jueves, 26 de marzo de 2020

Los ojos de Tiffany (Capítulo 2/7 - Ritual)

Amistad... Traición... Violencia...


Capítulo 2

Ritual

Jacob, Río y Novoa estaban sentados a la mesa rinconera de la zona para fumadores del bar al que acudían todas las noches. Jacob mantenía el vaso de ron con cola rodeado por ambas manos, muy serio y con la mirada perdida en su contenido; Río se terminaba de beber su dosis diaria de Jack Daniel’s, pues ya se iba; Novoa pedía otro vaso de Fanta Naranja a la camarera. Su cigarro llenaba de humo el ambiente.

Se habían conocido en un trabajo conjunto y desde entonces realizaban aquella ceremonia como una especie de ritual. Es curioso cómo la cercanía de la muerte puede estrechar amistades.

Dos años atrás eran tres desconocidos. Tres sicarios a los que contrataron para realizar un trabajo tan complicado que se necesitaba más de una persona. Ellos fueron los elegidos y así, en la reunión del misterioso hombre que se escondía tras unas gafas de sol y la escasa luz de la habitación de un edificio abandonado, se vieron por primera vez. A Río le molestó que no se le vieran los ojos, a Jacob le despertó una curiosidad que luego fue saciada tras descubrir cuál era el objetivo, y a Novoa… bueno, a Novoa le daba todo igual desde que estuvo a punto de palmarla de cirrosis.

Esos fueron los nombres que se dieron cuando salieron del despacho improvisado en un edificio abandonado. No eran sus nombres reales, claro. Jacob utilizaba un seudónimo del suyo propio; Río por su inexorable decisión; y Novoa…, bueno, Novoa simplemente se debía a un particular y personal gusto por ese apellido. Decía que si pudiese cambiar su apellido real, lo haría por aquel.

El misterioso hombre que se escondía tras las gafas de sol en una habitación oscura de un edificio abandonado quería asesinar al presidente del equipo de futbol del cual era afiliado. No dijo la razón; ninguno se la preguntó. Pero los tres recordaron haber oído la noticia de la ruina que había supuesto para aquel equipo una venta y fichaje fallidos, fruto, al parecer, de un arrebato irracional. Tal vez la podredumbre de aquella fruta había llegado hasta el bolsillo del hombre misterioso.

El motivo por el que se necesitaba a más de un asesino era que el presidente del equipo había recibido varias amenazas por parte de aficionados y a saber de quién más, y se había establecido una excesiva protección a su alrededor.

La cosa salió mal, aunque no del todo. No lograron matar al presidente, pero sí asustarle lo suficiente como para que dimitiera y calmara así las tensiones de todo el mundo, incluidas las del hombre que les contrató, que por cierto, y como era lógico —ya que no cumplieron exactamente lo convenido—, no les pagó ni un duro. Jamás lo volvieron a ver.

Jacob fue el más perjudicado. Una bala le atravesó limpiamente el abdomen, destrozando uno de sus muchos chalecos de seda y rozándole la cadera, lo que le dejó una cojera permanente. Los rastros de sangre no llevaron a la policía científica a ningún sitio. A veces, un simple hecho, un simple detalle, o un conjunto de estos aparentemente sin relación, pueden suponer la modificación del transcurso de una historia. Si la bala hubiese atravesado el vientre de Río o Novoa, todo hubiera sido muy diferente, pues ambos estaban fichados; pero el titiritero que mueve los hilos del mundo quiso que la sangre derramada fuera la de Jacob, el único de los tres que no tenía antecedentes.

Cuando Río y Novoa se percataron del daño, no dudaron ni un instante en coger a Jacob y sacarlo de allí.

Mientras Río conducía rumbo a aquel edificio abandonado, no paraba de decir que debían echarlo del coche, que se las apañara él solo, aunque lo hacía en contra de un sentimiento encontrado que latía en su interior. Quizá fuera por el trabajo que ambos compartían, o porque aquel Jacob le había caído bien.

Novoa, quien iba detrás presionando la herida con su jersey negro, pronto morado por la abundante sangre, trataba de hacerse oír por encima de los gritos de Jacob.

—¡No vamos a dejarle morir, ¿me oyes, palurdo?! ¡Yo sé lo que es estar al otro lado, y te aseguro que no hay ningún barbudo extendiéndote la mano para entrar en el paraíso!

Así que finalmente permanecieron juntos durante una semana en aquel edificio abandonado. La herida fue tratada de inmediato por un doctor conocido de Novoa. Río insistió en no dejar marchar al hombre, y le costó horrores confiar en las palabras de seguridad de Novoa.

Y de este modo se conocieron y forjaron una extraña amistad. Y todos los días, a las diez y media de la noche, hora a la que planearon asesinar al presidente del equipo de fútbol y a la que se fue todo a la mierda, quedaban en ese bar. Siempre hablaban de lo mismo, de cómo les había ido el día, si les habían contratado para un nuevo trabajo, si lo habían realizado ya, cosas de sicarios. Aquello era de lo único que hablaban; ninguno conocía la vida personal del otro, si no fuera así, ¿para qué les servirían ya los seudónimos?

Río les había contado, justo antes de dejar por la mitad a Jack Daniel’s —como era habitual en él—, su entrevista con la mujer que quería ver muerto a su marido, y esa era la razón por la que Jacob permanecía con la mirada perdida en el líquido oscuro de su vaso de tubo, como si en esa deliciosa mezcla estuviera la lógica de todo lo que acababa de escuchar.





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