¿Y tú? ¿Tendrías el valor necesario?
La mujer llora en silencio. Las débiles llamas iluminan su rostro; tan
demacrado y tan bello.
—No quiero ver a mi hijo morir —dice.
El hombre comprende; él tampoco quería, pero no
había más remedio.
Besa a su mujer en los labios, y la abraza.
—Te quiero —le dice.
—Yo también.
Y aprieta el gatillo.
La llama disminuye y desaparece. Si hubiera
leña, la reavivaría, pero no hay leña.
Ya no hay nada.
El hombre pugna por no llorar.
—¿Duele?
El chico no llora. Tiene siete años, y acaba de
ver morir a su madre, pero el chico no llora. Tiembla ligeramente —una escena
así no es agradable y la hoguera se acaba de consumir—, y el pensar si dolerá,
le causa ansiedad y algo de temor, sin embargo no derrama una sola lágrima.
El
hombre, por su parte, trata de evitar con toda su alma echarse a llorar. Lo que
no puede controlar son los temblores, iniciados mucho antes de comenzar con
todo aquello.
Mira al chico, y piensa si él también siente
como si tuviera un agujero en el estómago, como si le hubiesen taladrado y
vaciado las tripas. Había estado retrasando aquel momento mucho más de lo
debido.
Estaban débiles, y lejos de cualquier otra localidad.
Podrían haber guardado comida en una bolsa y haberse largado de allí, pero los
suministros se habrían agotado mucho antes de llegar a cualquier sitio.
«¿En qué día me decidí a venir a vivir aquí?»,
se lamenta por enésima vez.
El chico le había preguntado si dolería.
—No más de lo que duele morir de hambre, hijo.
No tengas miedo. —Amartilla la pistola. El chasquido destroza sus oídos y
desquebraja su corazón. De nuevo.
—No tengo miedo —dice el chico con tono de
protesta.
—Lo sé, hijo —logra sonreír el hombre.
—Sé que pronto volveré a estar con mamá. Y
contigo.
El hombre no puede soportar más la presión que las
lágrimas ejercen sobre sus ojos, y abraza al chico para que no le vea llorar.
Se obliga a sostener la pistola con firmeza, y apoya el cañón en la parte
posterior del cráneo del chico. Sorbe la nariz.
—Estoy preparado para el fin del mundo, papá.
—El fin del mundo pero no de nuestra vida
juntos.
—El fin del mundo pero no de nuestra vida
juntos.
Y aprieta el gatillo.
Un agudo pitido se introduce por su oído
derecho y rodea su cráneo hasta instalarse en su cerebro. Su alrededor enmudece.
Deja de oír, aunque no hay nada que oír.
Ya no hay nada.
Aprieta el cuerpo del chico contra el suyo y
grita.
Hasta desgarrarse la garganta.
El reguero de sangre traza un siniestro camino. Desde los últimos
rescoldos de la hoguera hasta la cabeza destrozada de la mujer una línea roja
habla del inevitable final.
El hombre, apenas sin aliento de lo mucho que
llora, con las mejillas brillantes de lágrimas, el rostro ceniciento y un agudo
pitido en el oído derecho, posa el cuerpo del chico junto al de la mujer,
temblando y arrastrando las rodillas en el parquét. Luego, él mismo se tumba al
lado de ambos, desliza el cañón de la pistola entre sus labios azulados
(El fin del
mundo pero no de nuestra vida juntos)
y aprieta el gatillo.
Si hubiera habido pájaros en aquel bosque que
circunda la casa, habrían salido volando de las copas de los árboles, alarmados
por el estridente sonido. Pero no hay pájaros ni copas donde ocultarse.
Ya no hay nada.
Los tres regueros de sangre se unen sobre el
parquet. Como un abrazo eterno.
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