viernes, 8 de julio de 2022

Lazos de sangre

 Un mal ha arraigado en su familia; ahora tiene que tomar la decisión más dura de su vida

Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian

¿Conocéis esa sensación de estar entre la espada y la pared? ¿Alguna vez os habéis encontrado en la ardua tesitura de tomar una decisión que cambiará vuestra vida para siempre? ¿Imagináis siquiera lo que se siente cuando tienes delante a las personas que más amas en el mundo y debes decidir… debes decidir si permanecer junto a ellas o… o matarlas?

Yo sí lo sé. Pero no me juzguéis. Todavía no, al menos. Dejad que os cuente el motivo por el que estoy sentado en el borde del colchón de la cama de mi hijo. Permitidme, antes de tacharme de psicópata sin escrúpulos, que os explique por qué contemplo entre sombras a mi pequeño, en esta oscura habitación a pesar de ser las diez de la mañana de un soleado día de junio, mientras en mi cabeza bullen las dudas y el miedo igual que un estofado en una olla, formando burbujas que estallan en mi cerebro y se adhieren a él con doloroso pesar.

 

Mi vida se convirtió en un infierno hace tres meses, tras la mudanza.

El edificio, de dos plantas, contenía cuatro apartamentos. Solo uno estaba habitado: el primero B. El A y los dos bajos llevaban años vacíos. La construcción era vieja, y la fachada, arañada por el tiempo, dejaba al descubierto los anaranjados ladrillos que asomaban tímidamente, al igual que el cuerpo de una anciana a la que el marido, ávido de deseo, desviste con cariño. No era muy elegante, pero sí económico.

A Sara, mi mujer, la habían despedido hacía dos meses. La fábrica de zapatos en la que llevaba cinco años trabajando había cerrado. Uno a uno, como adolescentes en una película Slasher, los empleados fueron desapareciendo, hasta que le llegó el turno a ella. Luego, sin más, la empresa dejó de existir. Sara decía que eso la consolaba un poco: al menos no la habían echado por incompetencia. Pero el consuelo no daba de comer y la prestación por desempleo tampoco. En cuanto a mi sueldo, bueno, digamos que para vivir en un viejo edificio con aspecto de anciana desnuda era suficiente; para hacerlo en el chalet de dos plantas que hipotecamos tres años atrás, no tanto.

A diferencia del antiguo, nuestro nuevo hogar se hallaba relativamente cerca del centro de la ciudad. Este detalle me alejaba del lugar donde trabajaba, en el polígono de las afueras, pero, por otro lado, acercaba a mi hijo a su colegio. Raúl tiene… bueno, tenía —aún me cuesta hablar de él en pasado pese a tenerlo dormido aquí en frente— ocho años, y hacía menos de dos que había aprendido a leer. Él fue el primero en darse cuenta de que en el único piso ocupado hasta entonces del edificio vivía una familia.

—¡Mira, mami! —exclamó, tirando del bolsillo del pantalón de Sara, mientras señalaba con la otra uno de los buzones. Todavía no habíamos comprado el apartamento. Hasta ese día solo lo habíamos visto en fotos por Internet. La administradora ya había abierto la puerta del bajo A y esperaba en el umbral, mirando con fingida paciencia. De los cuatro buzones marrones colgados de los azulejos del portal, solo uno tenía una etiqueta con nombres. Raúl lo leyó con el ceño fruncido en ademán de orgullosa concentración—. Bábrara, Ángel y Carlos. ¡Hay un niño!

Bárbara, cielo —le corrigió su madre.

—Sí, pequeñín —intervino la administradora del edificio con la sonrisa triunfal del comerciante que acaba de descubrir la debilidad de su cliente—. Los propietarios del primero B son una familia encantadora con un pequeñín precioso, como tú —comentó guiándole un ojo a mi hijo. Luego, volviendo el rostro hacia mí y Sara—: Nunca hemos tenido problemas con ellos. Estoy segura de que les encantará tener la compañía de otra familia. Llevan unos meses solos en este edificio

—Es un poco viejo —comenté—. El edificio, digo. No me lo esperaba así.

La mujer, lejos de borrar aquella sonrisa de hábil comerciante, la ensanchó.

—Es antiguo, sí. Pero la estructura es firme como la de una catedral medieval y, como os comenté por teléfono, no debéis dejaros engañar por su aspecto exterior. Como todo en esta vida, lo más importante se encuentra siempre en el interior.

Y, a continuación, se hizo a un lado y extendió el brazo en dirección al apartamento, invitándonos a entrar.

Tal y como nos adelantaron las fotos, el interior contrastaba ligeramente con la fachada. Era como si a la anciana le hubiesen trasplantado órganos nuevos, más jóvenes, aunque la estructura ósea revelaba su avanzada edad. La distribución clásica se veía compensada con una decoración mucho más contemporánea: muebles bajos en blanco y negro, parquet brillantemente pulido y paredes lisas de colores suaves, en escala de grises y blanco. Todas las habitaciones eran diminutas, pero claro, después del enorme chalet, cualquier piso se nos quedaría pequeño. El mobiliario resultaba agradable, así que solo nos mudamos, cuatro días después, con nuestras camas.

No vimos a los nuevos vecinos en todo el día, por eso, cuando el timbre de la puerta horadó el silencio de la noche con su afilada estridencia, los tres dimos un respingo, sobresaltados.

Estábamos en el salón, delante del televisor, donde emitían una película de estreno. La única que le prestaba atención era mi mujer. Raúl dormía con la cabeza sobre sus muslos —era sábado y no teníamos prisa por llevarle a la cama—; yo trataba de despegar los párpados cada segundo, pero cuando lo lograba, volvían a descender caprichosos, como los de esos muñecos Nenuco.

Sara y yo nos miramos, con el ceño fruncido, un tanto aturdidos. Raúl abrió un poco los ojos, levantó la cabeza y farfulló una pregunta que ninguno de los dos entendimos.

—Shhh, no pasa nada, cielo —le tranquilizó su madre mientras le acariciaba el pelo. La cabeza del niño descendió hacia sus muslos, y el sueño lo atrapó de nuevo.

—Voy a ver —susurré yo al tiempo que me levantaba, ahora totalmente despierto.

Me acerqué a la mirilla y no vi nada: el pasillo estaba oscuro. Confuso y sintiendo algo parecido a un miedo irracional, me dispuse a descorrer el cerrojo de la puerta. Tal vez quienquiera que hubiese llamado se había cansado de esperar y se había ido; pero no tardé tanto en responder, por lo que todavía podía estar cerca.

Abrí la puerta. Durante un segundo, creí que el corazón abandonaría mi cuerpo y saldría despedido entre mis labios igual que un hueso de aceituna atascado en la garganta.

Al otro lado del umbral, entre sombras, había un niño. Se encontraba a un metro, más o menos. Si no fuera por la claridad que llegaba de la televisión —justo enfrente de la pequeña entrada— y por la escasa luz que se filtraba a través de los cristales del portal, procedente de las farolas de la calle, no lo habría visto.

Un rostro redondo, pálido, flotaba en la penumbra como un globo. La naturaleza fantasmal de esa cara fue lo que me asustó tanto en un primer momento. Mi mente aturdida no la relacionó con un niño hasta que sus labios —de un vivo carmesí— se curvaron en una sonrisa, y unos delgados brazos emergieron de la negrura de improviso. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, y la mortecina luz del interior de mi casa acarició la cara con mayor intensidad. Mi corazón regresó al pecho. Los nubarrones de mi cerebro se disiparon impulsados por una fuerte ráfaga de comprensión. Era solo un niño. El hijo de los vecinos al que sus padres le habrían hecho bajar a darles la bienvenida con un plato de comida, al estilo de las películas norteamericanas. Pero lo que había en el recipiente de porcelana no era una tarta de manzana; sino morcilla. Durante unos segundos, las nubes de perplejidad se empeñaron en tapar el sol de mi intelecto: era un regalo de bienvenida muy poco común y sofisticado. No obstante, las palabras del niño infundieron cierto sentido a todo ello.

—Hola, soy Carlos, vuestro vecino. Tengo ocho años. Mis papis y yo queremos daros este regalo de bienvenida. La ha hecho mi mamá; es una receta de la familia: mi abuela también la hacía —y, bajando la voz, añadió—: la de la abuela estaba más rica. —Sonrió de esa forma traviesa que solo los niños son capaces de esbozar. Al hacerlo, los labios se contrajeron sobre los dientes, y estos quedaron al aire libre. Eran unos dientes muy blancos, perfectos, pero había algo insólito que no encajaba; en ese momento no acerté a identificar de qué se trataba, y tampoco pude observarlos con mayor detenimiento, pues el niño volvió a juntar los labios de inmediato.

Dejé de pensar en ello y le miré a los ojos: grandes, con pupilas diminutas flotando en iris de un azul tan claro que parecían blancos. Di un paso para acercarme más al umbral y cogí el plato de morcilla. Las manos del muchacho no cruzaron la línea que separaba mi casa del portal.

—Muchas gracias, Carlos. Diles a tus padres que sois muy amables.

—No hay de qué —dijo una voz de mujer procedente de la oscuridad detrás del niño.

El horror paralizó todo mi cuerpo, incluidos los brazos, que se detuvieron en pleno retroceso. En esta ocasión, el corazón no saltó hasta mi garganta: dejé de sentir sus latidos.

El pánico agarró mis ojos y los sacó de las cuencas, desorbitándolos, y en ese estado contemplé cómo dos manchas blancas iban dibujándose en la penumbra, por encima de Carlos. Cuando estuvieron a la altura del niño, un par de manos se posaron en sus hombros, una a cada lado. Las manchas blancas tenían facciones. Al igual que ocurrió anteriormente, el percatarme de este hecho, logró evaporar mi absurdo miedo. Mi cuerpo se distendió con una pequeña convulsión, igual que si hubiesen arrojado agua fría sobre mi cabeza. Entonces, sin poder evitarlo, me embargó una risa casi histérica.

—Lo siento —me disculpé entre carcajada y carcajada—. No os había visto. Me he dado un susto de muerte.

—¿Qué pasa, Sergio? —Era mi mujer, quien acudió a ver por qué tardaba tanto. Junto a ella llegó la luz: pulsó el interruptor de la entradita, algo que tenía que haber hecho yo antes de abrir la puerta. Me habría ahorrado aquel terror ilógico.

—Hola, señora —dijo una de las personas que había al lado del chico—. Soy Ángel.

—Y yo Bárbara —se presentó a su vez la mujer que había hablado oculta en las sombras—. Y él es nuestro hijo, Carlos.

—Hola —saludó el pequeño con su sonrisa carmesí—. Tengo ocho años. Mis papis y yo os hemos traído un regalo de bienvenida.

Mi mujer correspondió a los saludos encantada, al tiempo que me extraía el plato de las manos.

—Muchas gracias. Somos Sara y Sergio. También tenemos un hijo. —E inclinándose y mirando a Carlos—: Se llama Raúl y tiene siete años.

—Disculpe si le hemos asustado, señor —se excusó la mujer en tono preocupado—. La luz del portal no funciona, y pensábamos que nos veía usted con claridad.

La risa me abandonó en cuanto llegó mi mujer, pero no de forma abrupta, aún seguía latente en mi pecho, y se reflejaba en mis labios.

—No, quien lo siente soy yo —dije—. Disculpen mi risa. Trabajo de noche, he acabado mi turno a las seis de la mañana y estoy bastante cansado. Y cuando uno está cansado hay veces que pierde el control de sí mismo. La realidad te puede jugar muy malas pasadas en estos casos. Os agradecemos mucho la morcilla; estoy convencido de que nos encantará. Con vecinos así, será un placer vivir aquí.

Los tres permanecían muy quietos, justo al otro lado de la puerta. Era indudable que el muchacho era hijo de ellos. Todos tenían los mismos ojos. Incluso los dos adultos. Por un instante se me cruzó por la mente una idea bastante desagradable, pero la deseché de inmediato. También me recorrió por la espalda un escalofrío semejante a un gusano deslizándose por la columna vertebral hasta alcanzar la nuca. Había cierta ansiedad vidriosa en sus miradas, un júbilo exagerado. Pensé que tener vecinos era algo que llevaban tiempo deseando.

—Bueno —canturreó el hombre tras lo que empezaba a ser un silencio incómodo—. Nos vamos. Nos ha encantado conoceros. Ya nos veremos por aquí. Disfrutad de esa deliciosa morcilla.

—Y sí, mi madre las hacía mejor —comentó la mujer mientras acariciaba el pelo al niño y le dedicaba una preciosa sonrisa maternal—; pero os aseguro que jamás habéis probado unas como estas.

 

Los días pierden su sentido cuando trabajas de noche. El sol se desvanece entre los sueños de un cuerpo agotado, y la oscuridad se convierte en un universo pegajoso que no consigues quitarte de encima. Me levanto a media tarde y, en los inviernos, eso significa que está a punto de anochecer. Almuerzo con cierta desgana, no me sienta bien la comida recién levantado, pero no me queda otra que forzarme a comer un poco. Sara y Raúl, a esas horas, suelen estar sentados en el sofá mirando cualquier película. No hace mucho tiempo desarrollaron cierto gusto por las historias tétricas, si no terroríficas. Yo no las veía apropiadas para nuestro hijo, aunque siempre aplazaba aquella discusión para más adelante; tampoco me levantaba con cuerpo listo para broncas. A continuación iba a mi despacho y elegía alguna lectura con la que pasar el rato hasta las siete. A esas horas Sara y el niño habían aparcado el terror y estaban a punto de hacer los deberes. Siempre he pensado que el nombre correcto para ellos debería ser obligaciones. Porque eso es lo que son, una obligación. ¿Acaso me sirvieron a mí de algo? Lo cierto es que no, aunque yo solo soy uno entre millones. Un tipo cualquiera que se gana el salario con sus manos. Uno entre millones, ahora que lo pienso, ese es precisamente el quid de la cuestión.

Ya os habréis hecho una idea de que no pasaba mucho tiempo con mi familia. Es el precio que hay que pagar para no ser un mal padre. Nadie entendería que me hubiera quedado con ellos y nos hubiéramos muerto de hambre; de eso podéis estar seguros.

La culpa es un arma muy poderosa, de las más potentes que existen. La culpa te puede obligar a hacer lo que se le antoje y, en manos de la persona adecuada, puede obligarte incluso a matar. Aunque, bien pensado, la muerte no es algo tan terrible, el mundo está trufado de circunstancias que te harían desear estar muerto, igual que lo deseo yo ahora mismo.

Raúl comenzó a pasar mucho tiempo en casa de los vecinos. Es comprensible. Por mucho que Sara se esforzara, no podía estar todo el rato pendiente de él, y el niño terminaba aburriéndose de jugar solo. Así que nos pareció positivo que tuviera un amigo de su edad. Además, ni siquiera tenía que salir del edificio. Estaría vigilado en todo momento. Siempre regresaba con una sonrisa a casa, igual que si acabara de darse un baño en un jacuzzi. Se le veía tan relajado, tan feliz. A un padre le reconforta esa imagen; los que tengáis hijos me comprenderéis. Aunque debo aclarar en este momento que las buenas rachas nunca me han durado demasiado tiempo. No tardó en llegar una nota del colegio. Por lo visto el niño se había quedado dormido en clase. Sería solo una anécdota divertida si no fuera porque no era la primera vez que sucedía. No nos habían informado en primera instancia porque lo consideraron casi como una travesura infantil, sin embargo, ese comportamiento anómalo terminó por alarmar a Ricardo, su profesor.

Fuimos a hablar con él, y en una breve reunión nos informó de que nuestro hijo daba siempre la impresión de estar muy cansado. De hecho, había tomado por costumbre pasar la hora del recreo en la biblioteca, escondido detrás de un tebeo, aunque a nadie se le escapaba que, en realidad, estaba echando una cabezadita. Regresamos a casa preocupadísimos. Quizá los juegos en casa de los vecinos fuesen agotadores; no podíamos imaginar ningún otro motivo, en nuestro hogar seguía manteniendo las mismas costumbres de siempre.

Sin razón aparente, el mismo miedo irracional del que fui presa la noche de la bienvenida volvió a visitarme. Se lo comenté a mi mujer y decidimos que Sara acompañaría a Raúl la tarde siguiente a casa de Bárbara y Ángel. Sería todo muy natural: tomarían un café, charlarían sobre cualquier cosa mientras los niños jugaban… y, de reojo, los vigilaría. Teníamos que descubrir por qué Raúl se cansaba tanto en esa casa. Recuerdo que ese día estuve muy nervioso, no conseguía concentrarme en el trabajo. Cuando por fin fiché a la salida, me descubrí pisando el acelerador más de lo debido. Por poco no me salté un semáforo en rojo. Tuve suerte de que no me multaran, a decir verdad. Cuando llegué a casa me senté en el sillón a esperar a que Sara se despertara. Tenía ganas de zarandearla y preguntarle cómo había ido la cosa. Qué había sucedido en casa de los vecinos. Sin embargo, en ese momento todavía era dueño de mí mismo, y no lo hice. Esperé con la impaciencia del llanto de un recién nacido.

Charlamos mientras Sara desayunaba. Fue un poco decepcionante, para ser sinceros. No había nada de extraordinario en los juegos de nuestro pequeño. Y, sin embargo, languidecía entre mis brazos. Se agotaba como el brillo de una bombilla que ya hubiera entregado lo mejor de sí misma. Y solo tenía siete años.

De todos modos, llegarían peores momentos para nuestra familia.

 

La lluvia tamborileaba sobre el asfalto desde hacía un par de días. El invierno era ya un recuerdo borroso durante las vacaciones de Pascua. Raúl no salía apenas de la cama, holgazaneaba como cuando era un bebé. Yo no me sentía con fuerzas para reñirle, estaba tan pálido, tan indefenso. Se me antojaba un muñeco de trapo: precioso, pero sin la energía necesaria para mantenerse erguido por sí mismo. Cuántas horas pasé apoyado en el marco de la puerta de su habitación, de pie, a oscuras, observando en la negrura su respiración débil, apagada. No conseguía más que hacerme daño a mí mismo. Sin embargo, en eso consiste ser padre, en preocuparse a todas horas, en que te merodee el miedo detrás de cada esquina.

Sara no se encontraba mucho mejor. Durante el último mes había caído en el mismo trance que nuestro hijo. Los médicos no habían hallado ninguna anomalía en los análisis de sangre, hacia los cuales ambos habían desarrollado una fobia irracional. Así que nuestra única respuesta fue el reposo. Había que guardar fuerzas y alimentarse como era debido, eso era todo. Una receta demasiado pobre para lo que se espera de un marido, de un padre. Si la ciencia no se hacía cargo de mi familia, ¿qué podía hacer yo al respecto?

Buscar vías alternativas.

Así fue como conocí a Ghisty el mago. El nombre sonaba pretencioso pero, aun así, me arriesgué a contactar con él. No tenía nada que perder y, para ser honestos, sabía que el tiempo se estaba agotando. Raúl empeoraba cada semana y yo necesitaba un poco de esperanza. El mago me recibió en un cuartucho maloliente de un edificio destartalado, muy parecido al nuestro. Las paredes estaban forradas de estanterías en las que descansaban todo tipo de artilugios, tarros y esculturas. Era un lugar preparado para impresionar al visitante, y realmente lo conseguía. Me quedé embobado con aquella parafernalia de hechicero, aunque el que quedó más impresionado de los dos fue Ghisty.

Al escuchar mi historia los ojos se le entornaron, la tez se le puso blanca como el papel. Mientras yo hablaba, él asentía con la cabeza, tomaba algunas notas en una libreta y murmuraba algo que me erizó los vellos de brazos y nuca, y a lo que no me dio tiempo indagar: «Han regresado. Otra vez no. Han regresado».

 Tanto interés me puso alerta. O bien era un actor de primera, o en mi familia había arraigado un mal tan temible como una tormenta en alta mar.

Gracias a Ghisty conseguí una pistola. La sacó de un cajón de su escritorio y me la entregó, alejando aquellas palabras de mi mente.

—Llegará el momento en que la necesites —me dijo—. Lamento no poder ofrecerte más ayuda.

La mandíbula se me desencajó. Si el arma no hubiera sido tan real, tan tangible, hubiera pensado que se trataba de una broma. La agarré y sentí ese tacto frío, impersonal y que, sin embargo, me transmitió tantas cosas. Era la respuesta a mis plegarias, casi un acto de Dios.

—¿Está seguro de que no hay ninguna otra solución? Quizá alguna hechicería.

Se recostó en el respaldo de la silla con las manos sobre el pecho y los dedos entrecruzados.

—Lo lamento. Tu familia se enfrenta a un mal que no puede combatirse más que con la muerte. Y, créeme, la muerte es un remanso de paz.

—Pero ¿qué debo hacer con la pistola? ¿A quién debo disparar?

—Lo sabrás a su debido tiempo; por ahora, limítese a guardarla donde nadie pueda encontrarla.

Acto seguido rebuscó en los cajones del escritorio. Frunció el ceño y tanteó el fondo de uno de ellos con las puntas de los dedos. Luego se le escapó una sonrisa torcida que delataba un éxito. Me ofreció un puño bien apretado y lo abrió junto a las mías. Tres balas repiquetearon sobre la madera.

—Son de plata —dijo con voz átona. La sonrisa había desaparecido de sus labios—. Solo dispongo de tres, así que, elige bien a quién disparas. Es de vital importancia que no equivoques el objetivo.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Mis ojos miraban los suyos, las palabras se me agolparon en la garganta hasta atascarse. Comprendí que la conversación había terminado y que a partir de ese momento estaba solo en aquel embrollo.

Metí en un bolsillo de la chaqueta el arma y las balas, y nos pusimos de pie. Me despidió en el rellano y me pidió que no volviera a visitarle. Bien sabía a lo que me enfrento y, como él dijo, no hay nada que pueda hacerse para derrotar a este mal.

 

Nuestros vecinos han desaparecido. Hace un par de días fui a su casa con la pistola en la mano. No había ni rastro de ellos. El apartamento estaba limpio, sin ningún efecto personal, solo quedaban los muebles y el olor a sangre impregnado en las paredes. Me hubiera gustado morir combatiéndolos, volándoles la tapa de los sesos o clavándoles la pata de una silla en el corazón. Tanto me daba, solo deseaba cobrar mi venganza, y me la habían arrebatado. Malnacidos. Malmuertos.

El único consuelo que me queda es acabar con el sufrimiento de mi familia. Aunque también podría tumbarme junto a Raúl, a la espera de un afilado beso de buenas noches. De todos modos, estoy convencido de que yo no podría soportar esa vida, ese estado famélico de mirada sedienta, carente de cualquier brillo de humanidad. La misma que despedían los ojos de nuestros malditos vecinos esa noche; ahora comprendo la ansiedad que se adivinaba en sus expresiones.

No puedo permitirlo.

Acaricio el brazo de mi hijo y siento el tacto de su piel suave a través del cañón de la pistola mientras la deslizo hacia su cabeza de niño, que nunca llegará a madurar. Solo necesito tres balas para terminar con esto.

Solo espero tener el valor de poder dispararlas.