Amistad... Traición... Violencia...
Capítulo 1
Río
—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó la mujer.
—Río.
—¿Es un apellido sudamericano o algo de eso?
Río echó la cabeza hacia atrás al tiempo que
mostraba su enorme dentadura de caballo. La carcajada hizo temblar las alargadas
lágrimas de cristal de la elegante lámpara que pendía del techo del salón.
Aquella mujer le había gustado desde el
principio. Una de las razones por las cuales siempre exigía un trato personal
con su cliente era para poder mirarle a los ojos. Su objetivo era sumergirse en
esos dos diminutos pozos capaces de contener una infinidad de secretos. Río
trataba de averiguar qué había tras la mirada de una persona que desea matar a
alguien, arrebatar la existencia de otro ser humano, casi siempre su propio
familiar. ¿Lo lograba? Bueno, se esforzaba al máximo, pero él era un sicario,
no un puto psicólogo. Aunque no cesaría en su búsqueda de la verdad.
La otra razón estaba a punto de explicársela a
la mujer. La anterior era su tesoro particular, pero de la siguiente debían ser
conscientes sus clientes. Este era, por así decirlo, su lema.
—Verá, encanto, no he venido aquí a charlar con
usted sobre mi nombre. Tampoco me interesa el suyo, así que no se moleste en
decírmelo. —Y ahí iba su mensaje—. La localización del cliente es lo único que
me importa.
—Por eso quería venir aquí para hablar del servisio que nesesito en lugar de haserlo por
teléfono. Entiendo. ¡Qué estúpida he sido!
«¡Qué estúpida he sido!», había dicho la
despampanante mujer que Río tenía delante. En ese momento las pupilas de sus
ojos deberían haberse contraído y dirigido al suelo, la piel debería haber ido
perdiendo ese bronceado latino hasta adoptar el tono del papel más puro, y
gotitas de sudor frío deberían empezar a despuntar sobre la frente. Sin
embargo, los ojos negros de aquella mujer se negaron a cambiar de tamaño y
permanecieron fijos en los de él, la piel no mostró ningún cambio tonal y la
frente permaneció tan lisa y seca como siempre.
Río no pudo evitar tragar saliva antes de
hablar.
—Bien, ¿qué es lo que quiere? —Cada vez que
formulaba esa pregunta le resultaba más repugnante e innecesaria. Todos querían
lo mismo: matar a alguien; o como decía él: arrebatar la existencia humana.
—Siéntese, por favor.
Río tardó en reaccionar. ¿Qué clase de persona
le ofrecía asiento a un sicario?
«La clase de persona que no se asusta cuando el
mismo sicario dice tenerla localizada», pensó mientras sus piernas le llevaban
al sofá de ante dorado.
—¿Quiere beber algo?
Hubiera deseado un vaso de agua: esa mujer le
estaba dejando seco sin siquiera tocarle, lo que, al contrario de desagradarle,
le fascinaba y le ponía, pues al fin había encontrado a alguien a su nivel,
pero denegó la oferta.
Ella posó en el suelo una maleta de viaje y se
sentó a apenas unos centímetros de él, a pesar de que había un sillón al lado
del sofá, ladeado hacia este de tal modo que podrían verse las caras sin ningún
problema.
Fijó esos impenetrables secretos negros en los
azules de Río y tras unos segundos que aceleraron el corazón del hombre, al fin
dijo lo que quería.
—Verá, Río, sé que mi marido quiere matarme. Es
solo cuestión de tiempo que lo haga, por eso nesesito sus servisios cuanto
antes. Quiero verlo muerto.
A Río le sorprendió la forma en que lo dijo, e
hizo un esfuerzo para evitar exteriorizar esa reacción. Por el suave arqueado
de una de las comisuras de los labios de ella, dedujo que había fracasado.
No había dicho la resabida frase: «Quiero matar
a…» O «Quiero que mates a…». No. Había dicho «Quiero verlo muerto». Dios mío,
¿podía ser esta mujer aún más perfecta?
—Sí, ha oído bien —aseguró ella—. Quiero verlo
muerto. Está claro que usted está aquí para matar a alguien: es su trabajo; es
a lo que se dedica. Y lo que yo quiero es una garantía de que lo cumple. De que
cumple su trabajo y mi dinero no cae en saco roto. ¿Cree que podrá haser eso? ¿Cree que podrá haserlo por mí, Río?
Esa última pregunta, tan cercana y formulada
casi en un susurro, fue directa a su entrepierna. Le había dicho que no había
ido allí para hablar de su nombre, pero ¡qué cojones! Esa mujer era una perla
entre un centenar de ostras vacías. Si a ella le interesaba su nombre, no
sería él quien la dejara con las ganas de saber la verdad.
—Encanto, ¿por qué crees que me hago llamar
Río? No es sudamericano, por supuesto, tú deberías saberlo; ni siquiera es
real. Me hago llamar así porque cuando alguien compra mis servicios, no ceso
hasta conseguirlos. Porque soy inexorable. Como las aguas de un río.
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