martes, 12 de mayo de 2015

La ciudad de las langostas: Capítulo III

¿Sordomudo? ¿Había dicho que el chico era sordomudo o había oído mal? Y ¿en serio era su hijo? Aquel hombre debía tener la edad de mi abuelo. Mientras miraba los puntitos de la tele encendida pero sin señal esas dos preguntas no dejaban de incordiarme, así que, ya descansado de mi largo viaje del día anterior y sin hambre, decidí echar un vistazo por la habitación.

Apagué la televisión con un mando a distancia enorme y me levanté de esa cama que me recordó a la de la mili. Esta, la de la Taberna de Joe, como supuse al verla por primera vez no sería una buena elección para una pareja que buscase discreción.

Lo primero que inspeccioné fue el armario. No sé por qué, pero justo antes de abrir su pesada y mastodóntica puerta, mi mente evocó algunas de las historias de Poe; un armario no tiene nada que ver con una pared, pero eso fue lo que mi querido cerebro dibujó en su compañera gris.

En lugar de un cadáver, me encontré con un fuerte olor a moho y madera podrida. Mi alérgica nariz no tardó en reprochármelo y de inmediato empezó a expulsar agüilla mucosa como castigo. Cerré la puerta.

Conforme me limpiaba la nariz con el dorso de la mano —no llevaba ningún pañuelo encima—, encaré a mi próximo objetivo: la cómoda, o más bien sus cajones.

Deslicé no sin esfuerzo el primero (debía tener alguna rueda rota, si no todas). En él no había gran cosa, pero sí algo asqueroso: juegos de sábanas doblados y tan compactos por la humedad que parecían piedras, piedras del fondo de un pantano invadido por algas.

El contenido del segundo cajón —este se deslizó con mayor suavidad— era más interesante. Y de milagro lo vi, aunque de poco me sirvió.

Como dije, la estupidez es el motor que inyecta gasolina a la mayoría de mis actos, y en este caso, disfrazado de ignorancia, no iba a haber una excepción, claro.

Lo vi justo cuando iba a cerrar el cajón, un tanto extrañado y desolado por hallarme en un cuarto tan vacío en el que aparentemente no había entrado nadie en mucho tiempo. Estaba encajado, medio oculto, entre la parte frontal del cajón y la base de este. Solo percibí una línea negruzca con vestigios de un pasado blanco, y mi mente súper inteligente dedujo que se trataba de un papel. Y así fue.

Lo saqué. Tuve que tirar con las dos manos, ya que después de tanto tiempo encajado, este y la humedad le habían cogido cariño y se negaban a soltarlo. Se rompió un poco, desperdigando pequeñas migas de papel como copos de nieve, pero esto no impidió que pudiera leer lo que había escrito. Algunas letras tenían la tinta de un boli (seguro que de esos malos de empresa) corrida, como el rímel de una mujer al llorar o al resbalarle la lluvia por la cara, y otras estaban cubiertas por completo por una mancha verdinegra de moho, sin embargo, aquellas palabras apresuradas, alargadas en exceso, casi de médico, estaban legibles.

Con el picor de la alergia en la nariz y los ojos un tanto vidriosos, leí con creciente, no asombro, sino fascinación lo que en ese papel había escrito.

Sal de ahí pero no huyas. No intentes huir. Si acabas de llegar no lo pienses sal ahora que estás a tiempo. Yo no lo hice y ahora estoy atrapado aquí en esta maldita ciudad no en esta ciudad maldita. Llevo aquí tres días aguantando resistiendo pero ya no puedo evitarlo. Te atacan como una plaga te devoran sin piedad como langostas solo que estas gentes esta ciudad engulle tu mente se alimenta de tu cordura la consume y te

La e se extendía en una línea en diagonal, como si quien escribía se hubiese sobresaltado, y no decía nada más. En ese momento y tras volver a leerla, se apoderó de mí la misma sensación que cuando vi a la mujer del vestido del siglo XX y me hizo preguntarme por qué demonios había ido allí. Entonces me di cuenta de la respuesta. Era precisamente por eso. Por esas extrañas historias que envolvían a la ciudad como un viejo sudario.

Vale, la nota esa me preveía y decía cosas que, de verdad, un poco sí acojonaban, pero aún así no dejaba de ser evidentemente el mensaje de un friki estúpido como yo que seguro solo quería asustar a próximos huéspedes; incluso podía ser que la escribiera el propio hijo del camarero. ¿Cómo dijo el hombre que se llamaba? ¿Karl? Sí, seguro que era una broma de Karl, del niño sordomudo que hablaba. Y puesto que esto último era imposible, razoné dos posibles explicaciones lógicas: o su padre también era un cachondo (de tal palo tal astilla); o yo no estaba tan descansado como creía y me pareció oírle habar. ¿Qué era lo que dijo? ¿«Quién eres»? Está claro que eso sería lo primero que diría alguien al ver que un desconocido ha entrado en su casa, y la parte del cerebro encargada de la experiencia, esa que da por hecho aspectos de la vida antes incluso de que ocurran, había formulado la pregunta más sensata en mi mente fatigada, haciéndome creer que el niño había hablado.

Sí, aquello era una explicación totalmente razonable que me dejó satisfecho, y como premio, me regalé una cabezadita antes de bajar a desayunar.


*Este relato se trata de una colaboración al relato por capítulos La ciudad de las langostas de Santiago Estenas Novoa. En el siguiente enlace, podéis leer el primer y el segundo capítulo escritos por él:Capítulos anteriores

Lee el Capítulo IV pinchando aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si has leído la historia, ¿por qué no comentar? Tanto si te ha gustado como si no, no dudes en hacérmelo saber. ¡Gracias!