¿Puede matar el silencio?
Si alguien
le hubiese preguntado a Oliver qué le gustaría ser de mayor, mimo habría sido
lo primero que se le habría pasado por la cabeza. Sin embargo, si unos años
después le hubiesen ofrecido trabajar en esta silenciosa profesión, su
interlocutor habría acabado muy mal parado.
Oliver
comenzó a admirar a los mimos la primera vez que vio uno. Fue cuando tenía ocho
años y aún estaba entre aquellos muros gruesos y marrones impregnados de soledad
y tristeza. El Orfanato «Cradle Child». O como él lo llamó más adelante, «La Cueva»,
ya que ahí dentro todos los días eran igual de oscuros. Solo hubo uno que logró
iluminarlo un poco; un emocionante día que le hizo olvidar dónde se encontraba,
y que antes de escaparse y conocer al mimo había estado reviviendo una y otra
vez en su recuerdo.
Aquel
día, la dirección de Cradle Child preparó una excursión al circo.
Hacía una
tarde calurosa. El sol iluminaba cada una de las carpas, arrancándolas una
sonrisa llena de vivos colores. El rojo, el verde y el dorado bañaban todo el
terreno en el que aquel circo ambulante había aterrizado, como si se estuviesen
viendo las cosas a través de esos traslúcidos papelitos de colores.
Las
jaulas oxidadas de los animales también despedían brillos, provocados por el
sol. Al paso de la fila de los niños y profesores, los leones dormitaban y los
tigres rugían; fuera de jaulas, los elefantes alzaban su trompa como saludando.
Había también algunos monos. Uno se subió al hombro de Oliver y comenzó a
meterle el dedo en el oído. Al niño no le gustó nada de nada; le hacía
cosquillas, y a él no le gustaban las cosquillas, de hecho, repudiaba cualquier
tipo de contacto físico.
Trató
de avisar a uno de los profesores, pero claro, las palabras no pasaron de su
garganta, y solo emitió un inaudible gemido. Por otra parte, podía olvidarse de que le vieran, pues los
tres profesores encargados de supervisar la excursión estaban tanto o más
embobados con los animales que los niños. Así pues, apretó los puños y los
dientes para tratar de contener la repulsión y justo cuando las lágrimas
amenazaban con lanzarse al vacío, uno de los muchachos se percató del mono
sobre el hombro de Oliver.
—¡Mirad, un mono encima del Mudo!
Todos los niños se giraron hacia el
niño que se quedó mudo a los tres años tras un accidente en el que murieron sus
padres —un accidente que él no recordaba— y estallaron en carcajadas y dedos
índices. Los tigres, excitados, aumentaron sus gruñidos, e incluso uno de los
leones se levantó sobre las patas e imitó a su salvaje compañero.
La sangre de Oliver ascendió hasta
sus mejillas y algo le golpeó en el pecho. De pronto, un sentimiento más
poderoso y peligroso expulsó a la repulsión, y antes de que su cerebro enviase
la señal, ya había aferrado al mono de los pelos y lo lanzaba contra Silvio, el
niño que siempre se metía con él.
La garganta de Oliver soltó un ronco
gruñido que le hizo daño. Tosió en silencio. El mono, a su vez, chilló, y se alejó
corriendo de allí.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —preguntó
la profesora Fernanda.
—El Mu… Oliver me ha tirado un mono a
la cabeza —replicó Silvio en tono inocente y casi llorando.
—Oliver, siempre Oliver —suspiró la
profesora—. La de guerra que das para no hablar, niño. Ven aquí conmigo. —Le
cogió del brazo con fuerza suficiente para hacerle daño y se le llevó a la
cabeza de la fila, junto a ella.
Oliver apretó los dientes. Odiaba que
le tocaran.
Aquello que dijo la profesora
Fernanda no era del todo cierto. Él no daba guerra, él nunca hacía nada malo,
excepto en aquellas ocasiones en que esa presión invadía su pecho y actuaba sin
control de sí mimo. Pero la mayoría de las veces, los demás niños le acusaban
de cosas que ellos habían hecho, y como Oliver no podía defenderse hablando, ni
escribiendo, pues aún no lograba entender todos esos extraños símbolos,
permanecía con la cabeza gacha y soportando todas las regañinas de los
profesores.
El incidente del mono fue olvidado cuando el mimo ocupó el
centro del escenario bajo la carpa de espectáculos.
A Oliver no le llamó la atención
aquella ropa tan fuera de lugar en un mundo repleto de colores como ese; ni
siquiera provocó un sorpresivo alzamiento de cejas el hecho de que tuviera la
cara completamente blanca o los teatrales movimientos en el aire. No. Tal vez
solo al principio, cuando fue presentado, pero segundos después, todo ello
desapareció de su mente, y esta se llenó de silencio. Absoluto silencio.
¡Aquel hombre no hablaba! ¡Era como
él! Movía la boca, pero no salía ni un ruido por ella. Ni un gruñido. ¡Era
todavía más silencioso que él y aún así estaba ahí, dando un espectáculo,
siendo alguien importante! Hasta ese momento, Oliver había pensado que siempre
estaría solo, que jamás podría salir del orfanato porque nadie le querría o
porque no habría nada esperándole más allá de esos muros. Hasta ese momento,
pensaba que él era la única persona muda en el mundo. Sin embargo ahora veía la
verdad. Ahora veía que había otra persona como él —tal vez incluso hubiesen
muchos más—, y que además era capaz de colocarse frente a cientos de personas y
hacerlas reír y divertirse.
Durante el tiempo que duró la
actuación del mimo, solo estuvieron ellos dos bajo esa carpa. El mimo y Oliver.
Oliver y el mimo.
Contemplando maravillado nada más que
su boca, el niño tomó una decisión. La primera en su vida.
Tenía muy claro que no pensaba
quedarse para siempre encerrado en Cradle Child.
Se escaparía.
Al final no fue tan difícil escaparse de la Cueva. Tuvo que
esperar dos años, sí, pero una vez había logrado estudiar a conciencia todo el
edificio y había planeado su huída, fue pan comido. Eso sí, no se fue sin antes
dejar un regalito a Silvio, concretamente en sus zapatillas, esas que se
calzaba nada más bajar los pies de la cama. Le habría gustado ver cómo las
chicnchetas se hundían en sus talones. Pero tenía que marcharse esa noche de
celebración de fin de año.
Ni siquiera echó un último vistazo a
la enorme puerta forjada con dos ces enormes cuando echó a andar libre por la
carretera.
En su mente solo había una
esperanzadora imagen. La de la boca silenciosa de aquel mimo que vio cuando
tenía ocho años.
Tenía que encontrarle.
Más suerte no pudo tener. Resultó que el circo aterrizó en
aquel pueblo para quedarse. Eso le hizo preguntarse a Oliver el por qué no les
habían vuelto a llevar de excursión allí, sin obtener respuesta.
Por la noche era totalmente diferente
que por el día. Los vívidos colores parecían muertos, los sonidos de los
animales provocaban escalofríos, y desde una destartalada caravana, emergían
unos grititos femeninos. Por un instante deseó dar media vuelta e introducirse
de nuevo en el silencio de las calles, pero la imagen del mimo insistía en que
continuara su avance.
El suelo estaba embarrado por las
lluvias de los días anteriores; pronto sus zapatos desaparecieron.
Vislumbró una luz en una carpa más
pequeña a la del espectáculo, pero más grande que las otras dos que había a su
alrededor.
Entró en ella.
Allí encontró al hombre que había
sostenido el micrófono y hecho las presentaciones el día de su visita. Un
hombre gordo y de fino bigote al que sorprendió en pleno proceso de algo.
Los dos se quedaron inmóviles.
Finalmente, el hombre terminó de enrollar un papel largo y blanco sobre lo que
parecía hierba picada, y le habló.
—¿En qué puedo ayudarte, muchacho?
¿Has perdido a tus padres?
No podía estar más en lo cierto.
Oliver sacó una libreta de su
bandolera, y escribió con esfuerzo:
«¿Dónde
está el mimo?»
Su letra dejaba mucho que desear,
pero el hombre le entendió.
—Oh, con que eres mudo, ¿eh? —dejó el
cilindro sobre una mesita redonda y se acercó a Oliver—. No necesitas al mimo
para trabajar aquí. Soy yo quién tiene que decidirlo.
«¿A
sí?», escribió con una sonrisa.
El hombre gordo rió y le revolvió el
cabello. Oliver se retiró de inmediato muy serio. Cómo odiaba que le tocaran.
—Vaya… Además de mudo, arisco
—comentó—. Bueno, como no puedo imaginar un mimo mejor que un mudo, te daré una
oportunidad. Pero será mañana por la mañana. —Y volvió a su asiento y a coger
el cilindro.
Oliver estaba muy contento:
¡trabajaría de mimo! Pero antes quería verle de cerca. Ver a ese que había
estado durante dos años en su cabeza. A ese que le había dado fuerzas,
esperanza e ilusión.
Volvió a enseñarle la hoja en la que
preguntaba por él.
—Ah, sí. Se me olvidaba. Imagino que
necesitarás a alguien que te enseñe un poco. No sé si Rober tendrá muchas ganas
ahora, pero no pierdes nada preguntándoselo. Vive ahí.
Desde las cortinas de la carpa, le
señaló una de las caravanas. La destartalada de la cual salían esos gritos de
mujer.
Oliver guardó la libreta, y se
dirigió hacia allí.
Antes de que Oliver llegara, la puerta de la caravana se abrió
y salió una mujer muy delgada vestida con una especie de bikini rosa. Estaba
despeinada, y muy contenta.
—¡Cierra la puerta! —escuchó Oliver.
Era la voz de un hombre. Había alguien más con el mimo.
Llamó muy nervioso.
—¿Te has olvidado las braguitas?
—decía ese hombre conforme abría la puerta. Luego miró abajo, a Oliver—. ¿Quién
eres?
Se trataba de un hombre alto y tan
flaco como los asquerosos espárragos de La Cueva. Las costillas se le marcaban
en su torso desnudo.Tenía la cabeza muy redonda y el pelo corto, rizado y
negro. Sus ojos eran azules y brillaban. Respiraba muy rápido, como si
estuviese cansado, y olía a sudor.
Oliver escribió:
«Busco
al mimo.»
—Pues aquí le tienes. ¿Qué quieres,
pequeño? Estoy muy cansado. La joven esa que acaba de salir de aquí es una de
las trapecistas, y uuuh… —un gritó demasiado agudo que recorrió la columna de
Oliver—…, ni te imaginas lo elástica que es.
Oliver no escuchó nada más de lo que
decía. No podía ser verdad. Le estaba mintiendo. Ese hombre no podía ser el
mimo.
La presión en el pecho estaba
despertando, y esta vez no robaría el puesto a algo tan irrelevante como la
repulsión, sino a algo mucho más poderoso, a algo en lo que había creído
durante esos dos últimos años.
Empezó a temblar.
Sin pedir permiso, se introdujo en la
caravana por debajo del brazo del hombre, quien protestó sin impedirle el paso.
Observó su alrededor. Maquillaje
frente a un espejo. Maquillaje blanco. Maquillaje negro. Dentro de un armario
de puerta rota, un traje a rayas blancas y negras.
Sobre la pequeña encimera de la
cocina, había platos sucios y vasos, pero sus ojos se desviaron automáticamente
hacia el juego de cuchillos.
—Renacuajo, creo que es hora de que
vuelvas con tus papás —dijo el hombre que le había traicionado. Sintió una mano
en el hombro, y eso fue lo que despertó del todo a la presión del pecho.
Oliver le asestó una patada en la
espinilla, con todas sus fuerzas. Se precipitó de un salto hacia los cuchillos.
Sin mirar cuál cogía, aferró el mango negro de uno y de un solo movimiento
rotatorio, lanzó el mandoble. Rajó al hombre que le dio esperanzas en la
mejilla, pues se encontraba agachado frotándose la espinilla. Gritó…, bueno,
chilló como un cerdo con los ojos azules totalmente en shock y repletos de
terror. Se llevó las manos hacia la raja que había extendido el labio unos
centímetros. Ríos de sangre resbalaron entre sus dedos.
No paraba de chillar, y Oliver no lo
soportaba. Se acercó a él conforme este retrocedía hacia la deshecha cama
dejando un rastro de orina y sangre.
Una vez contra la ventana que había
sobre la cama, acurrucado, empezó a soltar patadas sin control al chico que
sostenía un cuchillo y le miraba extrañamente con ojos tristes y furiosos.
Oliver movió el cuchillo frente a él,
rajando las piernas que intentaban detener su avance. El hombre que acababa de
apagar la única luz que había en su corazón, cesó en su empeño. El chico posó
una rodilla en el colchón. Abrió líneas rojas en las palmas de las manos del
hombre cuando volvió a intentar defenderse.
—Por favor, por favor —repetía una y
otra vez, sin saber que su maldita voz era lo que más daño hacía al chico.
En una de esas veces que abrió su boca para suplicar, Oliver, con un veloz movimiento, enganchó la
lengua, tiró de ella, y la cortó.
El hombre ni siquiera tuvo tiempo de
gritar antes de que Oliver le asestara una última estocada dentro de la boca.
La hoja del cuchillo atravesó el
paladar, y la punta asomó por la sien.
Oliver sacó el utensilio de cocina de
la boca, guardó la lengua junto a la libreta, y salió de la caravana.
Nadie había oído nada. Las casas
rodantes estaban muy separadas unas de otras, y probablemente estarían todos
durmiendo.
Le llamó la atención el silencio.
Ahora ni los animales se oían. Esto le ayudó a sentirse un poco mejor. No
experimentaba arrepentimiento, no le importaba ya nada aquel hombre. Ya no le
importaba nada. Solo sentía tristeza, desesperanza, y de nuevo soledad. Aquel
silencio que se había adueñado de repente del circo era lo único que le impidió
rajarse el cuello a sí mismo, ahí mismo.
Dejó que el cuchillo resbalara de
entre sus dedos y se hundiera en el fango, y arrastrando los pies, caminó y
caminó rodeado del absoluto y reconfortante silencio que sumía al pequeño
pueblo en aquella fría noche.
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