Algunos matrimonios son... peligrosos
El día en que Juan decidió matar a su mujer, hacía mucho frío. Era
extraña una temperatura tan baja a principios de septiembre —parecía que el
otoño tenía prisa por joder—, no obstante, aquel fue un día muy extraño.
Juan y Dolores, ya de por sí, eran un
matrimonio bastante insólito. Estamos hartos de oír noticias sobre violencia de
género, en especial de violencia machista, sabemos también que existe justo lo
contrario: que el hombre en vez de ser quien golpea, lo hace la mujer. Sin embargo, en el caso de Juan y Dolores,
ambos se daban de hostias por igual. Aunque Juan era quien recibía la peor
parte. Dolores pesaba cien quilos y pico; Juan no llegaba a los setenta y
cinco.
Dolores era una mujer robusta, con más carne
que huesos, de brazos y muslos que tenían la misma anchura que el cuerpo de su
marido, y dos cabezas más bajo su mofletudo rostro, las cuales sepultaban el
cuello. Si estáis pensando que con estas características Juan lo tendría fácil
a la hora de escapar, este os diría (si pudiera) que estáis muy equivocados.
Dolores era ágil como un gato persa y era capaz de mover el brazo tan rápido
como una víbora al atacar. Juan, por el contrario, se hacía más daño al golpear
la mullida grasa de su mujer que el que ella debía sentir. Dolores era su
nombre, pero dolores era lo que sufría Juan en cada pelea.
De modo que, harto de una humillación tal que
aplastaba su virilidad contra el suelo, de las risas de sus amigos, de los
dolores de su cuerpo —tanto cuando daba como cuando recibía—, llegó a la
conclusión desesperada de acabar con la enorme existencia de su mujer.
No tenían hijos. Los padres de ambos habían
fallecido. Juan no tenía hermanos; Dolores, sí, una hermana cuyo parentesco había
desaparecido tras una discusión hacía ya tantos años que la cifra exacta había
quedada perdida en su memoria, y sus escasas amigas —si es que se las podía
llamar así— no echarían de menos su carácter arrogante y egoísta. En cuanto a
los amigos de Juan, estos estaban casi todo el día borrachos, así que no harían
preguntas peligrosas.
De camino a casa, con el regusto del alcohol en
el paladar, Juan hundió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó el reloj
de bolsillo heredado de su padre (¿qué reloj de bolsillo no es heredado de un
padre?, pensaba). Por otra parte, Juan siempre había preferido estos relojes,
ya no porque fuera un objeto heredado, sino porque pensaba que el reloj de
bolsillo era para hombres y el de pulsera para mujeres.
Abrió la tapa con el pulgar y miró la hora. Las
doce menos cinco de la noche. Sonrió. Dolores se extrañaría por lo temprano de
su regreso del bar y, en medio de la confusión, podría atacar.
—Qué inteligente he sido —se alababa en voz
alta mientras daba pasos vacilantes entre farola y farola.
Con su autoalabanza se refería al hecho de que
se había tomado dos o tres copas menos para estar con todos los sentidos
despiertos a la hora de llevar a cabo el asesinato.
En vez de guardar de nuevo el reloj en el
bolsillo, Juan se sentía tan feliz, que lo cogió por la cadena de plata y le
dio vueltas en el aire hasta que llegó a la puerta de su casa.
Encontró a su mujer en el sillón del cuarto de
estar, roncando como un cerdo. Todas las luces de la casa estaban apagadas.
Solo el brillo del televisor se colaba por la puerta del salón e iluminaba
tenuemente el pasillo. Juan no quiso encender ninguna luz por miedo a
despertarla.
Al cruzar la puerta del cuarto de estar y
vislumbrar la parte superior de la cabeza de su mujer llena de rulos, se
detuvo, paralizado. No fue por temor, ni siquiera se trataba de un repentino y
tierno acceso de amor, no; esta no es una historia Disney con un esperado final
feliz. Lo que turbó a Juan fue el percatarse de que no había pensado en cómo
iba a matarla.
Durante un momento estuvo a punto de abandonar
y dar media vuelta, regresar al bar y terminarse las dos o tres copas que le
quedaban para completar el cupo diario, pero entonces notó que tenía algo en la
mano. El reloj de bolsillo heredado de su padre. No lo había vuelto a guardar.
Miró de un modo intermitente al reloj y a
Dolores, a Dolores y al reloj. La luz del televisor arrancaba destellos
azulados a la cadena del reloj y a los rulos de su mujer.
Avanzó muy despacio, pensando con cierto horror
que era probable que la muy elefanta estuviera fingiendo los ronquidos y que en
cuanto llegase a su altura, se daría media vuelta y le pillaría in fraganti;
pero ese pensamiento se desvaneció cuando agarró la cadena con las dos manos,
la alzó por delante de la cabeza de la mujer y le rodeó las dos caras sin
rostro que formaban la doble papada. La delgada cadena de plata se introdujo
entre estas dos piezas de carne, quedando enterrada como el mismísimo cuello.
Los ronquidos cesaron enseguida, convirtiéndose en gritos ahogados. Juan no sintió
ningún remordimiento al oírlos.
Al tiempo que Dolores se removía en el sillón,
el delgado cuerpo de Juan se balanceaba con brusquedad a un lado y a otro,
arrastrado por la fuerza de su mujer, sin embargo mantenía la cadena bien
aferrada, sintiendo como esta se iba hundiendo cada vez más tanto en la palma
de sus manos como en el cuello su víctima.
Dolores balbuceaba ahora. Seguro que estaba
poniendo verde a la persona que la estrangulaba, consciente de que se trataba
del blandengue de su marido. También intentaba hacerse con la cadena, pero sus
morcillones dedos no podían deslizarse entre las papadas. Juan se deleitaba al
observar esos inútiles intentos de su mujer, babeando y sudando alcohol. Por
primera vez en muchos años, se le levantó.
La agitación de Dolores era cada vez más
intensa. Los meneos que daba Juan, impulsado por los movimientos de su mujer,
provocaron que todos sus huesos empezaran a dolerle.
Para evitar caer hacia adelante, por encima del
respaldo del sillón, se agachó como si quisiera sentarse en el suelo. De este
modo logró tirar con más fuerza de la cadena. Esta acción hizo que Dolores se
arrojara hacia atrás con todo su peso, volcando, ante los ojos desorbitados de
su marido, el sillón.
Juan quedó aplastado entre el suelo, el respaldo
del sillón, y los ciento y pico quilos de su mujer. Pero no murió al instante,
y su tozudez y determinación le permitieron continuar haciendo fuerza.
—¡Muérete ya, joder! —gruñó expulsando un
líquido que debía ser rojo pero que debido a la iluminación de la estancia
parecía morado.
De entre los pliegues de la papada de Dolores
también empezó a resbalar sangre morada.
Ahora, los movimientos de la mujer fueron
perdiendo intensidad, y cada vez eran más débiles. Ya no balbuceaba insultos,
solo salían sonidos guturales de entre sus labios. Y sus manos ya no trataban
de agarrar la cadena; ahora buscaban desesperadamente la cara de su asesino.
Finalmente la mano cayó inerte cerca de la oreja de Juan y los gemidos cesaron
como los ronquidos.
Juan aflojó los músculos de los brazos con una
sonrisa triunfal.
Un último pensamiento cruzó por su mente unos
segundos antes de morir por múltiples daños internos. Una pregunta crucial que
no se había hecho hasta ese momento.
Una vez matado a su mujer, ¿cómo tenía pensado
trasladar aquel enorme cuerpo?
Je, je, je... Muy descuidado ese Juan. Divertido relato de humor negro y muy bien narrado. Es muy visual, la descripción de Dolores esos pliegues imposibles, esas lorzas, consiguen esa repulsión y, por ende, esa afinidad para con Juan. Aprovecho para desearte un muy feliz y fructífero, en especial,literariamente, 2017.
ResponderEliminarMe alegra que te haya divertido esta historia, Compañero. Un placer verte de nuevo por mis Palabras Narradas. Muchas gracias por leerlo y comentar. Feliz año para ti también. Un abrazo.
EliminarIntensa narración, nos participas de una situación desesperada con gran maestría.
ResponderEliminarUna brazo
Me alegra que te gustara la narración de esta situación desesperada. Muchas gracias por leerlo y comentar, Mirna. Un abrazo.
EliminarQué pena. Juan se salvó solo por unos segundos... Me gustó mucho
ResponderEliminarHola, Gretzel Canezo.
EliminarBueno, en realidad Juan tampoco se salvó: murió aplastado por su mujer. El karma es muy malo. ''Un último pensamiento cruzó por su mente unos segundos antes de morir por múltiples daños internos.''
Muchas gracias por pasarte, leer y comentar, Gretzel. Me alegra que te gustara.
Un abrazo.