miércoles, 14 de septiembre de 2022

Un día para el fin del mundo

 Relato escrito a cuatro manos con C.G. Demian

Al abrir la puerta de la celda, un arrastrar de cadenas se filtró al corredor. Gómez y Carmona apuraban un café con la espalda apoyada contra el frío muro de cemento. Un hombre de pelo ceniciento abandonó la celda acompañado por dos guardias. Gómez y Carmona se lanzaron una mirada cómplice. En ella estaba implícito un gesto de repugnancia, aunque puede que fuera tan solo odio.

El doctor Janer había sido reactivado. La línea entre héroe y villano no era tan fina en ningún otro lugar como en los servicios de inteligencia. Llevaba seis años cumpliendo condena por prácticas inmorales y eso, considerando los criterios de moralidad de la Agencia era mucho decir. Fue juzgado sumariamente por… bueno, fue encarcelado, y no hubo más que hablar. Nadie protestó, el tipo era un verdadero hijo de puta.

En el transcurso de aquellos seis años bucólicos, el acuerdo sobre la reclusión del doctor fue unánime. Los políticos y altos cargos brindaban con champaña por haber conseguido que su país fuera un lugar más seguro. Sin embargo, nada dura para siempre.

La guerra estalló de repente, como un paquete bomba envuelto en papel de celofán. Los chinos habían programado una opa hostil contra nuestra democracia y estaban a punto de salirse con la suya. Solo a un loco se le ocurriría declararle la guerra a una potencia como China. Este era el enésimo encuentro entre David y Goliat, y hay que tener muy buena puntería con la honda para vencer un enfrentamiento de esa magnitud. El doctor Janer era nuestro mejor hondero.

Ahora recorría el largo pasillo hasta su viejo laboratorio con la cabeza gacha, con los cabellos revueltos cubriéndole la cara que le escondían una sonrisa de plena satisfacción. Vestía un mono naranja que pronto cambiaría por una más digna bata blanca. Solo mudaba el disfraz de loco por el del sabio. Irónicamente dentro del traje continuaba siendo el mismo malnacido de siempre.

Los mismos que antes brindaban por su encarcelación ahora descorchaban el mejor cava por haber dado con el arma que nos haría ganar la guerra. Por suerte China estaba lejos, eso nos concedía tiempo para prepararnos. ¿Prepararnos para la muerte? Tal vez, pero la mayoría estábamos de acuerdo; éramos demasiado mayores para aprender chino.

Una puerta blindada se abrió al fondo del corredor y el doctor Janer traspasó el umbral de la locura. Oficialmente había dejado de ser un demente. El paso se cerró después de que el viejo doctor torciera un recodo y desapareciera de la vista.

El coronel Andrade le esperaba en un despacho que se había dispuesto junto al laboratorio. Su gesto era de preocupación, vestía el uniforme de campaña, su pecho estaba cubierto de condecoraciones. Un cigarro recién encendido pendía de sus labios.

Siéntese, por favor.

Janer tomó asiento.

Imagino que ya sabe por qué lo he hecho venir. Al menos lo sospecha.

Un brillo maligno relampagueó en los ojos del doctor.

Bien dijo Andrade, entonces no hay mucho que explicar. El enemigo nos supera en número y en recursos. Necesitamos un milagro. Uno como los que solo usted es capaz de hacer.

Janer rio.

¿Ahora lo llaman milagro? Pensaba que era una abominación, algo así como poner del revés una cruz y prenderle fuego.

Moisés hizo que las aguas del Mar Rojo se abriesen para que el pueblo judío escapara de Egipto. A lo que los hebreos llamaron milagro, el faraón lo consideró una abominación. Todo depende del punto de vista. Aunque alguien tan inteligente como usted ya debe saberlo.

El doctor asintió con una sonrisa sardónica formándose en sus renegridos labios. Su aspecto era demacrado. La piel mortecina por la falta de sol, los ojos hinchados, surcados por hilos sanguinolentos.

No puedo remediarlo dijo de pronto, soy un patriota.

Andrade suspiró aliviado. Una puerta de esperanza se entreabría. Aunque el calor del infierno seguía quemándole el trasero.

Entonces, si no tiene inconveniente, comenzará a trabajar en el proyecto hoy mismo. El tiempo juega en nuestra contra.

No se preocupe, teniente. Andrade estuvo a punto de protestar, pero se contuvo en el último segundo. Llevo trabajando en ello desde hace seis años. Se tocó la cabeza con el índice. No pueden ponerle rejas a esto. Nunca fui su prisionero porque siempre tuve libertad para pensar lo que me viniera en gana.

 

Janer escuchó el sonido de la puerta al cerrarse con la mayor satisfacción que su manchada alma podía experimentar. Estaba en su hábitat natural. Después de tantos años, al fin volvía a pisar el inmaculado suelo de linóleo de su laboratorio. Por fin podía respirar el aséptico aroma de la magia científica. La bata blanca no solo le confería el aspecto del hombre sabio que era; también le inyectó una dulce dosis de poder. Allí dentro, abrazado por su uniforme, volvía a tener el control, volvía a ser el doctor Janer.

En la celda había tenido mucho tiempo para pensar. Cometió un error seis años atrás. No pudo controlarlo. Por entones estaba sometido a una presión atroz. Se sentía como si una guadaña sostenida por un péndulo descendiera cada vez más sobre su atrapado cuerpo. Le obligaron a hacer algo que iba en contra de sus principios, pero no tuvo elección.

—¿Sabe qué les ocurre a los campos cuando hay una plaga de langostas? —Fue la pregunta estúpida con la que le recibió el entonces teniente Andrade.

Janer acababa de entrar al despacho. Seis años atrás, su cabello aún lucía negro y brillante, engominado hacia la coronilla, exponiendo una enorme e inteligente frente.

No le dejó responder.

—Le he hecho venir aquí —continuó— porque es nuestro mejor científico y porque la delicada naturaleza de este asunto conlleva discreción absoluta.

El doctor Janer sabía por dónde iba, lo cual no hizo que se sintiera mejor. Era un hombre sin amigos. Nunca había tenido pareja, y su familia hacía tiempo que había cesado su empeño por verlo. El doctor pertenecía al laboratorio, a sus experimentos, así había sido desde niño y así seguiría siendo hasta que su corazón dejara de latir y su cuerpo se desplomara sobre los frascos, pisetas y matraces. Dedicaba su vida a la ciencia y era feliz, pero a veces la soledad llamaba a la puerta, y que el teniente remarcara este hecho no le sentó bien.

—Desde luego las ratas no podrán revelar el secreto a nadie —comentó, un tanto exasperado—. Aunque tal vez —prosiguió con gesto reflexivo— pueda inventar alguna forma de hacerlas hablar.

El teniente Andrade lo miró muy serio. ¿Era posible que el muy imbécil creyera de verdad que podría llegar a hacer tal cosa?, pensó el doctor.

Esbozó una sonrisa sarcástica y los rasgos del teniente se distendieron hasta estallar en una carcajada seca y escasa de gracia.

—Bueno, doctor Janer —dijo tras el exabrupto de humor y mientras sacaba un cigarrillo de un estuche dorado—. Como iba diciendo, lo que vamos a hablar aquí, y lo que le voy a ordenar hacer, es alto secreto, ¿entiende?

—Sí, señor.

—Bien. —Se llevó un cigarro a los labios y lo encendió con una diminuta cerilla que había en una caja dentro del estuche. No le ofreció al doctor—. Los campos quedan totalmente diezmados —explicó retomando el tema con el que le había saludado—. Y entonces los agricultores tienen un serio problema. Pero no solo ellos, también los ganaderos y toda la industria alimenticia y, por consiguiente, el resto del mundo.

Dejó que las palabras calaran en el gran cerebro del doctor, al tiempo que exhalaba una enorme columna de humo, semejante a la desprendida por una chimenea de una fábrica de papel. Janer empezaba a hacerse una idea de a dónde quería ir a parar.

El teniente Andrade aplastó el cigarro contra la madera de su escritorio, retiró la ceniza con el dorso de la mano, y continuó hablando.

—Los tíos de traje y corbata están preocupados, ¿sabe? Los últimos índices demográficos les atormentan sobremanera.

—Desconocía que hay plagas de langostas en estos momentos. Llevo tiempo sin ver una —ironizó el doctor. Empezaba a sentir una ligera angustia en el estómago.

El teniente Andrade volvió a soltar una de sus falsas risas secas y a cortarla con la misma brusquedad.

—Bien. Nos han pedido que calmemos su preocupación. Que hagamos algo para reducir la plaga. No mucho, se han apresurado a aclarar (su impoluta moral debe estar chillando de dolor), con un tercio sería suficiente…, por un tiempo. Sé que usted será capaz de realizar el trabajo. Piense que lo mandan ellos, los mandamás, o lo que es lo mismo, nuestro país, por lo que lo que lo hará por su país, por su gente, pero no solo por ello, también por el mundo entero. Usted será quien nos salve, doctor.

—¿Tengo elección? —preguntó, de nuevo con ironía.

El teniente Andrade se reclinó en su asiento, cerró los ojos con fuerza, y rompió a reír como un poseso. Sin detener la risa, extrajo otro cigarrillo del estuche dorado, se lo puso como pudo entre los labios, realizó un ademán con la mano para que saliera del despacho, y giró la silla hasta quedar frente al ventanal que había a sus espaldas. Esta vez la risa no sonó fingida y Janer aún la oía cuando salió al pasillo y se dirigió a su laboratorio.

 

Ellos le habían convertido en el monstruo que lo consideraban ahora. Cuando todo se fue al traste, toda la culpa recayó sobre él. El gobierno y sus superiores se limpiaron las manos, ¿qué otra conclusión cabía esperar? Él era el único causante de la muerte de casi la mitad de la población mundial. Él y solamente él. El malvado doctor Janer. Se había convertido en el manido tópico del científico loco.

Janer solo hizo lo que le pidieron. A pesar de sus advertencias, los altos mandos le pusieron una fecha límite, y cuando esta llegó, tuvo que entregar el resultado, a pesar de que aún quedaban pruebas importantes por realizar. La enfermedad empezó a descontrolarse a partir del segundo día. Resultó ser más contagiosa y rápida de lo esperado. No hubo manera de pararla. Las mutaciones se sucedían unas tras otras. La gente enfermaba y, la mayoría, independientemente de la edad o salud, fallecía. Janer fue juzgado, declarado culpable de genocidio, y encarcelado. Cuatro años más tarde gracias a una vacuna y sobre todo a que las mutaciones se detuvieron, el cuerpo se fue adaptando, aceptando a su nuevo huésped, y los casos descendieron de manera gradual pero constante.

La Enfermedad de Janer, la llamaron. Llevaba su nombre, el nombre del monstruo. Todo el mundo lo odiaba, a excepción de algunos conspiranóicos que en este caso tenían razón y se habían olido la verdad oculta tras el virus mortal.

«De modo que eso es lo que pensáis de mí —reflexionó Janer los primeros días en su celda—. Esas miradas de desprecio, de asco, es lo que recibiré a partir de ahora de todo el mundo. ¿Yo soy el monstruo? ¿Creéis que yo lo soy? Entonces no os decepcionaré».

Y empezó a tejer una forma de hacer honor a su sobrenombre.

 

Su rencor no iba dirigido a la población. Esta siempre ha sido manipulada por los medios y la mayoría de las mentes humanas son tan maleables como plastilina en manos de un niño. Su venganza recaería únicamente sobre el personal de aquella base. Desearía poder llegar también a los altos cargos del gobierno, pero aquello sería imposible. Por otro lado, en aquel lugar había gente inocente que nada tenía que ver con su encarcelamiento, sin embargo siempre hay daños colaterales. Además, las miradas y los gestos de ese personal inocente estaban teñidas de odio. No era culpa suya que fueran tan poco inteligentes como para pensar por sí mismos y darse cuenta de que trabajaban para una agencia tan podrida y llena de gusanos como una manzana pasada.

Durante su estancia en prisión, en la libertad de su mente, había estado ideando la forma de controlar el virus, estrujándose los sesos para dar con el error que habría solventado si hubiera podido realizar más pruebas. Y finalmente, tras varios años, dio con la clave. Supo cómo mantenerlo bajo control, cómo evitar que los contagios fueran eternos. Encontró la forma de hacer que el virus se autodestruyera pasadas unas horas de incubación. Desconocía si alguna vez lograría salir de entre esas cuatro paredes, pero si algún día le daban la libertad, ya tenía el arma para acabar con toda esa escoria.

Y ese día había llegado gracias a la guerra contra China. Solo necesitaba unas semanas y su justa venganza habría concluido, porque ¿qué es la venganza sino hacer justicia desde lo más profundo del corazón?

 

La noche en que el doctor Janer logró crear la nueva variante del virus, se desplomó sobre su asiento y suspiró. Fue un resoplido tembloroso, preñado de alivio y triunfo. También de cierta tristeza: su vida no tendría que haber sido así. Se sentía tan enfadado.

Antes de levantarse se armó de valor para llevar a cabo la siguiente fase del plan. Luego salió del laboratorio, donde había un guardia vigilando que el monstruo no hiciera ninguna monstruosidad.

—Ya está —le dijo.

El hombre, fornido de cuerpo pero no de mente, le respondió:

—¿El qué está?

—¿Puedo ir a hablar con el teniente Andrade?

—El coronel Andrade —lo corrigió el guardia con cara de no muy buenos amigos.

—¿Puedo hablar con él?

—Ahora mismo no está en su despacho.

—¡Pues llámale, maldita sea! —estalló el doctor con impaciencia.

El guardia dio un paso al frente mientras se llevaba la mano al arma enfundada.

—Relájate, Frankenstein.

Janer no supo si lo decía refiriéndose al doctor o al monstruo, pero viendo su nivel de inteligencia, intuyó que al segundo, al igual que la mayoría de la gente que desconoce la historia.

Cuando el guardia decidió que el doctor se había calmado, sacó un teléfono móvil con la otra mano del bolsillo interior de la americana e hizo una llamada.

—¿Puedo ir al servicio? —le preguntó Janer.

—Sin ninguna tontería —afirmó el hombre y, a continuación, saludó al coronel Andrade al otro lado de la línea.

El vengativo corazón del doctor Janer empezó a latir con fuerza cuando dio los primeros pasos en dirección a los aseos, pensando que en cualquier momento el guardia se daría cuenta de la negligencia que acababa de cometer. No lo hizo y, tras abrir y cerrar la puerta del cuarto de baño sin llegar a entrar, reanudó la marcha por el pasillo. Media hora después, volvía a cruzar por delante del servicio, de donde salía el guardia con el rostro rojo de ira.

—¿Dónde coño has ido? —le espetó con los dedos alrededor de la culata de la pistola sin llegar a sacarla de su funda.

—Fui a ver si el coronel había llegado ya tras tu llamada.

El hombre guardó silencio unos segundos, con una salvaje mirada clavada en él y la respiración como la de un toro a punto de lanzarse contra el matador.

—Mi mujer murió, ¿sabes? —le dijo de repente.

Janer no dijo nada, un tanto perplejo.

—Tú la mataste —añadió—. Así que como vuelvas a hacer alguna otra tontería, no dudaré en sacar el arma y volarte esos sesos tan inteligentes.

Durante un momento el doctor estuvo a punto de replicarle con la intención de aclarar quiénes fueron los verdaderos asesinos, pero eso serviría solo para provocar más la ira del hombre, de modo que agachó la cabeza y no dijo nada: no podía permitirse ningún fallo.

El guardia dio un paso atrás, apartándose de su espacio personal, y le dijo, un poco más tranquilo pero con el mismo desprecio en su tono de voz, que el coronel Andrade no tardaría en llegar al despacho, así que lo escoltó hasta el lugar.

—Siéntate ahí —le ordenó.

Janer se acomodó en la silla que había frente al escritorio del coronel; el guardia salió del despacho y permaneció al lado de la puerta abierta. Cinco minutos después, el coronel Andrade pasaba bajo el umbral. Se estaba encendiendo un cigarro.

—Gracias, Félix, espere fuera.

Andrade cerró la puerta. El corazón de Janer inició un rápido tamborileo. Respiró hondo, trató de calmarse, y lo consiguió. Ya no había nada de qué preocuparse. Todo estaba saliendo como tenía planeado.

—¿Lo tiene? —preguntó mientras rodeaba la mesa y tomaba asiento. Se le notaba ansioso a pesar de que trataba de ocultarlo—. Más vale que sí; estaba a punto de tumbarme a leer uno de esos repugnantes libros del traidor de John Le Carré. —Andrade tenía un pequeño apartamento en la parte superior del edificio.

Janer curvó los labios en una sonrisa y asintió. Le embargaba tal felicidad, estaba tan eufórico, que no se veía capaz de decir una palabra.

El coronel exhaló una última calada sin perder el contacto visual y aplastó el cigarrillo contra la mesa.

—¿A qué viene esa estúpida sonrisa? ¿Qué es lo que ha creado esta vez? Vamos, ¡hable!

Una de las condiciones que el doctor pidió y le permitieron fue no interferir en su proyecto, no hacer preguntas mientras estuviera trabajando en él. Los altos mandos sabían muy bien que él no había sido el causante de la catástrofe anterior, aunque jamás lo reconocerían abiertamente, y eran conscientes del talento del hombre, por lo que en realidad no tenían motivos para desconfiar de él, así pues aceptaron la condición. Por otro lado, en esta ocasión no hizo falta poner fecha límite. Había que apresurarse, claro, los chinos eran como un grano infectado: podían estallar en cualquier momento; pero Janer les aseguró que en menos de una semana lo tendría listo, y así fue.

Janer le respondió con la misma sonrisa, incapaz de borrarla de su rostro macilento y ojeroso. Un cosquilleo empezaba a ascender por su garganta.

—¿Qué coño le pasa? ¡¿Por qué sonríe así?! —La impaciencia del coronel salió a la luz y este ya no trató de mantenerla en la oscuridad—. ¿Es un arma láser? ¿Un control mental de soldados? ¿Qué ha inventado? ¡Dígamelo! Ya hemos esperado bastante, hemos cumplido su absurda condición.

Antes de responder, los labios del doctor se separaron y el cosquilleo se liberó en forma de un ataque de tos. El pecho le empezó a palpitar segundos antes de terminar de toser. Un dolor se instaló en él y la respiración se tornó fatigosa y sibilante.

En la abertura de los ojos del coronel Andrade pudo ver la claridad de la comprensión.

—¡Serás hijo de puta! —le gritó y rodeó la mitad inferior de su cara con una mano al tiempo que con la otra rebuscaba en uno de los cajones del escritorio. La mano reapareció con una mascarilla quirúrgica.

—No le va a servir de nada, coronel —habló al fin Janer. Tosió, y continuó—: El nuevo virus lleva en el aire unos cuarenta minutos. El sistema de ventilación se ha ocupado de esparcirlo bien por todo el complejo.

En ese momento irrumpió en el despacho el guardia, con la pistola en la mano.

—¿Todo bien, coronel? —preguntó.

Andrade se levantó de su silla.

—Inicie protocolo de evacuación —le ordenó—. Todo el mundo fuera del edificio ¡ya!

—Sí, señor —dijo el guardia antes de toser y de enfundar el arma. Luego lanzó una última mirada de odio hacia el doctor y salió del cuarto.

El coronel se volvió hacia Janer mientras lo señalaba con un largo dedo teñido de nicotina.

—Y tú… —Tos.

—Veo que no ha aprendido nada de la pandemia anterior —aprovechó el doctor para comentar.

—Callát… —Más tos. Se dio la vuelta para alzarse la mascarilla y poder toser sin ningún impedimento.

—¿Se expande un virus por el edificio y su primera orden es desalojarlo? —A Janer también le atacaban accesos de tos, pero hacía un esfuerzo por seguir hablando—. ¿También me culparéis a mí de esa pésima gestión?

—¡Intento que se contagie el menos número de personal posible, monstruo!

Janer rio.

—Demasiado tarde para eso, me temo. Pero no se preocupe, señor, ya me he encargado yo de ese detalle. Todas las puertas están bloqueadas, y he modificado el virus para que muera junto a su huésped. Tranquilo, ni el personal de este complejo ni el virus saldrán jamás de aquí.

—¡Hijo de…! —Se palpó el costado, donde deberían de estar sus cartucheras con las pistolas, pero no las llevaba puestas. Vestía un chándal de estar por casa; no esperaba necesitarlas a esas horas de la noche, se suponía que tan solo iba a ser una charla informativa.

Desde su silla, Janer observó cómo el coronel, desesperado, rojo de ira, corría hacia un pequeño mueble que había detrás del escritorio. Allí abrió una puertecita y tras ella apareció una caja fuerte. El doctor imaginaba lo que buscaba así que decidió no regalarle más tiempo. Aprovechando que Andrade estaba de espaldas a él, se puso en pie y alzó la silla con las pocas fuerzas que le quedaban. A continuación se acercó al hombre agachado y al tiempo que abría la caja fuerte, arrojó el asiento sobre su cabeza. El cuerpo del oficial se desplomó hacia adelante, su frente golpeó contra la culata de la pistola que había en el interior de la caja, y ahí permaneció inmóvil. Janer perdió el equilibrio al lanzar la silla, cayó sobre esta y sobre el coronel. Cada vez estaba más débil y los accesos de tos eran más continuos. La tez había pasado del blanco al amarillo; pero aún le quedaba una gota de energía, la suficiente para llegar a su lugar sagrado, a su hogar, a su laboratorio. No podía morir ahí, encima de aquella rata gubernamental.

Al mismo tiempo que el doctor Janer cruzaba el pasillo, la alarma de emergencia estalló en todo el edificio. Luces rojas intermitentes lo escoltaron hasta el laboratorio. Una vez dentro, bloqueó la puerta. A duras penas alcanzó su silla y cayó sobre el asiento, con los brazos colgando a los lados. Miró al frente, a la brillante encimera repleta de objetos de laboratorio, y sus labios se encorvaron en una última sonrisa.

Morir solo no era tan malo como se decía, siempre y cuando se esté en casa.




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