Soy quien te obliga a dejar la luz encendida cuando te acuestas. Quien
mueve tus pies a la carrera y los hace saltar para aterrizar sobre el colchón.
Soy yo quien te arropa hasta el mentón, a pesar de las abrasadoras noches
estivales. Y es mi aliento, cual brisa de ultratumba, el que acaricia ese piececito
que de las sábanas sobresale. Soy quien te vigila mientras duermes, a la espera
de pesadillas devoradoras de sueños y desea que permanezcas atrapado en ellas.
Soy quien se oculta bajo tu cama cuando el alba llama a tu ventana.
Durante el día mi existencia se desvanece, y
regresa con las primeras horas del crepúsculo, con tus primeras miradas
preñadas de terror hacia el oscuro hueco bajo el colchón. De que no soy real,
convencerte intentan papá y mamá. Cuando se agachan y recorren sus ojos por mi
hogar, no pueden verme, pero tú sabes que estoy ahí, agazapado, oliendo tu
miedo, contando las horas que restan para tu sueño, impaciente por descubrir si
esta vez, al fin, quedarás atrapado en mi mundo.
Solo hay un destino que temo. Que mi avidez no
sea nunca saciada. Que despiertes en mitad de la noche y, desprovisto de temor,
mires debajo de la cama. Que también en tu mente, al igual que en las de ellos,
yo me convierta en un cuento para asustar a los niños. Temo que apagues la luz
cuando te acuestes. Que te acerques sin recelo y, con calma, poses tu cuerpo sobre
el colchón. Me aterroriza que llegue el momento en que no necesites de las
sábanas su protección. Y que mi aliento solo haga cosquillas en tus pies. Temo,
sobre todo, que dejes de pensar en mí. Porque si eso ocurre, yo, dejaré de
existir.
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