A veces, olvidar es algo muy difícil
Recuerdo la primera vez que besé a una chica. Lo recuerdo muy bien. Lo
recuerdo tan bien por dos razones. Una: porque también fue la última vez. Dos:
porque fue el mismo día en que murió mi padre.
No descubro nada nuevo si digo que los traumas,
la mayoría de ellos al menos, proceden de la infancia. Son como los instantes
de luz que se plasman a través del obturador de una cámara de fotos. La lámina
oscura se abre unas milésimas de segundo. La brillante luz aprovecha esa
milésima de segundo y entra en contacto con el sensor. El obturador vuelve a
cerrarse. Y la imagen queda grabada para siempre. Un recuerdo eterno.
Así pues, tras vivir algún suceso horrible, que
nos impacta hasta el extremo, nuestro sensor llamado cerebro recibe aquella luz
llamada trauma, y permanece en nuestra mente (a menos que esta sea bondadosa y
nos bloquee el recuerdo) hasta que recurrimos a un loquero o morimos.
Mi trauma en concreto pertenece al grupo que,
como yo me empeño en creer, es el más demandado: el Trauma Infantil. Y no le
debo de caer muy bien a mi mente, porque no tuvo la más mínima compasión
conmigo, y no lo bloqueó en su debido tiempo. ¿Cuál fue su causa?, os
preguntaréis. Eso os lo revelaré un poco más tarde. Pero tampoco os descubro
nada si os digo que, como ya habréis imaginado, tuvo que ver con aquel mi
primer beso.
Yo tenía ocho años cuando mi padre murió. Vivíamos
en un chalet adosado en un pequeño pueblo de Toledo. A mis ojos, era una casa
enorme. Dos plantas, jardín trasero y delantero, rodeado por un muro bajo en la
parte que daba a la calle y prolongado por una valla; y otro más alto y sin
valla en los costados que comunicaban con las casas de ambos lados. No teníamos
piscina, pero mi padre llevaba ya unos meses planeando comprar una de esas cuyo
borde se hincha de aire y luego, conforme se llena de agua, va ascendiendo
hasta que está completa. Por mi parte, estaba encantado con la idea, y deseoso
de ver llenarse con mis propios ojos esa peculiar piscina que solo había visto
en una revista.
Cada vez que mi padre venía de trabajar por la
noche, le preguntaba si había comprado la piscina. Y cada vez, me respondía con
su voz amable y un tanto ronca de cansancio: «Hoy no he tenido tiempo, campeón;
pero tal vez mañana tenga un hueco». Sin embargo, nunca tenía un hueco.
Trabajaba como jefe de almacén de una empresa
muy grande y famosa. No recuerdo de qué hora a qué hora, pero sí que se iba de
noche y regresaba de noche. Y también que la mayoría de los sábados trabajaba
hasta la hora de comer.
Su aspecto agotador tras un día largo y
estresante no pasaba desapercibido para un niño de ocho años como yo. Cada
quilo de ese cansancio se posaba sobre sus hombros y párpados, constantemente
hundidos los primeros y semicerrados los segundos.
Un gesto que nunca olvidaré de aquel hombre
será la forma en que alzaba los párpados y las cejas, como si acabara de
recibir un sobresalto, mientras resoplaba. A esa edad no sabía por qué lo hacía
exactamente. Sabía que quería decir que estaba cansado. Pero unos años más
tarde comprendí que es el típico gesto de una persona extremadamente cansada y
muerta de sueño, un gesto que trata de alejar la somnolencia y el dolor de
ojos. Y también comprendí la razón por la que prefería quedarse en el sofá después
de cenar, viendo la tele conmigo hasta que llegaba la hora de irme a dormir, en
lugar de irse a la cama. Aquellas pocas horas después de llegar de trabajar y
antes de que el reloj y mi madre me enviaran al mundo de los sueños, eran los
únicos momentos en los que podía estar conmigo. Los sábados por la tarde y el
domingo completo libraba, gracias a Dios, pero un día y medio no es suficiente
para un padre o una madre.
«Para un padre o una madre.» ¡Qué gracia me
hace esa frase! Mi madre no entraría dentro de ese saco. Al menos no en ese
sentido en concreto.
A mis ocho años de edad, era capaz de percibir
la tensión que había entre ambos. A los siete años, sobre todo cuando llegaba
al final de esa edad, ya notaba algo extraño, algo que no encajaba. Pero no fue
hasta unos meses después de cumplir los ocho, cuando me di cuenta de verdad que
algo iba mal. Fue algo muy lento y gradual, como digo, igual que el rumor de un
helicóptero flotando en el aire, cada vez más cerca y por tanto más claro e
intenso. Lo que parecía al principio un sonido constante de avión, se va
convirtiendo en un gruñido palpitante, y finalmente, cuando está lo
suficientemente cerca, percibimos el rítmico tucutucutucu y nos damos cuenta de que en realidad es un
helicóptero. Por supuesto a mi pequeño cerebro no acudió la palabra «tensión»,
pero sí la sensación de que algo iba mal entre papá y mamá.
Apenas hablaban. De vez en cuando un «Hola» o
un «Adiós». O un casual «¿Qué te hago de comer para mañana?». O la más famosa y
la que siempre acababa con ellos a gritos: «¡¿Maldita sea, Mercedes, qué haces
con el agua?! ¿Lo dejas abierto todo el santo día?». Eso ocurría siempre que mi
padre leía la factura al llegar del trabajo. Imagino que lo último que le
apetecía al pobre hombre era discutir. Pero os aseguro que mi madre podía sacar
de quicio hasta a un muerto. Y en cuanto ella le alzaba la ceja izquierda
(siempre esa delgada y refinada ceja izquierda, el gesto de mi madre que jamás
olvidaré) y le miraba como si aquel hombre que tenía delante fuera una mierda
de perro que se cruza por su camino, y le soltaba «Hago lo que me da la gana
con el agua», se armaba la gorda. En cualquier caso, la discusión no duraba
mucho. Mi madre daba media vuelta, se encerraba en la cocina a terminar de
preparar la cena, y mi padre se dejaba caer a plomo en el sofá. Al rato mi
madre aparecía con dos platos de comida: el suyo y el mío. Y mi padre tenía que
levantarse a por el suyo si quería cenar. En más de una ocasión me ofrecía yo
para traérselo, pero él siempre me decía: «Tranquilo, campeón. Tú empieza a
comer».
En cuanto al trato que mi madre me dedicaba, no
podía ser más opuesto al que le dedicaba a mi padre. Era increíblemente
cariñosa conmigo. ¿Me tenía mimado? No exactamente. Pero mis mejillas y mi pelo
recibieron muchas caricias. Mientras veíamos la tele, por ejemplo, yo entre los
dos, la mujer me masajeaba el cuero cabelludo. Al igual que cuando le pedía
ayuda con los deberes y se sentaba a la mesa junto a mí. Cuando me decía algo,
o me pedía que hiciera cualquier cosa, me acariciaba la mejilla y me plantaba
un beso larguísimo. En cuanto desaparecía de su vista, me limpiaba con el dorso
de la mano, pues no soportaba la pegajosa humedad que permanecía.
Al principio se resistió a dejarme bañarme
solo, pero al final logré convencerla de que ya era suficiente mayor como para
lavarme sin su ayuda; eso fue a los siete años. Aun así, más de una vez entraba
al baño —nunca ponía pestillo porque tenía miedo de caerme, golpearme en la
cabeza y que nadie pudiese entrar a tiempo antes de morirme—, y yo me tapaba de
inmediato, ruborizado como un tomate maduro. Entonces le gritaba que saliera. Y
ella lo hacía sin rechistar, y sin ningún «perdón, cariño». Pensaréis que una
madre así, que se preocupa tanto por su hijo, es una delicia, que es el sueño
de cualquier chico. Sin embargo, al igual que percibía esa extraña tensión entre
mis padres, también experimentaba una incómoda sensación con cada muestra de
afecto de ella. Y en más de una ocasión, tras un beso o una caricia, los poros
de la piel se me hinchaban en diminutos bultitos. Unos años más tarde, supe por
qué. Eran sus ojos. Un críptico brillo que la mente del niño no supo
identificar conscientemente, pero sí inconscientemente.
Y todo ello me lleva al tramo final de esta
historia. Una historia que escupo en palabras veinte años después con el fin de
superar el trauma. ¿Qué le vamos a hacer? Unos van al psicólogo. Otros
escribimos. No sé si lo conseguiré. La verdad es que no tengo muchas
esperanzas. Pero sí sé que al menos me quitaré de encima una gran parte del
recuerdo, como si al narrarlo en las hojas, este quedara liberado al fin y me
dejara libre.
¿Por qué ahora?, os estaréis preguntando. ¿Por
qué después de veinte años? Bueno, pues porque he conocido a alguien.
Desde aquel primer beso que estoy a punto de
narrar, jamás me he interesado por las mujeres, ni por los hombres. Nunca he
sentido deseo sexual. Nunca he experimentado la necesidad de amar. El trauma
que llevo a cuestas me ha convertido en un hombre solitario, taciturno, y
asocial.
En el colegio era un niño distante, muy
callado. En el instituto siempre comía el bocadillo en un rincón del patio,
solo. Mis únicos amigos eran Lengua y Literatura, Matemáticas, Ciencias
sociales y todo el grupo de las asignaturas; Stephen King y John Carpenter,
entre otros. (Mi abuela estaba convencida de que esos dos últimos amigos terminarían
convirtiéndome en un asesino.)
Los chicos del instituto no me trataban mal.
Solo una vez un chaval de un curso superior me empujó por la espalda. Yo era un
muchacho bastante corpulento, de modo que no perdí el equilibrio. Me giré como
un torbellino, y lo agarré del cuello sin pensarlo. Apreté los dedos con fuerza
suficiente como para que una burbuja de moco asomara por uno de los orificios
de su nariz. Y entonces lo solté y seguí mi camino. No volvió a tocarme.
En la universidad alquilé un piso para mí solo
cerca de la facultad. Mis abuelos ya habían fallecido por aquel entonces, y el
dinero que me dejaron de herencia no estaba nada mal. No asistía a ninguna
fiesta. No me fijaba en nadie. Solo me importaba estudiar para poder trabajar
en un futuro y vivir medianamente bien. Todo lo demás, las chicas, los amigos,
las fiestas, me la sudaba. Y al fin me gradué en derecho, para acabar, unos
meses después, apuntado al paro. Y llevo cerca de cuatro años sin trabajar de
lo mío. He estado trabajando en otro tipo de empleos, desde luego, sin embargo
la mayoría temporales, y muchos de ellos como mozo de almacén. En estos casos,
es inevitable que recuerde a mi padre.
El último trabajo que he conseguido es el de
dependiente en un McDonlads. Y creo que desde los cinco meses que llevo
sobreviviendo en la empresa con contrato temporal, he cogido algunos quilos. Lo
sé, lo sé. Soy un cliché viviente. Pero así es la vida. En realidad, ¿quién no
lo es? Ponte a examinar a cada persona que conozcas, y te darás cuenta de que
hay más clichés vivientes de los que te imaginabas. Incluso puede que tú seas
uno.
Pero vamos al grano. Fue precisamente en el
jodido McDonadls donde ocurrió lo que me hizo ponerme a escribir estas letras.
Donde el trauma empezó a pesarme más que nunca.
Mónica apareció por primera vez ante el
mostrador del restaurante de comida rápida hace un mes. Al principio no la
miré. Estaba preparando la nota de pedido digital, hundiendo el índice en la
pantalla táctil. Entonces alcé los ojos, y un ligero mareo me nubló la vista.
Creo que apenas se notó. Logré reponerme de inmediato. Balbuceé el mecánico
«¿Qué desea?», y ella debió calarme, porque sus labios se extendieron en una
media sonrisa. Eso me puso aún más nervioso, y sentí calor en las mejillas y
sudor en las manos.
No trataré de describirla. El simple hecho de
pensar en hacerlo ya debería ser un crimen. Algo tan inmensamente bonito no
puede quedar reducido a limitadas palabras. Por lo tanto, pensad en aquello que
os parece lo más hermoso del mundo, y os haréis una idea de su belleza.
Nunca en mi vida había experimentado esa
sensación. Como dije, nunca me habían interesado las mujeres. El simple hecho
de pensar en besarlas me producía náuseas. Sin embargo, con Mónica fue
diferente. Por primera vez en mi vida, imaginar los labios de una mujer sobre
los míos, no me produjo un miedo atroz.
Aquella noche apenas dormí, preguntándome si
volvería al día siguiente. No lo hizo. Pero sí el mismo día de la siguiente
semana, y así lo ha estado haciendo hasta ahora. En cada una de las ocasiones,
yo me ruborizaba y la voz me temblaba. Y en cada una de esas ocasiones, ella se
percataba. Pronto empecé a darme cuenta que era más que belleza exterior lo que
la caracterizaba. Inteligencia, comprensión y simpatía eran algunas de las
cualidades que había bajo aquel fascinante físico, como si se tratara de un
regalo con un envoltorio precioso y en el que se sabe que lo mejor está en su
interior.
Mi expresión tímida debió de gustarle a Mónica,
porque siempre esperaba para que la atendiera yo, y siempre me deleitaba con
aquella sonrisa ladeada que convertía mi corazón en un loco órgano desbocado.
Al cuarto día de su visita, me preguntó mi nombre, y ella se presentó. A partir
de entonces, los pedidos se hacían más largos, ya que entre pedido y pedido,
entre día y día de la semana, me preguntaba algo distinto sobre mi vida. Y así
nos fuimos conociendo. Pero no fue hasta ayer, que nos dimos los números. El
mío se lo escribí en el ticket de factura. Y yo recibí el suyo tras un mensaje
de ella. Cuando acabó su ensalada marca especial McDonlads y su Nestea, se
levantó, y volvió a acercarse al mostrador. En ese momento yo no atendía a
nadie. Y siempre con su sonrisa ladeada, me preguntó:
—¿Quieres quedar mañana?
Yo me quedé en blanco. El día siguiente era
sábado, así que estaba libre. Sin embargo, no lograba decir nada. Cuando creía
que todo estaba acabado, que ella se cansaría y se largaría, y aún con la mente
en blanco y sin saber qué decir, mi boca tomó riendas en el asunto sin previo
aviso.
—S-Sí.
La sonrisa de Mónica se ensanchó, ya no era
ladeada, sino completa.
—¡Vale! —dijo—. Luego hablamos por What’sApp, o
te llamo.
Se despidió sin esperar respuesta
—probablemente sabía que sería incapaz de volver a hablar— y se fue caminando
como alguien que acaba de recibir una noticia muy alegre.
Ya os imaginaréis los nervios que me atenazaban
al día siguiente, es decir, esta mañana. Apenas dormí por la noche, y las manos
no dejaban de sudarme. ¡Era mi primera cita! ¡A los veintiocho años! ¿Qué
esperabais? Muchas cosas podían salir mal. Y la que tenía más papeletas me
atormentaba desde que la niebla de la conmoción se disipó segundos después de
que Mónica saliera del restaurante. Pensar en otra cosa me resultaba
tremendamente difícil; no obstante, por primera vez en mi vida, sentí crecer en
mi interior una desconocida rabia hacia el trauma.
He dicho que muchas cosas podían salir mal, y
así fue. En realidad no fueron muchas; todo el tiempo que estuvimos en Telepizza
y más tarde en el cine, fue genial. Por increíble que parezca, mis nervios
comenzaron a ceder, y para cuando salimos del cine, mi viejo y polvoriento
temor se había esfumado de mi mente… Sin embargo, regresó en cuanto ella acercó
su cara hacia la mía, con los labios preparados en un beso. Lo vi a cámara
lenta, y lo que vi no fue su cara, sino la de la primera persona que me besó, y
no pude hacer otra cosa que alejarme de ella, alejarme de Mónica, y salir
corriendo hacia el coche, y luego hacia mi casa.
Y aquí estoy.
Llegué aquí hará dos horas. Me tumbé en la cama
y me cubrí la cabeza con la almohada. Oía el móvil (Mónica llamando), pero era
incapaz de dejar de pensar en lo sucedido. Me odiaba a mí mismo. Odiaba a la
persona que me dio mi primer beso como nunca lo había hecho. Y sobre todo, odiaba
aquel maldito trauma.
Al cabo de una hora —creo que me dormí; y el
teléfono ya no sonaba—, tomé una decisión. La decisión más seria e importante
de mi vida. Cogí papel y lápiz, y me puse a contar esta historia.
Y al fin llegamos a la guinda del pastel. Al
tramo final. Creo que he terminado escribiendo más de lo que pensaba, pero
¿sabéis qué? Con cada una de las palabras que he dejado libres aquí, me he
sentido un poco mejor. Ahora estoy casi convencido de que cuando hunda el lápiz
en el punto y final, mi miedo desaparecerá. Entonces llamaré a Mónica, le
explicaré todo, o mejor, le entregaré este texto, y cuando la haya leído, me
aproximaré a ella, la miraré a esos hermosos ojos, y la besaré. Y ese beso será
realmente el primero.
Mi padre murió a los treinta y seis años,
asesinado. Mi madre murió a los cincuenta y dos por un derrame cerebral, en la
cárcel. Murió hace cuatro años, y ni siquiera fui al entierro, a pesar de las
llamadas de mi tía, su hermana.
Cuando mi madre mató a mi padre hacía un calor
espantoso. Fue una semana más o menos después de que me dieran las vacaciones
de verano. Todas las ventanas de la casa estaban abiertas, tanto las de la
planta de arriba como las de abajo. Era domingo y cuando me levanté de la cama,
mi padre no estaba en casa. Mi madre me preparó el desayunó y en el momento en
que llevaba una cucharada de cereales a mi boca, entró en casa mi padre. No
podía creer lo que llevaba cogido con ambas manos.
¡La piscina! ¡Por fin la había comprado!
Me levanté de un salto de la silla, golpeé la
mesa con el costado y el tazón se volcó. A continuación rodó desprendiendo la
leche y los cereales por toda la mesa, hasta llegar al borde y precipitarse al
suelo, donde se hizo añicos. Yo no me di cuenta; solo tenía ojos para la caja
rectangular con la brillante foto de una piscina azul. Llené a mi padre de
preguntas tras darle un beso: «¿Dónde la vamos a poner?». Detrás de la casa.
«¿Cuánto tarda en llenarse?». Mucho, campeón. «¿Podré bañarme hoy?». No creo,
habrá que esperar hasta mañana. «¿Puedo ayudarte a ponerla y llenarla?». Por
supuesto, campeón.
Entonces la voz de mi madre cortó mi chorro de
preguntas, como si hubiera cerrado un grifo.
—¡Mira lo que has hecho!
Yo me giré hundiéndome en el regazo de mi
padre. Ella no me miraba a mí, sino a él.
—¡El niño ha tirado el tazón que le regaló mi
madre! —Se trataba de un tazón con dibujos de los Looney Toons a lo largo de la
superficie que mi abuela me había reglado por mi octavo cumpleaños. Me
encantaban los Looney Toons, sobre todo el Corre Caminos—. ¡Serás imbécil!
—Seguía dirigiéndose a mi padre—. ¡Ahora lo vas a limpiar tú y le vas a comprar
un tazón nuevo! —Los gritos eran cada vez más histéricos y estruendosos—. Y tú,
cariño —dijo ahora en tono más bajo pero no exento de algo oscuro—. No tengas
miedo, y no te protejas con papá. Él no puede ni protegerse a sí mismo.
—¡Basta, Mercedes! —gritó mi padre al fin. Me
encogí. Aun así, no me alejé de él. Por alguna razón, me sentía más seguro
estando ahí, rodeado por su brazo mientras que con el otro sostenía la caja de
la piscina.
—¡Dani, ven aquí he dicho! —volvió a decir mi madre, solo que esta vez gritando.
Yo no era capaz de hablar. El corazón me latía
a una velocidad desconocida. En todas las discusiones ocurría eso, por
supuesto, pero en esta ocasión era diferente. Era la discusión más grande que
habían tenido jamás, y todo por un tazón. Recuerdo que pensé que esta sería la
que acabaría con ellos divorciados, como los papás de mi mejor amigo.
Intenté con todas mis fuerzas decirle a mi
madre que no pasaba nada, que no me importaba que se hubiera roto la taza, pero
las palabras quedaban atascadas en la garganta.
—¡Deja al niño en paz! —le ordenó mi padre—. No
quiere irse contigo. Déjale tranquilo. Dani —dejó la caja en el suelo y se
agachó para mirarme con sus ojos cansados—. Ve a tu habitación, anda.
Y salí corriendo como alma que lleva el diablo…
Pero mi madre me agarró de la camiseta y me tiró hacia ella como un león que
acaba de alcanzar a su presa.
—¡El niño se queda aquí conmigo! —dijo,
apretándome contra sus piernas. Era una mujer alta, pero yo también era un niño
alto y la cabeza me llegaba a su vientre—. Quiero que vea la mierda que es su
padre.
Cuando oí decir eso a mi madre, sentí un
extraño mareo. Mi corazón se había subido ahora al cuello.
—¡Deja al niño en paz! —repitió mi padre—.
¡Deja que se vaya a su habitación!
Los ojos de mi padre despedían un brillo
extraño que me asustó, aunque no porque temiera que me hiciera algo a mí. Ahora
el recuerdo me dice que era una mezcla entre miedo y furia.
Mi padre empezó a dirigirse hacia nosotros.
Respiraba muy fuerte. Mi madre no dio ningún paso atrás, pero me hizo girar
hasta su espalda.
—¡El niño se queda aquí conmigo! —le espetó,
aún gritando.
—Mamá —logré decir al fin—. Quiero irme a mi
habitación.
—Ya le has oído, Mercedes. Déjale.
Se detuvo a escasos centímetros y se agachó.
Extendió las manos hacia mí.
—Ven, campeón —me dijo en su tono cariñoso de
siempre.
Y yo hice amago de ir, pero mi madre tensó como
una cuerda el brazo con el que rodeaba mi cuerpo. Me hacía daño.
—Suéltale, Mercedes, ¡le vas a hacer daño!
Entonces mi padre dio un salto hacia mí, aún
semiagachado. Mi madre me arrojó contra la tele, soltándome. Me estrellé contra
el mueble y la espalda protestó. Las lágrimas que habían estado bailando al
borde de la comisura de los ojos, al fin se suicidaron.
—¡Parad! ¡Parad, por favor! —les chillé con voz
de niña y los ojos cerrados. En la oscuridad tras mis párpados, me llegó un
extraño sonido, como de porcelana, y luego otro, como el sonido que hacía el
cuchillo cuando mamá preparaba el pollo. Y por último, un breve gemido.
Abrí los ojos tras ese espeluznante sonido y
sentí un dolor inmenso en el estómago y el pecho. Todos mis nervios quedaron
paralizados por una mano enorme y helada.
Mi papá yacía en el suelo con un pedazo del
tazón de los Looney Toones en el cuello. Lo vi muy claro. La cabeza de Bugs
Bunny sobresalía, sonriente y con la zanahoria a medio comer. Mi padre se había
llevado las dos manos ahí y se lo agarraba como si quisiera estrangularse. Las
piernas se movían espasmódicamente, arañando el parqué los tacones de los
zapatos, y produciendo un irritante ruido. Tanto sus manos, como su cuello y boca,
estaban repletos de sangre.
La mano enorme y helada me soltó y empecé a
temblar como la vieja lavadora cuando centrifugaba. Una arcada ascendió hasta
mi garganta y ahí permaneció, paciente.
Con gran fuerza de voluntad, logré desviar los
ojos del cuerpo moribundo de mi padre al tiempo que los zapatos dejaban de
hacer ruido. Mi madre me miraba. Me miraba como siempre, como si lo que acabara
de hacer fuera cualquier quehacer casero. Y alzaba la ceja, su ceja izquierda.
Justo cuando las sirenas de la policía empezaron
a dejarse oír a través de las ventanas abiertas —alguien debió oír los gritos;
eso no lo pensé hasta mucho después—, mi madre se movió, y comenzó a andar
hacia mí. Pero aquella no era mi madre. Era una mujer desconocida. Una
desconocida demasiado familiar. Y me cagué de miedo, literalmente.
Las sirenas se oían más cerca en el momento en
que se agachó frente a mí, como había hecho mi padre minutos antes. Sus garras
se cerraron con fuerza en mis brazos. Me miró con esa críptica mirada que me
ponía la piel de gallina y con la ceja izquierda en su habitual gesto.
Y entones me besó. Me besó con tal intensidad,
que mi cabeza chocó contra la pantalla del televisor y ahí permaneció mientras
ella apretaba los labios asquerosamente húmedos y calientes contra los míos,
cerrados a presión… Hasta que su serpenteante lengua los abrió y su saliva
decidió pasarse a mi boca. La lengua se movía por mi paladar, por mis dientes,
a un ritmo frenético. Yo no pensaba en otra cosa más que en mi padre, en la
sangre, en el traqueteo de sus zapatos, ya desaparecido. Pero la nausea que se
había detenido en la garganta momentos antes, era muy consciente de lo que
estaba sucediendo, de lo que había en mi boca, de modo que perdió la paciencia
y reanudó su marcha hasta el exterior. Aterrizó en la boca de aquella mujer
desconocida y ella retrocedió al fin. Sin embargo, su rostro no mostraba asco;
seguía igual que antes. Solo que ahora ese extraño brillo de sus ojos era más
intenso. Excitación.
Permaneció unos segundos en silencio. El salón
olía a mierda, a vómito, a saliva y a algo dulzón. Ahora no solo se oían las
sirenas, ya muy cerca, sino también el motor de los coches.
Las palabras que escribiré a continuación se
han repetido miles de veces en mis pesadillas.
—No te preocupes, cariño —me dijo limpiándose
el vómito con el brazo—. Mamá cuidará de ti. Al fin estamos solos, mi amor.
Una historia realmente impactante. Una relación madre-hijo antinatural que justifica el trauma infantil perdurable hasta la adolescencia. Ojalá que el haber exteriorizado en forma de confesión escrita, acabe con dicho trauma y pueda, por fin, ser feliz con esa preciosa chica que acaba de conocer.
ResponderEliminarAunque me ha resultado muy largo de leer, ha valido la pena.
Un abrazo.
Hola, Josep. Ante todo, gracias por tu sinceridad. Y el hecho de que te haya resultado largo y aun así lo hayas leído, me complace enormemente. Es un placer tener lectores como tú, Compañero. Muchas gracias. Me alegra que te gustara. Yo también espero que consiga finalmente besar a esa chica.
EliminarUn abrazo.
Un relato muy interesante. Es una buena mezcla de misterio, romance y terror. Me ha gustado, por lo original, que sea la madre la que abuse del niño y no el padre. Por momentos me has recordado al maestro de Maine con tu ritmo y recursos narrativos, sobre todo con las comparaciones que usas en el texto, y como las has desarrollado.
ResponderEliminarUn saludo!
Tus palabras me sonrojan, Compañero, y me permiten unos segundos de exaltación, pero por supuesto, no me relajo, King es mucho King, y es muy difícil o imposible llegar a su nivel, lo que no me impide seguir trabajando y mejorando cada uno de los aspectos de la escritura. Muchas gracias por la lectura y el comentario.
EliminarUn saludo.
Me han dado escalofríos de leerte. Un horror tener una madre así. Totalmente aterrador.
ResponderEliminarUn abrazo y me alegra leerte de nuevo.
Me alegra haberte hecho sentir escalofríos, María. Desde luego, una madre así debe ser de lo peor del mundo; lástima que la realidad supere la ficción. Muchas gracias por la visita, Compañera, y por dejar tu huella. Un placer verte de nuevo por aquí.
EliminarUn abrazo.
Un estupendo relato que va ganando en intensidad conforme se avanza en la lectura. Me quedo sobre todo con la narración de las escenas en las que muestras al padre, la madre y el niño. Son impactantes, transmiten un raudal de emociones entre el asco y la tristeza. Saludos!!
ResponderEliminarMuchas gracias por la lectura y el comentario, David. Me alegra que te impactara y que esas escenas que comentas te transmitieran sensaciones; yo disfruté mucho escribiéndolas.
EliminarUn saludo, Compañero.
El segundo párrafo ya me ha parecido increíble, en breve he quedado totalmente atrapado. A cada minuto me he sentido más y más cerca del protagonista, en un ritmo lento y meticuloso, tejiendo poco a poco el entramado, la psíque, y la situación final. Cae a plomo sobre mí, el instante final, lo saboreo con angustia y total empatía, por la elaborada construcción del personaje principal, y de la historia, esa escalera en la que cada peldaño se hace más doloroso, hasta la puñalada certera, ese beso asesino de inocencia que el mal viste de madre.
ResponderEliminarCada lectura, de cada uno de tus relatos largos, es una experiencia absolutamente absorbente y sensitiva, Ricardo.
¡Abrazo, Compañero de Palabras!
Tus palabras me animan a seguir escribiendo, Edgar. No sé si realmente estaré a la altura de ellas, pero desde luego, es un placer leerlas. Muchas gracias por leerme siempre con ese entusiasmo y ganas y por tenerme en tan alta valoración. Me alegra que te gustara esta historia, cuyo tema principal es eso que tú denominas tan bien y que me encanta: ''asesinos de inocencia''.
EliminarUn abrazo, Compañero de Palabras.
Un relato estremecedor, Ricardo. Tiene dos partes diferenciadas, la primera en la que nos pones en antecedentes sobre el pasado y la vida de niño del protagonista, más lenta, pausada y descriptiva, en la que intuimos que algo no va bien en esa familia pero no sabemos el qué. La historia de Mónica que viene a continuación hace de nexo con la segunda parte, donde la acción se dispara y el ritmo se vuelve más trepidante, enganchándonos en un querer saber más.
ResponderEliminarUna característica en tus relatos es la exploración psicológica de tus personajes, y uno de los temas que te he leído con anterioridad es el de los traumas infantiles. En esta ocasión ambos vuelven a tus letras, con un despliegue de análisis psicológico muy interesante.
Me alegro de volver a verte aparecer por tu blog después de una larga ausencia Ricardo. Un abrazo.
Hola, Jorge. Muchas gracias por la lectura y el comentario, siempre es un placer recibir tu visita y leer tu opinión y breve análisis. Para mí, lo más importante en una historia son los personajes, por eso siempre intento que sean creíbles. No sé si lo lograré siempre, pero el hecho es que me esfuerzo por lograrlo y por mejorar.
EliminarMe alegra que te gustara, y perdón por la tardanza en la respuesta.
Un abrazo, Compañero.
Tremenda esa escena final: no me extraña que el niño quedara traumatizado de por vida. Un relato notable con una trama bien hilvanada que nos lleva de la mano del atribulado protagonista por los enrevesados vericuetos de su desventurada existencia.
ResponderEliminarImagino que jamás podría volver a ver al orejudo conejo y sus colegas animados. El arma del crimen es realmente original.
Enhorabuena por este relato y por tu blog en general, Ricardo. Ya veo que tienes un montón de seguidores.
Te invito a conocer el mío, recientemente inaugurado:
castroargul3.blogspot.com.es
Un abrazo, amigo.
¡Hola, Paco! Qué alegría verte por el mundo de los blogs, y en especial por mis Palabras Narradas. Es un placer tenerte por aquí.
EliminarMuchas gracias por visitarme y leer esta historia, y por comentarla con tanta atención. Me alegra que te gustara, Compañero.
Como puedes apreciar en la fecha de este último relato, ando bastante ausente, más que nada porque llevo tiempo sin escribir nada nuevo, pero me pasaré por tu blog, no lo dudes.
Un abrazo, amigo.
Los besos robados la química del momento todo lo pasado que ha dejado algo profundo dentro de tu pecho
ResponderEliminarse recuerda también el olvida suspirado
Hola, Recomenzar. Muchas gracias por la lectura y por tu enigmático comentario. Un saludo.
EliminarCierto Ricardo, me había perdido al menos este magnífico texto. Como ya te dicen, nos conduces con pericia hacia ese final desgarrador a través de dos partes diferentes. No sabría decirte cual me gusta más. La primera, donde el narrador profundiza en su infancia es muy buena, pues nos prepara de forma excelente para lo que va a venir. Describes con tal naturalidad que nos hace pensar que nos estás hablando de tu propia vida. Excelente. Y al final, la escena culminante resulta verdaderamente escalofriante. Eres un maestro en eso, lo sé, pero sorprendes en cada relato, te superas a medida que escribes. Me ha encantado, en serio. Es buenísimo. Mi más sincera enhorabuena. Y un fuerte abrazo
ResponderEliminarHola, Isidoro. Sí, este era uno. También tengo otro, anterior a este: ''Hazlo''.
EliminarMe alegra mucho que finalmente leyeras esta historia, porque quedé muy satisfecho con su escritura. Llevaba tiempo sin escribir, y cuando se me ocurrió, tecleé sin parar, y el resultado me gustó mucho. Por suerte, no está basado en mi propia vida. La magia de los escritores es eso, crear experiencias totalmente ajenas a él mismo, y eso es algo en lo que tú eres muy bueno, mejor que yo. Por eso es un placer recibir ese comentario de tu parte.
Muchas gracias por leerlo y comentarlo, Compañero. Un abrazo.
Pues se hace corto, Ricardo. Consigues que empatice con el niño que fue y sigue siendo el protagonista y que quiera conocer cuál fue el trauma que le mantiene atrapado en el la inmadurez emocional. Pero más que nada, me dejas con el deseo de que al fin lo supere y empiece liberado una nueva etapa de su hasta ahora triste vida.
ResponderEliminarHola, Roberto. Bienvenido a mis Palabras Narradas. Creo que una de las mejores cosas que se le puede decir a un escritor es que el lector ha logrado empatizar con el protagonista de la historia, por eso me alegro el doble de saber que te ha gustado y te agradezco que hayas dejado tu comentario.
EliminarMuchas gracias por leerlo, compañero.
Un abrazo