Amistad... Traición... Violencia...
Capítulo 5
Tiffany
La casa de Jacob en la que vivía su mujer estaba vacía. No había nadie.
La muy zorra no estaba en casa.
En un principio, al ver todas las luces
apagadas desde el coche, pensó que ya se había acostado, algo raro en ella,
pues le gustaba permanecer hasta las tantas de la madrugada viendo reemisiones
de series de policías, algo que a él no le hacía mucha gracia. Por eso Jacob
creía que ella lo hacía a propósito.
Tiffany sabía a qué se dedicaba. Lo descubrió
dos años atrás, después de siete años ocultándolo; no había mentiroso que
saliera ganando contra sus ojos, por eso Jacob pensaba que hacía tiempo que lo
sabía, o se imaginaba algo.
Al final le reveló la verdad sobre su ausencia
durante aquella fatídica semana y le enseñó la herida vendada. Ella no mostró
sorpresa, algo normal: siempre parecía estar preparada para todo, siempre
parecía saber todas las verdades del mundo.
Tiffany no quiso saber nada más, solo sonrió de
forma enigmática, y le dijo, muy firme, que procurara que esa mierda no le
salpicara a ella, que no quería verle llegar a casa manchado de una sangre que
no era la suya. A partir de entonces, la relación entre ellos terminó por
enfriarse, y todo cambió. Una relación de más de quince años estaba llegando a
su fin. Pero a él no le importaba.
La conoció a los quince años en el país de
origen de ella: Colombia. Sus voluptuosas caderas a tan temprana edad le
dejaron sin aliento. Los padres de Jacob, o Santiaguito, por aquel entonces,
vivieron allí durante un tiempo. Y él tuvo que asistir al instituto de
enseñanza secundaria del lugar, algo que no le fascinaba, sin embargo la
presencia de la chica amenizaba las clases.
Más tarde Jacob descubriría que su padre tenía
negocios pendientes con mafias de narcos de allí y también comprendió, como se
comprende que el pene sirve para algo más que para mear, que todo ese mundillo,
todas esas visitas de hombres elegantemente vestidos y maletines de dinero que
acudían a su casa le había salpicado, corrompiendo así todo su ser. Pero a él
no le gustaba la droga, y su vida laboral tomó otros derroteros, aunque también
oscuros. Para Jacob, matar era una forma de desahogar la rabia que
experimentaba hacia su padre por haberlo convertido en lo que era.
Aún tenía la llave de la casa, así que entró,
adentrándose en el oscuro vestíbulo. Encendió la luz. La casa estaba sumida en
un silencio desolador, un silencio que hacía daño en los oídos, un silencio que
Jacob echaba de menos y que le obligó a cerrar los ojos y respirarlo durante un
par de segundos. El olor también le trajo recuerdos pasados. Al cabo, avanzó
cojeando hacia la escalera y aplicó el interruptor correspondiente.
Una vez arriba, empujó la puerta de la
habitación anteriormente denominada «de matrimonio».
—Tiffany, des… —empezó a decir, pero al iluminar
la estancia, vio que la cama estaba vacía. La muy zorra no estaba.
Permaneció un largo tiempo en esa absurda
posición: una mano sobre el interruptor de la luz, otra sobre el picaporte de
la puerta y los labios ligeramente separados en medio de la palabra
«despierta». La luz arrancaba destellos a su chaleco de seda morada. En su
cabeza se agolparon miles de pensamientos. Miles de pensamientos que tenían que
ver con el hecho de que el armario, con la puerta abierta, dejara a la vista
sus tripas vacías. Y miles de pensamientos que tenían que ver con esa repentina
sensación de abandono que había adoptado el silencio.
Cuando reaccionó, todos los pensamientos
agolpados parecieron chocar contra la pared frontal de su cráneo, como los
vagones posteriores de un tren que de repente se estrella, y un dolor brutal se
instaló en su cabeza.
Se puso de rodillas junto a la cama y levantó
la colcha al tiempo que miraba por debajo del colchón. La maleta tampoco
estaba. Retiró la cómoda, despejada de todos los joyeros, cosméticos y
productos de maquillaje y comprobó la caja fuerte empotrada. Esta era otra de
las razones por las que no quería divorciarse; se la había omitido a Novoa por
motivos obvios. Era el único sitio seguro donde guardar todo el dinero.
La puertecita de la caja estaba abierta y el interior
le escupió la nada como sonriendo, como diciendo: «¡Serás imbécil! ¿Cómo se te
ocurre decirle la contraseña?».
—¡Joder! —gritó con todo el aire que sus
pulmones le permitieron y empujando la puertecita con excesiva fuerza.
Tenía que saber adónde había ido. Necesitaba
saberlo para ir a por ella. Hay cosas que un hombre no puede hacer, por mucho
que las desee…, hasta que le tocan demasiado los cojones. ¡La muy zorra había
comprado su muerte y luego se había largado de allí con todo su dinero! Y Jacob
sospechaba su destino. Otra carta que jugaba a su favor, ya que si la
relacionaban de algún modo con el asesinato de su marido, sería más complicado
de localizar y traerla de vuelta a España.
Para asegurarse de su sospecha, encendió el
ordenador de mesa que había en el pequeño despacho contiguo a la vieja
habitación de matrimonio. Abrió el historial de búsquedas del navegador de
Internet y ahí estaba la dirección de una agencia de viajes y la compra de un
billete solo de vuelta a Colombia.
—¡Zorra, zorra, zo…!
Los toques en la puerta principal interrumpieron
su cariñosa opinión respecto a su mujer.
Por un momento se le cruzó por la dolorida
cabeza la idea de que Tiffany había vuelto, pero luego la lógica vino a su
encuentro y le dijo que para qué coño iba a llamar ella a la puerta. Y entonces
se acordó de Novoa. Y de su trabajito con Río.
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