vapor.

Ahora temía que esa promesa tácita jamás se cumpliera. Recordé lo que dijo Gema: «Estamos jodidos».

«¿Estamos jodidos, maldita perra? —le respondí en mi mente—. ¡Yo estoy jodido! Desde que salí por esa puerta. Estoy metido en un buen lío y tú estás calentándote y calentando a Damián. Que le den a las provisiones. Ahora habéis perdido eso y a dos personas…».

No podía seguir pensando así. Aún había una oportunidad. No estaba muerto. Aún podía salir con vida de toda aquella situación. Sin embargo, todavía no estaba muy convencido. No me sentía preparado. Tenía miedo; qué digo miedo: estaba acojonado. Y este sentimiento era el que agarraba a aquel pensamiento de derrota y me lo tiraba a la cara.

Tenía que dejar de pensar en ello. Así que levanté el brazo y pulsé el botón de la linterna.

 

Álvaro conoce bien la ciudad. Nació ahí. Allí estudió y fue en aquella urbe donde le contrataron de carretillero en un almacén de alimentos, a los dieciocho años, cuando dejó los estudios. Siempre le había costado horrores retener los innumerables temas. Aun así también era consciente de lo importante que era tener un mínimo de estudios a la hora de encontrar trabajo y nunca había sido un chico perezoso. Por eso hincó los codos y se esforzó para sacarse al menos hasta el título de bachillerato. Luego salió en busca de un trabajo. Precario, sí, pero un trabajo al fin y al cabo.

Ahora se ríe —una mueca de asco más bien—, al comprender lo inútiles que habían sido todos ellos. ¿Qué sentido tiene la vida?, se pregunta conforme avanza, encorvado y alerta. ¿Qué sentido tiene si de un momento a otro todo se puede ir a la mierda, como realmente ocurrió?

Por primera vez se alegra de no haber iniciado una carrera universitaria. De haberlo hecho, en esos momentos se sentiría todavía más ridículo, pues habría malgastado horas y horas de su vida desollándose los codos y friéndose el cerebro para nada. Para acabar en el mismo sitio en el que se encuentra.

Tres quilómetros. Esa es la distancia que le separa del lugar en el que Sandra resultó herida. «En el callejón que hay en frente del Casino Tres Ases». Álvaro había ido un par de veces al local con algunos colegas, pero en las dos ocasiones había salido con la cartera más ligera que cuando había entrado. Un antro poco iluminado —como si los dueños esperasen que la penumbra impidiera ver a los jugadores cómo iba desapareciendo su dinero—, inaugurado poco antes del desastre mundial. Por allí cerca también había algunos bares y un par de discotecas. Y si tenías hambre, podías encontrarte con un Burger King y un MacDonalds, uno a cada lado de la acera, enfrentados igual que dos ejércitos en un campo de batalla.

Es uno de los primeros barrios del extrarradio que aparece al salir de la urbanización de chalets de lujo en la que está el refugio del grupo de Álvaro. Como un castillo en la cima de una colina, aquella urbanización se alza sobre la ciudad, imponiendo su brillante petulancia.

Álvaro sabe con exactitud dónde está Sandra, y conoce todas las calles. Espera llegar en unos treinta y cinco minutos, quizá más debido a las paradas que se ve obligado a hacer, parapetado en las esquinas, observando las calles en busca de infectados, o retrocediendo para hallar un nuevo camino cuando alguno de ellos está cortado por las criaturas. No quiere verse obligado a huir en la oscuridad de la noche, en la que apenas un tercio de las farolas funcionan correctamente. Mucho menos reventarles la cabeza con la barra de uña, aferrada con fuerza en una de sus manos.

En el tiempo que estuvo solo, muy pocas veces se vio en aquella desagradable tesitura. Para él siguen siendo personas, vecinos, padres, madres… niños, por lo que atizarles no resultaba ser una experiencia muy agradable. Sentir el impacto en la mano, el relámpago trepando por el brazo hasta el hombro, oír el golpe seco y, lo peor de todo, el crujido del cráneo, o la mandíbula al partirse, contemplar cómo los sesos se derraman por la abertura y lo salpican todo… Eso es algo que produce intensas náuseas en él.

Tiene que detenerse unos minutos. Pensar en aquello le ha revuelto el estómago y por un momento está seguro de que va a vomitar la escasa comida de aquel día. Pero aspira el gélido aire nocturno, lo mantiene unos segundos en los pulmones, y lo expulsa despacio, en un trémulo suspiro.

La angustia se esfuma y su mente se ve asaltada por Carla. Por Carla y su ofrecimiento para acompañarle. Reanuda el cauteloso avance con aquel instante palpitando en su mente igual que un cálido corazón.

Carla fue quien le tendió un vaso de deliciosa agua y una manta cuando al fin Damián, Gema y Silvio, abrieron la puerta. Fue ella quien se encargó de enseñarle la casa mientras el trío debatía sobre qué hacer con él a continuación (¿dejar que se quede o echarle al día siguiente?). Fue Carla quien apenas tres semanas atrás pasó a su cuarto y se introdujo entre las sábanas, erizando la piel de Álvaro con su tibia desnudez. Todo había ocurrido sin previo aviso pero al mismo tiempo de manera natural. Ella era con quien más hablaba y con quien más tiempo pasaba en la casa. No se trataba de una mujer especialmente bella, con su desmañado cabello negro, cuyas puntas y patillas se aclaraban evidenciando una edad superior a la del chico; tampoco la delgadez que hundía sus mejillas despertaban el deseo. Pero sus ojos azules despedían tanta vida y calor, que hacían olvidar a uno todo lo demás. Hipnotizaban, esa es la palabra. Eran los ojos de una buena persona. Y además, había algo que le susurró al oído aquella noche en la que hicieron el amor por primera vez.

—Follemos, Álvaro. Ya casi nada importa. Tal vez mañana estemos muertos. Ahora, la estúpida frase esa de vive el momento cobra más sentido que nunca. Follemos, y olvidémonos de todo límite, de todo prejuicio. Solo nos queda el aquí y ahora. Y el aquí y ahora somos tú y yo. No creo que esté enamorada de ti, Álvaro, pero de todos los que estamos en esta casa, tú has sido el único que me ha dado una razón para seguir viva al día siguiente.

Álvaro sentía algo muy parecido hacia ella, y el calor de su cuerpo resultó ser irresistible. Así que follaron. Y desde entonces no ha sido la única vez.

«Volveré, Carla, y nos iremos a otro lugar. Te lo juro», piensa.

Acaba de llegar al barrio. Está agachado detrás de un coche. La calle se abre ante él como una lengua asfaltada, totalmente en penumbra excepto por un par de farolas. Una de ellas mantiene un parpadeo continuo; la otra arroja un charco de luz sobre una furgoneta blanca aparcada junto a la acera. Unos metros antes de esta, la fachada de un bar se ve interrumpida por un ancho rectángulo que se alza hasta las estrellas veladas por una fina capa de nubes, como si alguien hubiese cortado una porción del edificio. El hueco no debe de medir más de dos metros de ancho y a continuación se extiende otro tramo de edificios. Ese es el callejón. Allí está Sandra, malherida, y con suerte aún de una pieza.

Álvaro ciñe la barra en el cinturón y extrae la emisora, la coloca delante de los labios, pulsa el botón para transmitir, y susurra el nombre de la mujer. No recibe respuesta.

—¿Me oyes, Sandra? —repite.

Nada.

Con la espalda pegada contra la parte posterior del coche (un diminuto C3), Álvaro levanta un poco la cabeza, comprobando una vez más que la calle está despejada. No lo está, y su corazón y estómago hacen un doble mortal en su interior. Esconde la cabeza de nuevo, a la velocidad del rayo.

Durante una milésima de segundo, la intermitente luz de la farola del mismo lado de la calle en el que se encuentra agazapado ha caído sobre un zombi, como un foco iluminando a un actor en una obra de teatro. Cuando siente que el corazón relaja los latidos y el estómago vuelve a su sitio (comprueba también que no se ha meado), hace acopio de valor y vuelve a asomar la cabeza por encima del maletero. El corazón da un nuevo vuelco, pero los ratones estomacales solo le mordisquean tímidamente. Lo que provoca la primera reacción es ver que no hay un único infectado cerca de aquella farola, sino tres; lo que evita que el estómago se le afloje del todo es percatarse de que están quietos: no se han movido en el tiempo que ha tardado en volver a mirar.

Regresa al escondite. Tiene que ordenar sus ideas.

El callejón se halla al otro lado de la calle, a unos cincuenta metros de distancia. Los muertos están más lejos, en el mismo lado en el que él está ahora; calcula que unos cien metros más allá.

Gira la cabeza hacia la derecha. La otra acera está flanqueada por vehículos, igual que la maleza en la orilla de un arroyo. Solo tiene que cruzar la calle —eso es lo más peligroso— y luego avanzar agachado en línea recta, pegado a los laterales de los coches que dan a la acera.

«No parece tan difícil», piensa.

Álvaro se regala unos minutos para relajarse, para coger fuerzas.

—Vale —susurra—. Cuenta hasta tres, como decía papá. Cuenta hasta tres y antes de acabar la cuenta, cuando vayas por el dos, ponte en marcha. Si terminas de contar, toda la adrenalina acumulada se evaporará igual que el vaho sobre un cristal: cuando dejas de exhalar, deja de empañarse…

La fuerte respiración entrecorta el susurro…

—Tengo que hacerlo ya. Uno… Dos…

Álvaro se lanza a la carrera, doblado sobre sus rodillas, ayudándose con las manos como un gorila o un cervatillo recién nacido. Antes de que pueda pensar si le han visto aquellos seres, ya se halla detrás de un nuevo coche y, sin frenar ni un instante, prosigue a medio correr, tal y como lo había planeado.

A menos de diez metros de la alargada boca negra del callejón, decide despegarse de la línea de vehículos y cruza en diagonal la acera hasta adentrarse en la abertura. La oscuridad total cae sobre él como un bálsamo que distiende sus rodillas, convirtiéndolas en gelatina. El alivio es enorme. Ahí no pueden verle.

La fatiga de la carrera y los nervios van disminuyendo al tiempo que el corazón tamborilea cada vez con menos fuerza.

Decide adentrarse un poco más en la penumbra antes de encender la linterna.

Avanza con cautela, mientras guiña los ojos en un intento de adaptarlos a la oscuridad. No resulta del todo inútil. Esa noche el cielo no está negro por completo. Hay una luna creciente velada por una cortina de nubes que produce un brillo espectral en el firmamento, y ese brillo desciende difuminado hacia el callejón. Así pues, cuando su visión se acostumbra a esa penumbra, Álvaro empieza a distinguir sombras y bultos. Siluetas que en su imaginación cobran la forma de monstruos, como un montón de ropa sobre la silla en un cuarto sin luz.

De repente, los tentáculos del miedo paralizan todo su cuerpo igual que si le hubiera acariciado una medusa.

Una idea horrible, espantosa, empieza a materializarse en su mente.

¿Y si hay zombis ahí dentro? ¿Y si alguno de esos bultos es en realidad uno de ellos, expectante, listo para abalanzarse sobre él y alimentarse con su existencia? ¿Y si Sandra ha sido atacada, infectada, y ahora se está arrastrando con su pierna rota hacia él, reptando cual serpiente, deslizándose en la oscuridad para rodear con su gélida mano uno de sus tobillos y…?

Su pulgar izquierdo toma la iniciativa sin esperar órdenes del cerebro. Pulsa el botón de la linterna y la luz actúa como un disolvente. Todas esas horripilantes ideas desaparecen, junto con el miedo. Allí no hay ningún zombi. Solo papeles desperdigados por el suelo, bolsas de basura desgarradas cerca de un contenedor grande, y otras inmundicias tales como excrementos tan secos como los troncos que echaba a la chimenea; marcas oscuras de orines prehistóricos, el cadáver esquelético de un gato. Todo ello despide un hedor insoportable. Álvaro se cubre los orificios de la nariz con el dorso de la mano derecha. Todavía sostiene la emisora.

El callejón es largo; tal vez veinte metros. Solo se ha adentrado unos diez, por lo que el haz de la linterna no alcanza el pequeño muro que corta la calleja.

Pasa por delante del contenedor y unos pasos más allá al fin la ve. Sandra. Aparece en el círculo de luz como un delincuente abatido al que iluminan desde un helicóptero.

Está bocabajo, con la cabeza sobre uno de sus brazos; el otro lo tiene flexionado a un costado, la emisora a unos centímetros de sus dedos, rozando el índice y el corazón. Probablemente sin batería.

Lo peor es la posición de la pierna izquierda. La derecha está extendida con normalidad, pero la otra yace en un ángulo imposible. Si uno no mira bien, no ve nada fuera de lugar, tan solo una pierna doblada por la rodilla, con la parte inferior apuntando hacia fuera. Pero si se observa con atención, uno comprende que ese ángulo es demasiado recto, demasiado perfecto, aplastado contra el suelo. También distingue una diminuta protuberancia que estira el vaquero en la curva de la rodilla, como si un extraño pene erecto luchara por atravesar la tela. Por último, el pie está retorcido y el talón de Aquiles se ha desprendido de su prisión de carne, mostrando su frágil mortalidad igual que una aguja de punto. A Álvaro se le revuelve el estómago. Lo que les dijo Sandra antes de que se cortara la comunicación se queda corto.

—¡Chicos, mierda! ¿Me oís? —había escupido la emisora de Damián en la casa—. ¡Estoy herida! He perdido el equilibrio al saltar el muro de un callejón… ¡Agg!... ¡Mierda! Joder… Creo… Creo que me he roto una pierna. ¡Agg!

—Tranquila, Sandra —le dijo Damián tras coger el walkie-talkie. Intentaba mostrarse tranquilo, pero en el tono de su voz se advertía una ligera conmoción. Todos estaban nerviosos. En cuanto oyeron el mensaje de la mujer, interrumpieron sus actividades y prestaron atención, expectantes.

—No grites o te oirán —prosiguió Damián. Entonces Gema le arrancó la emisora de las manos.

—¿Tienes las provisiones, Sandra? —preguntó. En su voz no había ni rastro de nerviosismo, solo una pragmática dureza preñada de preocupación.

Sandra no respondió de inmediato. Se produjo un silencio sepulcral.

—Sí —replicó al fin.

—Vale. Esto es lo que haremos, Sandra…

«Lo que haremos, Sandra —piensa ahora Álvaro—, es enviar a uno de nosotros, uno que no importe demasiado (desde luego Damián, Silvio o yo, no, claro), solo uno, sí, porque si también resulta que la caga, no es lo mismo perder a un miembro del equipo que a dos, tres o cuatro. Es importante formar parte de un grupo. Hay más posibilidades de sobrevivir, pero también hay que ser inteligente, hay que pensar en términos de conservación. En caso de que sea imprescindible perder gente, que sea de uno en uno, por favor».

Desde que vivía en esa casa, Álvaro había empezado a ver al ser humano con otros ojos. Ya había sacado conclusiones tristes y desesperanzadoras con anterioridad, pues no solo tuvo que huir de los muertos. Sin embargo el comportamiento de la mayoría de las personas de ese grupo había hecho a sus conclusiones ascender unos grados más de desolación.

En ese mundo los otros seres humanos no son tal para el prójimo. Son tan solo un recurso más, como puede serlo la comida, las armas, la leña, la ropa y el calzado. Pero este recurso tiene una ligera diferencia con los demás. No resulta del todo imprescindible. Si la supervivencia pasa por acabar de algún modo con la otra persona que forma parte de tu grupo, lo haces. Álvaro está seguro de que si Damián y Gema se vieran en una situación de vida y muerte, y la solución era quitar al otro del medio, por mucho amor que se tengan, lo harían. Y el chico teme que no son los únicos dispuestos a ello.

En ese mundo, cuando el estómago advierte su doloroso vacío, el primero en llenarlo es el más rápido con el cuchillo.

No todos son así: Carla, por ejemplo, o él mismo; pero también es cierto que nunca se ha visto complicado en una situación tan desesperada. No nos conocemos a nosotros mismos hasta que no tenemos a la muerte exhalando su aliento en nuestra nuca, de eso estaba convencido Álvaro. Y aquella noche más que nunca.

En cualquier caso, ahí está Sandra, con la pierna destrozada y la mochila llena de provisiones en la espalda.

Se acerca con paso lento a la mujer al tiempo que susurra su nombre. Nada, ni un murmullo. Cuando llega a su altura, echa un vistazo al muro. Una estructura de ladrillos enfoscados de unos dos metros y medio. Algunos de los ladrillos están rotos, hendiduras que ascienden irregularmente para permitir escalarlo. Uno de los pies de Sandra debió hacer migas un orificio, de arcilla frágil y vieja. Entonces perdió apoyo, y se desplomó sobre la pierna izquierda.

Álvaro se agacha y posa una mano en el hombro de la chica. Trata de no mirar el afilado tendón. En cuanto sus dedos toman contacto, Sandra alza la cabeza, ofreciendo a Álvaro una espantosa máscara de dolor y terror. Los desorbitados ojos parecen estar muy lejos de allí, y las mandíbulas están tan estiradas que parecen a punto de desencajarse, pues la boca, abierta como un pozo sin fondo, ha empezado a despedir un grito aterrador. Los nervios de Álvaro se crispan. El chillido reverbera en todas sus células, retrocede y cae de culo. Durante un momento el tiempo se detiene. La linterna, aún en su mano, aplastada contra el pavimento, enfoca ese rostro fantasmal, dilatado en una mueca de extremo sufrimiento. Pero ya no oye el grito. No solo se ha detenido el tiempo, también ha enmudecido el universo. Sin embargo, de pronto, una alarma interior empieza a sonar como un despertador. En su cerebro se está cociendo una sucesión de ideas: grito más los tres zombis que hay en la calle, cerca de la farola intermitente.

De improviso, el tiempo vuelve a ponerse en marcha, y con él regresa el sonido.

El chillido de Sandra continúa hendiendo la fría noche, desafiando el aire de sus pulmones. Pero a él se ha unido otro ruido: pisadas apresuradas y gruñidos y gritos más graves que los de la mujer.

Álvaro voltea la cabeza y ve horrorizado la fuente de ese nuevo estruendo.

Los tres monstruos han entrado en el callejón y se precipitan hacia ellos en una torpe carrera mortal. El que encabeza la marcha está a unos diez metros del contenedor y percatarse de ese hecho es lo que invita a Álvaro a ponerse en movimiento. Solo hay una forma de salir vivo de ahí. Trepar el muro de unos dos metros y medio, siendo él no muy buen escalador y además apoyándose en esos inestables ladrillos rotos, es una muerte segura. Pero el contendor… Lo tiene a dos metros de distancia, y ellos están…

En el segundo que le ha llevado pensar en sus opciones, han avanzado quizá tres metros. Las matemáticas y la ley de la física están a su favor.

Se pone en pie de un salto, como accionado por un resorte, y corre. Los ojos clavados en el cubo de basura, la linterna aferrada en su mano izquierda, la emisora en la otra.

Cuando está a punto de alcanzar la tapa, su pie impacta contra un objeto y tropieza. Álvaro agita los brazos para no perder el equilibrio. La emisora sale volando de sus manos. No consigue estabilizarse y al final cae, pero no del todo. Está con las cuatro extremidades apoyadas en el suelo, igual que un atleta esperando el pistoletazo de salida. Su frente roza el lateral de plástico del contenedor, por poco no se ha estrellado contra él. Observa lo que ha provocado el traspié. El cadáver del gato. Proyecta la cabeza hacia arriba para ver la distancia que le separa de los zombis. Horrorizado comprueba que ya no hay distancia alguna de separación: el primero de ellos se está arrojando sobre él con un salto. Por suerte, Álvaro lo ve con el tiempo justo, y sus reflejos hacen el resto.

Sin soltar la linterna de la mano izquierda (como si la tuviese pegada a ella), extrae con la derecha la barra de uña del cinturón y mueve el brazo en un amplio arco horizontal. El duro hierro impacta en el costado del infectado, justo antes de desplomarse en el mismo sitio donde hace unas milésimas de segundo había estado Álvaro. El rostro desfigurado del muerto viviente se hunde en las costillas astilladas del gato.

El golpe no ha sido muy fuerte; Álvaro no tuvo tiempo apenas para sujetar la barra con fuerzas y esta se le escapa de la mano fofa, tras el impacto.

Sin pensarlo más, se pone en pie. Al tiempo que se levanta extiende el brazo y abre la tapa del contenedor con la mano libre. Mientras se sumerge de cabeza en una nueva oscuridad, ve por el rabillo del ojo que los otros zombis ya están encima de él, a punto de atraparlo; pero es demasiado tarde para ellos. No obstante, con todo, antes de que su cuerpo entero sea tragado por el interior del cubo y pierda el conocimiento al estrellarse contra el fondo, siente cómo una garra tira de su chaqueta de pana y arranca un pedazo de tela.

 

—¡Mierda! —grité en un susurro más alto de lo que pretendía.

En ese momento, el entumecimiento del costado empezó a palpitar, como reclamando atención. ¿Y si el manotazo no rompió solo la tela de la chaqueta? Llevé mi mano hacia la zona. No quería hacerlo, no deseaba sentir con qué se toparía. Aun así no detuve el movimiento. Deslicé los dedos entre la abertura de la tela, hasta que llegaron a su destino. Y el destino no era piel suave y uniforme. El destino era una viscosidad carnosa de bordes irregulares que no paraba de latir. Y entonces el entumecimiento dio paso al escozor primero y a un ardiente dolor después.

—Mierda… Me ha arañado —corroboré con un hilo de voz a la luz de la linterna.

«No solo te ha arañado —me aclaró una desconocida voz interior—. Te ha desgarrado la piel. Ha hundido sus putrefactas e infectadas uñas en tu carne, y se ha llevado un pedazo a su estómago, al tiempo que dejaba en ti un regalo de agradecimiento…».

—Mierda —repetí.

«No puedo estar más de acuerdo con esa conclusión».

Sacudí la cabeza para alejar de mi mente a esa voz, junto con la histeria.

Quizá no tuviese razón. Tal vez solo fuera un rasguño superficial. Al fin y al cabo, llevaba horas ahí dentro y seguía vivo. ¿Cuánto tardaban en morir y convertirse las personas infectadas? Supuse que depende de la gravedad. Así que quizá aún tenía una oportunidad. Quizá.

Lo que estaba claro es que permanecer ahí no iba a resolver mi problema. Tenía que volver al refugio. Tenía que regresar y desaparecer con Carla. Ella me curaría, porque era una herida sin importancia.

Si me quedaba ahí dentro un minuto más, abriría de nuevo la puerta a la histeria, y esta vez tenía la sensación de que irrumpiría igual que la policía en una redada.

Alcé el brazo derecho con la intención de abrir un poco la tapa del contenedor, pero a la altura del hombro, cayó inerte, sin que yo pudiera impedirlo. Era igual que si hubiese perdido fuelle, como el motor de una lancha escasa de gasolina. Volví a intentarlo, y de nuevo el brazo descendió presa de un súbito entumecimiento.

Dirigí la linterna hacia él, plegué hacia arriba la manga de la chaqueta y la camiseta y el alma se me derrumbó a los pies. El brazo estaba amoratado, surcado por oscuras venas que resaltaban como ríos en un mapa. Me subí la camiseta y comprobé, con pánico creciente, que todo el costado derecho presentaba el mismo aspecto. No había que ser muy listo para saber que el nacimiento de aquel río de venas y corrupción de la piel era el arañazo.

«Te dije que no era un simple arañazo».

—¡Calla! —grité, y en esta ocasión con todas mis fuerzas. Solo que mi voz me pareció más aguda de lo normal.

Me mantuve un rato en silencio. Esperaba escuchar gruñidos y pisadas acercándose.

Nada. Ni un ruido. Sandra hacía mucho que había dejado de gritar. Imaginé, reticente, que, mientras estaba inconsciente por el duro golpe al zambullirme de morros en el contenedor, los tres monstruos del infierno se lanzaron a por ella. Ahora sería uno de ellos, si habían dejado algún resto de su cuerpo. Las provisiones estarían desparramadas, llenas de sangre infectada y pedazos de Sandra.

Aquel pensamiento incitó un acceso de risa.

—Jódete, Gema —chillé al hediondo interior del cubo—. Jódete, Silvio. Jódete, Damián.

Traté de controlarme. Debía esforzarme por conservar la puerta cerrada. Bajo ningún concepto podía permitir el acceso al pánico y la histeria. Necesitaba atesorar mi instinto de supervivencia como una valiosa reliquia.

Para lograrlo, pensé en Carla, en aquella noche en la que hicimos el amor por primera vez y en nuestro futuro juntos, aquel que le prometí con mis ojos desde el umbral.

La risa se cortó. Volvía a ser yo mismo. Apagué la linterna, la introduje en el bolsillo del pantalón, y levanté la tapa con el brazo izquierdo, nada más que un resquicio.

Lo primero que me llamó la atención fue que la oscuridad ya no era tan intensa. Una claridad grisácea bañaba el callejón: estaba amaneciendo.

Dirigí los ojos hacia el fondo, a mi derecha. Sandra seguía ahí, empapada de sangre, con orificios en forma de dentadura donde antes había carne. El brazo flexionado al costado, el que tenía la emisora rozando los dedos índice y corazón, había quedado reducido a finas tiras de piel alrededor del hueso, visible como el armazón de un viejo barco hundido. El tendón de Aquiles había desaparecido, al igual que parte de la pantorrilla. Si no fuera por los apelmazados hilos de cabello, nadie podría decir que aquel bulto sanguinolento era la cabeza. La mochila había quedado destrozada allí donde los infectados intentaron abrirse paso por la deliciosa espina dorsal. Creí percibir un ligero movimiento de uno de los pocos dedos intactos del brazo doblado debajo del rostro, pero mi estómago hambriento no soportó más aquella horrible escena y miré hacia el otro lado.

No había ni rastro de los tres zombis. Con las panzas llenas del manjar Sandra, se habían olvidado de mí.

«¿Seguro que se han olvidado de ti —regresó la voz—, o es que ya no eres comida para ellos porque ahora formas parte de su grupito de amigos?».

Abrí del todo la tapadera del contenedor y me puse en pie con el fin de acallar, una vez más, la sarcástica voz. Durante unos segundos temí no ser capaz de sostenerme. Una súbita debilidad se cebó con mi pierna derecha, pero me agarré al borde del recipiente antes de caer. En esta ocasión no quise echar un vistazo; sabía lo que me encontraría si plegaba la pernera. Por el contrario, decidí mover la pierna, como si estuviera calentando, y poco a poco comenzó a recobrar la sensibilidad. Tal vez la infección no había llegado hasta el final de la extremidad.

Cuando supuse que podría dominarla, pasé la pierna izquierda por encima del borde, y a continuación hice lo propio con la contraria. Respondió sin demasiada dificultad. Estaba un tanto entumecida, pero podía andar.

Renqueante, muy despacio y alerta, con el lumbar palpitando dolorosamente, inicié el avance hacia la franja de claridad cada vez mayor que se abría ante mí. Cuando los ojos se acostumbraron a la luz, distinguí en frente, al otro lado de la calle, la fachada del Casino Tres Ases.

Al llegar al extremo final, me detuve. Asomé la cabeza apenas unos centímetros y vi, en mitad de la calzada, bastante lejos, la silueta de los tres muertos, de espaldas. Las dos farolas seguían iluminando, pero ya no era necesaria su luz. El cielo teñido de gris arrojaba suficiente visibilidad al mundo. No me alarmé. Si no hacía ruido, no me oirían y por tanto no voltearían sus rostros cadavéricos. Así que reanudé la marcha, sigiloso.

Crucé la calle con la intención de acercarme al casino. Por entonces ya comencé a sentir embotada la cabeza y, por alguna extraña razón, la acristalada fachada, astillada en su mayor parte, me atraía como la lombriz a los peces. Cuando estuve frente al edificio, comprendí qué me había arrastrado hacia allí. Recordé las dos ocasiones en las que entré al local. Recordé que me lo pasé bien. Perdí todo el dinero, sí, pero los juegos eran divertidos. De modo que si uno elimina la parte desagradable (y tan atractiva para otros) de las apuestas, y se queda solo con los juegos, se podía tirar horas pasándolo bien.

—Mira, Carla —dije a mi imagen reflejada en el escaparate espejado—. Vendremos aquí. Tal vez incluso podamos vivir ahí dentro.

Entonces me fijé mejor en mi reflejo, y el mundo desapareció.

 

Hace un buen rato que volví de aquella especie de desconexión. Pero no ha sido la única vez; ya van tres. No sé el tiempo que duran. Solo sé que el sol se ha hecho dueño del cielo por fin. Ya llevo bastante tiempo consciente desde la última desconexión, el suficiente como para rememorar todo lo sucedido hasta ahora.

Continúo frente al casino, y no dejo de contemplar la imagen que hay ante mí. Una cara. Mi cara. A simple vista parece normal, pero si se observa con atención el cuello, el lado derecho concretamente, se puede distinguir el mismo color morado estriado por ríos de venas. Y ahora mismo, esa corrupción se ha extendido hasta rozar el ángulo de la mandíbula.

Hay algo más. He perdido el miedo a esos monstruos. De hecho, ya no siento nada, ni siquiera el dolor del costado. Y a ellos ya no les intereso. Lo sé porque tras volver de la última desconexión, el escaparate me ha mostrado sus reflejos. Están aquí conmigo, a mi lado, y no me tocan ni un pelo. Creo que estoy a punto de morir. Algo me dice que la próxima vez que el mundo desaparezca será la última, y que cuando vuelva a abrir los ojos, seré uno de ellos.

De pronto se me ocurre una idea que me habría hecho reír si aún sintiera algo.

Aquellos desvanecimientos se parecen más a un callejón oscuro que a una desconexión. No me apago de improviso. No. Es como si en cada una de esas ocasiones me adentrara en una calleja cada vez más oscura conforme avanzo. Y luego, sin detener mis pasos, se produjera el efecto contrario. En medio de toda esa negrura, un punto de luz, más amplio cuanto más me acerco, hasta alcanzarlo, y entonces vuelvo en mí. Sí, eso es más correcto…

Y ahora, al parecer, estoy regresando a ese callejón. Estoy convencido de que en esta ocasión no habrá salida, ningún punto de luz. Todo a mi alrededor está cada vez más negro, más negro… más negro…

 

Abro los ojos.