sábado, 2 de marzo de 2024

La puerta

EL HOMBRE QUE SONRÍE

Cuando el hombre cruzó las puertas de la tienda la sonrisa que exhibían sus labios era inmensa. Los pocos vecinos del pueblo que se encontraban allí lo saludaron alegres. La dependienta y el carnicero le dieron los buenos días, añadiendo su nombre precedido por un educado «señor». Todos le conocían bien. Todos se habían acostumbrado a esa amable sonrisa. Siempre estaba dispuesto a ayudar. En la última tormenta muchos garajes quedaron anegados y él había acudido a cada una de las casas para echar una mano, sin importarle mojarse los calcetines o mancharse de barro los vaqueros. Cuando se necesitaba una mano extra en la organización de algún evento, el hombre de la brillante sonrisa no dudaba en ofrecer la suya. En realidad nadie sabía mucho de él, pero qué más daba; en un pueblo lo importante es lo que piensa la gente de ti en el momento presente.

Todas las semanas, los lunes, hacía la compra en la pequeña tienda de la localidad. Otro punto a su favor. Apoyaba al negocio local. Se llevaba carne y alimentos para dos semanas como mínimo, pero cada lunes volvía allí para cargarse con la misma cantidad. Nadie se extrañaba, a pesar de que su figura era la opuesta a la de un hombre con sobrepeso. Salía a correr temprano por la mañana y tal vez tenía un gimnasio en casa, se rumoreaba. Probablemente trabajaba desde allí, salía poco a la calle. Y debía de tener trabajo porque vivía en un chalet de la urbanización más cara del pueblo. También podía estar beneficiándose de alguna herencia, pero qué más daba, decía la gente. Aquel hombre alegre, solícito, amable había elegido su querido pueblo para vivir y ellos estaban orgullosos de que formara parte de la comunidad.

El buen vecino se despidió tal como había saludado, rostro deslumbrante iluminando las mundanas vidas de los habitantes del pueblo, la mayoría ancianos que llevaban en aquel lugar desde antes de la guerra, cuando las calles eran caminos de tierra pisoteados por el ganado.

Introdujo las bolsas en la parte trasera de su vieja Renault Express. Tenía otro coche más moderno, pero la furgoneta la utilizaba para moverse por el pueblo. Las ventanas de la parte de carga estaban tapiadas y la chapa necesitaba una buena capa de pintura, pero cumplía fielmente su función. Además, solo la movía cuando necesitaba transportar algún tipo de carga; el resto del tiempo prefería caminar.

Al llegar a casa, la puerta automática se deslizó sobre sus carriles y accedió al patio. Detuvo el vehículo en el lugar acostumbrado y llevó la compra a la cocina. Allí sacó del aparador dos boles de plástico que llenó de leche y los introdujo en el microondas. Su semblante aún se iluminaba con la sonrisa, pero el brillo se había apagado ligeramente, igual que una bombilla a punto de fundirse. Para cuando añadió los cereales, apenas era una mueca, agonizante chispazo del filamento. Al hundir las cucharas —también de plástico— en la leche, solo un vestigio fugaz de luz. Y mientras se ponía en marcha hacia la puerta de acero que había detrás de un mueble falso, la inmensa sonrisa que exhibían sus labios, por fin, desapareció del todo, y una oscuridad avergonzada y culpable, velos emocionales de una horrible excitación, reinó en su rostro.


LA MUJER QUE LLORA

Cuando la mujer cruzó la barrera de la vigilia lo primero que hizo, en gesto maquinal, fue extender el brazo. La mano descendió hacia el bulto que había a su lado y, como cada mañana, el alivio y la paz bañaron su alma. No había tenido sueños, ya nunca los tenía. De vez en cuando alguna pesadilla, pero incluso estas habían dejado de atormentarla. Tal vez Morfeo se compadecía de ella, y la dejaba descansar tranquila. Aunque «tranquila» no era la palabra exacta. A lo largo de la noche, el instinto la despertaba para comprobar si el bulto seguía ahí, a su lado.

Mientras su mano se deslizaba en una cariñosa caricia, giró la cabeza y sus ojos contemplaron. También empezaron a expulsar lágrimas. Lágrimas silenciosas, de impotencia y miedo, pero sobre todo de felicidad.

El pequeño pecho de su niña ascendía y descendía con la agradable lentitud del sueño. Dudó entre despertarla o dejarla dormir un poco más. Ya era de día; lo sabía por la pequeña rendija, casi a ras del techo, que aquella habitación tenía por ventana. Pero debía ser un poco antes de mediodía.

Decidió dejarla disfrutar de sus sueños un rato más. Ella sí soñaba. Lo sabía porque le encantaba contarle a su madre aquello que había soñado. De momento no había tenido pesadillas, pero la mujer era consciente de que acabarían llegando, y la aterrorizaba, porque las peores no la atormentarían mientras dormía.

La mujer había pensado mucho en eso. Llevaba nueve años y nueve meses con el corazón sumergido en el espeso líquido negro del pavor. Y llevaba el mismo tiempo pensando en cómo evitarlo. Todavía no había dado con la forma correcta, pero de algo estaba segura: jamás permitiría que su pequeña padeciera lo que ella sufrió. Jamás. Antes acabaría con todo, por mucho que le doliera.

Se levantó de la cama con las tripas removiéndose de hambre y le vino a la mente la imagen de lombrices arrastrándose por el barro. Hacía muchos años que no veía lombrices. Ni barro. En realidad hacía muchos años que no veía nada más que las cuatro paredes de aquella habitación y lo que había en su interior.

Se acercó al lavabo para lavarse la cara y asearse un poco. Estaba a tres pasos de la cama y ningún espejo reflejaba su rostro. «¿Qué aspecto tendré?», se preguntó con amargura. Llevaba tanto tiempo sin verse que ya había olvidado su cara. La tristeza y el miedo eran dos sentimientos con los que, por desgracia, había aprendido a vivir. Ahora apenas los percibía en su ser, tan acostumbrada estaba. Eran como el olor de una colonia. Se habían convertido en la norma de su vida.

«Nueve años —pensó—, nueve años y once meses». O al menos eso era lo que ella calculaba, puesto que no había calendario y reloj alguno en el cuarto. También por la cantidad de regalos de Navidad, que macabramente celebraban.

Dos sonidos la sobresaltaron en el momento en que cerraba el grifo. Primero, la voz de su hija llamándola. Segundo, unos pasos; tamborileo fúnebre cada vez más cercano, al ritmo de los latidos de su propio corazón, en espeluznante sincronía. Un sonido seco que atormentaba sus sueños cuando los tenía. Más y más cerca, más y más audibles a cada segundo.

Dirigió los ojos hacia su niña. Dobló las rodillas para agacharse, extendidos los brazos para acogerla en el pecho y cubrirla hasta el cuello con la sábana. Luego sus ojos, ya sin lágrimas, giraron hacia el lugar del que procedía el ruido de los pasos. Y contemplaron, ahora expulsando dos sentimientos que pringaban su alma, inmóviles, ardiendo de odio y terror, aquella horrible puerta de acero.


Foto base de la portada propiedad de: pinchar aquí


jueves, 29 de febrero de 2024

Duérmete, niño


Soy quien te obliga a dejar la luz encendida cuando te acuestas. Quien mueve tus pies a la carrera y los hace saltar para aterrizar sobre el colchón. Soy yo quien te arropa hasta el mentón, a pesar de las abrasadoras noches estivales. Y es mi aliento, cual brisa de ultratumba, el que acaricia ese piececito que de las sábanas sobresale. Soy quien te vigila mientras duermes, a la espera de pesadillas devoradoras de sueños y desea que permanezcas atrapado en ellas. Soy quien se oculta bajo tu cama cuando el alba llama a tu ventana.

Durante el día mi existencia se desvanece, y regresa con las primeras horas del crepúsculo, con tus primeras miradas preñadas de terror hacia el oscuro hueco bajo el colchón. De que no soy real, convencerte intentan papá y mamá. Cuando se agachan y recorren sus ojos por mi hogar, no pueden verme, pero tú sabes que estoy ahí, agazapado, oliendo tu miedo, contando las horas que restan para tu sueño, impaciente por descubrir si esta vez, al fin, quedarás atrapado en mi mundo.

Solo hay un destino que temo. Que mi avidez no sea nunca saciada. Que despiertes en mitad de la noche y, desprovisto de temor, mires debajo de la cama. Que también en tu mente, al igual que en las de ellos, yo me convierta en un cuento para asustar a los niños. Temo que apagues la luz cuando te acuestes. Que te acerques sin recelo y, con calma, poses tu cuerpo sobre el colchón. Me aterroriza que llegue el momento en que no necesites de las sábanas su protección. Y que mi aliento solo haga cosquillas en tus pies. Temo, sobre todo, que dejes de pensar en mí. Porque si eso ocurre, yo, dejaré de existir.




miércoles, 28 de febrero de 2024

Daños colaterales

—Tras la explosión no hubo supervivientes. Lo comprobamos.

—No lo comprobasteis bien.

—Es imposible. Se calculó el radio, el número de personas que habría en la zona, la potencia. Todo estaba medido al milímetro. Es imposible. Fue una acción controlada…

—Querrás decir «matanza» controlada.

—¡No fue una matanza! ¡Era una cuestión de vida o muerte! Erais vosotros o nosotros.

—¿Quiénes eran ese «vosotros»? ¿Gente como yo? ¿Gente inocente?

—¿No ha oído hablar de daños colaterales, joven?

—Daños colaterales, eh. Sí. Una expresión horrible que se suele utilizar a la ligera, como si no escondiera un oscuro significado. ¿En vuestra comprobación encontrasteis entre los restos al objetivo del ataque?

—El equipo que acudió confirmó la baja…

—Así que supongo que la matanza valió la pena.

—¡No fue una…! Dios. Es imposible —repetía una y otra vez.

—Y sin embargo aquí estoy. Y con una fuerza sobrehumana. También con una horrible quemazón en mi interior y toda la piel, pero por extraño que parezca, más poderoso que nunca. ¿No te has preguntado cómo he logrado entrar aquí?

—La seguridad. ¿Qué has hecho con ellos?

—Llamémoslo daños colaterales.

—Dios mío… ¿Qué me vas a hacer?

—¿Sabe rezar?

—Oh, Dios… —El aterrado hombre cruzó las manos y murmuró al oído del cielo.

—Rece, señor presidente, rece.




domingo, 25 de febrero de 2024

Doce campanadas

 Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian

I: VUESTRA PEOR PESADILLA

Quiero advertiros de que soy una pesadilla, nada más. Una mano ejecutora del destino. En fin, un castigo de Dios. Piso este mundo, el que la gente como vosotros habéis creado, con pies de plomo. Pero el plomo no acaba en mis pies, se proyecta desde mis manos. Aprieto el gatillo y la pistola escupe mi odio sobre vosotros. Lo merecéis, estoy tan convencido de ello que no me arrepiento del mal que causo.

Nunca.

Me complace vuestro dolor, el miedo que sudáis por cada uno de los poros de la piel, los llantos que no dejan hablar al silencio. Matar y vivir. Morir y adentrarme en la oscuridad. Qué más da. Esta moneda tiene dos cruces. Yo elegí ambas. Vosotros no tenéis voz ni voto, ya no, el reloj ha dado la hora.

Inicié mi construcción como repartidor de plomo al poco de alcanzar la pubertad. Con las primeras pajas destilaba mi odio, lo aplacaba, por expresarlo de alguna forma. Pero la vida te jode cada día un poco más. El tiempo me fue aplastando con su dedo acusador. Vas a ser un viejo fracasado, aseguraba el muy cabrón. Terminé convencido de que estaba en lo cierto; no había más que detenerse un momento a analizar mi triste existencia.

Treinta años. Vivía en el hotel de casa de mis padres. Sin trabajo. Con el póster del Equipo A colgado de la pared. Roto por los cuatro costados, descolorido. A pesar de todo, Annibal conservaba intacta su sonrisa. Ese malnacido se reía incluso en el momento más jodido, y así se convirtió en mi puto héroe.

Comencé a fantasear con que alguna vez vendría a rescatarme en su furgoneta negra pilotada por M.A. Barracus. Atravesaría la pared de mi casa y se bajaría en actitud gallarda, encendiéndose un puro y soltándome aquello de que me gusta que los planes salgan bien. Qué hijo de puta. ¿Y a quién no le gusta que los planes le salgan bien? Claro que, para que te salgan bien, primero debes de tener un plan; y yo nunca lo había tenido hasta entonces.

Esos tiempos ya pasaron, quiero decir que ya tengo un plan: joderos la vida, en realidad joder la vida de todo el mundo. Reconozco que es bastante ambicioso, así que procuro quemar etapas lo más rápidamente posible.

A lo largo de estos años solo he tenido un amigo, si es que se le puede llamar así. Bolo era un perro pequeño pero furioso. Su mayor hazaña fue la de saltar entre las piernas de un tío lejano que solo aparecía por casa en Navidad. El caso es que saltó y le mordió los huevos, y se quedó colgado de su dentadura un buen rato. Ni que decir tiene que nadie se mató por ayudar a mi tío. Creo que esa noche descubrí que yo no era el único que lo odiaba. Todo en él me causaba repugnancia, desde su tono de voz, a cómo se hurgaba la nariz con el dedo meñique. Bolo giraba como una peonza, agarrado a los testículos de mi tío. Al perro todavía le quedaban fuerzas para gruñir de una forma aguda. Lo consideré todo un prodigio. Lo más gracioso fue cuando se soltó y sus patas regresaron al suelo. Salió de estampida para esconderse en algún rincón, y no le culpo por ello, le esperaba un buen zapatillazo; mi madre tenía que guardar las apariencias. Sin embargo, mi tío aullaba con tal fuerza que nos olvidamos de Bolo y nos centramos en su entrepierna ensangrentada, a la que le faltaba un testículo. El muy cabrón se lo había arrancado. Buen chico, pensé. Claro que entonces no dije nada, yo no tenía plan. Ahora me parto la caja cada vez que recuerdo la anécdota. Lo mejor fue que el perro se pasó toda la tarde masticando el huevo de mi tío como si mascara chicle. De vez en cuando aparecía por el salón trabajando la mandíbula, como queriendo decir: mira, vejestorio, me estoy comiéndo tus cojones y te tienes que aguantar.

Y ahora yo me comeré los vuestros, malditos desgraciados del infierno. También me mearé en vuestra alfombra. Acepto sugerencias, nunca me canso de joderos. Si todavía no me creéis, podéis ver las noticias, ese estercolero televisivo que usan para amargarnos. Hoy aparezco yo a todo color. Soy ese con la cabeza rapada y la cara sucia. El que con la mirada te dice que ha asesinado a tu madre y que pronto cagará sobre su tumba; si es que la tiene. Mirad atentamente a la pantalla. ¿Verdad que los ojos de ese inspector de hacienda eran bonitos? Seguro que follaba mucho, que las llevaba a todas locas. A mí también me llevó loco. Por eso me lo he cargado. Me quería sacar hasta el último céntimo, como si no tuviera ya bastante con mis problemas. Que había heredado una fortuna de mis viejos. ¡Y una mierda! Una casa que se construyó en los estertores del Imperio Romano y cinco mil míseros euros. No me cepillé a mis viejos para compartir el botín con Papá Estado. Apenas me alcanzaba para mí, nadie me jode el plan, ¡¿me oís?! ¡NADIE!

Dos hachazos y la cabeza se separó del cuerpo. Tampoco le hubiera costado tanto dejarme en paz, joder. Seguro que tenía a veinte mil pardillos más en cartera. La avaricia lo condujo a la ruina. Es la historia de siempre. Se repite y se repite porque no saben cuándo parar. Esa es la diferencia entre ellos y yo. Yo me detendré cuando me alcance una bala. Puede que esa bala no tarde mucho en encontrarme. Pero, no os hagáis ilusiones, no voy a dejar que me atrapen tan fácilmente.

 

II: DESVÍO

Antes del inspector de hacienda hubo otros. Un banquero cuya corbata resultó ser bien flexible y resistente. Se ciñó a su cuello gordo con la suavidad y tensión digna de un hilo dental. El cura de una vieja iglesia —¿y cuál no lo es?— fue el siguiente en suplicar. Sus ruegos fueron especialmente repugnantes y muy alejados de la religión que llevaba por bandera. Incluso se ofreció a chupármela, con tal de que retrasara el inevitable encuentro con su jefe. Podría seguir enumerando a todos los hijos de puta e hijas de puta que tuvieron el honor de conocerme —la cifra os pondría los pelos de punta, porque evidencia lo cerca que cualquiera de vosotros ha estado de ser uno de ellos, salvados únicamente por el azar, hasta ahora, claro—, pero resultaría redundante. Solo os hablaré de una víctima más. Aquella que estuvo a punto de arruinar mi gran plan, pese a todos mis esfuerzos para que nadie me lo joda. Y digo tal vez, porque aquel cabronazo no sospechaba nada de mi plan secundario, de la subtrama del plan principal, del pequeño e improvisado desvío que me vi obligado a tomar.

Sabía que la próxima vez que le viera sería la última. Lo vi en sus ojos. Era una mirada rota. En las pupilas flotaba el odio y el dolor como un cadáver en un lago. Una expresión que gritaba determinación y total ausencia de compasión. La reconocí bien, porque la veo cada vez que me planto frente a un espejo. Aunque en mi caso sobra el dolor. En la superficie solo asoma el odio.

Cuando irrumpiera en este limpio sótano con la pistola lista para escupir, yo escupiría primero. Me deleitaría con el ruido de la llave deslizándose en la cerradura, saborearía el chasquido del pestillo al soltarse, y salivaría al recibir el chirrido de la puerta en cada uno de mis nervios. Luego, cuando sus pasos retumbasen entre las paredes de mi cráneo y el brazo cortase el aire con un zumbido al tiempo que acciona el percutor, regurgitaría las cuatro palabras mágicas.

Maté a su mujer. Ahí empezó todo, aunque yo no lo supe hasta un par de semanas después. Fue entonces cuando puse en marcha la subtrama.

Durante las tres semanas siguientes me dediqué a investigar a la familia. Llevé a cabo los preparativos sin ningún inconveniente. De alguna manera que aún desconozco lograron seguirme la pista, pero sé pasar desapercibido; no en vano llevaban años sin pillarme.

Pese a todo, mi deseo de acabar con todos vosotros continuaba ardiendo como cuando era un adolescente pajero, y tuve tiempo de añadir leña a ese fuego arrancándole la cabeza al inspector de hacienda. Poco después me detuvieron. Pero fue una detención poco convencional. No ofrecí resistencia. Conocía muy bien al hombre que rodeó mis muñecas con el frío tacto de las esposas. Lo había estado estudiando durante tres semanas. Era el marido de la mujer.

Imagino que sus superiores y compañeros no fueron informados de la detención. Era un secreto. Su secreto. Lo que no sabía es que todo el mundo tiene secretos. Yo tenía uno. Los secretos son la prueba de que todos tenemos un lado oscuro.

Llevaba en el sótano de su casa tres días. He de decir que al igual que el arresto, sus tácticas de interrogatorio no fueron nada convencionales. Me dejó cerca de veinticinco costillas rotas, un ojo echo puré y ocho o nueve espacios nuevos entre los dientes. ¿Veis? El entumecimiento que sentía en la parte central del rostro me decía que la nariz cambió su posición habitual. Los labios habrían sido el orgullo de un mal cirujano plástico. El acero de las esposas engulló parte de la carne de mis muñecas, y los calzoncillos y pantalones hacía días que dejaron de estar secos. Ahora entiendo el nulo pudor de mis víctimas.

Salió corriendo del sótano, sin cerrar la puerta esa vez; no iba a tardar en volver. Juraría que entonces se meó él encima. Como imaginé venía decidido a acabar con todo. Pero le frené. Las cuatro palabras mágicas salieron de mi boca magullada con delicada claridad. Saboreé cada una de las sílabas. Sabían a sangre. Su rostro se quebró en una mueca de horror. Parecía un cervatillo sorprendido por las fauces de un cocodrilo emergidas de la superficie del agua que bebía. El odio de sus ojos se hundió y junto al dolor apareció el miedo. «Mientes», me dijo. «Entonces aprieta el gatillo», le provoqué. Un destello de duda cruzó por su mirada. Pero la sonrisa que conseguí blandir lo apagó. Tuve que soportar barras candentes adheridas a mis labios y astillas hundiéndose en mi rostro al realizar el gesto, pero valió la pena.

Aún sentía el sabor sanguinolento de esas cuatro palabras mágicas mientras le oía llamar por teléfono. Me recreé en ellas, en la imagen de aquella mueca de pavor, en el misterioso efecto que unas simples palabras provoca en una persona. Y tarareé. Tarareé una melodía desconocida y sin sentido, pero cuya letra, a pesar de ser breve, era un canto de satisfacción y puede que libertad.

«Tengo a tu hijo».

 

III: X

Tengo un socio, no es que sea Rambo; no sabe pegar tiros, ni levanta troncos con sus manos desnudas. X, como voy a llamarle a partir de este momento, anda escondido en alguna parte, le he dado el cargo de jefe de logística. En realidad no es el jefe de nadie, ni falta que le hace, lo único que le haría feliz es tener un buen sueldo, de títulos pasa bastante. Supongo que si no me detienen con un tiro en la cabeza, nos convertiremos en millonarios, X y yo.

Parecéis aburridos, mamarrachos. ¿No os está gustando mi historia? Pues no sabéis lo que os espera. Está tardando en llegar el helicóptero, no me echéis la culpa a mí. Imagino que la policía habrá urdido todo tipo de trampas para capturarme. Quizá el piloto sea un agente disfrazado de anciana, o puede que debajo de esa alfombra haya una trampilla que dé acceso al alcantarillado y se esté colando un equipo de las fuerzas especiales. Todo eso son paparruchas. Se olvidan de que tengo un plan. ¿Cuándo se vio que Annibal no tuviera un plan? Y por eso mismo siempre se salía con la suya.

 

IV: TRUENO AZUL

Parece que ya está aquí mi helicóptero. En el fondo son unos tíos majos estos policías. Su fuerte no es la puntualidad, hay que reconocerlo, pero si te haces entender con las palabras adecuadas con muy serviciales. X ha estado charlando con ellos, no necesito explicaros los detalles, total, os queda un minuto de vida.

¡Joder! No os lo tendría que haber dicho. Ahora estáis llorando como unos cachorritos desamparados. Está bien, os doy dos opciones, podéis recibir un balazo en la frente ahora o acompañarme a la azotea, así de simple. Tal vez haya espacio para alguno en mi Trueno Azul. La oferta es tentadora. Bueno, tú ni te molestes, pesas mucho.

¡Y vosotros, no lloréis, hostia! Que os mato aquí mismo. Subid delante de mí, que quiero disfrutar de vuestros culitos. Espero que estéis en forma, porque solo son veinticinco plantas, el sueño de todo atleta. ¿Os he hablado alguna vez de mi jefe el maratoniano? Ese sí que era un verdadero hijo de Satanás. Creo que Koma se inspiró en él para escribir aquella canción, aunque supongo que eso debe pensar todo el mundo sobre su jefe. Estáis todos cortados por el mismo patrón. Venga, no bajéis el ritmo y, mientras subimos, os lo cuento.

 

V: EL MARATONIANO

El cabronazo era el hijo del dueño de la empresa. Ahora él la dirigía, aunque el viejo siempre andaba por ahí, omnipresente, perenne como un abeto milenario. La fábrica llevaba abierta desde que aquel hijoputa con voz de pito gobernaba España; podéis haceros una idea del tipo de prácticas que el viejo había cogido por costumbre, heredadas después por su hijo. Los empleados más veteranos decían que el muchacho se había criado entre las sucias paredes de la fábrica, aprendiendo de su padre, dominando el uso del látigo. Para ellos, la palabra trabajo se convertía en explotación de manera tan natural e insignificante como el día pasa a la noche. No veían personas en nosotros; no éramos más que máquinas. Aunque claro, eso es lo mismo que pensáis todos vosotros de vuestros empleados; las cosas no suelen cambiar mucho.

¿Por qué le llamábamos el Maratoniano? Le gustaba hacernos correr. Tenía una codiciosa obsesión por la producción. Nunca estaba satisfecho. Todo era poco para él. «Dadle caña» era su expresión favorita. Cada día establecía un mínimo de trabajo. Nos obligaba a movernos con rapidez o a subir la velocidad de las máquinas. Y digo «nos obligaba» porque, de lo contrario, nos hacía echar horas extras impagadas hasta alcanzar el objetivo, o nos quitaba cierta cantidad proporcional de la nómina. Es ilegal, claro, pero nadie se atrevía a denunciarlo. De este modo, la fábrica parecía más un campamento de entrenamiento militar o un gimnasio lleno de atletas preparándose para las Olimpiadas que un lugar de trabajo.

Como comprenderéis, yo no soporté el abuso durante mucho tiempo. Era operario de una máquina de prensado de metal. Esta contenía múltiples rodillos. Giraban a una velocidad de vértigo, zumbando como avispones en sus ejes. Como tantas otras ilegalidades, la seguridad no estaba en la idiosincrasia de aquel cabrón, y las inspecciones amigas resultaban aptas tras un buen untado de la empresa. La única seguridad de que disponía la máquina era un botón de emergencia que detenía los rodillos y los separaba unos de otros.

Al maratoniano le encantaba plantarse a tu lado y observar cómo corrías. Estoy seguro de que se le ponía dura. Incluso un día creí ver que se acariciaba a la altura de la entrepierna, sin molestarse en meter la mano en el bolsillo para disimular.

Aquel día, la tarde en la que decidí no aguantarlo más, observaba mi carrera. Los ojos le brillaban igual que los de un gato cuando juguetea con un ratón aún con vida. Restaba una hora para acabar el turno y todavía me quedaba una gran cantidad de trabajo para alcanzar el mínimo de producción fijado esa jornada. La ropa se pegaba a mi cuerpo; parecía que me había caído a una piscina. Las piernas me temblaban, me dolían los pies, los brazos eran dos pesos muertos que costaba horrores levantar y las planchas de metal habían dejado mis manos en carne viva, con varios cortes supurantes.

Hacía días que llevaba planeándolo, pero hasta aquel, no me había decidido. Fue algo repentino. No sé si lo precipitó aquellos ojos iluminados, aquella breve curva de una de las comisuras de sus labios satisfechos y orgullosos, los brazos cruzados sobre el pecho o la protuberancia de sus pantalones. El caso es que cuando me aseguré de que ninguno de mis compañeros nos observaba y de que el viejo no rondaba por ahí, le agarré de las solapas de su impoluta, ridícula y discordante camisa y antes de que pudiera soltar un grito, lo lancé hacia los insaciables rodillos. Voraces, amainando la velocidad tan solo un poco al realizar el esfuerzo de aplastar un objeto más grueso que aquellas delgadas láminas de metal, hicieron crujir primero los huesos del cráneo, luego del torso y los brazos y, finalmente, de las piernas y pies. Al mismo tiempo hubo un estallido de sangre, explosión de fuegos artificiales rojos. Luego, al otro lado, sobre la pulida superficie de la plancha, apareció algo grotesco que recordaba vagamente a la silueta de una persona. Me vino a la mente el cadáver de un gato, aplastado por las ruedas de un camión.

Corrí hacia el botón de emergencia, lo pulsé de un manotazo. Ensayé una mueca de horror y di la voz de alarma. No sonó muy convincente. Creo que ninguno de mis compañeros se creyó la versión que les conté, es decir, que se había tropezado con un cordón suelto de sus zapatos de Prada. Pero ni uno solo me lo hizo saber, y corroboraron mi versión ante los inspectores y los tribunales.

Como habréis intuido y como imagino que vuestra experiencia demuestra, el Maratoniano no era muy popular entre sus empleados.

Venga, no pongáis esa cara. Se lo merecía, joder.

Tú, deja de resoplar. Tampoco ha sido para tanto; quince minutos de subida por unas escaleras estrechas no es comparable a ocho horas de pie en una fábrica. Abre la puerta. La libertad nos espera al otro lado.

 

VI: SEGURO

No entiendo por qué la llaman Nochevieja, todo el mundo sabe que la noche es joven. ¿Lo veis? La sociedad se empeña en contradecirse, en crear el caos, en complicarnos la vida. Que os jodan a todos. Vaya, parece que en el helicóptero solo hay sitio para dos. Algunos tendréis que saltar desde la azotea, con un poco de suerte, si agitáis los brazos conseguís volar. Sería bonito que saltarais con las campanadas de fin de año. Tú serás el primero. Sin dramatismos, por favor. ¡Salta de una puta vez!

Pues no remonta… Nada, se estrelló. No diré que lo lamento, pero es una pena que me haya adelantado a las campanadas, ha sido un lapsus, lo reconozco. No os veo impacientes por saltar. Está bien, os contaré cuál es mi plan. No sé ni por qué me molesto, quizá porque me gusta ver cómo os meáis encima de miedo.

¿Recordáis al policía que me secuestró? El tío se la jugó, me dejó libre a cambio de que le diera el paradero de su hijo. Y se lo di. Claro que él no contaba con mi jefe de logística. Se presentó en el almacén abandonado a toda prisa, dijo que cuando regresara, él me liberaría a mí. No se puede confiar en un policía, eso lo sabe cualquiera, así que no lo hice. Mi socio vigilaba el almacén día y noche. A veces se pasaba a visitar a nuestro inquilino y le llevaba algo de comida y alguna revista para que se entretuviera, luego se largaba a su puesto de guardia. Hasta que apareció papá poli. Menudo chasco debió llevarse el muy hijo de puta cuando sintió el cañón de la escopeta apretado contra su espalda. Mi socio lo encadenó junto a su hijo y allí siguen, como una familia feliz. Dos rehenes ayudan a que las autoridades sean más comprensivas, aunque no son suficiente motivo para que te permitan actuar como te venga en gana. Así que diversificamos nuestras acciones, usando un poco la charlatanería de la bolsa. Mi socio trabaja en el metro y lleva un tiempecillo sembrando los túneles con explosivos. ¿Cuántas bombas hay? Eso no puedo decirlo, ni siquiera a vosotros. Lo que sí hemos hecho es llevar a la policía hasta una de ellas, para que vean que no vamos de farol. El resto os lo podéis imaginar.

En fin, me marcho ya, están a punto de dar las doce. Como os he dicho, solo uno de vosotros me acompañará en este viaje a ninguna parte. Tú, el de la chaqueta marrón, ve subiendo al helicóptero, es tu día de suerte. Puede que mañana no lo sea, pero por el momento sigues vivo. Los demás, batid vuestras alas. ¡YA!

¡Feliz año!

 

VII: HACIA EL SUR

—¿Has visto cómo saltaban igual que leones amaestrados? Sinceramente, yo hubiera preferido un balazo.

—Supongo que estaban tan nerviosos que se hubieran dado por culo unos a otros si se lo hubieras sugerido.

—Seguramente. Señor X, ha estado usted muy convincente en su papel de víctima. No se pierda los próximos Goya, podría estar nominado.

—Mis padres criticaban que malgastara el dinero en clases de interpretación.

—Y en las de piloto de helicóptero.

—Sí, en esas también. Qué cabrones, me apoyaban en todo.

Le pego un tiro al piloto, no necesitamos dos para este viaje. Además, así ahorraremos un poco de combustible. X se pone a los mandos del aparato y se vuelve hacia mí.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, socio?

—Hacia el sur, siempre hacia el sur.