Un mal ha arraigado en su familia; ahora tiene que tomar la decisión más dura de su vida
Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian
¿Conocéis esa sensación de estar entre la espada y
la pared? ¿Alguna vez os habéis encontrado en la ardua tesitura de tomar una
decisión que cambiará vuestra vida para siempre? ¿Imagináis siquiera lo que se
siente cuando tienes delante a las personas que más amas en el mundo y debes
decidir… debes decidir si permanecer junto a ellas o… o matarlas?
Yo sí lo sé. Pero no me juzguéis. Todavía no, al
menos. Dejad que os cuente el motivo por el que estoy sentado en el borde del
colchón de la cama de mi hijo. Permitidme, antes de tacharme de psicópata sin
escrúpulos, que os explique por qué contemplo entre sombras a mi pequeño, en
esta oscura habitación a pesar de ser las diez de la mañana de un soleado día
de junio, mientras en mi cabeza bullen las dudas y el miedo igual que un
estofado en una olla, formando burbujas que estallan en mi cerebro y se
adhieren a él con doloroso pesar.
Mi vida se convirtió en un infierno hace tres meses,
tras la mudanza.
El edificio, de dos plantas, contenía cuatro
apartamentos. Solo uno estaba habitado: el primero B. El A y los dos bajos
llevaban años vacíos. La construcción era vieja, y la fachada, arañada por el
tiempo, dejaba al descubierto los anaranjados ladrillos que asomaban
tímidamente, al igual que el cuerpo de una anciana a la que el marido, ávido de
deseo, desviste con cariño. No era muy elegante, pero sí económico.
A Sara, mi mujer, la habían despedido hacía dos
meses. La fábrica de zapatos en la que llevaba cinco años trabajando había
cerrado. Uno a uno, como adolescentes en una película Slasher, los empleados
fueron desapareciendo, hasta que le llegó el turno a ella. Luego, sin más, la
empresa dejó de existir. Sara decía que eso la consolaba un poco: al menos no
la habían echado por incompetencia. Pero el consuelo no daba de comer y la
prestación por desempleo tampoco. En cuanto a mi sueldo, bueno, digamos que
para vivir en un viejo edificio con aspecto de anciana desnuda era suficiente;
para hacerlo en el chalet de dos plantas que hipotecamos tres años atrás, no
tanto.
A diferencia del antiguo, nuestro nuevo hogar se
hallaba relativamente cerca del centro de la ciudad. Este detalle me alejaba
del lugar donde trabajaba, en el polígono de las afueras, pero, por otro lado,
acercaba a mi hijo a su colegio. Raúl tiene… bueno, tenía —aún me cuesta hablar de él en pasado pese a tenerlo dormido
aquí en frente— ocho años, y hacía menos de dos que había aprendido a leer. Él
fue el primero en darse cuenta de que en el único piso ocupado hasta entonces
del edificio vivía una familia.
—¡Mira, mami! —exclamó, tirando del bolsillo del
pantalón de Sara, mientras señalaba con la otra uno de los buzones. Todavía no
habíamos comprado el apartamento. Hasta ese día solo lo habíamos visto en fotos
por Internet. La administradora ya había abierto la puerta del bajo A y
esperaba en el umbral, mirando con fingida paciencia. De los cuatro buzones
marrones colgados de los azulejos del portal, solo uno tenía una etiqueta con
nombres. Raúl lo leyó con el ceño fruncido en ademán de orgullosa concentración—.
Bábrara, Ángel y Carlos. ¡Hay un
niño!
—Bárbara,
cielo —le corrigió su madre.
—Sí, pequeñín —intervino la administradora del
edificio con la sonrisa triunfal del comerciante que acaba de descubrir la
debilidad de su cliente—. Los propietarios del primero B son una familia
encantadora con un pequeñín precioso, como tú —comentó guiándole un ojo a mi
hijo. Luego, volviendo el rostro hacia mí y Sara—: Nunca hemos tenido problemas
con ellos. Estoy segura de que les encantará tener la compañía de otra familia.
Llevan unos meses solos en este edificio
—Es un poco viejo —comenté—. El edificio, digo. No
me lo esperaba así.
La mujer, lejos de borrar aquella sonrisa de hábil
comerciante, la ensanchó.
—Es antiguo, sí. Pero la estructura es firme como la
de una catedral medieval y, como os comenté por teléfono, no debéis dejaros
engañar por su aspecto exterior. Como todo en esta vida, lo más importante se
encuentra siempre en el interior.
Y, a continuación, se hizo a un lado y extendió el
brazo en dirección al apartamento, invitándonos a entrar.
Tal y como nos adelantaron las fotos, el interior
contrastaba ligeramente con la fachada. Era como si a la anciana le hubiesen
trasplantado órganos nuevos, más jóvenes, aunque la estructura ósea revelaba su
avanzada edad. La distribución clásica se veía compensada con una decoración
mucho más contemporánea: muebles bajos en blanco y negro, parquet
brillantemente pulido y paredes lisas de colores suaves, en escala de grises y
blanco. Todas las habitaciones eran diminutas, pero claro, después del enorme
chalet, cualquier piso se nos quedaría pequeño. El mobiliario resultaba
agradable, así que solo nos mudamos, cuatro días después, con nuestras camas.
No vimos a los nuevos vecinos en todo el día, por
eso, cuando el timbre de la puerta horadó el silencio de la noche con su
afilada estridencia, los tres dimos un respingo, sobresaltados.
Estábamos en el salón, delante del televisor, donde
emitían una película de estreno. La única que le prestaba atención era mi
mujer. Raúl dormía con la cabeza sobre sus muslos —era sábado y no teníamos
prisa por llevarle a la cama—; yo trataba de despegar los párpados cada
segundo, pero cuando lo lograba, volvían a descender caprichosos, como los de
esos muñecos Nenuco.
Sara y yo nos miramos, con el ceño fruncido, un
tanto aturdidos. Raúl abrió un poco los ojos, levantó la cabeza y farfulló una
pregunta que ninguno de los dos entendimos.
—Shhh, no pasa nada, cielo —le tranquilizó su madre
mientras le acariciaba el pelo. La cabeza del niño descendió hacia sus muslos,
y el sueño lo atrapó de nuevo.
—Voy a ver —susurré yo al tiempo que me levantaba,
ahora totalmente despierto.
Me acerqué a la mirilla y no vi nada: el pasillo
estaba oscuro. Confuso y sintiendo algo parecido a un miedo irracional, me
dispuse a descorrer el cerrojo de la puerta. Tal vez quienquiera que hubiese
llamado se había cansado de esperar y se había ido; pero no tardé tanto en
responder, por lo que todavía podía estar cerca.
Abrí la puerta. Durante un segundo, creí que el
corazón abandonaría mi cuerpo y saldría despedido entre mis labios igual que un
hueso de aceituna atascado en la garganta.
Al otro lado del umbral, entre sombras, había un
niño. Se encontraba a un metro, más o menos. Si no fuera por la claridad que
llegaba de la televisión —justo enfrente de la pequeña entrada— y por la escasa
luz que se filtraba a través de los cristales del portal, procedente de las
farolas de la calle, no lo habría visto.
Un rostro redondo, pálido, flotaba en la penumbra
como un globo. La naturaleza fantasmal de esa cara fue lo que me asustó tanto
en un primer momento. Mi mente aturdida no la relacionó con un niño hasta que
sus labios —de un vivo carmesí— se curvaron en una sonrisa, y unos delgados
brazos emergieron de la negrura de improviso. Entonces se inclinó un poco hacia
adelante, y la mortecina luz del interior de mi casa acarició la cara con mayor
intensidad. Mi corazón regresó al pecho. Los nubarrones de mi cerebro se
disiparon impulsados por una fuerte ráfaga de comprensión. Era solo un niño. El
hijo de los vecinos al que sus padres le habrían hecho bajar a darles la
bienvenida con un plato de comida, al estilo de las películas norteamericanas.
Pero lo que había en el recipiente de porcelana no era una tarta de manzana;
sino morcilla. Durante unos segundos, las nubes de perplejidad se empeñaron en
tapar el sol de mi intelecto: era un regalo de bienvenida muy poco común y
sofisticado. No obstante, las palabras del niño infundieron cierto sentido a
todo ello.
—Hola, soy Carlos, vuestro vecino. Tengo ocho años.
Mis papis y yo queremos daros este regalo de bienvenida. La ha hecho mi mamá;
es una receta de la familia: mi abuela también la hacía —y, bajando la voz,
añadió—: la de la abuela estaba más rica. —Sonrió de esa forma traviesa que
solo los niños son capaces de esbozar. Al hacerlo, los labios se contrajeron
sobre los dientes, y estos quedaron al aire libre. Eran unos dientes muy
blancos, perfectos, pero había algo insólito que no encajaba; en ese momento no
acerté a identificar de qué se trataba, y tampoco pude observarlos con mayor
detenimiento, pues el niño volvió a juntar los labios de inmediato.
Dejé de pensar en ello y le miré a los ojos:
grandes, con pupilas diminutas flotando en iris de un azul tan claro que
parecían blancos. Di un paso para acercarme más al umbral y cogí el plato de
morcilla. Las manos del muchacho no cruzaron la línea que separaba mi casa del
portal.
—Muchas gracias, Carlos. Diles a tus padres que sois
muy amables.
—No hay de qué —dijo una voz de mujer procedente de
la oscuridad detrás del niño.
El horror paralizó todo mi cuerpo, incluidos los
brazos, que se detuvieron en pleno retroceso. En esta ocasión, el corazón no
saltó hasta mi garganta: dejé de sentir sus latidos.
El pánico agarró mis ojos y los sacó de las cuencas,
desorbitándolos, y en ese estado contemplé cómo dos manchas blancas iban
dibujándose en la penumbra, por encima de Carlos. Cuando estuvieron a la altura
del niño, un par de manos se posaron en sus hombros, una a cada lado. Las
manchas blancas tenían facciones. Al igual que ocurrió anteriormente, el
percatarme de este hecho, logró evaporar mi absurdo miedo. Mi cuerpo se
distendió con una pequeña convulsión, igual que si hubiesen arrojado agua fría
sobre mi cabeza. Entonces, sin poder evitarlo, me embargó una risa casi
histérica.
—Lo siento —me disculpé entre carcajada y
carcajada—. No os había visto. Me he dado un susto de muerte.
—¿Qué pasa, Sergio? —Era mi mujer, quien acudió a
ver por qué tardaba tanto. Junto a ella llegó la luz: pulsó el interruptor de
la entradita, algo que tenía que haber hecho yo antes de abrir la puerta. Me
habría ahorrado aquel terror ilógico.
—Hola, señora —dijo una de las personas que había al
lado del chico—. Soy Ángel.
—Y yo Bárbara —se presentó a su vez la mujer que
había hablado oculta en las sombras—. Y él es nuestro hijo, Carlos.
—Hola —saludó el pequeño con su sonrisa carmesí—.
Tengo ocho años. Mis papis y yo os hemos traído un regalo de bienvenida.
Mi mujer correspondió a los saludos encantada, al
tiempo que me extraía el plato de las manos.
—Muchas gracias. Somos Sara y Sergio. También
tenemos un hijo. —E inclinándose y mirando a Carlos—: Se llama Raúl y tiene
siete años.
—Disculpe si le hemos asustado, señor —se excusó la
mujer en tono preocupado—. La luz del portal no funciona, y pensábamos que nos
veía usted con claridad.
La risa me abandonó en cuanto llegó mi mujer, pero
no de forma abrupta, aún seguía latente en mi pecho, y se reflejaba en mis
labios.
—No, quien lo siente soy yo —dije—. Disculpen mi
risa. Trabajo de noche, he acabado mi turno a las seis de la mañana y estoy
bastante cansado. Y cuando uno está cansado hay veces que pierde el control de
sí mismo. La realidad te puede jugar muy malas pasadas en estos casos. Os
agradecemos mucho la morcilla; estoy convencido de que nos encantará. Con
vecinos así, será un placer vivir aquí.
Los tres permanecían muy quietos, justo al otro lado
de la puerta. Era indudable que el muchacho era hijo de ellos. Todos tenían los
mismos ojos. Incluso los dos adultos. Por un instante se me cruzó por la mente
una idea bastante desagradable, pero la deseché de inmediato. También me
recorrió por la espalda un escalofrío semejante a un gusano deslizándose por la
columna vertebral hasta alcanzar la nuca. Había cierta ansiedad vidriosa en sus
miradas, un júbilo exagerado. Pensé que tener vecinos era algo que llevaban
tiempo deseando.
—Bueno —canturreó el hombre tras lo que empezaba a
ser un silencio incómodo—. Nos vamos. Nos ha encantado conoceros. Ya nos
veremos por aquí. Disfrutad de esa deliciosa morcilla.
—Y sí, mi madre las hacía mejor —comentó la mujer
mientras acariciaba el pelo al niño y le dedicaba una preciosa sonrisa
maternal—; pero os aseguro que jamás habéis probado unas como estas.
Los días pierden su sentido cuando trabajas de noche.
El sol se desvanece entre los sueños de un cuerpo agotado, y la oscuridad se
convierte en un universo pegajoso que no consigues quitarte de encima. Me
levanto a media tarde y, en los inviernos, eso significa que está a punto de
anochecer. Almuerzo con cierta desgana, no me sienta bien la comida recién
levantado, pero no me queda otra que forzarme a comer un poco. Sara y Raúl, a
esas horas, suelen estar sentados en el sofá mirando cualquier película. No
hace mucho tiempo desarrollaron cierto gusto por las historias tétricas, si no
terroríficas. Yo no las veía apropiadas para nuestro hijo, aunque siempre
aplazaba aquella discusión para más adelante; tampoco me levantaba con cuerpo
listo para broncas. A continuación iba a mi despacho y elegía alguna lectura
con la que pasar el rato hasta las siete. A esas horas Sara y el niño habían
aparcado el terror y estaban a punto de hacer los deberes. Siempre he pensado
que el nombre correcto para ellos debería ser obligaciones. Porque eso es lo que son, una obligación. ¿Acaso me
sirvieron a mí de algo? Lo cierto es que no, aunque yo solo soy uno entre
millones. Un tipo cualquiera que se gana el salario con sus manos. Uno entre
millones, ahora que lo pienso, ese es precisamente el quid de la cuestión.
Ya os habréis hecho una idea de que no pasaba mucho
tiempo con mi familia. Es el precio que hay que pagar para no ser un mal padre.
Nadie entendería que me hubiera quedado con ellos y nos hubiéramos muerto de
hambre; de eso podéis estar seguros.
La culpa es un arma muy poderosa, de las más potentes
que existen. La culpa te puede obligar a hacer lo que se le antoje y, en manos
de la persona adecuada, puede obligarte incluso a matar. Aunque, bien pensado,
la muerte no es algo tan terrible, el mundo está trufado de circunstancias que
te harían desear estar muerto, igual que lo deseo yo ahora mismo.
Raúl comenzó a pasar mucho tiempo en casa de los
vecinos. Es comprensible. Por mucho que Sara se esforzara, no podía estar todo
el rato pendiente de él, y el niño terminaba aburriéndose de jugar solo. Así
que nos pareció positivo que tuviera un amigo de su edad. Además, ni siquiera
tenía que salir del edificio. Estaría vigilado en todo momento. Siempre regresaba
con una sonrisa a casa, igual que si acabara de darse un baño en un jacuzzi. Se
le veía tan relajado, tan feliz. A un padre le reconforta esa imagen; los que
tengáis hijos me comprenderéis. Aunque debo aclarar en este momento que las
buenas rachas nunca me han durado demasiado tiempo. No tardó en llegar una nota
del colegio. Por lo visto el niño se había quedado dormido en clase. Sería solo
una anécdota divertida si no fuera porque no era la primera vez que sucedía. No
nos habían informado en primera instancia porque lo consideraron casi como una
travesura infantil, sin embargo, ese comportamiento anómalo terminó por alarmar
a Ricardo, su profesor.
Fuimos a hablar con él, y en una breve reunión nos
informó de que nuestro hijo daba siempre la impresión de estar muy cansado. De
hecho, había tomado por costumbre pasar la hora del recreo en la biblioteca,
escondido detrás de un tebeo, aunque a nadie se le escapaba que, en realidad,
estaba echando una cabezadita. Regresamos a casa preocupadísimos. Quizá los juegos
en casa de los vecinos fuesen agotadores; no podíamos imaginar ningún otro
motivo, en nuestro hogar seguía manteniendo las mismas costumbres de siempre.
Sin razón aparente, el mismo miedo irracional del
que fui presa la noche de la bienvenida volvió a visitarme. Se lo comenté a mi
mujer y decidimos que Sara acompañaría a Raúl la tarde siguiente a casa de
Bárbara y Ángel. Sería todo muy natural: tomarían un café, charlarían sobre
cualquier cosa mientras los niños jugaban… y, de reojo, los vigilaría. Teníamos
que descubrir por qué Raúl se cansaba tanto en esa casa. Recuerdo que ese día
estuve muy nervioso, no conseguía concentrarme en el trabajo. Cuando por fin
fiché a la salida, me descubrí pisando el acelerador más de lo debido. Por poco
no me salté un semáforo en rojo. Tuve suerte de que no me multaran, a decir
verdad. Cuando llegué a casa me senté en el sillón a esperar a que Sara se
despertara. Tenía ganas de zarandearla y preguntarle cómo había ido la cosa.
Qué había sucedido en casa de los vecinos. Sin embargo, en ese momento todavía
era dueño de mí mismo, y no lo hice. Esperé con la impaciencia del llanto de un
recién nacido.
Charlamos mientras Sara desayunaba. Fue un poco
decepcionante, para ser sinceros. No había nada de extraordinario en los juegos
de nuestro pequeño. Y, sin embargo, languidecía entre mis brazos. Se agotaba
como el brillo de una bombilla que ya hubiera entregado lo mejor de sí misma. Y
solo tenía siete años.
De todos modos, llegarían peores momentos para
nuestra familia.
La lluvia tamborileaba sobre el asfalto desde hacía
un par de días. El invierno era ya un recuerdo borroso durante las vacaciones
de Pascua. Raúl no salía apenas de la cama, holgazaneaba como cuando era un
bebé. Yo no me sentía con fuerzas para reñirle, estaba tan pálido, tan
indefenso. Se me antojaba un muñeco de trapo: precioso, pero sin la energía
necesaria para mantenerse erguido por sí mismo. Cuántas horas pasé apoyado en
el marco de la puerta de su habitación, de pie, a oscuras, observando en la
negrura su respiración débil, apagada. No conseguía más que hacerme daño a mí
mismo. Sin embargo, en eso consiste ser padre, en preocuparse a todas horas, en
que te merodee el miedo detrás de cada esquina.
Sara no se encontraba mucho mejor. Durante el último
mes había caído en el mismo trance
que nuestro hijo. Los médicos no habían hallado ninguna anomalía en los
análisis de sangre, hacia los cuales ambos habían desarrollado una fobia
irracional. Así que nuestra única respuesta fue el reposo. Había que guardar
fuerzas y alimentarse como era debido, eso era todo. Una receta demasiado pobre
para lo que se espera de un marido, de un padre. Si la ciencia no se hacía
cargo de mi familia, ¿qué podía hacer yo al respecto?
Buscar vías alternativas.
Así fue como conocí a Ghisty el mago. El nombre
sonaba pretencioso pero, aun así, me arriesgué a contactar con él. No tenía
nada que perder y, para ser honestos, sabía que el tiempo se estaba agotando.
Raúl empeoraba cada semana y yo necesitaba un poco de esperanza. El mago me
recibió en un cuartucho maloliente de un edificio destartalado, muy parecido al
nuestro. Las paredes estaban forradas de estanterías en las que descansaban
todo tipo de artilugios, tarros y esculturas. Era un lugar preparado para
impresionar al visitante, y realmente lo conseguía. Me quedé embobado con
aquella parafernalia de hechicero, aunque el que quedó más impresionado de los
dos fue Ghisty.
Al escuchar mi historia los ojos se le entornaron,
la tez se le puso blanca como el papel. Mientras yo hablaba, él asentía con la
cabeza, tomaba algunas notas en una libreta y murmuraba algo que me erizó los
vellos de brazos y nuca, y a lo que no me dio tiempo indagar: «Han regresado.
Otra vez no. Han regresado».
Tanto interés
me puso alerta. O bien era un actor de primera, o en mi familia había arraigado
un mal tan temible como una tormenta en alta mar.
Gracias a Ghisty conseguí una pistola. La sacó de un
cajón de su escritorio y me la entregó, alejando aquellas palabras de mi mente.
—Llegará el momento en que la necesites —me dijo—.
Lamento no poder ofrecerte más ayuda.
La mandíbula se me desencajó. Si el arma no hubiera
sido tan real, tan tangible, hubiera pensado que se trataba de una broma. La
agarré y sentí ese tacto frío, impersonal y que, sin embargo, me transmitió
tantas cosas. Era la respuesta a mis plegarias, casi un acto de Dios.
—¿Está seguro de que no hay ninguna otra solución?
Quizá alguna hechicería.
Se recostó en el respaldo de la silla con las manos
sobre el pecho y los dedos entrecruzados.
—Lo lamento. Tu familia se enfrenta a un mal que no
puede combatirse más que con la muerte. Y, créeme, la muerte es un remanso de
paz.
—Pero ¿qué debo hacer con la pistola? ¿A quién debo
disparar?
—Lo sabrás a su debido tiempo; por ahora, limítese a
guardarla donde nadie pueda encontrarla.
Acto seguido rebuscó en los cajones del escritorio.
Frunció el ceño y tanteó el fondo de uno de ellos con las puntas de los dedos.
Luego se le escapó una sonrisa torcida que delataba un éxito. Me ofreció un
puño bien apretado y lo abrió junto a las mías. Tres balas repiquetearon sobre
la madera.
—Son de plata —dijo con voz átona. La sonrisa había
desaparecido de sus labios—. Solo dispongo de tres, así que, elige bien a quién
disparas. Es de vital importancia que no equivoques el objetivo.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Mis
ojos miraban los suyos, las palabras se me agolparon en la garganta hasta
atascarse. Comprendí que la conversación había terminado y que a partir de ese
momento estaba solo en aquel embrollo.
Metí en un bolsillo de la chaqueta el arma y las
balas, y nos pusimos de pie. Me despidió en el rellano y me pidió que no
volviera a visitarle. Bien sabía a lo que me enfrento y, como él dijo, no hay
nada que pueda hacerse para derrotar a este mal.
Nuestros vecinos han desaparecido. Hace un par de
días fui a su casa con la pistola en la mano. No había ni rastro de ellos. El
apartamento estaba limpio, sin ningún efecto personal, solo quedaban los
muebles y el olor a sangre impregnado en las paredes. Me hubiera gustado morir
combatiéndolos, volándoles la tapa de los sesos o clavándoles la pata de una
silla en el corazón. Tanto me daba, solo deseaba cobrar mi venganza, y me la
habían arrebatado. Malnacidos. Malmuertos.
El único consuelo que me queda es acabar con el
sufrimiento de mi familia. Aunque también podría tumbarme junto a Raúl, a la
espera de un afilado beso de buenas noches. De todos modos, estoy convencido de
que yo no podría soportar esa vida,
ese estado famélico de mirada sedienta, carente de cualquier brillo de
humanidad. La misma que despedían los ojos de nuestros malditos vecinos esa
noche; ahora comprendo la ansiedad que se adivinaba en sus expresiones.
No puedo permitirlo.
Acaricio el brazo de mi hijo y siento el tacto de su
piel suave a través del cañón de la pistola mientras la deslizo hacia su cabeza
de niño, que nunca llegará a madurar. Solo necesito tres balas para terminar
con esto.
Solo espero tener el valor de poder dispararlas.
Inquietante relato, Ricardo. Muy bien llevado. Atrapa desde el principio. Mis labios -de un vivo carmesí- se curvaron en una sonrisa tras ese escalofriante final.
ResponderEliminarEstuve algo alejado de los blog y ha sido un placer encontrar este relato de vampiros de corte de los grandes clásicos pero que tiene la moderna firma de ustedes dos.
Saludos, compañeros de letras.
Hola, Federico. Qué alegría verte por aquí de nuevo. Es un honor recibir tu visita, lectura y comentario, como siempre lo ha sido; mis labios también se curvaron en una sonrisa al vee tu nombre en este relatito.
EliminarYo también estoy bastante alejado de los blogs y de la escritura en general, pero cuando escribo algo, siempre lo publico aquí.
Un abrazo, compañero de palabras.