Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian
I: VUESTRA PEOR PESADILLA
Quiero
advertiros de que soy una pesadilla, nada más. Una mano ejecutora del destino.
En fin, un castigo de Dios. Piso este mundo, el que la gente como vosotros
habéis creado, con pies de plomo. Pero el plomo no acaba en mis pies, se
proyecta desde mis manos. Aprieto el gatillo y la pistola escupe mi odio sobre
vosotros. Lo merecéis, estoy tan convencido de ello que no me arrepiento del
mal que causo.
Nunca.
Me
complace vuestro dolor, el miedo que sudáis por cada uno de los poros de la
piel, los llantos que no dejan hablar al silencio. Matar y vivir. Morir y
adentrarme en la oscuridad. Qué más da. Esta moneda tiene dos cruces. Yo elegí
ambas. Vosotros no tenéis voz ni voto, ya no, el reloj ha dado la hora.
Inicié
mi construcción como repartidor de plomo al poco de alcanzar la pubertad. Con
las primeras pajas destilaba mi odio, lo aplacaba, por expresarlo de alguna
forma. Pero la vida te jode cada día un poco más. El tiempo me fue aplastando
con su dedo acusador. Vas a ser un viejo fracasado, aseguraba el muy
cabrón. Terminé convencido de que estaba en lo cierto; no había más que
detenerse un momento a analizar mi triste existencia.
Treinta
años. Vivía en el hotel de casa de mis padres. Sin trabajo. Con el póster del Equipo
A colgado de la pared. Roto por los cuatro costados, descolorido. A pesar
de todo, Annibal conservaba intacta su sonrisa. Ese malnacido se reía incluso
en el momento más jodido, y así se convirtió en mi puto héroe.
Comencé
a fantasear con que alguna vez vendría a rescatarme en su furgoneta negra pilotada
por M.A. Barracus. Atravesaría la pared de mi casa y se bajaría en actitud
gallarda, encendiéndose un puro y soltándome aquello de que me gusta que los
planes salgan bien. Qué hijo de puta. ¿Y a quién no le gusta que los planes
le salgan bien? Claro que, para que te salgan bien, primero debes de tener un
plan; y yo nunca lo había tenido hasta entonces.
Esos
tiempos ya pasaron, quiero decir que ya tengo un plan: joderos la vida, en
realidad joder la vida de todo el mundo. Reconozco que es bastante ambicioso,
así que procuro quemar etapas lo más rápidamente posible.
A
lo largo de estos años solo he tenido un amigo, si es que se le puede llamar
así. Bolo era un perro pequeño pero furioso. Su mayor hazaña fue la de saltar
entre las piernas de un tío lejano que solo aparecía por casa en Navidad. El
caso es que saltó y le mordió los huevos, y se quedó colgado de su dentadura un
buen rato. Ni que decir tiene que nadie se mató por ayudar a mi tío. Creo que
esa noche descubrí que yo no era el único que lo odiaba. Todo en él me causaba
repugnancia, desde su tono de voz, a cómo se hurgaba la nariz con el dedo
meñique. Bolo giraba como una peonza, agarrado a los testículos de mi tío. Al
perro todavía le quedaban fuerzas para gruñir de una forma aguda. Lo consideré
todo un prodigio. Lo más gracioso fue cuando se soltó y sus patas regresaron al
suelo. Salió de estampida para esconderse en algún rincón, y no le culpo por
ello, le esperaba un buen zapatillazo; mi madre tenía que guardar las
apariencias. Sin embargo, mi tío aullaba con tal fuerza que nos olvidamos de
Bolo y nos centramos en su entrepierna ensangrentada, a la que le faltaba un
testículo. El muy cabrón se lo había arrancado. Buen chico, pensé. Claro
que entonces no dije nada, yo no tenía plan. Ahora me parto la caja cada
vez que recuerdo la anécdota. Lo mejor fue que el perro se pasó toda la tarde
masticando el huevo de mi tío como si mascara chicle. De vez en cuando aparecía
por el salón trabajando la mandíbula, como queriendo decir: mira, vejestorio, me
estoy comiéndo tus cojones y te tienes que aguantar.
Y
ahora yo me comeré los vuestros, malditos desgraciados del infierno. También me
mearé en vuestra alfombra. Acepto sugerencias, nunca me canso de joderos. Si
todavía no me creéis, podéis ver las noticias, ese estercolero televisivo que
usan para amargarnos. Hoy aparezco yo a todo color. Soy ese con la cabeza
rapada y la cara sucia. El que con la mirada te dice que ha asesinado a tu
madre y que pronto cagará sobre su tumba; si es que la tiene. Mirad atentamente
a la pantalla. ¿Verdad que los ojos de ese inspector de hacienda eran bonitos?
Seguro que follaba mucho, que las llevaba a todas locas. A mí también me llevó
loco. Por eso me lo he cargado. Me quería sacar hasta el último céntimo, como
si no tuviera ya bastante con mis problemas. Que había heredado una fortuna de
mis viejos. ¡Y una mierda! Una casa que se construyó en los estertores del
Imperio Romano y cinco mil míseros euros. No me cepillé a mis viejos para
compartir el botín con Papá Estado. Apenas me alcanzaba para mí, nadie me jode
el plan, ¡¿me oís?! ¡NADIE!
Dos
hachazos y la cabeza se separó del cuerpo. Tampoco le hubiera costado tanto
dejarme en paz, joder. Seguro que tenía a veinte mil pardillos más en cartera.
La avaricia lo condujo a la ruina. Es la historia de siempre. Se repite y se
repite porque no saben cuándo parar. Esa es la diferencia entre ellos y yo. Yo
me detendré cuando me alcance una bala. Puede que esa bala no tarde mucho en
encontrarme. Pero, no os hagáis ilusiones, no voy a dejar que me atrapen tan
fácilmente.
II: DESVÍO
Antes del
inspector de hacienda hubo otros. Un banquero cuya corbata resultó ser bien
flexible y resistente. Se ciñó a su cuello gordo con la suavidad y tensión
digna de un hilo dental. El cura de una vieja iglesia —¿y cuál no lo es?— fue
el siguiente en suplicar. Sus ruegos fueron especialmente repugnantes y muy
alejados de la religión que llevaba por bandera. Incluso se ofreció a
chupármela, con tal de que retrasara el inevitable encuentro con su jefe. Podría
seguir enumerando a todos los hijos de puta e hijas de puta que tuvieron el
honor de conocerme —la cifra os pondría los pelos de punta, porque evidencia lo
cerca que cualquiera de vosotros ha estado de ser uno de ellos, salvados
únicamente por el azar, hasta ahora, claro—, pero resultaría redundante. Solo
os hablaré de una víctima más. Aquella que estuvo a punto de arruinar mi gran plan, pese a todos mis esfuerzos para que
nadie me lo joda. Y digo tal vez, porque aquel cabronazo no sospechaba nada de
mi plan secundario, de la subtrama del plan principal, del pequeño e
improvisado desvío que me vi obligado a tomar.
Sabía
que la próxima vez que le viera sería la última. Lo vi en sus ojos. Era una
mirada rota. En las pupilas flotaba el odio y el dolor como un cadáver en un
lago. Una expresión que gritaba determinación y total ausencia de compasión. La
reconocí bien, porque la veo cada vez que me planto frente a un espejo. Aunque
en mi caso sobra el dolor. En la superficie solo asoma el odio.
Cuando
irrumpiera en este limpio sótano con la pistola lista para escupir, yo
escupiría primero. Me deleitaría con el ruido de la llave deslizándose en la
cerradura, saborearía el chasquido del pestillo al soltarse, y salivaría al
recibir el chirrido de la puerta en cada uno de mis nervios. Luego, cuando sus
pasos retumbasen entre las paredes de mi cráneo y el brazo cortase el aire con
un zumbido al tiempo que acciona el percutor, regurgitaría las cuatro palabras
mágicas.
Maté
a su mujer. Ahí empezó todo, aunque yo no lo supe hasta un par de semanas
después. Fue entonces cuando puse en marcha la subtrama.
Durante
las tres semanas siguientes me dediqué a investigar a la familia. Llevé a cabo
los preparativos sin ningún inconveniente. De alguna manera que aún desconozco
lograron seguirme la pista, pero sé pasar desapercibido; no en vano llevaban
años sin pillarme.
Pese
a todo, mi deseo de acabar con todos vosotros continuaba ardiendo como cuando
era un adolescente pajero, y tuve tiempo de añadir leña a ese fuego arrancándole
la cabeza al inspector de hacienda. Poco después me detuvieron. Pero fue una
detención poco convencional. No ofrecí resistencia. Conocía muy bien al hombre
que rodeó mis muñecas con el frío tacto de las esposas. Lo había estado
estudiando durante tres semanas. Era el marido de la mujer.
Imagino
que sus superiores y compañeros no fueron informados de la detención. Era un
secreto. Su secreto. Lo que no sabía es que todo el mundo tiene secretos. Yo
tenía uno. Los secretos son la prueba de que todos tenemos un lado oscuro.
Llevaba
en el sótano de su casa tres días. He de decir que al igual que el arresto, sus
tácticas de interrogatorio no fueron nada convencionales. Me dejó cerca de
veinticinco costillas rotas, un ojo echo puré y ocho o nueve espacios nuevos entre
los dientes. ¿Veis? El entumecimiento que sentía en la parte central del rostro
me decía que la nariz cambió su posición habitual. Los labios habrían sido el
orgullo de un mal cirujano plástico. El acero de las esposas engulló parte de
la carne de mis muñecas, y los calzoncillos y pantalones hacía días que dejaron
de estar secos. Ahora entiendo el nulo pudor de mis víctimas.
Salió
corriendo del sótano, sin cerrar la puerta esa vez; no iba a tardar en volver.
Juraría que entonces se meó él encima. Como imaginé venía decidido a acabar con
todo. Pero le frené. Las cuatro palabras mágicas salieron de mi boca magullada
con delicada claridad. Saboreé cada una de las sílabas. Sabían a sangre. Su
rostro se quebró en una mueca de horror. Parecía un cervatillo sorprendido por
las fauces de un cocodrilo emergidas de la superficie del agua que bebía. El
odio de sus ojos se hundió y junto al dolor apareció el miedo. «Mientes», me dijo.
«Entonces aprieta el gatillo», le provoqué. Un destello de duda cruzó por su
mirada. Pero la sonrisa que conseguí blandir lo apagó. Tuve que soportar barras
candentes adheridas a mis labios y astillas hundiéndose en mi rostro al
realizar el gesto, pero valió la pena.
Aún
sentía el sabor sanguinolento de esas cuatro palabras mágicas mientras le oía
llamar por teléfono. Me recreé en ellas, en la imagen de aquella mueca de
pavor, en el misterioso efecto que unas simples palabras provoca en una
persona. Y tarareé. Tarareé una melodía desconocida y sin sentido, pero cuya letra,
a pesar de ser breve, era un canto de satisfacción y puede que libertad.
«Tengo
a tu hijo».
III: X
Tengo un socio,
no es que sea Rambo; no sabe pegar tiros, ni levanta troncos con sus manos
desnudas. X, como voy a llamarle a partir de este momento, anda escondido en alguna
parte, le he dado el cargo de jefe de logística. En realidad no es el jefe de
nadie, ni falta que le hace, lo único que le haría feliz es tener un buen
sueldo, de títulos pasa bastante. Supongo que si no me detienen con un tiro en la
cabeza, nos convertiremos en millonarios, X y yo.
Parecéis aburridos, mamarrachos. ¿No os está gustando mi
historia? Pues no sabéis lo que os espera. Está tardando en llegar el
helicóptero, no me echéis la culpa a mí. Imagino que la policía habrá urdido
todo tipo de trampas para capturarme. Quizá el piloto sea un agente disfrazado
de anciana, o puede que debajo de esa alfombra haya una trampilla que dé acceso
al alcantarillado y se esté colando un equipo de las fuerzas especiales. Todo
eso son paparruchas. Se olvidan de que tengo un plan. ¿Cuándo se vio que
Annibal no tuviera un plan? Y por eso mismo siempre se salía con la suya.
IV: TRUENO AZUL
Parece que ya
está aquí mi helicóptero. En el fondo son unos tíos majos estos policías. Su
fuerte no es la puntualidad, hay que reconocerlo, pero si te haces entender con
las palabras adecuadas con muy serviciales. X ha estado charlando con ellos, no
necesito explicaros los detalles, total, os queda un minuto de vida.
¡Joder!
No os lo tendría que haber dicho. Ahora estáis llorando como unos cachorritos
desamparados. Está bien, os doy dos opciones, podéis recibir un balazo en la
frente ahora o acompañarme a la azotea, así de simple. Tal vez haya espacio
para alguno en mi Trueno Azul. La oferta es tentadora. Bueno, tú ni te
molestes, pesas mucho.
¡Y
vosotros, no lloréis, hostia! Que os mato aquí mismo. Subid delante de mí, que
quiero disfrutar de vuestros culitos. Espero que estéis en forma, porque solo
son veinticinco plantas, el sueño de todo atleta. ¿Os he hablado alguna vez de
mi jefe el maratoniano? Ese sí que era un verdadero hijo de Satanás. Creo que Koma
se inspiró en él para escribir aquella canción, aunque supongo que eso debe
pensar todo el mundo sobre su jefe. Estáis todos cortados por el mismo patrón.
Venga, no bajéis el ritmo y, mientras subimos, os lo cuento.
V: EL MARATONIANO
El cabronazo
era el hijo del dueño de la empresa. Ahora él la dirigía, aunque el viejo
siempre andaba por ahí, omnipresente, perenne como un abeto milenario. La
fábrica llevaba abierta desde que aquel hijoputa con voz de pito gobernaba
España; podéis haceros una idea del tipo de prácticas que el viejo había cogido
por costumbre, heredadas después por su hijo. Los empleados más veteranos
decían que el muchacho se había criado entre las sucias paredes de la fábrica, aprendiendo
de su padre, dominando el uso del látigo. Para ellos, la palabra trabajo se convertía en explotación de manera tan natural e
insignificante como el día pasa a la noche. No veían personas en nosotros; no
éramos más que máquinas. Aunque claro, eso es lo mismo que pensáis todos
vosotros de vuestros empleados; las cosas no suelen cambiar mucho.
¿Por
qué le llamábamos el Maratoniano? Le gustaba hacernos correr. Tenía una
codiciosa obsesión por la producción. Nunca estaba satisfecho. Todo era poco
para él. «Dadle caña» era su expresión favorita. Cada día establecía un mínimo
de trabajo. Nos obligaba a movernos con rapidez o a subir la velocidad de las
máquinas. Y digo «nos obligaba» porque, de lo contrario, nos hacía echar horas
extras impagadas hasta alcanzar el objetivo, o nos quitaba cierta cantidad
proporcional de la nómina. Es ilegal, claro, pero nadie se atrevía a
denunciarlo. De este modo, la fábrica parecía más un campamento de
entrenamiento militar o un gimnasio lleno de atletas preparándose para las
Olimpiadas que un lugar de trabajo.
Como
comprenderéis, yo no soporté el abuso durante mucho tiempo. Era operario de una
máquina de prensado de metal. Esta contenía múltiples rodillos. Giraban a una
velocidad de vértigo, zumbando como avispones en sus ejes. Como tantas otras
ilegalidades, la seguridad no estaba en la idiosincrasia de aquel cabrón, y las
inspecciones amigas resultaban aptas tras un buen untado de la empresa. La
única seguridad de que disponía la máquina era un botón de emergencia que
detenía los rodillos y los separaba unos de otros.
Al
maratoniano le encantaba plantarse a tu lado y observar cómo corrías. Estoy
seguro de que se le ponía dura. Incluso un día creí ver que se acariciaba a la
altura de la entrepierna, sin molestarse en meter la mano en el bolsillo para
disimular.
Aquel
día, la tarde en la que decidí no aguantarlo más, observaba mi carrera. Los
ojos le brillaban igual que los de un gato cuando juguetea con un ratón aún con
vida. Restaba una hora para acabar el turno y todavía me quedaba una gran
cantidad de trabajo para alcanzar el mínimo de producción fijado esa jornada.
La ropa se pegaba a mi cuerpo; parecía que me había caído a una piscina. Las
piernas me temblaban, me dolían los pies, los brazos eran dos pesos muertos que
costaba horrores levantar y las planchas de metal habían dejado mis manos en
carne viva, con varios cortes supurantes.
Hacía
días que llevaba planeándolo, pero hasta aquel, no me había decidido. Fue algo
repentino. No sé si lo precipitó aquellos ojos iluminados, aquella breve curva
de una de las comisuras de sus labios satisfechos y orgullosos, los brazos
cruzados sobre el pecho o la protuberancia de sus pantalones. El caso es que
cuando me aseguré de que ninguno de mis compañeros nos observaba y de que el
viejo no rondaba por ahí, le agarré de las solapas de su impoluta, ridícula y
discordante camisa y antes de que pudiera soltar un grito, lo lancé hacia los
insaciables rodillos. Voraces, amainando la velocidad tan solo un poco al
realizar el esfuerzo de aplastar un objeto más grueso que aquellas delgadas
láminas de metal, hicieron crujir primero los huesos del cráneo, luego del
torso y los brazos y, finalmente, de las piernas y pies. Al mismo tiempo hubo
un estallido de sangre, explosión de fuegos artificiales rojos. Luego, al otro
lado, sobre la pulida superficie de la plancha, apareció algo grotesco que recordaba
vagamente a la silueta de una persona. Me vino a la mente el cadáver de un
gato, aplastado por las ruedas de un camión.
Corrí
hacia el botón de emergencia, lo pulsé de un manotazo. Ensayé una mueca de
horror y di la voz de alarma. No sonó muy convincente. Creo que ninguno de mis
compañeros se creyó la versión que les conté, es decir, que se había tropezado
con un cordón suelto de sus zapatos de Prada. Pero ni uno solo me lo hizo
saber, y corroboraron mi versión ante los inspectores y los tribunales.
Como
habréis intuido y como imagino que vuestra experiencia demuestra, el
Maratoniano no era muy popular entre sus empleados.
Venga,
no pongáis esa cara. Se lo merecía, joder.
Tú,
deja de resoplar. Tampoco ha sido para tanto; quince minutos de subida por unas
escaleras estrechas no es comparable a ocho horas de pie en una fábrica. Abre
la puerta. La libertad nos espera al otro lado.
VI: SEGURO
No entiendo por
qué la llaman Nochevieja, todo el mundo sabe que la noche es joven. ¿Lo veis?
La sociedad se empeña en contradecirse, en crear el caos, en complicarnos la
vida. Que os jodan a todos. Vaya, parece que en el helicóptero solo hay sitio
para dos. Algunos tendréis que saltar desde la azotea, con un poco de suerte,
si agitáis los brazos conseguís volar. Sería bonito que saltarais con las
campanadas de fin de año. Tú serás el primero. Sin dramatismos, por favor.
¡Salta de una puta vez!
Pues
no remonta… Nada, se estrelló. No diré que lo lamento, pero es una pena que me
haya adelantado a las campanadas, ha sido un lapsus, lo reconozco. No os veo
impacientes por saltar. Está bien, os contaré cuál es mi plan. No sé ni por qué
me molesto, quizá porque me gusta ver cómo os meáis encima de miedo.
¿Recordáis
al policía que me secuestró? El tío se la jugó, me dejó libre a cambio de que
le diera el paradero de su hijo. Y se lo di. Claro que él no contaba con mi
jefe de logística. Se presentó en el almacén abandonado a toda prisa, dijo
que cuando regresara, él me liberaría a mí. No se puede confiar en un policía,
eso lo sabe cualquiera, así que no lo hice. Mi socio vigilaba el almacén día y
noche. A veces se pasaba a visitar a nuestro inquilino y le llevaba algo
de comida y alguna revista para que se entretuviera, luego se largaba a su
puesto de guardia. Hasta que apareció papá poli. Menudo chasco debió llevarse
el muy hijo de puta cuando sintió el cañón de la escopeta apretado contra su
espalda. Mi socio lo encadenó junto a su hijo y allí siguen, como una familia
feliz. Dos rehenes ayudan a que las autoridades sean más comprensivas, aunque
no son suficiente motivo para que te permitan actuar como te venga en gana. Así
que diversificamos nuestras acciones, usando un poco la charlatanería de la
bolsa. Mi socio trabaja en el metro y lleva un tiempecillo sembrando los túneles
con explosivos. ¿Cuántas bombas hay? Eso no puedo decirlo, ni siquiera a
vosotros. Lo que sí hemos hecho es llevar a la policía hasta una de ellas, para
que vean que no vamos de farol. El resto os lo podéis imaginar.
En
fin, me marcho ya, están a punto de dar las doce. Como os he dicho, solo uno de
vosotros me acompañará en este viaje a ninguna parte. Tú, el de la chaqueta
marrón, ve subiendo al helicóptero, es tu día de suerte. Puede que mañana no lo
sea, pero por el momento sigues vivo. Los demás, batid vuestras alas. ¡YA!
¡Feliz
año!
VII: HACIA EL SUR
—¿Has visto cómo
saltaban igual que leones amaestrados? Sinceramente, yo hubiera preferido un
balazo.
—Supongo
que estaban tan nerviosos que se hubieran dado por culo unos a otros si se lo
hubieras sugerido.
—Seguramente.
Señor X, ha estado usted muy convincente en su papel de víctima. No se pierda
los próximos Goya, podría estar nominado.
—Mis
padres criticaban que malgastara el dinero en clases de interpretación.
—Y
en las de piloto de helicóptero.
—Sí,
en esas también. Qué cabrones, me apoyaban en todo.
Le
pego un tiro al piloto, no necesitamos dos para este viaje. Además, así
ahorraremos un poco de combustible. X se pone a los mandos del aparato y se
vuelve hacia mí.
—¿Hacia
dónde nos dirigimos, socio?
—Hacia
el sur, siempre hacia el sur.
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