Nada como el primer regalo...
Al día siguiente sería su cumpleaños, y Jesús, extrañamente en él,
tanto en este día como en su vida en general, estaba alegre.
Hasta ahora no le había importado en absoluto
esa fecha. Hacía tiempo que no lo celebraba; «Ja; tiempo», pensó. En realidad
no recordaba un solo cumpleaños celebrado. ¿Y los regalos? Jesús jamás había
recibido un regalo; ni siquiera en Navidades. Lo único que se celebraba en
aquella casa era Halloween, y quizá era la única vez del año que lograba
sentirse un tanto querido por su madre y
no tan solo. Después de eso, total indiferencia por parte de la mujer. Y lo
peor de todo era que sabía el por qué.
Su padre había desaparecido hacía muchos años,
tantos, que Jesús no se acordaba de su rostro. ¿El culpable de dicha
desaparición? Él, por supuesto. Su madre se lo había dejado bien claro la
primera y última vez que se lo preguntó.
—Eres un niño malo y estúpido —le había
escupido en la cara arrugando sus delgados labios en ademán repulsivo—. ¿Cómo
no se iba a ir? Suerte que yo no soy tan débil como él, si no te quedarías
solito.
Así que ¿cómo sonreír? ¿Cómo estar alegre?
¿Cómo hacer amigos siquiera, cuando ni él mismo se apreciaba? No recordaba el
tiempo que hacía que no se miraba al espejo. Le daba igual todo. En el insti
suspendía, y cada dos por tres su buzón se tragaba un parte de expulsión, de
modo que pasaba más tiempo encerrado en su habitación desordenada que en ningún
otro sitio.
Esos confinamientos se los pasaba llenando su
cerebro de ideas para recuperar a su madre, para recuperar su amor, si alguna
vez lo había tenido. Pero no sabía qué hacer, las ideas acudían a su cerebro
vacías, eran falsas ilusiones, como cuando abres una pipa sin nada dentro. Un
día trató de ayudarla a poner la mesa, y ella le dijo que se apartara, que no
necesitaba la ayuda de un niño inútil. También se le llegó a cruzar por la
cabeza que la mujer estaría mejor sin él, sin embargo no podía irse de casa,
pues ¿cómo sobreviviría? No conocía a ningún familiar, y claro, no tenía
amigos.
En eso estaba pensando por enésima vez una
mañana de expulsión, como hacía todos los días, cuando su madre entró en la
habitación una semana antes de la fecha de su cumpleaños.
—Bueno, cariño, se acerca tu decimotercero
cumpleaños —dijo con una sonrisa radiante, como si su relación siempre hubiese
sido de ese modo, y comenzó a posar sobre su antebrazo la ropa sucia que había
desperdiga por la habitación.
Jesús no se lo podía creer. Estaba
desconcertado, confuso, tanto que experimentó un ligero vahído; porque estaba
tumbado en su cama, si no estaba seguro que se habría caído al suelo.
La palabra «cariño» y aquella sonrisa feliz
estallaron en su corazón tras su conmoción, y golpearon su pecho, sacudiéndolo
y obligando a sus ojos a llevar a cabo el trabajo más demandado: el de arrojar
lágrimas por las mejillas del chico. Solo que estas lágrimas eran diferentes.
Estas lágrimas eran agradables.
«¿A qué venía ese cambio de actitud?» habría
sido la pregunta adecuada para aquella insólita situación, pero Jesús llevaba
tanto tiempo esperando aquello, que no pensaba desperdiciarlo haciéndose ese
tipo de preguntas. Iba a aprovecharlo al máximo, y no dudó en levantarse y
abrazarla con todas sus fuerzas.
—Lo siento —le susurró en su oído.
—¿Por qué? —preguntó ella sin esperar
respuesta—. Aquí no ha pasado nada. Ven, he preparado tostadas con mantequilla
y mermelada para desayunar.
El «Aquí no ha pasado nada» liberó ese gran
peso que Jesús sostenía sobre sus hombros y le llenó el corazón de amor hacia
su madre por perdonarle de ese modo.
Repleto de felicidad, tan alegre y aliviado que
sentía una ligera debilidad en su cuerpo, agarró la mano de su madre, y se dejó
llevar a la cocina, donde esperaba ese desayuno que no había probado nunca,
pero que sonaba delicioso.
El día que precedía al que sería el más feliz de su vida —más
incluso que aquel de una semana antes—, su madre estuvo fuera desde por la
mañana hasta por la noche.
Estaba acostumbrado a estar solo, pero ahora
que todo había cambiado, deseaba verla en todo momentos y no separarse de ella.
Sin embargo, la mujer había insistido en que le esperara en casa, y Jesús se
imaginó la razón. ¡Le estaba preparando la fiesta en algún sitio, y
probablemente comprándole el regalo! Esa idea le mantuvo sonriendo durante todo
el día.
Su madre le había dado un libro de terror en el
que aparecían seres muy extraños y situaciones escalofriantes que había estado
leyendo durante todo el tiempo sin parar. Se encerró en su lectura, imaginando
todos esos mundos, pasando miedo —lo que de vez en cuando le obligaba a retirar
un poco la mirada de sus hojas—, y cuando se quiso dar cuenta, su madre se
hallaba frente a él mirándole con una sonrisa.
Jesús se sobresaltó al verla, producto de todo
lo leído. No había oído la puerta al entrar.
Era muy guapa y joven —¿con cuántos años le
habría tenido?, se preguntó el chico— y en ella no había ni rastro de las
arrugas de preocupación que debía tener debido a las circunstancias de su vida,
arrugas prematuras que Jesús sí poseía en su rostro, lo cual, sumado a su
delgadez depresiva, le hacía aparentar veintimuchos años, en lugar de casi
trece.
—¿Preparado? —le preguntó su madre curvando sus
labios en una delgada y elegante línea rosada.
Esa sonrisa se deslizó por su columna vertebral
hasta la nuca, poniendo los pelillos de esta de punta. ¿Esa era la reacción que
producía el amor de una madre en el cuerpo?, se preguntó Jesús.
Le extendió la mano tocada con unas largas
uñas.
—Vamos.
Jesús no lo dudó. Asió la cálida mano de su
madre, dejando el libro a un lado, sobre el sillón de cuero negro cuarteado.
—¿A dónde vamos? —le preguntó.
Comenzaron a cruzar el salón.
—A tu fiesta de cumpleaños —replicó la mujer
con un intenso brillo en sus bonitos ojos verdes, desbordantes de ilusión.
De nuevo esa sensación en la espalda de Jesús.
Pero lejos de cualquier molestia, la adoraba por su significado.
—¿Ahora? —No le importaba lo más mínimo (cuanto
antes mejor) pero eran las doce y media de la noche y en la calle debía hacer
un frío horrible.
—Claro —afirmó ella razonablemente—. Tu
cumpleaños es dentro de media hora…, cariño. Quiero que lo celebremos justo en
el mismo momento en que naciste.
Llegaron al vestíbulo.
—Pues espera, que me visto. —Estaba en pijama.
Trató de soltarse de la mano, pero su madre se lo impidió apretándola—. ¡Ay!
—exclamó.
De repente, algo no le gustaba. Algo antiguo
despertó dentro de él. Volvió a ver la sonrisa de la mujer y sus ojos, y esta
vez el escalofrío no fue agradable.
—No hace falta —le dijo con la mayor amabilidad
del mundo—. Solo coge el abrigo; esos pantalones no parecen de pijama.
Jesús hizo lo que le pidió. Algo le decía que
no convenía contradecirla. Todos los fantasmas que le rodeaban, desaparecidos
hacía una semana, volvieron a aparecer, y de nuevo se sentía despreciado,
culpable, y triste.
—Vale —se limitó a decir, y se puso el abrigo.
Al darse la vuelta, volvió a entrelazar sus
dedos con los de su madre e hizo ademán de dirigirse a la puerta. Pero como
había hecho antes, la otra mano aplastó la suya, y se lo impidió.
—No. Por ahí no —dijo conforme desataba el
cinturón de su gabardina «Trench» negra y arropaba con ella a Jesús.
Oscuridad. Sumido en ella era donde Jesús se encontraba. El mundo se había vuelto
completamente negro. Luego escuchó desde muy lejos «¡Despierta!», y abrió los
ojos bruscamente.
Lo primero que vio fue el horroroso rostro de
una mujer vieja. Su boca desdentada bajo una nariz arrugada y afilada despedía
un hedor semejante al de la alcantarilla obstruida que había de camino al
insti. Eso obligó a Jesús a girar la cabeza y justo a su izquierda, a unos
metros de distancia, vio un chico más o menos de su edad atado a un poste de
madera.
Entonces se percató de que él también estaba
atado. Trató de luchar contra las cuerdas, pero de nada le sirvió: estaban tan
apretadas que hacían daño en los brazos, el estómago y las piernas.
Miró a su alrededor. La vieja se había alejado.
Lo que vio le heló la sangre y transportó su mente al libro que su madre le
había dado.
Había cinco chicos atados a postes, de su misma
edad, tal y como él lo estaba, rodeados por un círculo de piedras y cada uno en
una de las puntas de una estrella formada por surcos en la tierra. Justo en el
centro, ardía una hoguera, rodeada a su vez por cinco mujeres jóvenes —entre
las que se incluía su madre— y la mujer vieja. Todas ataviadas del mismo modo
mediante un extraño vestido negro.
—¡MAMAAÁ! —gritó Jesús con todas sus fuerzas,
llorando de miedo.
Los demás chicos le imitaron y pronto el claro
flanqueado por árboles se llenó de las voces desesperadas y confusas de cinco
jóvenes.
—¡Silencio! —chilló la mujer vieja alzando al
oscuro cielo el largo palo en el que se apoyaba. Unos rayos violetas iluminaron
durante unos segundos el cielo.
Todos se callaron, y pronto se empezaron a oír
sollozos.
Las cinco mujeres estaban hablando… o mejor
dicho, recitando algo que Jesús no logró identificar. Solo le pareció que
hablaban al revés. Luego, cada una, se acercó a sus respectivos hijos, mientras
la vieja permanecía en el centro, junto a la hoguera.
—M-Mamá, ¿qué pasa? —preguntó tembloroso.
De nuevo la maldita sonrisa… y el escalofrío.
—Estamos celebrando tu cumpleaños… Bueno,
vuestro cumpleaños decimotercero —indicó con normalidad haciendo un ademán con
el brazo que abarcaba a los demás.
—Pero ¿por qué nos atáis? ¿Quién es esa mujer?
—Señaló con la barbilla a la anciana.
—Una vieja amiga. Y en cuanto a por qué estáis
atados, ¿no te lo había dicho?
Jesús negó con la cabeza. Cada vez estaba más
aterrado. Los temblores y el frío hacían entrechocar sus dientes.
—Bueno, tal vez no lo entiendas muy bien, pero
te lo explicaré. Verás, vosotros no seréis quienes recibáis el regalo de
vuestro cumpleaños, sino mi querido amante.
—¿Papá? —preguntó sin comprender.
—No, niño estúpido; hace tiempo que me deshice
de aquel lagarto —por alguna razón, esa palabra la hizo reír mucho—. No, no es
él, desde luego. Sino quien me convertirá por completo en lo que fue mi madre,
y antes que ella mi abuela, y antes que mi abuela, su madre, y así hasta
tiempos inmemorables. Este es el ritual y el momento necesario para ello.
Y se dio la vuelta sin decir nada más.
—¿Có-Cómo nos vais a ofrecer? —Las palabras
lograron salir entre sus labios. Se sentía enfermo, debía tener fiebre.
Su madre giró la cabeza y le miró con esos ojos
brillantes.
—Seréis su alimento. —Y movió los ojos hacia
abajo.
Jesús siguió aquella mirada y descubrió
horrorizado lo que había bajo sus pies. Madera y más madera. Troncos, tablas y
restos de plantas secas.
La respiración y el corazón murieron dentro de
él, luego revivieron con furor, sintiendo en el corazón un dolor inmenso. Jesús
tuvo la certeza de que el culpable no era el miedo, sino algo mucho más
profundo.
—¡¿Por qué nunca me has querido?! —le chilló
impotente y soltando por sus ojos aquella rabia escondida.
Antes de que la vieja alzara el palo de nuevo y
soltara una llamarada que impactó en la madera que había bajo los pies de los
chicos, la madre confesó desde el centro del círculo.
—Porque solo hay un ser al que amo… Satanás.
Y junto a las demás mujeres, inició un baile
alrededor de la hoguera.
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