Cuando la niebla invade tu mente...
No sé cómo sucedió, pero cuando me quise dar cuenta, tenía la cabeza de mi mujer abierta entre mis manos, con la sangre formando regueros rojos sobre los nudillos.
Eso es lo único que recuerdo, eso y algo más
que no logro entender por más que lo intento cuando puedo.
A veces ni siquiera lo recuerdo. A veces ni
siquiera sé quién soy. A veces ni siquiera soy consciente de que he de ser
alguien. Tan pronto estoy lúcido, como no estoy. Es como si estuviera apagado.
Y es en esos momentos de lucidez cuando comprendo que he estado fuera de mí, y
cuando recuerdo.
Recuerdo el largo cabello color azabache
brillante y apelmazado. Un cabello brillante y apelmazado por la abundante
sangre, enredándose entre mis dedos, agarrándolos como exigiendo clemencia.
Sé lo que pensáis: otro caso de violencia de
género. Otro marido cabrón que ha matado a su mujer. Yo no recuerdo lo que pasó,
pues lo que sucediera transcurrió en ese estado cada vez más frecuente en el
que estoy apagado. Pero os aseguro, con lo que pueda quedar de mi corazón, que
jamás había pegado a mi mujer, que jamás la había siquiera gritado.
La quería, de verdad. No la quería de esa
manera hipócrita en la que las quieren los cobardes que maltratan a sus
mujeres. No. La quería hasta tal punto de estar dispuesto a morir por ella; la
quería hasta tal punto de dejarla marchar si con ello era más feliz, por mucho
que me doliera. Y prueba de ello es también que en los momentos de encendido,
lo único que hago es llorar, llorar por su pérdida y por lo que sin saber cómo,
le hice.
Tal vez aún así no me creáis. Tal vez creéis
que me volví loco, que algo falló en mi cerebro. Y estaríais en lo cierto si no
fuera por dos detalles que revelan en lo que sospecho me he convertido.
El primero es que no solo me limitaba a
sostener la cabeza de mi mujer abierta entre mis manos, sino que también
devoraba su cerebro como un perro, mediante dentelladas, hundiendo mi cara en
la abertura de su cráneo.
Y el segundo es que, asombrosamente, estaba
fuera del lugar en el que me habían metido hacía dos días.
Mi ataúd.
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