lunes, 4 de abril de 2022

El callejón oscuro

 En el fin del mundo o comes, o te comen

Dedicado al capullo C. G. Demian


Lo primero que percibí al despertar fue el olor. Lo sentí en las papilas gustativas antes incluso que en el olfato.

Se dice que el primer sentido en activarse al despertar es el oído, pero quien lo dijera nunca ha salido del mundo de los sueños para encontrarse dentro de un contenedor de basura.

No supe dónde estaba —ni siquiera el hedor me dio una pista— hasta que el oído (ahora sí) me hizo recordar. Agarró unos sonidos amortiguados, procedentes de unos cuantos metros a mi espalda, los hizo vibrar a través de su complejo conducto y los lanzó a mi cerebro, plasmando en él, como si de una impresión estampada se tratase, todo lo ocurrido hasta ese momento.

Una de mis manos empezó a moverse por la base del contenedor antes de que en mi mente se dibujara la imagen de lo que estaba buscando. Mientras se movía sentí un lejano entumecimiento en el lumbar derecho, pero no le di importancia; tenía curiosidad por saber qué hacía mi mano. El hecho de que la oscuridad me envolviera, densa, opaca, tan sólida que casi podía sentirse como algo físico acariciando mi cuerpo igual que si estuviera cubierto por

(un sudario)

una gruesa capa, ese hecho, digo, no pareció indicar a mi sentido común que tal vez lo que aquella mano trataba de hallar hubiese quedado inservible al golpearse —tras liberarse de mis dedos— en mi precipitado descenso por la boca de aquel cubo de basura.

Entre bolsas, restos pegajosos de materia podrida (cáscaras de fruta, huesos, raspas de pescado), la mano topó al fin con algo más duro y grande. Los dedos rodearon ese cilindro alargado, cuya superficie de goma estaba un tanto áspera y formada por pequeñas líneas separadas, como el borde de hojas de un libro entreabierto o las láminas de un abanico plegado. Al sentir aquel peculiar tacto, mi cerebro creó al fin la imagen de lo que mi extremidad había estado rastreando igual que un perro de caza. Solo que no era un conejo o una perdiz, sino una linterna. La linterna. Mi linterna.

Sin esperar un segundo, el pulgar ascendió hasta localizar la suave curva del botón y lo presionó.

El haz de luz salió disparado, se proyectó con la fuerza de un rayo e iluminó el interior del contenedor como un relámpago el cielo nocturno en medio de una tormenta. Cortó aquella espesa negrura con tal brusquedad, que me pareció oír cómo se rasgaba, un sonido blando, semejante al de plastilina hendida por un cuchillo.

Pero el haz de la linterna no solo iluminó ese mundo físico y reducido en el que me encontraba; también dio luz a mis recuerdos, proyectando las imágenes estampadas que habían aparecido en mi mente al percibir los sonidos del exterior, aquellos gruñidos, gemidos ásperos y guturales, chasquidos y desgarros acuosos. El rayo de luz produjo un efecto de linterna mágica sobre los fotogramas de mi cerebro, y comenzaron a proyectarse uno tras otro, trasmitiendo la sensación de movimiento.

 

—Álvaro, vas a ir tú.

Está echando a la lumbre un tronco tan seco que vomita serrín. La última línea naranja hacía tan solo unos minutos que había sido tragada por la leve ondulación del cerro, alzado en la parte trasera de aquel chalet, justo al otro lado del muro de ladrillos de hormigón. Alguien había tenido la estupenda idea de arrancar alambre de espino de sabía Dios dónde y coronar la longitud del muro con él. Probablemente fue Silvio, o Damián y Gema. Ellos eran los que más tiempo llevaban viviendo —si a esto se le pude llamar vivir— en esa casa. Álvaro no lo sabe, y tampoco lo ha preguntado. Al fin y al cabo, es uno de los que menos tiempo lleva allí: cuatro o cinco semanas.

—¿Por qué yo? —pregunta un tanto aturdido, con el tronco aún en la mano derramando serrín como diminutas escamas de caspa.

Damián le mira perplejo, sorprendido al parecer por la pregunta. «Es evidente, atontado», dicen sus ojos.

—Después de Sandra, tú eres el que más tiempo ha pasado ahí fuera.

Álvaro se mantiene en silencio. No quiere salir. Precisamente por haber estado tanto tiempo solo, escondiéndose y huyendo de esos monstruos infernales y de muchos otros terrenales, no quiere salir. Encontrar un refugio como aquel, y gente que te permitía formar parte de él era el tipo de cosas que le hacen a uno desear permanecer frente al fuego, al otro lado de un alto muro coronado por alambre de espino. Así que esa mirada de Damián irrita a Álvaro. «Perdona que sea tan tonto de replicar con un completo y natural “¿Por qué yo?”, Damián. Perdona mi estupidez».

Álvaro arroja al fin el leño al fuego. El serrín forma una estela de caspa en su descenso en diagonal, igual que una estrella fugaz. Las llamas lo atrapan y lo devoran entre chasquidos de sus flameantes dentaduras. A continuación se frota las manos para desprenderse de los restos de la madera, logra ajustarse una máscara neutra sobre su rostro aturdido, y responde:

—Vale.

Porque sabe que es igual de importante haber encontrado ese refugio como mantenerlo. Y si para lograrlo tiene que salir al exterior, a rescatar a una de las personas con las que comparten ese privilegio, Álvaro lo hace, sin rechistar, como haría un niño cuyos padres le prometen que si recoge los juguetes, ese verano irán a Disneyland.

 

De pronto, un intenso sonido de interferencias me sobresaltó. El haz de luz se estremeció por el movimiento de mi cuerpo. Mis pies empujaron pringosa porquería al estirarse las piernas.

Era la emisora. Alguien trataba de comunicarse conmigo. La estática intermitente se cortó, y cuando el cacharro volvió a sonar, lo hizo en forma de voz. Era Damián.

—Álvaro, ¿nos recibes? ¿Qué pasa, Álvaro?

Los gruñidos y chasquidos cesaron unos segundos, para después reanudarse con más fuerza, más rabiosos… y cada vez más cerca. Iban acompañados de un discordante ruido de chapoteo, de pies descalzos contra el pavimento. No de un par de pies, sino de al menos tres pares. A continuación se detuvieron y una serie de pesados golpes, como de cuerpos arrojándose al suelo, llegó a mis oídos. Mientras tanto, Damián me llamaba cada vez más

(irritado)

nervioso.

Pude ver en mi imaginación, con total claridad, a esos seres que en tiempos mejores fueron humanos alrededor de la emisora, intentando despedazarla.

En ese momento pensé en la suerte que tuve de que se deslizara de mis manos en algún momento de mi desesperada carrera.

Damián dejó de intentar comunicarse conmigo, al menos por ahora. Flexioné de nuevo las piernas. Al hacerlo sentí un pequeño tirón en la zona lumbar, donde antes había experimentado el entumecimiento, pero alcé la linterna, y los fotogramas reanudaron su marcha.

 

—¿Por qué voy solo? —pregunta Álvaro. Se había ceñido la emisora en el cinturón igual que un pistolero el revólver. Ahora se guarda la linterna en el bolsillo izquierdo del ancho pantalón azul de trabajo.

—Ya lo sabes —le responde Damián.

—Así es como lo hacemos —interviene Gema. Damián y ella están casados. Se lo contaron cuando Álvaro logró convencerles de que era buena persona, tras aporrear la puerta de aquella casa, desesperado y exhausto porque estuvo cerca de cuarenta minutos corriendo delante de una horda. Llevaban en la casa siete meses. En ese momento, la mujer se está recogiendo el cabello en un moño alto. La seguridad y fuerza que irradia con aquel gesto mientras le responde fascina y enfurece a Álvaro a un tiempo. Fue por ella, más que por Damián o Silvio, por lo que tardaron tanto en abrir la puerta aquel día.

—¿Te acuerdas —vuelve a hablar Damián— de esa sensación de ruido continuo que había en las ciudades? ¿De ese rumor constante producido por el tráfico de coches y personas? Yo sí me acuerdo. Y también recuerdo cuando iba al pueblo, a visitar a mis abuelos. El silencio era atronador, insólito. Me quedaba minutos y minutos tumbado en la cama, con los ojos cerrados, disfrutando de esa extraña calma. Claro que de vez en cuando un vehículo cruzaba por la calle, rompiendo el silencio como un cristal astillado por una piedra, o un pequeño grupo de chavales estremecía el aire con sus risitas. Pero no había ese ruido constante, ese murmullo de fondo que rodea las grandes ciudades como un manta.

—Es mucho más seguro ir solo —vuelve a interceder Gema. Ahora, con el rostro estirado por el moño alto, sus facciones parecen más duras y al mismo tiempo más bellas.

—Menos posibilidades de ser oído o visto —recalca Silvio, más por deseo de hacerse notar que por aclarar la perorata de Damián. Ha estado todo el tiempo ahí, con un libro de bolsillo. Álvaro había tratado de leer el título mientras alimentaba el fuego, pero las enormes manos de Silvio cubrían ambas cubiertas. Ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntarle; cuanto menos contacto tuviera con ese hombretón prepotente y cínico, mejor. No recordaba con claridad si llevaba en la casa más tiempo que el dulce matrimonio, pero no debía andar lejos.

—Yo puedo ir con él.

Es Carla, quien ha sustituido a Álvaro en la tarea de dar de comer a las hambrientas llamas. Silvio la invitó amablemente desde su sillón, cuando el chico fue a prepararse.

—No —insiste Damián moviendo la cabeza—. Nosotros no trabajamos así, ya lo sabéis.

Le entrega a Álvaro una sólida barra de uña. En sus ojos hay un brillo de preocupación. Dicen: «Espero que no tengas que usarla».

En la irritante mente de Álvaro se empieza a formar la idea de que esa inquietud no es por él personalmente. Y lo que suelta Gema a continuación, en el tono grave, tajante de un jefe de operaciones de inteligencia que pierde toda su red y prioriza la protección de la información secreta por encima de su gente, lo confirma.

—Que no se te olvide traer las provisiones, Álvaro. Estamos jodidos. Apenas nos queda comida para tres días; cuatro, si disminuimos las raciones. Ve con cuidado, y si ya no hay nada que hacer con Sandra…

—Haz lo que tengas que hacer con ella, chaval —interrumpe Silvio parapetado detrás del libro (ahora ha separado un poco los dedos y Álvaro llega a ver parte del título y el nombre del autor: dos eles al final del primero y King en el segundo)—; pero evita que te maten, y trae las provisiones que aseguró haber encontrado.

Álvaro deja escapar un suspiro y gira los ojos hacia Carla, quien lo mira con una elocuente expresión de impotencia y preocupación.

«Sí, tendré cuidado —piensa Álvaro y transmite con la mirada—. Haré todo lo que pueda por regresar con Sandra y sus putas provisiones».

La estancia está bañada por una cálida luz anaranjada. El fuego de la chimenea y las velas diseminadas por toda la casa contrastan con la oscuridad y el frío del otro lado del umbral de la puerta, donde se halla Álvaro.

De repente, sin previo aviso, le asalta un pensamiento. Una idea que da un giro de ciento ochenta grados a su filosofía actual, como si unas ruedas dentadas hubiesen encajado de pronto en el hueco justo. Hasta ha creído oír el seco chasquido. Lo ha producido toda esa situación. En su interior ya habían empezado a girar esas ruedas de manera inconsciente, pero lo que provocó el encaje ha sido el cuadro que ve desde la puerta, antes de salir: Damián, Gema y Silvio, sentados frente a la chimenea, recostados, abrazados los dos primeros, y leyendo con los pies en alto el tercero. Frente a ellos, Carla, de pie, echando leña en la boca del hogar. Y Jorge (otro superviviente que vive con ellos) introduciendo los troncos y ramitas desde el patio trasero, al tiempo que Emma y Lorena racionan la cena.

«Cuando vuelva, Carla —le dice Álvaro con los ojos—, nos largaremos de aquí. Ya no me siento a gusto entre esta gente. Que le den al calor. Que le den al muro con alambre de espino. Nos iremos de aquí y buscaremos otro lugar en el que estar seguros».

 

Apagué la luz de la linterna. Necesitaba un momento de calma. Eché la cabeza hacia atrás y solté un largo resoplido. Todo mi cuerpo de distendió y el entumecimiento del costado se hizo más presente. No tuve ocasión de darle importancia: mi cerebro repetía una y otra vez aquella última mirada con un ritmo machacón semejante al mecanismo que mueve un tren a vapor.

Ahora temía que esa promesa tácita jamás se cumpliera. Recordé lo que dijo Gema: «Estamos jodidos».

«¿Estamos jodidos, maldita perra? —le respondí en mi mente—. ¡Yo estoy jodido! Desde que salí por esa puerta. Estoy metido en un buen lío y tú estás calentándote y calentando a Damián. Que le den a las provisiones. Ahora habéis perdido eso y a dos personas…».

No podía seguir pensando así. Aún había una oportunidad. No estaba muerto. Aún podía salir con vida de toda aquella situación. Sin embargo, todavía no estaba muy convencido. No me sentía preparado. Tenía miedo; qué digo miedo: estaba acojonado. Y este sentimiento era el que agarraba a aquel pensamiento de derrota y me lo tiraba a la cara.

Tenía que dejar de pensar en ello. Así que levanté el brazo y pulsé el botón de la linterna.

 

Álvaro conoce bien la ciudad. Nació ahí. Allí estudió y fue en aquella urbe donde le contrataron de carretillero en un almacén de alimentos, a los dieciocho años, cuando dejó los estudios. Siempre le había costado horrores retener los innumerables temas. Aun así también era consciente de lo importante que era tener un mínimo de estudios a la hora de encontrar trabajo y nunca había sido un chico perezoso. Por eso hincó los codos y se esforzó para sacarse al menos hasta el título de bachillerato. Luego salió en busca de un trabajo. Precario, sí, pero un trabajo al fin y al cabo.

Ahora se ríe —una mueca de asco más bien—, al comprender lo inútiles que habían sido todos ellos. ¿Qué sentido tiene la vida?, se pregunta conforme avanza, encorvado y alerta. ¿Qué sentido tiene si de un momento a otro todo se puede ir a la mierda, como realmente ocurrió?

Por primera vez se alegra de no haber iniciado una carrera universitaria. De haberlo hecho, en esos momentos se sentiría todavía más ridículo, pues habría malgastado horas y horas de su vida desollándose los codos y friéndose el cerebro para nada. Para acabar en el mismo sitio en el que se encuentra.

Tres quilómetros. Esa es la distancia que le separa del lugar en el que Sandra resultó herida. «En el callejón que hay en frente del Casino Tres Ases». Álvaro había ido un par de veces al local con algunos colegas, pero en las dos ocasiones había salido con la cartera más ligera que cuando había entrado. Un antro poco iluminado —como si los dueños esperasen que la penumbra impidiera ver a los jugadores cómo iba desapareciendo su dinero—, inaugurado poco antes del desastre mundial. Por allí cerca también había algunos bares y un par de discotecas. Y si tenías hambre, podías encontrarte con un Burger King y un MacDonalds, uno a cada lado de la acera, enfrentados igual que dos ejércitos en un campo de batalla.

Es uno de los primeros barrios del extrarradio que aparece al salir de la urbanización de chalets de lujo en la que está el refugio del grupo de Álvaro. Como un castillo en la cima de una colina, aquella urbanización se alza sobre la ciudad, imponiendo su brillante petulancia.

Álvaro sabe con exactitud dónde está Sandra, y conoce todas las calles. Espera llegar en unos treinta y cinco minutos, quizá más debido a las paradas que se ve obligado a hacer, parapetado en las esquinas, observando las calles en busca de infectados, o retrocediendo para hallar un nuevo camino cuando alguno de ellos está cortado por las criaturas. No quiere verse obligado a huir en la oscuridad de la noche, en la que apenas un tercio de las farolas funcionan correctamente. Mucho menos reventarles la cabeza con la barra de uña, aferrada con fuerza en una de sus manos.

En el tiempo que estuvo solo, muy pocas veces se vio en aquella desagradable tesitura. Para él siguen siendo personas, vecinos, padres, madres… niños, por lo que atizarles no resultaba ser una experiencia muy agradable. Sentir el impacto en la mano, el relámpago trepando por el brazo hasta el hombro, oír el golpe seco y, lo peor de todo, el crujido del cráneo, o la mandíbula al partirse, contemplar cómo los sesos se derraman por la abertura y lo salpican todo… Eso es algo que produce intensas náuseas en él.

Tiene que detenerse unos minutos. Pensar en aquello le ha revuelto el estómago y por un momento está seguro de que va a vomitar la escasa comida de aquel día. Pero aspira el gélido aire nocturno, lo mantiene unos segundos en los pulmones, y lo expulsa despacio, en un trémulo suspiro.

La angustia se esfuma y su mente se ve asaltada por Carla. Por Carla y su ofrecimiento para acompañarle. Reanuda el cauteloso avance con aquel instante palpitando en su mente igual que un cálido corazón.

Carla fue quien le tendió un vaso de deliciosa agua y una manta cuando al fin Damián, Gema y Silvio, abrieron la puerta. Fue ella quien se encargó de enseñarle la casa mientras el trío debatía sobre qué hacer con él a continuación (¿dejar que se quede o echarle al día siguiente?). Fue Carla quien apenas tres semanas atrás pasó a su cuarto y se introdujo entre las sábanas, erizando la piel de Álvaro con su tibia desnudez. Todo había ocurrido sin previo aviso pero al mismo tiempo de manera natural. Ella era con quien más hablaba y con quien más tiempo pasaba en la casa. No se trataba de una mujer especialmente bella, con su desmañado cabello negro, cuyas puntas y patillas se aclaraban evidenciando una edad superior a la del chico; tampoco la delgadez que hundía sus mejillas despertaban el deseo. Pero sus ojos azules despedían tanta vida y calor, que hacían olvidar a uno todo lo demás. Hipnotizaban, esa es la palabra. Eran los ojos de una buena persona. Y además, había algo que le susurró al oído aquella noche en la que hicieron el amor por primera vez.

—Follemos, Álvaro. Ya casi nada importa. Tal vez mañana estemos muertos. Ahora, la estúpida frase esa de vive el momento cobra más sentido que nunca. Follemos, y olvidémonos de todo límite, de todo prejuicio. Solo nos queda el aquí y ahora. Y el aquí y ahora somos tú y yo. No creo que esté enamorada de ti, Álvaro, pero de todos los que estamos en esta casa, tú has sido el único que me ha dado una razón para seguir viva al día siguiente.

Álvaro sentía algo muy parecido hacia ella, y el calor de su cuerpo resultó ser irresistible. Así que follaron. Y desde entonces no ha sido la única vez.

«Volveré, Carla, y nos iremos a otro lugar. Te lo juro», piensa.

Acaba de llegar al barrio. Está agachado detrás de un coche. La calle se abre ante él como una lengua asfaltada, totalmente en penumbra excepto por un par de farolas. Una de ellas mantiene un parpadeo continuo; la otra arroja un charco de luz sobre una furgoneta blanca aparcada junto a la acera. Unos metros antes de esta, la fachada de un bar se ve interrumpida por un ancho rectángulo que se alza hasta las estrellas veladas por una fina capa de nubes, como si alguien hubiese cortado una porción del edificio. El hueco no debe de medir más de dos metros de ancho y a continuación se extiende otro tramo de edificios. Ese es el callejón. Allí está Sandra, malherida, y con suerte aún de una pieza.

Álvaro ciñe la barra en el cinturón y extrae la emisora, la coloca delante de los labios, pulsa el botón para transmitir, y susurra el nombre de la mujer. No recibe respuesta.

—¿Me oyes, Sandra? —repite.

Nada.

Con la espalda pegada contra la parte posterior del coche (un diminuto C3), Álvaro levanta un poco la cabeza, comprobando una vez más que la calle está despejada. No lo está, y su corazón y estómago hacen un doble mortal en su interior. Esconde la cabeza de nuevo, a la velocidad del rayo.

Durante una milésima de segundo, la intermitente luz de la farola del mismo lado de la calle en el que se encuentra agazapado ha caído sobre un zombi, como un foco iluminando a un actor en una obra de teatro. Cuando siente que el corazón relaja los latidos y el estómago vuelve a su sitio (comprueba también que no se ha meado), hace acopio de valor y vuelve a asomar la cabeza por encima del maletero. El corazón da un nuevo vuelco, pero los ratones estomacales solo le mordisquean tímidamente. Lo que provoca la primera reacción es ver que no hay un único infectado cerca de aquella farola, sino tres; lo que evita que el estómago se le afloje del todo es percatarse de que están quietos: no se han movido en el tiempo que ha tardado en volver a mirar.

Regresa al escondite. Tiene que ordenar sus ideas.

El callejón se halla al otro lado de la calle, a unos cincuenta metros de distancia. Los muertos están más lejos, en el mismo lado en el que él está ahora; calcula que unos cien metros más allá.

Gira la cabeza hacia la derecha. La otra acera está flanqueada por vehículos, igual que la maleza en la orilla de un arroyo. Solo tiene que cruzar la calle —eso es lo más peligroso— y luego avanzar agachado en línea recta, pegado a los laterales de los coches que dan a la acera.

«No parece tan difícil», piensa.

Álvaro se regala unos minutos para relajarse, para coger fuerzas.

—Vale —susurra—. Cuenta hasta tres, como decía papá. Cuenta hasta tres y antes de acabar la cuenta, cuando vayas por el dos, ponte en marcha. Si terminas de contar, toda la adrenalina acumulada se evaporará igual que el vaho sobre un cristal: cuando dejas de exhalar, deja de empañarse…

La fuerte respiración entrecorta el susurro…

—Tengo que hacerlo ya. Uno… Dos…

Álvaro se lanza a la carrera, doblado sobre sus rodillas, ayudándose con las manos como un gorila o un cervatillo recién nacido. Antes de que pueda pensar si le han visto aquellos seres, ya se halla detrás de un nuevo coche y, sin frenar ni un instante, prosigue a medio correr, tal y como lo había planeado.

A menos de diez metros de la alargada boca negra del callejón, decide despegarse de la línea de vehículos y cruza en diagonal la acera hasta adentrarse en la abertura. La oscuridad total cae sobre él como un bálsamo que distiende sus rodillas, convirtiéndolas en gelatina. El alivio es enorme. Ahí no pueden verle.

La fatiga de la carrera y los nervios van disminuyendo al tiempo que el corazón tamborilea cada vez con menos fuerza.

Decide adentrarse un poco más en la penumbra antes de encender la linterna.

Avanza con cautela, mientras guiña los ojos en un intento de adaptarlos a la oscuridad. No resulta del todo inútil. Esa noche el cielo no está negro por completo. Hay una luna creciente velada por una cortina de nubes que produce un brillo espectral en el firmamento, y ese brillo desciende difuminado hacia el callejón. Así pues, cuando su visión se acostumbra a esa penumbra, Álvaro empieza a distinguir sombras y bultos. Siluetas que en su imaginación cobran la forma de monstruos, como un montón de ropa sobre la silla en un cuarto sin luz.

De repente, los tentáculos del miedo paralizan todo su cuerpo igual que si le hubiera acariciado una medusa.

Una idea horrible, espantosa, empieza a materializarse en su mente.

¿Y si hay zombis ahí dentro? ¿Y si alguno de esos bultos es en realidad uno de ellos, expectante, listo para abalanzarse sobre él y alimentarse con su existencia? ¿Y si Sandra ha sido atacada, infectada, y ahora se está arrastrando con su pierna rota hacia él, reptando cual serpiente, deslizándose en la oscuridad para rodear con su gélida mano uno de sus tobillos y…?

Su pulgar izquierdo toma la iniciativa sin esperar órdenes del cerebro. Pulsa el botón de la linterna y la luz actúa como un disolvente. Todas esas horripilantes ideas desaparecen, junto con el miedo. Allí no hay ningún zombi. Solo papeles desperdigados por el suelo, bolsas de basura desgarradas cerca de un contenedor grande, y otras inmundicias tales como excrementos tan secos como los troncos que echaba a la chimenea; marcas oscuras de orines prehistóricos, el cadáver esquelético de un gato. Todo ello despide un hedor insoportable. Álvaro se cubre los orificios de la nariz con el dorso de la mano derecha. Todavía sostiene la emisora.

El callejón es largo; tal vez veinte metros. Solo se ha adentrado unos diez, por lo que el haz de la linterna no alcanza el pequeño muro que corta la calleja.

Pasa por delante del contenedor y unos pasos más allá al fin la ve. Sandra. Aparece en el círculo de luz como un delincuente abatido al que iluminan desde un helicóptero.

Está bocabajo, con la cabeza sobre uno de sus brazos; el otro lo tiene flexionado a un costado, la emisora a unos centímetros de sus dedos, rozando el índice y el corazón. Probablemente sin batería.

Lo peor es la posición de la pierna izquierda. La derecha está extendida con normalidad, pero la otra yace en un ángulo imposible. Si uno no mira bien, no ve nada fuera de lugar, tan solo una pierna doblada por la rodilla, con la parte inferior apuntando hacia fuera. Pero si se observa con atención, uno comprende que ese ángulo es demasiado recto, demasiado perfecto, aplastado contra el suelo. También distingue una diminuta protuberancia que estira el vaquero en la curva de la rodilla, como si un extraño pene erecto luchara por atravesar la tela. Por último, el pie está retorcido y el talón de Aquiles se ha desprendido de su prisión de carne, mostrando su frágil mortalidad igual que una aguja de punto. A Álvaro se le revuelve el estómago. Lo que les dijo Sandra antes de que se cortara la comunicación se queda corto.

—¡Chicos, mierda! ¿Me oís? —había escupido la emisora de Damián en la casa—. ¡Estoy herida! He perdido el equilibrio al saltar el muro de un callejón… ¡Agg!... ¡Mierda! Joder… Creo… Creo que me he roto una pierna. ¡Agg!

—Tranquila, Sandra —le dijo Damián tras coger el walkie-talkie. Intentaba mostrarse tranquilo, pero en el tono de su voz se advertía una ligera conmoción. Todos estaban nerviosos. En cuanto oyeron el mensaje de la mujer, interrumpieron sus actividades y prestaron atención, expectantes.

—No grites o te oirán —prosiguió Damián. Entonces Gema le arrancó la emisora de las manos.

—¿Tienes las provisiones, Sandra? —preguntó. En su voz no había ni rastro de nerviosismo, solo una pragmática dureza preñada de preocupación.

Sandra no respondió de inmediato. Se produjo un silencio sepulcral.

—Sí —replicó al fin.

—Vale. Esto es lo que haremos, Sandra…

«Lo que haremos, Sandra —piensa ahora Álvaro—, es enviar a uno de nosotros, uno que no importe demasiado (desde luego Damián, Silvio o yo, no, claro), solo uno, sí, porque si también resulta que la caga, no es lo mismo perder a un miembro del equipo que a dos, tres o cuatro. Es importante formar parte de un grupo. Hay más posibilidades de sobrevivir, pero también hay que ser inteligente, hay que pensar en términos de conservación. En caso de que sea imprescindible perder gente, que sea de uno en uno, por favor».

Desde que vivía en esa casa, Álvaro había empezado a ver al ser humano con otros ojos. Ya había sacado conclusiones tristes y desesperanzadoras con anterioridad, pues no solo tuvo que huir de los muertos. Sin embargo el comportamiento de la mayoría de las personas de ese grupo había hecho a sus conclusiones ascender unos grados más de desolación.

En ese mundo los otros seres humanos no son tal para el prójimo. Son tan solo un recurso más, como puede serlo la comida, las armas, la leña, la ropa y el calzado. Pero este recurso tiene una ligera diferencia con los demás. No resulta del todo imprescindible. Si la supervivencia pasa por acabar de algún modo con la otra persona que forma parte de tu grupo, lo haces. Álvaro está seguro de que si Damián y Gema se vieran en una situación de vida y muerte, y la solución era quitar al otro del medio, por mucho amor que se tengan, lo harían. Y el chico teme que no son los únicos dispuestos a ello.

En ese mundo, cuando el estómago advierte su doloroso vacío, el primero en llenarlo es el más rápido con el cuchillo.

No todos son así: Carla, por ejemplo, o él mismo; pero también es cierto que nunca se ha visto complicado en una situación tan desesperada. No nos conocemos a nosotros mismos hasta que no tenemos a la muerte exhalando su aliento en nuestra nuca, de eso estaba convencido Álvaro. Y aquella noche más que nunca.

En cualquier caso, ahí está Sandra, con la pierna destrozada y la mochila llena de provisiones en la espalda.

Se acerca con paso lento a la mujer al tiempo que susurra su nombre. Nada, ni un murmullo. Cuando llega a su altura, echa un vistazo al muro. Una estructura de ladrillos enfoscados de unos dos metros y medio. Algunos de los ladrillos están rotos, hendiduras que ascienden irregularmente para permitir escalarlo. Uno de los pies de Sandra debió hacer migas un orificio, de arcilla frágil y vieja. Entonces perdió apoyo, y se desplomó sobre la pierna izquierda.

Álvaro se agacha y posa una mano en el hombro de la chica. Trata de no mirar el afilado tendón. En cuanto sus dedos toman contacto, Sandra alza la cabeza, ofreciendo a Álvaro una espantosa máscara de dolor y terror. Los desorbitados ojos parecen estar muy lejos de allí, y las mandíbulas están tan estiradas que parecen a punto de desencajarse, pues la boca, abierta como un pozo sin fondo, ha empezado a despedir un grito aterrador. Los nervios de Álvaro se crispan. El chillido reverbera en todas sus células, retrocede y cae de culo. Durante un momento el tiempo se detiene. La linterna, aún en su mano, aplastada contra el pavimento, enfoca ese rostro fantasmal, dilatado en una mueca de extremo sufrimiento. Pero ya no oye el grito. No solo se ha detenido el tiempo, también ha enmudecido el universo. Sin embargo, de pronto, una alarma interior empieza a sonar como un despertador. En su cerebro se está cociendo una sucesión de ideas: grito más los tres zombis que hay en la calle, cerca de la farola intermitente.

De improviso, el tiempo vuelve a ponerse en marcha, y con él regresa el sonido.

El chillido de Sandra continúa hendiendo la fría noche, desafiando el aire de sus pulmones. Pero a él se ha unido otro ruido: pisadas apresuradas y gruñidos y gritos más graves que los de la mujer.

Álvaro voltea la cabeza y ve horrorizado la fuente de ese nuevo estruendo.

Los tres monstruos han entrado en el callejón y se precipitan hacia ellos en una torpe carrera mortal. El que encabeza la marcha está a unos diez metros del contenedor y percatarse de ese hecho es lo que invita a Álvaro a ponerse en movimiento. Solo hay una forma de salir vivo de ahí. Trepar el muro de unos dos metros y medio, siendo él no muy buen escalador y además apoyándose en esos inestables ladrillos rotos, es una muerte segura. Pero el contendor… Lo tiene a dos metros de distancia, y ellos están…

En el segundo que le ha llevado pensar en sus opciones, han avanzado quizá tres metros. Las matemáticas y la ley de la física están a su favor.

Se pone en pie de un salto, como accionado por un resorte, y corre. Los ojos clavados en el cubo de basura, la linterna aferrada en su mano izquierda, la emisora en la otra.

Cuando está a punto de alcanzar la tapa, su pie impacta contra un objeto y tropieza. Álvaro agita los brazos para no perder el equilibrio. La emisora sale volando de sus manos. No consigue estabilizarse y al final cae, pero no del todo. Está con las cuatro extremidades apoyadas en el suelo, igual que un atleta esperando el pistoletazo de salida. Su frente roza el lateral de plástico del contenedor, por poco no se ha estrellado contra él. Observa lo que ha provocado el traspié. El cadáver del gato. Proyecta la cabeza hacia arriba para ver la distancia que le separa de los zombis. Horrorizado comprueba que ya no hay distancia alguna de separación: el primero de ellos se está arrojando sobre él con un salto. Por suerte, Álvaro lo ve con el tiempo justo, y sus reflejos hacen el resto.

Sin soltar la linterna de la mano izquierda (como si la tuviese pegada a ella), extrae con la derecha la barra de uña del cinturón y mueve el brazo en un amplio arco horizontal. El duro hierro impacta en el costado del infectado, justo antes de desplomarse en el mismo sitio donde hace unas milésimas de segundo había estado Álvaro. El rostro desfigurado del muerto viviente se hunde en las costillas astilladas del gato.

El golpe no ha sido muy fuerte; Álvaro no tuvo tiempo apenas para sujetar la barra con fuerzas y esta se le escapa de la mano fofa, tras el impacto.

Sin pensarlo más, se pone en pie. Al tiempo que se levanta extiende el brazo y abre la tapa del contenedor con la mano libre. Mientras se sumerge de cabeza en una nueva oscuridad, ve por el rabillo del ojo que los otros zombis ya están encima de él, a punto de atraparlo; pero es demasiado tarde para ellos. No obstante, con todo, antes de que su cuerpo entero sea tragado por el interior del cubo y pierda el conocimiento al estrellarse contra el fondo, siente cómo una garra tira de su chaqueta de pana y arranca un pedazo de tela.

 

—¡Mierda! —grité en un susurro más alto de lo que pretendía.

En ese momento, el entumecimiento del costado empezó a palpitar, como reclamando atención. ¿Y si el manotazo no rompió solo la tela de la chaqueta? Llevé mi mano hacia la zona. No quería hacerlo, no deseaba sentir con qué se toparía. Aun así no detuve el movimiento. Deslicé los dedos entre la abertura de la tela, hasta que llegaron a su destino. Y el destino no era piel suave y uniforme. El destino era una viscosidad carnosa de bordes irregulares que no paraba de latir. Y entonces el entumecimiento dio paso al escozor primero y a un ardiente dolor después.

—Mierda… Me ha arañado —corroboré con un hilo de voz a la luz de la linterna.

«No solo te ha arañado —me aclaró una desconocida voz interior—. Te ha desgarrado la piel. Ha hundido sus putrefactas e infectadas uñas en tu carne, y se ha llevado un pedazo a su estómago, al tiempo que dejaba en ti un regalo de agradecimiento…».

—Mierda —repetí.

«No puedo estar más de acuerdo con esa conclusión».

Sacudí la cabeza para alejar de mi mente a esa voz, junto con la histeria.

Quizá no tuviese razón. Tal vez solo fuera un rasguño superficial. Al fin y al cabo, llevaba horas ahí dentro y seguía vivo. ¿Cuánto tardaban en morir y convertirse las personas infectadas? Supuse que depende de la gravedad. Así que quizá aún tenía una oportunidad. Quizá.

Lo que estaba claro es que permanecer ahí no iba a resolver mi problema. Tenía que volver al refugio. Tenía que regresar y desaparecer con Carla. Ella me curaría, porque era una herida sin importancia.

Si me quedaba ahí dentro un minuto más, abriría de nuevo la puerta a la histeria, y esta vez tenía la sensación de que irrumpiría igual que la policía en una redada.

Alcé el brazo derecho con la intención de abrir un poco la tapa del contenedor, pero a la altura del hombro, cayó inerte, sin que yo pudiera impedirlo. Era igual que si hubiese perdido fuelle, como el motor de una lancha escasa de gasolina. Volví a intentarlo, y de nuevo el brazo descendió presa de un súbito entumecimiento.

Dirigí la linterna hacia él, plegué hacia arriba la manga de la chaqueta y la camiseta y el alma se me derrumbó a los pies. El brazo estaba amoratado, surcado por oscuras venas que resaltaban como ríos en un mapa. Me subí la camiseta y comprobé, con pánico creciente, que todo el costado derecho presentaba el mismo aspecto. No había que ser muy listo para saber que el nacimiento de aquel río de venas y corrupción de la piel era el arañazo.

«Te dije que no era un simple arañazo».

—¡Calla! —grité, y en esta ocasión con todas mis fuerzas. Solo que mi voz me pareció más aguda de lo normal.

Me mantuve un rato en silencio. Esperaba escuchar gruñidos y pisadas acercándose.

Nada. Ni un ruido. Sandra hacía mucho que había dejado de gritar. Imaginé, reticente, que, mientras estaba inconsciente por el duro golpe al zambullirme de morros en el contenedor, los tres monstruos del infierno se lanzaron a por ella. Ahora sería uno de ellos, si habían dejado algún resto de su cuerpo. Las provisiones estarían desparramadas, llenas de sangre infectada y pedazos de Sandra.

Aquel pensamiento incitó un acceso de risa.

—Jódete, Gema —chillé al hediondo interior del cubo—. Jódete, Silvio. Jódete, Damián.

Traté de controlarme. Debía esforzarme por conservar la puerta cerrada. Bajo ningún concepto podía permitir el acceso al pánico y la histeria. Necesitaba atesorar mi instinto de supervivencia como una valiosa reliquia.

Para lograrlo, pensé en Carla, en aquella noche en la que hicimos el amor por primera vez y en nuestro futuro juntos, aquel que le prometí con mis ojos desde el umbral.

La risa se cortó. Volvía a ser yo mismo. Apagué la linterna, la introduje en el bolsillo del pantalón, y levanté la tapa con el brazo izquierdo, nada más que un resquicio.

Lo primero que me llamó la atención fue que la oscuridad ya no era tan intensa. Una claridad grisácea bañaba el callejón: estaba amaneciendo.

Dirigí los ojos hacia el fondo, a mi derecha. Sandra seguía ahí, empapada de sangre, con orificios en forma de dentadura donde antes había carne. El brazo flexionado al costado, el que tenía la emisora rozando los dedos índice y corazón, había quedado reducido a finas tiras de piel alrededor del hueso, visible como el armazón de un viejo barco hundido. El tendón de Aquiles había desaparecido, al igual que parte de la pantorrilla. Si no fuera por los apelmazados hilos de cabello, nadie podría decir que aquel bulto sanguinolento era la cabeza. La mochila había quedado destrozada allí donde los infectados intentaron abrirse paso por la deliciosa espina dorsal. Creí percibir un ligero movimiento de uno de los pocos dedos intactos del brazo doblado debajo del rostro, pero mi estómago hambriento no soportó más aquella horrible escena y miré hacia el otro lado.

No había ni rastro de los tres zombis. Con las panzas llenas del manjar Sandra, se habían olvidado de mí.

«¿Seguro que se han olvidado de ti —regresó la voz—, o es que ya no eres comida para ellos porque ahora formas parte de su grupito de amigos?».

Abrí del todo la tapadera del contenedor y me puse en pie con el fin de acallar, una vez más, la sarcástica voz. Durante unos segundos temí no ser capaz de sostenerme. Una súbita debilidad se cebó con mi pierna derecha, pero me agarré al borde del recipiente antes de caer. En esta ocasión no quise echar un vistazo; sabía lo que me encontraría si plegaba la pernera. Por el contrario, decidí mover la pierna, como si estuviera calentando, y poco a poco comenzó a recobrar la sensibilidad. Tal vez la infección no había llegado hasta el final de la extremidad.

Cuando supuse que podría dominarla, pasé la pierna izquierda por encima del borde, y a continuación hice lo propio con la contraria. Respondió sin demasiada dificultad. Estaba un tanto entumecida, pero podía andar.

Renqueante, muy despacio y alerta, con el lumbar palpitando dolorosamente, inicié el avance hacia la franja de claridad cada vez mayor que se abría ante mí. Cuando los ojos se acostumbraron a la luz, distinguí en frente, al otro lado de la calle, la fachada del Casino Tres Ases.

Al llegar al extremo final, me detuve. Asomé la cabeza apenas unos centímetros y vi, en mitad de la calzada, bastante lejos, la silueta de los tres muertos, de espaldas. Las dos farolas seguían iluminando, pero ya no era necesaria su luz. El cielo teñido de gris arrojaba suficiente visibilidad al mundo. No me alarmé. Si no hacía ruido, no me oirían y por tanto no voltearían sus rostros cadavéricos. Así que reanudé la marcha, sigiloso.

Crucé la calle con la intención de acercarme al casino. Por entonces ya comencé a sentir embotada la cabeza y, por alguna extraña razón, la acristalada fachada, astillada en su mayor parte, me atraía como la lombriz a los peces. Cuando estuve frente al edificio, comprendí qué me había arrastrado hacia allí. Recordé las dos ocasiones en las que entré al local. Recordé que me lo pasé bien. Perdí todo el dinero, sí, pero los juegos eran divertidos. De modo que si uno elimina la parte desagradable (y tan atractiva para otros) de las apuestas, y se queda solo con los juegos, se podía tirar horas pasándolo bien.

—Mira, Carla —dije a mi imagen reflejada en el escaparate espejado—. Vendremos aquí. Tal vez incluso podamos vivir ahí dentro.

Entonces me fijé mejor en mi reflejo, y el mundo desapareció.

 

Hace un buen rato que volví de aquella especie de desconexión. Pero no ha sido la única vez; ya van tres. No sé el tiempo que duran. Solo sé que el sol se ha hecho dueño del cielo por fin. Ya llevo bastante tiempo consciente desde la última desconexión, el suficiente como para rememorar todo lo sucedido hasta ahora.

Continúo frente al casino, y no dejo de contemplar la imagen que hay ante mí. Una cara. Mi cara. A simple vista parece normal, pero si se observa con atención el cuello, el lado derecho concretamente, se puede distinguir el mismo color morado estriado por ríos de venas. Y ahora mismo, esa corrupción se ha extendido hasta rozar el ángulo de la mandíbula.

Hay algo más. He perdido el miedo a esos monstruos. De hecho, ya no siento nada, ni siquiera el dolor del costado. Y a ellos ya no les intereso. Lo sé porque tras volver de la última desconexión, el escaparate me ha mostrado sus reflejos. Están aquí conmigo, a mi lado, y no me tocan ni un pelo. Creo que estoy a punto de morir. Algo me dice que la próxima vez que el mundo desaparezca será la última, y que cuando vuelva a abrir los ojos, seré uno de ellos.

De pronto se me ocurre una idea que me habría hecho reír si aún sintiera algo.

Aquellos desvanecimientos se parecen más a un callejón oscuro que a una desconexión. No me apago de improviso. No. Es como si en cada una de esas ocasiones me adentrara en una calleja cada vez más oscura conforme avanzo. Y luego, sin detener mis pasos, se produjera el efecto contrario. En medio de toda esa negrura, un punto de luz, más amplio cuanto más me acerco, hasta alcanzarlo, y entonces vuelvo en mí. Sí, eso es más correcto…

Y ahora, al parecer, estoy regresando a ese callejón. Estoy convencido de que en esta ocasión no habrá salida, ningún punto de luz. Todo a mi alrededor está cada vez más negro, más negro… más negro…

 

Abro los ojos.




10 comentarios:

  1. La manera en la que los propios escenarios se convierten en metáforas dentro de la historia me parece increíble. Llevaba mucho tiempo sin leer una historia zombi que me atrapase

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    1. Hola, Jatendero. Bienvenido a «Palabras Narradas». Es un placer recibir a un nuevo lector. Muchas gracias por dedicarle tiempo a este relato tan largo, y además dejarme un amable comentario. Me alegro de que te haya atrapado la historia; es todo un placer para mí haber logrado transmitirte esa sensación.
      Un saludo.

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  2. Muy buen relato, lastima que no le diera tiempo a volver y darles lo suyo a los egoistas de la casa y llevarse con el a Carla, ¿qué será de ella? Gracias al monolito por traerme aquí

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    1. Hola, Valentín.
      Es un placer saber que he conseguido que los personajes te importen. Es una lástima, como dices, pero no siempre los finales pueden ser felices.
      Muchas gracias por leerlo y comentarlo.
      Bienvenido a Palabras Narradas.

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    2. Ah! No. Felices no jejeje. Me gustan los finales agridulces. Tal vez que se uniran como zombies cuando ella va a por él? jeje

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    3. Podría ser una buena continuación. 😁

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  3. ¡Hola, Ricardo! formo parte de la iniciativa 'Seamos Seguidores', y ya te sigo.
    Decirte que tienes un excelente contenido.
    Te dejo el enlace de mi blog por si te apetece pasarte por él, seguirnos y comentarnos.
    Saludos desde blueshendrix.blogspot.com
    ¡Nos leemos!

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  4. Me fascinó la historia. Magnífica narrativa. El Blog precioso y ya te sigo. Saludos

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    1. Hola, Nuria. Bienvenida. Gracias por tus palabras sobre el blog. Me alegro mucho de que te haya gustado la historia.
      Un abrazo.

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