A veces, la imaginación es la única puerta
Debía ser fuerte. Por ellas. Sobre todo por ella. No podía derrumbarse. No ahora. Todavía no.
—Pues ya te digo, Marga. Fran quería llevar a Alicia a ver la nueva
peli de Disney el finde, pero ahora
resulta que ya es muy mayor para esas pelis. Así que…
—¿Ent…
ces… el fin… de… po… emos… que… ar?
—Oye, Marga, se corta. Espera un momento, voy a
quitar el manos libres.
«¡No te derrumbes delante de ella, maldita sea! ¡Sé fuerte!». Con esos
pensamientos atravesó Fran las puertas del edificio; no se daba cuenta de que
apretaba la mano de su hija con más fuerza de la necesaria.
—Papá…
Tratando de controlar la respiración, a pesar
de que el corazón le iba a mil por hora, Fran buscó con mirada vidriosa a su
cuñada Marga.
—Papi… Mi mano, me duele…
La encontró en pie cerca de la puerta. Se
mordía el índice a la altura de la segunda falange, como siempre que estaba
nerviosa o asustada.
—¡Fran!
—Quédate con Ali. Voy a ver —y le extendió el
brazo de la niña. Luego dio media vuelta y evitó correr, aunque caminó deprisa.
—Highway to hell!
El hombre canta a viva voz el tema de Ac/Dc mientras conduce por la sinuosa
carretera. Una carretera repleta de parches que une el pequeño pueblo donde
vive con la ciudad a la que hay que acudir para comprar algo más que pan y
embutidos.
La habrá escuchado cientos de veces, y nunca se
cansa. Y aunque jamás firmará discos, ni se atreverá a subir a un escenario, ni
tendrá suficientes medios para grabar una sola canción, no canta del todo mal.
Siempre mantiene la frecuencia de la radio en su emisora preferida: Rock FM, y siempre espera con ansiedad
que se emita esa canción. La tiene descargada, por supuesto, pero el lector de
CDs de su viejo Saxo no funciona, y está claro que ese brillante tema no suena
igual dentro del coche que dentro de casa.
No hay duda, Higway to hell es
su canción preferida. Sin embargo, eso se acaba en unos segundos. Lo que ve en
el arcén, al tiempo que el clásico suena, hace que jamás pueda volver a escucharlo
sin que su mente evoque aquella horrible imagen.
Fran regresó a la concurrida sala de espera de la UCI. Las noticias
eran malas. Las peores.
Bajo el umbral de la sala de espera contempló
impasible a Marga y a su hija. La niña estaba apoyada sobre el pecho de su
cuñada, quien la estrechaba en un abrazo. Ninguna de las dos lloraba; pero en
cuanto la mujer se percató de la presencia de Fran, sus ojos azules —como los
de su hermana— se difuminaron. Alicia también lo vio ahí plantado, pero sus
ojos negros —como los de él— no fueron ensuciados por un velo húmedo. Lo miró
con una extraña tranquilidad, con una fuerza que finalmente hizo romperse su
corazón en mil pedazos, como si le hubiesen arrojado una lanza directa al
pecho.
No pudo más. La fuerza se le escapó como se
escapa el tiempo, sin remedio.
Se derrumbó.
—¡Ah, mierda! Ya se ha quedado pillado, siempre igual…
—Oye, Sof… ía… mejor seguimos cua… do llegues…
Sofía continúa con los ojos clavados en la
pantalla del móvil. La imagen de la llamada se ha congelado. El teléfono es
antiguo y falla muy a menudo. Golpea con el dedo el icono del altavoz, para
quitar el manos libres.
El coche se desvía ligeramente hacia el arcén.
El pie del acelerador ejerce más presión en el
pedal de la debida.
—Tranquila, Marga, si estoy casi entrando al
pueblo.
El pulgar de Sofía, blanco como el dedo de un
cadáver, aprieta con fuerza la zona de la pantalla en la que está situado el
icono del altavoz. Al fin el teléfono reacciona y logra pulsarlo.
—¡Bien! ¡Ya! —dice al tiempo que se lleva el
móvil a la oreja y alza la cabeza para fijar los ojos en la carretera; solo que
al otro lado de la luna ya no hay carretera, sino una profunda cuneta, a
escasos centímetros del morro del coche.
Marga alcanzó a Fran al tiempo que las rodillas se le deshacían. Se pasó
uno de los brazos de su cuñado sobre los hombros y lo condujo al asiento, ambos
con los ojos anegados de lágrimas.
—Ha… Ha muer… to —sollozó Fran casi sin
aliento—. Sofía… ha… muerto, Marga.
La gente los observaba sin ningún pudor, aunque
probablemente pensando en sus propios familiares.
De pronto, Fran sintió una mano sobre su
mejilla. Una mano fría y pequeña. Hizo un esfuerzo enorme por levantar la
cabeza y mirar al frente. Al principio las lágrimas le mostraron una imagen
borrosa, pixelada. Luego una manga le limpió los ojos y pudo ver a Alicia. Seguía
sin llorar. Su hija de siete años había escuchado las dolorosas palabras de su
padre y seguía sin derramar una sola lágrima.
—Papi. —Su voz trémula revelaba que en su
interior se contenía una emoción poderosa. Pero ¿por qué no la exteriorizaba?
¡Era una niña que acababa de perder a su madre, por el amor de Dios! La
respuesta le llegó de inmediato con una sola palabra que disipó las sombras que
cubrían sus pensamientos—. La llave.
Fran comprendió entonces la actitud sosegada de
su hija, y la miró con tal cariño que por un instante le hizo olvidar lo
ocurrido hacía unos minutos. No tenía los ojos de Sofía, pero sí su expresión.
Contemplarla en ese instante, tras la mención de La llave, le hizo comprender que no todo estaba perdido. Que su
mujer no había fallecido ese día; no del todo, al menos. Y que al igual que
Alicia, él también debía ser fuerte, como al principio. Por ella.
—Toma, papi. —La niña extendió la mano con la
palma hacia arriba. Vacía—. Cógela.
Marga observaba la escena confusa, sin poder
parar de llorar y mordiéndose el dedo.
—Yo no la necesito, cariño —le dijo Fran a su
hija cerrándole los dedos con suavidad sobre la palma, como si la hiciera
proteger algo muy preciado—. Quédatela tú. Yo ya tengo mi propia llave.
Y aunque le resultaba extremadamente doloroso,
sonrió.
«¡Todo por una puta tableta de chocolate! —piensa Fran sin poder
contener la rabia, una rabia mezclada con la más profunda desesperación—.
¡Joder! Siempre tiene que ir; no puede esperar. Si se la antoja algo, allá que
va. Da igual la hora o si acabamos de llegar. ¡Joder!».
No puede evitarlo, Fran es así. Se irrita con
facilidad ante cualquier suceso que quiebre su monótona vida. En este caso no
se trata de «cualquier suceso», y por ello un profundo sentimiento de
culpabilidad lo invade de inmediato como si diminutos insectos lo devoraran por
dentro. ¿Cómo podía ser así?
Camina de un lado para otro. Se encuentra en la
habitación de ambos con el corazón luchando por atravesar su pecho. No deja de
pensar en las palabras del agente de la guardia civil que acaba de llamarlo. No
puede creerlas. No puede ser. Su mujer no ha podido tener un accidente de
coche.
De nuevo suena su móvil con esa estúpida
cancioncilla circense. Parece mentira que un tono de llamada tan alegre traiga
tan malas noticas.
Lo coge. Es Marga, su cuñada.
—Fran, estoy intentando llamar a Sofía y no
contesta. ¿Pasa algo? Estaba hablando con ella y de repente se ha cortado.
Creía que era por la cobertura, así que no la he vuelto a llamar hasta un rato
después. Lo he intentado varias veces y nada. Estoy preocupada. ¿Pasa algo?
Por un momento, Fran no sabe qué contestar. Aún
está procesando las palabras de Marga, las cuales resuenan en su cabeza como un
eco eterno.
—¿Fran?
Fran camina hacia la cama con el teléfono
pegado a la oreja. Se sienta lentamente.
—¡Fran, ¿qué pasa?! —Marga insiste, ahora con
una pincelada de terror en la voz.
—Ha tenido un accidente, Marga —suelta al fin
el hombre. El nudo en el pecho y la garganta se ha deshecho, y las palabras son
expulsadas de sus labios de un modo automático—. La llevan al hospital ahora
mismo.
—Oh, Dios, mío. No… Voy para allá ahora mismo.
Fran deja caer el móvil al suelo. No puede
contener el llanto. Una vez iniciado, no está seguro de si podrá pararlo.
De pronto, un pensamiento cruza por su mente.
¿Qué demonios hace ahí metido todavía? ¿Por qué no está de camino al hospital?
Los golpes en la puerta de la habitación
responden a ambas preguntas.
—¿Papi? —Es Alicia—. ¿Dónde pongo las naranjas?
Cuando le sonó el móvil por primera vez,
estaban colocando la compra. Acababan de llegar cuando Sofía se dio cuenta de
que se le había olvidado el chocolate de Nestlé,
y no pudo esperar. ¡No pudo esperar! Claro que no.
¿Cómo se lo va a decir a la niña? No le da
tiempo a reflexionar más; Alicia abre la puerta y entra. Él le da la espalda y
se limpia los ojos y la nariz. Respira hondo y comprende que no puede mostrarse
débil. No delante de ella.
—¿Papi?
Tiene las naranjas apoyadas contra su tripita,
sujetas por sus bracitos.
—Escucha, cariño… —Fran se pone de rodillas
delante de ella. Enmarca la pequeña cara entre sus grandes manos. Sorbe la
nariz y tiene que suspirar profundamente para no romperse—. Mamá… Mamá ha
tenido un pequeño accidente con el coche. Tenemos que ir al hospital ahora mismo,
¿vale? Allí está la tía Marga…
Las sombras de desolación que se posan sobre el
rostro de su hija le hacen detenerse; una palabra más y él tampoco podrá
controlar la emoción.
Los bracitos de Alicia dejan caer las naranjas,
que chocan contra el suelo y ruedan, algunas hasta debajo de la cama.
Fran abraza a su hija al tiempo que esta rompe
a llorar.
—¿Se va a morir? —pregunta entre sollozos la
niña.
Aquello le duele tanto, que le cuesta volver a
hablar.
—No, cariño, claro que no.
Miente, por supuesto, pero no solo a su hija,
también se miente a sí mismo, puesto que el guardia civil le ha dicho que es
grave. Muy grave.
Continúa abrazándola durante varios minutos; no
quiere volver a ver aquel rostro tan triste. Un padre nunca debería ver la cara
de un hijo con esa expresión. Se le ocurre algo, pero no solo por él, sino
también por ella.
La aparta y se obliga a mirarla. Tiene la cara
empapada de mocos y lágrimas. Su pequeño pecho da unos espasmos sobrecogedores,
como si poseyera un desfibrilador interno.
—Mira, cariño, escucha, ¿vale? Escucha lo que
te va a decir papá, ¿de acuerdo?
La niña asiente y hace un nulo intento por
apartar algo de agua de uno de sus ojos.
—Vale.
Fran introduce una mano en el bolsillo de su
pantalón vaquero y la extrae cerrada.
—Quiero que cojas esto.
Extiende la mano al tiempo que la abre, con la
palma hacia arriba. Vacía.
Los espasmos de Alicia ceden ligeramente.
Parece que su padre ha logrado despertar su curiosidad, a pesar de todo.
—¿Qué es? —le pregunta, enjugándose bien los
ojos, con el labio inferior más adelantado que el superior, a modo de puchero.
—¿No la ves? —Alicia niega con la cabeza—. No
me lo creo. Es una llave.
—¿Una llave?
Cada vez solloza menos.
—Sí. Quiero que la cojas y la utilices cuando
estés triste, como ahora.
Con la otra mano, Fran sujeta la de su hija y
posa la llave invisible en su palma.
—¿Ves? ¿A que sientes su peso?
La sonrisa que esbozan los labios de la pequeña
le da a Fran aún más fuerzas para continuar fingiendo calma.
—Sí. Pesa un poco.
—¡Claro, es de verdad!
—¿Y qué abre?
—Pues mira, solo tienes que girarla así —guía
la mano de Alicia con la suya y giran las muñecas en el aire, como si
estuvieran abriendo una puerta—. Tiras de la puerta así… y das un paso. Y una
vez dentro, todas las preocupaciones, toda la tristeza desaparece. ¿A que te
sientes más tranquila ahora? Como yo, ¿ves?
Alicia ha dejado de llorar por completo. Su
respiración ha vuelto a la normalidad.
—Sí.
Fran le da un beso en la frente.
—Bien. Ahora vamos a ir al hospital y tú te
quedarás con la tía. Y quiero que me prometas que no vas a soltar la llave en
ningún momento, porque si lo haces, la habitación desaparecerá.
—¿La habitación viene conmigo?
Pregunta eso con un asomo de la tristeza
anterior.
—Por supuesto. Va donde tú vayas, siempre que
tengas la llave… ¿Me lo prometes entonces?
Alicia se mira la mano vacía. Sonríe, vuelve a
mirar a su padre, y asiente con la cabeza.
—Vale. Te lo prometo.
Que hermosa y triste historia. Tomo la idea de la llave, me la llevo para mi vida. Gracias
ResponderEliminarHola, Josefina.
EliminarMe alegro mucho de que te haya gustado esta historia. Toda tuya esa llave.
Muchas gracias por leerla y comentarla.
Un abrazo.