¿Cuál es el límite del miedo?
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7
«¡Para!»
«Esta tarde, entrenando a los
tigres, se me ha ido la mano. ¡El muy imbécil de Gato se negaba a hacer todo lo
que le decía! ¡No me obedecía! Me sacó de los nervios y cambié la vara por un
palo grueso y duro. Le golpeé hasta que empezó a dolerme el brazo. Ha muerto.»
Las
palabras de su padre y Alyssa resonaban en la cabeza de Augie con cada paso
apresurado que daba.
«Eres un
maldito desgraciado, ¿lo sabías? ¿Qué va a decir ahora Willy? ¡Nos puede echar
del circo!»
Solo había
pasado una hora hablando con Clay en su escondite, por lo que el sol aún hacía
de las suyas con todas las energías de la primavera. Ríos de sudor rodaban por
sus sienes y mejillas; ni siquiera la sucia camiseta de tirantes ayudaba a
llevarlo mejor. Pronto sintió también los brazos húmedos. Y cuando ya estaba a
escasos metros de su destino, sus pulmones lo obligaron a detenerse. Estaba sin
aliento. Daba amplias bocanadas para coger aire, como un pez fuera del agua.
«¡Nos puede
echar del circo!». Volvió a recordar Augie. Pero esta vez a su mente acudió
otra imagen: el cambio de expresión en el rostro imperturbable de Alyssa. La
mujer perdió los nervios. Y como si un dedo invisible hubiera pulsado un botón
en su mente, el chico supo por qué.
Tenía
miedo.
Pero eso no
lo había comprendido en ese preciso instante. No. Aquello ya había empezado a
abrirse camino en su cerebro momentos antes; aquello fue lo que le hizo salir
corriendo de su escondite y dejar a Clay plantado. Aquello fue lo que dirigió
sus pasos hacia el lugar en el que se encontraba. Solo que ahora lo percibió
conscientemente. Y la ola roja se calmó al fin, siendo sustituida por una marea
fresca que le aclaraba las ideas.
Antes de
retomar la marcha, miró a su alrededor. Nadie. Era la hora de la comida, aun
así debía darse prisa, puesto que ya deberían estar acabando. Se imaginó el
estado agitado que seguro embargaba a Alyssa por su ausencia, y eso le hizo
sonreír. Fue una sonrisa nueva para él; la sensación que le produjo fue de tal
satisfacción, que le temblaron las piernas. Unas semanas antes esa sensación
desconocida le habría asustado ligeramente, pero desde que la ola roja inundó
su alma, el miedo había desaparecido.
Ahora era
su turno de inducir miedo. De despertar aquello a lo que más temía Alyssa: que
la echaran del circo. Por eso estaba parado a unos metros de las jaulas de los
tigres de su padre.
Avanzó
despacio, arrastrando los pies en la tierra seca y dura. El animal iba de un
lado a otro en la jaula, sopesando a su pequeño observador. Un apagado rumor se
escapaba de su garganta y recorría la piel de gallina de los brazos de Augie
hasta sus oídos. El sol arrancaba brillantes destellos a los barrotes que
obligaban al chico a entrecerrar los ojos.
A pesar de
que los sagaces ojos con los que la bestia lo miraba le sobrecogían, sus pasos
no vacilaron en ningún momento.
Pensó en
decirle algo para tranquilizarlo, para hacerle ver que no tenía nada que temer,
pero decidió que eso provocaría justo el efecto contrario, y que si había ahí
alguien que tenía que temer algo, ese era él. Solo que estaba harto de temer,
así que apretó los puños, y aceleró el paso. Contuvo la respiración cuando de
un rápido movimiento extrajo el grueso clavo de la precaria cerradura. Los
goznes de la puerta chirriaron al ceder esta hacia fuera. Las orejas del tigre
se irguieron aún más, con excitación.
Augie salió
corriendo de inmediato en la dirección contraria a la que había venido y se
situó detrás de la caravana de Mike «El forzudo» en cuyo lateral se podía leer
con coloridas letras circenses: La fuerza
está en el exterior. En el caso de Mike aquella frase era totalmente
cierta, porque el hombre era una de las personas más amables y blandas que
había en Golden Circus.
Desde la
parte posterior de la casa rodante, Augie observó cómo la enorme zarpa del
tigre tanteaba la puerta primero con vacilación, y luego con decisión. De un
salto, se plantó en la arena, soltando diminutas volutas de polvo. E instantes
después, al contrario de lo que pensaba Augie, comenzó a andar lentamente,
contemplando con aquellos inteligentes ojos toda la libertad que le rodeaba.
Cuando le
perdió de vista, se escuchó el primer grito… y un portazo. Probablemente
alguien se dispuso a salir de su casa en el momento en que la fiera cruzaba por
delante.
Al cabo,
Augie decidió que ya estaba a salvo y salió de la cobertura de la caravana.
Siguió las huellas del tigre de su padre con una sensación de reconfortante
ansiedad y orgullo. Estaba deseando que Alyssa se percatara de lo ocurrido, así
como de presenciar el momento en que el viejo Willy los echaba a patadas del
circo.
Un fuerte
rugido seguido de un grito demasiado agudo para ser de un adulto pero demasiado
grave para pertenecer a una chica, le hizo detenerse de golpe, como si hubiera
chocado contra un muro.
Otro rugido
feroz y otro grito, ahora de dolor y más apagado. El «¡Para!» desesperado que
salió de aquella garganta infantil le dio un vuelco al corazón, y creyó que se
desplomaría ahí mismo. Las piernas le temblaron como si fueran de gelatina, sin
embargo estas, sin esperar órdenes del cerebro, comenzaron a moverse. Augie
creía estar andando por encima de uno de los cables de Jack «El funambulista».
La gente
gritaba desde la protección de sus casas que alguien ayudara al niño, que
alguien hiciera algo. Pronto el silencio que había envuelto el campamento hacía
unos minutos quedó roto por sollozos, chillidos alarmados y gritos desesperados
de todos los artistas. Augie no era capaz de desviar la mirada del chico que se
desangraba en el suelo, mientras su padre trataba de controlar a la bestia con
una larga vara de hierro acabada en un collar y su tranquilizadora voz de
domador. Para Augie, todo aquello estaba sucediendo como en un sueño, con una
intensa capa de irrealidad que lo cubría todo. Ni siquiera el disparo que rasgó
el aire lo sacó de su ensimismamiento. Quería ver con sus propios ojos el
rostro de la víctima, a pesar de que aquel «¡Para!» y la ropa confirmaban sus
horribles temores.
Entonces,
justo cuando la cara empezaba a aparecer tras el cuello degollado, tras toda
esa sangre, alguien lo agarró y lo alejó de la escena.
Aún poseído
por esa sensación onírica, forcejeó y gritó. Gritó con todo el aire que le
permitieron sus pulmones, hasta desgarrarse la garganta y quedarse ronco.
Gritó que
quería ver la cara del chico. Que quería comprobar que no era la cara de su
amigo.
Pero solo
era una forma de engañarse a sí mismo, de no querer aceptar la realidad, porque
desde el primer grito, supo que se trataba de Clay Truman Jr.
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