Cuando la mente juega con nosotros...
Nada más descolgar la última sábana blanca, el corazón de la mujer
logra escapar de su lugar natural mediante un salto. La sangre deja de
funcionar, y la respiración, envidiosa, hace lo mismo. Los músculos se tensan
en el cuerpo como las cuerdas de la colada en el aire. La sábana, sujeta por
las manos inertes de la mujer, es la única que se mueve, agitada por una ligera
y cálida brisa de primavera. El tiempo se ha detenido. Todo ha muerto.
El perro también.
Es vislumbrar lo que el animal aferra con sus
dientes lo que hace que todo vuelva a cobrar vida y color.
Así, el corazón vuelve a su sitio de origen. La
sangre reanuda su marcha, y la respiración —cómo no— hace lo mismo. Los
músculos se aflojan tan bruscamente, que hacen temblar todo el cuerpo. La
sábana se escurre de entre las manos y vuela solo unos centímetros como una
alfombra mágica antes de caer al suelo.
La parte del cerebro encargada de la
supervivencia manda señales a la mujer para que retroceda muy despacio hacia el
porche cerrado de la enorme casa a la que acude a limpiar, en esos momentos
vacía; al mismo tiempo, abre un fichero de imágenes en las cuales aparece ese
mismo perro —el del vecino— y otras que lo relacionan con una raza de las
consideradas peligrosas.
La mano en las fauces de la bestia lo confirma,
y es el horror que le provoca el volver a cerciorarse de ese detalle, el que le
hace girar sobre sus talones como un tornado y echar a correr a la velocidad
del rayo.
Con la mirada clavada en el picaporte de la puerta —«¿Por qué la habré cerrado?», se pregunta—, espera aterrada y apretando la vejiga que en cualquier momento sentirá un empujón en su espalda, caerá de boca al suelo, y su mano dejará de formar parte de su anatomía.
Logra llegar a la puerta. La abre sin problemas, se introduce en el porche, da media vuelta y cierra, todo en menos de un segundo.
Contempla el exterior entre el vaho que su
agitado aliento provoca en el cristal de la puerta. Ve al perro. Aquel perro
del vecino de la mujer a cuya casa acude a limpiar, perteneciente a una de esas
razas consideradas peligrosas, asesinas. No se ha movido del sitio.
Más tranquila, pues ya está a salvo encerrada
en aquel porche benditamente cerrado, se percata por primera vez de la cola del
animal. Se mueve de un lado a otro. Izquierda, derecha, izquierda, derecha.
Conforme los temblores cesan y el pulso vuelve
a la normalidad, sus ojos recorren el lomo del animal hasta llegar al hocico.
No quiere, pero se obliga a mirar. Y ve, a través del cristal protector, a
través de la seguridad más absoluta, el juguete de perro aferrado entre los
dientes de la bestia.
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