A veces hay que hacer... lo que hay que hacer
«Un portazo»; o más bien: «¿Un portazo?», fue lo que pensó Jorge
Javier Jaramillo —quien prefería que le llamaran Javi, pues a su homónimo padre
le llamaban Jorge, y cuanto menos se pareciera a él, mejor que mejor— al
percibir aquel seco ruido de entre el electro latino que surgía de la estupenda
minicadena de su tía, e inmediatamente después, el corazón le dio un vuelco, y
la sangre que empezaba a dar la bienvenida a su habitual compañero se le
congeló en las venas.
A su alrededor, sus amigos y amigas bailaban,
charlaban y bebían los recién servidos y dispares cubatas: unos preferían el
ron, otros ginebra o vodka, los más locos mezclas, todo ello envuelto en una
agradable capa de sintéticos instrumentos electrónicos y DJs de la parte baja
de América. Nadie reparó en su estado petrificado y su tez completamente
blanca.
El inesperado sonido le sorprendió… o más bien
le aterrorizó mientras observaba bailar sensualmente a Diana, la chica que
tanto le gustaba y que tantas veces le había rechazado indirectamente, cosa que
no entendía, porque si había algún chico atractivo en toda esa fiesta y en todo
el puto instituto, ese era él, sin lugar a dudas. No obstante, cuando el
portazo —ya no se preguntaba si había sido eso; lo sabía con certeza— llegó
hasta sus afinados oídos, su embobamiento desapareció como si un mago hubiese
chascado sus dedos y su erección retrocedió como un perro regañado por su
dueño.
El siguiente pensamiento que cruzó por su mente
fue su tía. Había vuelto. Había vuelto y le había pillado infraganti. Eso le
hizo considerar dos opciones: saltarse el muro del jardín y huir, dejando a
todos sus amigos ahí, excepto a Diana, o moverse de una vez, ir en su busca, y
enfrentar la situación. Comenzaba a inclinarse por la primera opción, cuando el
irritante timbrazo recorrió su columna vertebral como una serpiente renqueante.
Aquello terminó con la parálisis del terror y,
aunque aún experimentaba temor, un nuevo sentimiento se impuso ante él:
confusión. De hecho fue el combustible que le permitió arrancar.
¿Qué había pasado?
La respuesta surgió tan natural y espontánea,
que el temor y la confusión se desplomaron como un vestido al liberarle de los
tirantes, y le hicieron sentirse estúpido, algo que no le gustaba en absoluto,
por lo que cuando abriera la puerta, le diría al gilipollas que había salido
para luego entrar que se fuera a su puñetera casa y que no volviera.
Dejó su cubata sobre la superficie de la
barbacoa de piedra naranja, y se encaminó furioso hasta la puerta de entrada.
Asió el picaporte, lo impulsó hacia abajo y
empezó a abrir preparando mentalmente las palabras exactas, y justo cuando iba a
dejarlas salir de su boca, estas se detuvieron a medio camino.
Tras la puerta había alguien que aún no había
entrado a la casa. Su mejor amigo, Rober.
¿Quién se había ido entonces?, se preguntó.
Luego lo comprobaría. Ahora tenía que dar la bienvenida al jodido Rober, quien
se había hecho de rogar, como de costumbre.
Pero algo se lo impidió. La expresión en el
rostro de su amigo.
—¿Qué te pasa, tío?
Rober miraba en alguna dirección a su derecha,
pálido y con los ojos muy abiertos, asombrado o asustado, no sabía muy bien. Al
oír la pregunta, giró su cabeza lentamente, y clavó sus ojos en los de Jorge
Javier Jaramillo, quien prefería que le llamaran Javi, sin modificar la pasmada
expresión.
Javi asentó el CD en su sitio, cerró la tapadera, y pulsó el «PLAY».
—¡Que empiece la fiesta! —exclamó al tiempo que
la música electro latina comenzaba a sonar y giraba la rueda del volumen.
El ruido no le preocupaba; la enorme casa de su
tía Ágata se encontraba al final de un camino de tierra, a una larga distancia
de las casas más cercanas, así que la música sería imposible de oír por los
pijos vecinos de su tía. En realidad, en esos momentos no le preocupaba nada de
nada —si acaso Rober y Sergio, pero no le afectaba demasiado, al menos lo del
primero, pues estaba acostumbrado—; su tía no volvería hasta después de dos
semanas, y sus padres estarían ya más que dormidos, por lo que estaba
tranquilamente seguro de que nada ni nadie fastidiaría esa impresionante noche.
No había un motivo especial por el que
decidiera montar un fiestón, simplemente vio una brillante oportunidad en la
ausencia bisemanal de su tía Ágata, y no iba a desaprovecharla, eso estaba
claro. ¿Cómo no iba a realizar una fiesta en aquella Casa? Llevaba tiempo
soñando con ese deseo, y por fin podía hacerle realidad.
Cuando se enteró de que su tía se iba a Holanda a visitar a un hombre que había
conocido por Internet —cosa que le sorprendió tanto a él como a sus padres,
pues nadie sabía que la tía Ágata buscaba pareja y menos que fuera aficionada a
este tipo de redes—, el alivio y satisfacción se apoderaron del pecho y el
estómago de Javi, ese alivio y satisfacción que se siente cuando se consigue
aquello tras lo que se ha estado esperando durante mucho tiempo, que al fin y
al cabo eso es de lo que trata un deseo.
No era la primera vez que montaba una fiesta,
pero el parque no tenía nada que ver con aquella casa, la cual tenía tres
pisos, con habitaciones más grandes que su propia casa y un desmesurado jardín
trasero en cuyo centro del césped verde se abría una brillante y azul piscina
con luces interiores propias. Todo el jardín parecía moverse debido a los
inquietos destellos del agua, y todos sus amigos, a quienes había dicho que
llevaran el bañador y el biquini, alucinaron cuando la vieron.
Javi abrió las dos bolsas en las que llevaba
whisky, ginebra, vodka, cola, limón, naranja y vasos de tubo y minis y lo
colocó todo sobre la mesa de piedra con sus respectivos asientos fijos para que
se sirviera todo el mundo. Al mismo tiempo, algunos que también habían contribuido
con el material, hicieron lo propio.
—¡Que corra la priva! —animó mientras se
preparaba su primer vodka con limón de la noche.
Mientras los demás se abalanzaban sobre el
alcohol como las gallinas sobre el trigo, Javi se alejó y miró el móvil para
comprobar si tenía algún whatsapp de
Rober, su mejor amigo; no había nada y lo guardó de nuevo. Minutos después,
todos y todas estaban bailando y bebiendo, y localizó intencionadamente a
Diana. Esa noche no podía fallar. Esa noche no le rechazaría. ¿Qué chica se
negaría a un rollete… o a algo más, con el tío que les había montada ese
fiestón en esa pedazo de casa? Pero aun así, Javi no estaba muy convencido de
su propio argumento.
Diana era dura de pelar: en cuatro ocasiones le
había mandado indirectamente a la mierda, ¡cuatro!, y en una de ellas había
recibido una buena ostia al intentar besarla. Sin embargo él no se rendía;
estaba plenamente convencido de que era una guarrilla, y su continuo rechazo no
era otra cosa que un jueguecito para ponerle cachondo. Rober no compartía su
visión, pero ¡que le dieran a Rober!, él tenía novia, y también estaba muy
buena, por cierto.
La contempló mientras contorneaba sus caderas y
su pecho, hipnotizado por sus movimientos de serpiente al ritmo electrizante de
la música, vestida con una blusa blanca y una faldita negra subida ligeramente
por encima de las caderas; el reflejo del agua parecía bailar con ella.
Su pene comenzaba a despertarse, cuando un
sonido seco se filtró por sus oídos.
«¿Un portazo?», se preguntó aterrado.
—¿Estás seguro que tu tía no va a venir? —le preguntó Sergio, un
chaval regordete y pelirrojo que siempre parecía estar nervioso.
Javi pensaba que Sergio era hiperactivo, y
además sufría de epilepsias; por suerte, Javi nunca había presenciado uno de
esos ataques, y esperaba que no le ocurriera aquella noche, pues tendría un
serio problema.
Había acariciado la posibilidad de no
invitarle, pero Sergio siempre animaba las fiestas; era ese tipo de personas
capaces de liarla parda (en el buen sentido), y más aún cuando se emborrachaba.
Sobrio podía ser un poco indeciso y suspicaz, sin embargo, ebrio, tenía unos
huevos de la leche. En una ocasión tuvieron que salir corriendo del parque
mientras celebraban un botellón
después de que Sergio arrojara una botella a unos guardiaciviles que se
acercaron a echar un vistazo y a hacer preguntas incómodas. No le dio a
ninguno, pero eso no evitó que les persiguieran durante un buen rato.
—Estoy seguro, Sergio —replicó Javi—.
Tranquilízate; ya verás como va a ser la ostia y tú podrás ponerte hasta el
culo sin problemas.
Sergio sonrió y le dio unos nerviosos
golpecitos en la espalda.
Introdujo en la cerradura la llave de repuesto
cedida por su tía a sus padres, y por un momento —al igual que con la puerta de
la verja— temió que no girara, que se hubiera equivocado de llaves, que la
copia no fuera buena, o que su tía, sospechando lo que su listillo sobrino iba
a hacer, cambiara la cerradura; pero la llave giró sin esfuerzo, tan suave como
la del coche de su padre, el cual le había dejado conducirlo por los caminos
con el fin de ir un poco más preparado al examen al que dentro de un año podría
presentarse, y el temor fue sustituido por una sagaz sonrisilla triunfal. Por
fin estaba dentro. Por fin lograría cumplir su ansiado deseo.
Encendió la luz del extenso vestíbulo repleto
de cuadros impresionistas y puertas, y se giró hacia sus asombrados amigos.
—Adelante, señores y señoras. Sean bienvenidos
—bromeó inclinándose con una mano sobre el abdomen.
Los señores y las señoras rieron y entraron.
Los condujo hacia el jardín trasero conforme
iba encendiendo las luces de todas las habitaciones de la casa para que se
maravillaran y recrearan en su inmensidad. «¡Guaus!», «¡qué pedazo de casa!» y
silbidos de admiración se levantaron entre los chavales y chavalas, a los
cuales, Javi les había pedido expresamente que no tocaran ningún objeto, aunque
podían recorrer sus habitaciones cuando la fiesta empezara.
Había dos puertas traseras: una que conectaba
con la cocina, y otra con ese mismo vestíbulo que se encontraba justo detrás de
las escaleras que ocupaban casi todo la parte central del pasillo. Les abrió la
puerta y uno a uno fueron saliendo. Él dijo que iba a llamar a Rober, y entró
en la primera habitación que vio, descubriendo, por el autorretrato de Van Gogh
sobre la cabecera de la cama, que era en la que dormía su tía, quien estaba
enamorada de este pintor; de hecho, el hombre de Holanda al que había ido a
visitar parecía un clon.
Seleccionó el número guardado de Rober, su
mejor amigo, y esperó que descolgara su teléfono. Le había enviado varios whatsapps, pero este no respondía; ni
siquiera los había leído.
—¿Qué pasa, tío? —dijo cuando Rober descolgó—.
¿Vas a venir o qué?
—Estoy intentando convencer a Sandra, ya sabes
cómo es —le contestó su amigo. Se le notaba angustiado.
—Qué la den, tío. No hace falta que la
convenzas; tú dile que no vas y luego vienes. No tiene por qué saberlo.
Sandra estaba buena, pero era una celosa y
desconfiada de narices. Ella no vivía en ese mismo pueblo, por lo que solo se
veían en fiestas y algún que otro fin de semana (este no era uno de ellos), y
cuando Sandra no estaba con Rober, le prohibía descaradamente ir a fiestas, y
si finalmente lograba convencerla, no paraba de llamarle en toda la noche una y
otra vez.
—No me gusta engañarla, tío; ya lo sabes
—afirmó Rober.
—¿A no? ¿Y qué fue entonces lo de Miriam? —le
preguntó Javi con una sonrisa maliciosa en sus labios. Mientras lo decía, se
acercó al gran armario empotrado de la habitación de su tía, cuya puerta
corredera estaba ligeramente abierta y distraídamente hizo desaparecer la
ranura negra terminando de cerrar la puerta.
—Oye, tío, ¿qué te pasa? —espetó Rober un tanto
molesto—. Quedamos en no volver a hablar de ello. Esa noche cogí un pedo que te
cagas, no fue mi culpa.
—Tienes razón, lo siento —se lamentó, aunque
aún con la sonrisa; le encantaba hacer de rabiar a Rober—. Pero es que me
cabrea que haga eso contigo… Venga, hombre, no puedes perderte este pedazo de
fiestón. Sabes lo mucho que he estado esperando. No puede faltar mi mejor
amiguito.
Hubo unos segundos de silencio al otro lado de
la línea. En el exterior, se oía el rumor y las risas del grupo.
—Vale —sentenció al fin Rober—. Veré si puedo
convencerla. Si no… iré de todos modos.
—¡Así me gusta! ¡Di que sí, tío! —dijo Javi
dando un taconazo en el suelo de parqué—. Hasta ahora.
Y colgó.
Salió al patio contento por haber conseguido
convencer a Rober, sacó uno de los CDs de música variada del estuche de diez
fundas que se llevó, todas ellas ocupadas, y lo colocó en la minicadena de su
tía.
****
El hombre vestido completamente de negro y tocado con un gorro del
mismo tenebroso color, alzó el cuchillo que había cogido del cajón de su cocina…
o mejor dicho, de la cocina de su mujer —desde que lo hiciera esperaba que
Carla no se diera cuenta de ello, pues para ella la cocina era tan sagrada que
apenas le dejaba poner un pie sobre sus azulejos blancos— y tanto la
respiración como las pulsaciones murieron dentro de él.
Nunca había matado a nadie, ni herido, ni
siquiera se había visto jamás, en los cerca de cincuenta robos profesionales,
en una situación como aquella, pero todo llega en la vida, como decía su más
que difunto abuelo, y esa noche había llegado parte de ese todo. Sin embargo,
el chico de los huevos había entrado en la casa, luego en la habitación, y
ahora se acercaba al armario en el que se había tenido que esconder
apresuradamente; suerte que ahí dentro cabía hasta una vaca.
—¿A no? ¿Y qué fue entonces lo de Miriam?
—decía el rapado y barbudo chaval conforme alzaba su mano hacia él.
A través de la estrecha ranura vislumbró una
mano blanca cada vez más cerca.
«Me ha visto —se dijo tremendamente asustado
Carlos Collado—. Me ha visto. Me ha visto, me ha visto…»
Alzó el cuchillo a la altura de su cabeza, y
justo cuando iba a lanzar el mandoble, la puerta se cerró por completo,
quedando en absoluta oscuridad.
La respiración y los latidos de su corazón
revivieron, más pesados que nunca. El empalagoso olor a naftalina y a
suavizante se filtró de nuevo por los orificios de su nariz, y cogió aire y
expulsó lentamente, más calmado. El sudor bañaba todo su rostro, espalda, y
cavidades del cuerpo.
—Tienes razón, lo siento —escuchó que decía la voz
amortiguada del inoportuno niñato—. Pero es que me cabrea que haga eso contigo…
Venga, hombre, no puedes perderte este pedazo de fiestón. Sabes lo mucho que he
estado esperando. No puede faltar mi mejor amigo.
«¿En serio se encontraba en esa situación? —se
preguntó Carlos—. ¿Todo esto era real, estaba ocurriendo de verdad? ¿Cómo me he
metido en este lío?» Pero sabía la respuesta a estas preguntas al igual que
sabía que no había tenido elección. Además, se suponía que todo iba a salir
bien, joder.
—¡Así me gusta, di que sí, tío! —Un golpe en el
suelo de parqué sobresaltó a Carlos y le puso en alerta, pero lo siguiente
relajó sus músculos—. Hasta ahora.
Aguzó el oído con el fin de escucharle
marcharse y salir al jardín, y cuando estuvo seguro que lo había hecho, corrió
despacio la puerta. Un intenso haz de luz atravesó sus ojos y azotó sus sienes.
—¡Maldita sea! —susurró. No se lo esperaba—.
¿¡Por qué cojones deja las luces encendidas!?
La cabeza comenzó a dolerle. Era un dolor
débil, indeciso, pero no era la primera vez que le ocurría, y sabía que el
jodido dolor pronto haría acto de presencia con todo su ejército; aquello solo
era una avanzadilla de reconocimiento.
Abrió un poco más la puerta con los ojos
entrecerrados y deslizó su delgado cuerpo oscuro hacia el exterior. Volvió a
cerrar la puerta corredera y asomó un ojo al monstruoso vestíbulo, en dirección
a la puerta trasera.
A través de los cristales vio gente, mucha
gente. El interior de la casa estaba en silencio, pero procedentes del exterior
llegaban voces y risas y…
El corazón le dio un salto, hizo una pirueta y
empezó a latir desbocado. La música estalló en sus oídos y él creyó que moría.
¿Se había cagado encima?... No, pero faltó poco. ¡La madre que parió al puto
niñato! Ojalá regresara la dueña de la casa —que sería su tía o su abuela,
supuso— y le diera una buena lección.
Tenía que salir por la puerta principal; no
tenía más remedio. Todas las ventanas estaban enrejadas, y había entrado por la
puerta de la cocina, que también daba al jardín trasero, por lo que quedaba
descartada.
Con el corazón en calma —pensaba que otro
mortal susto de esos acabaría con él—, miró por última vez el cuadro
impresionista («¿Era un Van Gogh?», se preguntó de nuevo; le daba igual) y
percatándose de nuevo de que nadie rondaba por dentro de la casa, corrió con la
punta de sus ligeras y sigilosas zapatillas hacia la puerta, en dirección
contraria a la trasera.
Dos mil kilómetros después alcanzó el
picaporte, abrió sin pensárselo dos veces —más tarde se lamentaría de su brutal
error al no haber mirado primero por la mirilla—, y cruzó el umbral como una
exhalación al tiempo que arrastraba la hoja de madera tras él. El potente
portazo le hizo encogerse de hombros y de estómago, pero no paró su avance,
sino que cruzó el patio delantero, franqueó la verja, y echó a correr a través
del oscuro terreno que había a uno de los lados del camino de tierra.
No sin antes ver a un chaval que caminaba hacia
la casa, y que por la expresión de su rostro y más aun por la dirección de su
mirada, también le había visto a él.
Con la única iluminación tenue de la luna en
tres cuartos, corría hacia el pueblo, y no cesaba de decirse una y otra vez:
—Era perfecto. El plan era jodidamente
elaborado y perfecto. Pero los niñatos y sus putas fiestas lo han jodido… Era
perfecto, maldita sea…
El muro era alto, pero por eso llevaba un Kagi, un gancho múltiple
atado a una resistente cuerda. Él no lo había comprado, por supuesto;
pertenecía al hombre que planeaba los robos, al hombre para el que había realizado
cerca de cincuenta trabajillos de los
cuales se llevaba el penoso cinco por ciento de las ganancias. Aunque no le
importaba mucho, pues el cinco por ciento respecto a lo que siempre robaban era
una cantidad considerable.
Lanzó el Kagi, escuchó un sonido metálico, y
tras asegurarse de que estaba bien sujeto, comenzó a escalar. Era un hombre
delgado, pero fibroso, y a pesar de llevar bastante tiempo sin realizar uno de
esos trabajillos, se sorprendió al
comprobar que todavía era capaz de trepar sin demasiado esfuerzo.
Cinco años habían pasado desde la última vez.
Cinco años pensando que jamás volvería a arriesgarse a entrar en la cárcel,
aunque sabía que todo estaba bien pensado y nunca había tenido problemas, pero ¿quién
es consciente de lo que el maldito destino le tiene preparado a uno? Sin ir más
lejos, el destino había llevado a cabo uno de sus descabellados planes hacía un
año. Y por eso había tenido que volver a pedir ayuda al puto «Oz».
Cincuenta trabajillos
y jamás le había visto, jamás había conocido en persona al hombre tras la
cortina. Con la única persona que Carlos mantenía contacto directo era con
Raúl, un hombre ancho y alto, trajeado y monosilábico. Raúl era quien le daba
el material y a quien entregaba el resultado de sus trabajillos junto con la devolución de las herramientas. Días
después, recibía en su cuenta bancaria el cinco por ciento.
Se precipitó por el jardín hacia una de las
puertas traseras: la de la cocina (sabía perfectamente cuál era).
Unos pocos segundos fueron los que se permitió para
desviar la mirada a la preciosa piscina, cuya clara agua invitaba a sumergirse
en ella. Para ser las doce de la noche hacía un calor macabro, y él llevaba su
jersey negro de mangas largas, un pantalón largo y un gorro que cubría su
delatador pelo rubio.
Sacó la ganzúa de la riñonera y con pulso firme
hurgó en la cerradura hasta que chasqueó. Empujó con un dedo triunfal la hoja
de aluminio y cristal, y la puerta cedió suavemente abriéndole el paso a la oscuridad.
Cruzó sin miedo el umbral. Sorprendentemente,
aquella enorme casa perteneciente a una de las mujeres más rica del pueblo no
tenía alarma; en aquella pequeña y alejada localidad debían de creerse inmunes
a los delitos.
«Estúpidos», pensó sonriendo. Eso solucionaba
muchos problemas, sobre todo de corazón y tensión.
Encendió la linterna a pilas de bajo consumo y
haz débil, y empezó a andar tranquilamente. La mujer se había ido a Holanda a
ver a un noviete durante dos semanas; ella misma se lo había dicho, menuda
cotorra estaba hecha la señora Ágata.
Salió de la cocina al vestíbulo, largo y ancho
como el de un hospital. Se orientó, y se dirigió a la habitación contigua
situada en el lado izquierdo.
Una vez dentro, enfocó con la linterna el
cuadro impresionista en el que aparecía un retrato de un pintor pelirrojo, lo
que le hizo preguntarse si se trataba de Van Gogh, pues él no estaba muy puesto
en arte.
Sin desviar el cono amarillento, se acercó al
cuadro, se colocó de rodillas sobre el mullido y mudo colchón de la innecesaria
cama de matrimonio, y descolgó el cuadro. Tras este surgió, como un niño
asustado al que habían descubierto escondido, la caja fuerte. Extrajo de la
riñonera el estetoscopio, al que Carlos prefería llamar fonendoscopio, pues le
parecía que describía mejor el trabajo del aparato. Al contrario que el Kagi y
la ganzúa, este le pertenecía a él y solamente a él.
No era médico, desde luego. Era un experto en
abrir cajas fuertes de combinación mecánica mediante el uso de un
fonendoscopio, un papel, y un lápiz.
Aferró la linterna con los dientes, se puso los
auriculares en las orejas, y posó el diafragma del aparato en la superficie
metálica de la caja fuerte, cerca de la rueda de combinación. A continuación,
comenzó a girarla en sentido de las agujas del reloj. Escuchó el primer click,
y apuntó el número en el papel; giró en dirección contraria. Al rato escuchó
otro click, pero esta vez fue diferente… y no procedía de los auriculares del
fonendoscopio.
Se detuvo, aguzando el oído hasta su límite y
conteniendo la respiración.
Otro click.
¡Era la puerta! ¡Alguien estaba entrando a la
casa!
Inmediatamente, con movimientos rápidos, volvió
a colgar el cuadro, cogió el papel arrugándolo y saltó de la cama. Con la
linterna aún en la boca y el fonendoscopio colgando de las orejas, se metió en
el gran armario empotrado del otro extremo de la habitación.
Una vez dentro, respirando muy rápido y con el
corazón a mil por hora, guardó el papel y el lápiz en la riñonera, se quitó el
fonendoscopio e hizo lo propio, y apagó la linterna, la cual también guardó.
Escuchó expresiones de asombro de chicos y
chicas, y cómo alguien iba encendiendo las luces de las habitaciones. ¿Quién
sería? Se preguntó Carlos, cada vez más nervioso.
Entonces se encendió la luz de esa habitación,
y se puso tenso. Pasaron de largo, pero Carlos no se relajó. Ni siquiera fue
capaz de mover el brazo para terminar de cerrar la puerta.
Salieron al jardín.
—Voy a llamar a Rober —oyó que decía alguien. Y
segundos después, ese alguien entró en el cuarto.
Se trataba de un chico con la cabeza rapada a
excepción de un grueso mechón de pelo en la parte superior de la cabeza que
hacía juego con la poblada barba. Tenía la nariz un tanto larga, y unos ojos
marrones demasiado pequeños y juntos. Le resultaba familiar. Y entonces se dio
cuenta que se parecía a la dueña de aquella casa, a la señora Ágata, deduciendo
que sería su tía o su abuela.
En cuanto franqueó la puerta de la habitación,
Carlos extrajo del bolsillo de la riñonera el cuchillo, un cuchillo que había
cogido del cajón de los cubiertos de la cocina de su casa, cocina que
pertenecía absolutamente a su mujer, pues desde que casi provocó un incendio al
tratar de hacerse un simple huevo, Carla no le había dejado entrar ni tan
siquiera para ayudarla a poner la mesa. Y la verdad era que no le importaba lo
más mínimo.
Alzó el cuchillo a la altura del pecho,
esperando que el niñato abriera la puerta y le descubriera, para abalanzarse
sobre él y hacer algo que no había hecho nunca y que no tenía ni idea de si
sería capaz de llevar a cabo en el caso de que llegara el momento.
La piedra pasó volando sobre el muro lateral izquierdo, cruzó entre
dos de los barrotes de las rejas de la ventana, e impactó contra el cristal,
abriendo un amplio y dentudo agujero.
—¡Toma ya! A la primera —se felicitó Carlos sin
levantar la voz al escuchar el sonido de los cristales.
Era de noche y había recorrido el terreno en
barbecho contiguo al camino de tierra hasta la enorme casa. Luego, tras coger
una piedra un poco más pequeña que la palma de su mano, se acercó al muro hasta
que estuvo lo suficiente cerca pero lo suficiente alejado para vislumbrar todas
las ventanas del segundo y tercer piso y, apuntando a una del segundo, la lanzó,
dando en el blanco a la primera.
Sin esperar a ver qué hacía el habitante de la
casa —se trataba de una mujer llamada Ágata; el sofisticado equipo de «Oz»
llevaba investigándola durante al menos tres meses esperando la oportunidad—,
salió corriendo de nuevo hacia el pueblo, puso en marcha el coche de empresa, y
se marchó de allí a la ciudad más cercana a aquel pueblo, donde le habían alquilado
una piso.
Convencer a su mujer, sorprendentemente, no le
había costado mucho. Ella sabía a lo que se dedicaba cuando la conoció hacía
cinco años, y fue por ella por lo que dejó de realizar aquellos trabajillos no sin algún que otro
problema solucionado de una manera nada agradable. Logró ser contratado como
basurero, trabajo del que hacía un año le habían despedido. Y precisamente por
ello no fue difícil convencerla. Aunque estaba claro que la razón definitiva de
esto fue Charlotte, a la que llamaban Charlie. No, no era una coincidencia que
la niña de cuatro años se llamara así. Podían haberla llamado como su madre,
Carla, pero querían ser aún más originales.
El teléfono le arrancó de un sueño en el que
lanzaba una piedra a una ventana, y cuando descolgó y habló la mujer al otro
lado de la línea telefónica, descubrió que aquello no había sido un sueño, sino
su hazaña de la noche anterior.
—¿«Cristalería Ro… Roelands»? Qué nombre más
extraño, por Dios.
Carlos tardó unos segundos en desperezarse y
comprender la situación.
—S… Sí, señora. ¿En qué podemos ayudarle?
—preguntó intentado aparentar profesionalidad.
La mujer le explicó que anoche, algún chiquillo
travieso había lanzado una piedra a una de sus ventanas y que necesitaba un
cristal nuevo. Carlos, fascinado por la tranquilidad y buen humor que trasmitía
la mujer después de aquello, le pidió medidas, para guardar las apariencias, y
tras comunicarle que esa misma mañana se pasarían por su casa, colgó.
Por supuesto no necesitaba que la mujer le
dijera las medidas del cristal; el mismo sofisticado equipo de «Oz» había
conseguido todos los detalles arquitectónicos de la casa, entre los que se
encontraban todas y cada una de las medidas. El cristal con el tamaño exacto ya
se encontraba dentro de aquel piso antes de que él llegara.
No podía acudir de inmediato, así que se tomó
su tiempo en la ducha, y desayunó como un campeón. Dos horas después, se cansó
de esperar y se puso en marcha.
Guardó el cristal protegido por una caja de
cartón en el maletero del «Ford» negro prestado, y se hizo con las pegatinas.
Retiró el delgado plástico protector y pegó el nombre de la cristalería sin
icono en ambos costado del coche. Ahora tenía el aspecto de un vehículo
profesional de empresa.
Al llegar a la casa de la señora Ágata por el
camino de tierra —un camino en perfectas condiciones, ya que ningún vehículo
solía pasar por él—, se detuvo frente la alta puerta de hierro en la que
figuraba una imponente letra «A» en el centro, entre las dos hojas enrejadas.
Abrió la guantera, buscó entre todos los papeles el supuesto recibo y,
respirando hondo y dándose ánimos, salió del coche.
El portazo al cerrarse sonó inmenso en aquel
silencio matinal. Algunos pájaros cantaban; no había árboles en el exterior,
pero sí dentro de la propiedad, en el estrecho patio delantero, cubierto de
césped y árboles que Carlos no lograba identificar, aunque algunos tenían
florecitas. Observó todo esto como solo un hombre de su oficio sabe hacerlo, escrutando cada esquina, cada centímetro,
conforme caminaba hacia la puerta interior de la casa tras haberse colocado el
cristal bajo la axila y haber llamado al telefonillo. Una aguda voz de radio
preguntó quién era y al responder le abrió la puerta eléctrica.
La mujer, alta y delgada como un churro, de
corto pelo rizado y rojizo, parecía un dinosaurio repintado. Le esperaba en el
quicio de la puerta, ella y su ordenador portátil, el cual le miraba con su ojo
en forma de manzana mordida. Los ojos de la señora Ágata contemplaban
brillantes la pantalla del ordenador, y bajo ellos, sus labios rojos sonreían.
Se excusó con el aparato («Un momento, cariño»), y miró a Carlos sin borrar de
su rostro aquella expresión bobalicona.
—¿Ha estado alguna vez enamorado?
Carlos quedó desconcertado durante unos
segundos.
La señora Ágata inclinó la cabeza hacia atrás y
soltó una extraña carcajada.
—Es la mejor sensación del mundo. —Y volvió a
mirar a la pantalla del ordenador—. Te quiero, cariño —dijo. De los altavoces
del portátil emanó la voz de un hombre con un acento algo artificial, según le
pareció a Carlos. A este se le daba bien juzgar a las personas, por eso dedujo
que aquel hombre, quienquiera que fuera, estaba fingiendo, y era tan español
como él. El hombre también la quería a ella—. En seguida estoy contigo, cariño.
—Sonó un blub cuando la mujer pulsó
un botón, y después bajó ligeramente la pantalla—. Es David —lo pronunció como Deivid y Carlos reprimió una sonrisa—. Adelante,
pase.
Carlos entró en la enorme casa y quedó
asombrado por la dimensión del vestíbulo. Aquello parecía un museo.
La señora Ágata le condujo al segundo piso por
las escaleras situadas justo en el centro mientras le daba información no
solicitada sobre Deivid. Al parecer
le había conocido por Internet hacía unos tres meses, y al día siguiente, iría
a Holanda a visitarle. Le había encontrado en una página de contactos
holandesa, pues amaba Holanda, ya que estaba enamorada artísticamente de Van
Gogh. Los planes de la mujer, al igual que su aventura cibernética, los conocía
bien Carlos; ¿su fuente? Los mismos de siempre. Tenían acceso a su ordenador,
por supuesto.
Carlos no prestó atención a aquella soñadora
mujer, sino que se limitó a observar todo el interior de la casa, contando las
puertas y tratando de imaginar qué tipo de habitación había tras ellas.
La ventana rota no se encontraba en ninguna
habitación, sino en el pasillo mismo, lugar desde el cual se vislumbraban los
tejados de las casas apretujadas y el campanario de la iglesia, así como el del
ayuntamiento.
La señora Ágata le dejó solo diciéndole
amablemente que tenía que volver con su querido Deivid, o según los pensamientos de Carlos, con el farsante de
David, y se perdió escaleras abajo. Al rato, le llegó la voz de la mujer y un
poco más débil la del hombre. No hizo caso de lo que decían. Posó el cristal
nuevo en el suelo y desplegó un esquema en el que se explicaba cómo se cambiaba
un cristal de una ventana; lo había estudiado en esos días que llevaba en la
casa de alquiler, pero aún así se lo llevó por si se le olvidaba algún paso.
Una hora y media después, ya había hecho su
trabajo. No estaba seguro de que estuviera colocado perfectamente
—probablemente en días de viento, este se filtraría por todos lados—, pero la
razón exacta por la que se había diseñado esa estúpida tarea era, naturalmente,
el reconocimiento del interior de la casa, e intentar deducir dónde se
encontraba la caja fuerte.
Había recorrido todas las habitaciones de esa
planta y, descartando la tercera por simple intuición, decidió bajar las
escaleras en silencio, despacio. Las voces seguían sonando, no habían parado en
la hora y media, y la señora Ágata no se había molestado en aparecer para ver
cómo iba el trabajo de Carlos, cosa que este agradeció, pues ni en uno de sus
más de cincuenta trabajillos había
sudado tanto.
Concluyó que la señora Ágata se encontraba tras
una puerta doble cercana a la principal, suponiendo que se trataba del salón.
Así pues, Carlos, controlando su respiración para evitar que el corazón se le
acelerase, haciendo el menos ruido posible, se dirigió al extremo opuesto, y
fue abriendo y cerrando puertas lentamente con la aguda voz de la mujer y el
falso acento del hombre flotando a su alrededor como una nana tranquilizadora,
pues gracias a ello mantenía controlada la posición de la señora Ágata.
Abrió puertas de baños, de un cuartito de
estar, o mejor dicho, de un gran cuarto de estar, y de muchas habitaciones,
todas las cuales parecían de invitados. También se presentó ante él una cocina,
y detrás de la puerta contigua, la habitación en la que dormía la mujer. Lo
supo de inmediato por su apariencia delicadamente cuidada y la cama de
matrimonio que había compartido con su difunto marido, del cual Carlos
imaginaba —por las palabras de la propia Ágata— que jamás había estado
enamorada, y sobre esta un cuadro… un cuadro sospechoso. En él, unos coloridos
ojos parecían mirarlo serenamente, acusadores. ¿Sería un Van Gogh?, se
preguntó. ¿Sería el propio Van Gogh? No lo sabía, el arte no era lo suyo. Pero
lo que sí sabía era lo que escondía detrás. Vaya si lo sabía. Su intuición se
lo había susurrado triunfalmente en su cerebro.
Empezó a sentir cierta debilidad en su cuerpo,
la debilidad de la extrema emoción. Por un momento solo fue él y los ojos del
individuo retratado, los ojos del individuo retratado y él. Detrás de ese
cuadro estaba la solución a su desdichado problema, a su doloroso problema. Y
entonces notó que algo había cambiado en la atmósfera.
Silencio.
La casa estaba sumida en un tenebroso silencio.
Justo cuando su mente alarmada le hizo
entender, se giró a tiempo de ver cómo la señora Ágata surgía en el vestíbulo
siempre con el portátil sobre su antebrazo, en el extremo más alejado. Antes de
que esta le viera, dijo fingiendo frustración:
—Señora, la estaba buscando… Ya he terminado.
Subieron de nuevo al segundo piso. Carlos le
mostró el resultado y le entregó el recibo. La señora Ágata se quedó satisfecha
y Carlos aliviado. Al despedirse, la mujer le dio dos besos, y no cesó de
decirle adiós de manera efusiva hasta que se metió en el coche.
A la noche del día siguiente, a las veintitrés
treinta, por orden de «Oz», una orden que había estado esperando desde que
empezara a anochecer, Carlos subió de nuevo al coche de empresa después de
quitarle las pegatinas de la cristalería, y condujo hasta la calle asfaltada
más cercana al camino que llevaba a la casa de la señora Ágata. Se apeó, se
adentró en un terreno en barbecho contiguo a la calle, y sin perder de vista la
blanca fachada parcheada de puntos negros de la gran casa que agujereaba la
oscuridad como un faro, corrió hacia allí.
Una vez en la parte posterior, desenrolló de su
hombro la cuerda con el Kagi en una de sus puntas, y lo lanzó por encima del
muro.
El plan era perfecto. Un plan jodidamente perfecto, pensó Carlos. Todo
estaba planeado escrupulosamente y nada podía salir mal, de eso estaba seguro
Carlos, quien cada vez se asombraba más por la inteligencia de la organización
de «Oz».
Todos sus trabajillos
habían sido previa y minuciosamente analizados, estudiados de una manera
muy similar a la de la película Ocean’s
eleven, imaginaba Carlos. Él nunca había estado presente en los planes, él
simplemente era quien abría las cajas, a veces acompañado, otras no, y también
de vez en cuando realizaba algún preparativo previo como los que tendría que
llevar a cabo para ese de la casa de la señora Ágata, pero él no tenía que
pensar nada, él era el chico práctico.
Había conocido la organización gracias a su
amigo Eduardo, cuando tenía diecinueve años. Por entonces ambos habían dejado
los estudios, y estaban sin blanca. Carlos apenas hablaba con sus padres, y no
pensaba pedirles dinero, así que para comprarse sus cigarrillos y algún que
otro capricho, se dedicaba, junto con Edu, a robar por la calle, simples trabajillos de carteristas. Hasta que
Edu le habló de Raúl, un antiguo amigo de su padre. Por alguna razón que
desconocía, Edu se enteró a lo que se dedicaba Raúl, y le habló a Carlos de la
organización sin nombre al igual que su jefe. Más de una vez Carlos había
pensado que el hombre al que él llamaba «Oz» era el padre de Edu, si no, ¿por
qué iba a hablar Raúl con el hombre de todo ello?
Un día, ambos chicos esperaron en la calle a
que Raúl saliera de la casa de Edu, y le abordaron. Tras abundantes negativas y
ligeros accesos de enfados del corpulento Raúl, finalmente parecieron
convencerle, y unos días después, recibieron la llamada del gran jefe.
Siete años había trabajo con ellos, solo Carlos,
pues el padre de Edu se enteró y se negó a que su hijo participase en aquello.
Hasta que conoció a Carla. Dejarlo no fue tan fácil como para Edu. Carlos fue
advertido —de tal manera que sería más correcto utilizar la palabra amenazado— de que antes de hablar de ello a alguien, se
acordara de su novia. Carlos cumplió esto parcialmente; a Carla no pudo
ocultárselo, y gracias a Dios a ella no le echó para atrás saber que su novio
había sido un ladrón, siempre y cuando no volviera a robar.
Más adelante, consiguió un trabajo de basurero,
Carla se quedó embarazada, y antes de que Charlie naciera, se casaron.
Todo iba bien, Carlos estaba cruzando por el
camino más feliz de su vida. Tenía una esposa hermosa que le quería, una hija
que crecía por minutos igual de preciosa que su mujer, un trabajo legal…, sin
embargo todo se vino abajo un año atrás, cuando le despidieron.
Carla no trabajaba, acudía un día a la semana a
casa de una mujer en silla de ruedas para limpiar, pero los míseros treinta
euros semanales solo les servía para comprar comida, y en este mundo,
desgraciadamente, se paga mucho más que eso; Carlos se preguntaba muchas veces
cuándo llegaría el día que tendrían que pagar impuestos por respirar o incluso
por cagar. No obstante, Carlos recibió una pequeña cantidad de dinero como
liquidación, y con ello lograron sobrevivir sin muchos problemas durante un
año. Después de eso, consiguieron evitar el desahucio y vivir a oscuras gracias
a los padres de Carla, los cuales tampoco es que dispusieran de mucho capital
pero sí lo necesario para cubrir los gastos de esos indiferentes cabrones llamados
impuestos durante unos meses. Pero eso no podía durar; Carlos se sentía
avergonzado y viejo, incluso humillado. A él nunca le había gustado pedir
dinero, jamás, ¡no eran mendigos, por Dios! Siempre había preferido robarlo.
Tres meses atrás, Carlos había decidido que no
podían seguir así, y la razón que le dio fuerzas para volver a tomar el control
de su vida, fue el cumpleaños de Charlie, el cual tendría lugar en cuatro
meses. ¿Cómo iban a regalarle algo si ni siquiera podían pagar la hipoteca, la
luz, o el agua sin el dinero de los padres de Carla? Y por nada en el mundo
dejaría que su mujer pidiera dinero para comprar un regalo a su hija. Por nada
en el mundo. El dinero de este debía proceder del sudor de su propia frente,
era lo correcto, y su mente retrocedió cinco años atrás. Sus trabajillos, desde luego, exigían su
sudor. Tal vez no era un trabajo legal, tal vez ni siquiera era un trabajo,
pero lo que estaba claro era que demandaban esfuerzo, un esfuerzo que sería
abonado con mucho dinero, un dinero con el que pagaría un regalo para su hija.
Lo habló largo y tendido con Carla. Al
principio se mostró reticente, aunque en su rostro se podía vislumbrar que algo
luchaba por salir.
—Es peligroso, Carlos —susurró asustada. Apenas
le miraba a los ojos. Sabía que Carlos tenía razón, pero no podía dejar que se
arriesgara.
—Más peligroso es que tu hija se quede sin
regalo, cariño.
—Pero mis padres…
—No —negó bruscamente Carlos—. Ya sabes lo que
pienso sobre eso. No, Carla.
—¿Y si te pillan?
—Jamás me han pillado. Son buenos, cariño. Muy
buenos. Cuarenta y nueve robos y aquí estoy.
Ninguno dijo nada durante unos minutos.
—Dijiste que nunca lo volverías a hacer —le
recordó Carla con un hilo de voz indeciso.
Carlos no respondió. Sabía que su mujer estaba
tan convencida como él, pero trataba que la parte de ella misma que quería que
lo hiciera se retractara.
Carla cerró los ojos lentamente, y tras
suspirar, dijo:
—Vale. Hazlo.
Levantó la mirada al fin, y sus ojos castaños
se encontraron con los azules de Carlos.
—Hazlo, pero ten mucho cuidado. —Y lo abrazó
con fuerza.
Al día siguiente, Carlos contactó con Raúl,
quien pareció sorprendido. Una hora después de hablar con este, recibió una
llamada de un número desconocido. Era «Oz», aquella voz grave y ominosa
semejante a una noche sin luna que solo había escuchado a través de una línea
telefónica.
Le explicó todo, y «Oz» se mostró conforme, de
hecho hasta un poco aliviado le pareció a Carlos. Dos días después, le volvió a
llamar, y le dijo que ya estaban preparando todo, que ya habían localizado un
lugar, y que esperarían el momento oportuno. Carlos insistió en que fuera antes
de cuatro meses; «Oz» le comunicó que al menos dentro de un mes podrían llevar
a cabo el robo. Y esperó.
Transcurrido ese tiempo, otro número
desconocido —cada vez era uno distinto— le llamó, y «Oz» le dijo que el trabajillo se retrasaría un mes más,
pues la dueña de la casa la dejaría deshabitada, y si podían entrar sin nadie
en ella, mejor, por supuesto. A Carlos no le importaba mientras que fuera antes
del cumpleaños de Charlie.
Tres meses después de que Carlos contactara con
ellos, a cuatro días del robo, tuvo que trasladarse a un piso alquilado en la
ciudad más cercana al pueblo en el que vivía en su gran casa la señora Ágata, e
inmediatamente, recibió órdenes. Esa misma mañana comenzó la primera parte del
plan o el preparativo. Carlos tendría que acudir al pueblo con un «Ford» negro
prestado y arrojar en el buzón de la señora Ágata un papel satinado de
propaganda en el que se anunciaban los servicios de la «Cristalería Roelands»,
una empresa ficticia creada por la organización de «Oz», con su página web y
todo.
La siguiente orden la recibió al día siguiente:
romper un cristal de una de las ventanas; daba igual el que fuera. Algunas
cosas podían salir mal, claro, pero si la mujer había visto la propaganda, era
muy probable que esta pasara por su mente al rompérsele el cristal de una de
sus ventanas al día siguiente.
Así pues, cuando la luna echó fuera del
firmamento al sol, Carlos, vestido de negro pero no con el traje especial con
el que llevaría a cabo el trabajillo,
salió de la ciudad y aparcó el coche en una calle cercana al camino que
conducía a la casa, lugar que había decidido para estacionar también cuando
fuera a robar.
Cruzó un pesado terreno de barbecho, dando
largas y torpes zancadas, y una vez pegado al muro que flanqueaba la enorme
casa, buscó, entre la oscuridad iluminada por la luna, una piedra.
****
La fiesta continuó como si no hubiera pasado nada. La ligera conmoción
que sufrió Javi después de que Rober le dijera que había visto a un ladrón
saliendo de la casa se pasó enseguida, y no le preocupó en absoluto, pues su
amigo le dijo que no llevaba nada, lo que quería decir que no había robado.
Como no podía ser de otro modo, Javi, derrochando orgullo y amor propio por
todos los poros de su piel, puso en pausa el CD y anunció, subiéndose a una
silla y con su vaso de mini en una de sus manos:
—Hoy, gracias a mi gran fiestón, he impedido
que robarán a mi tía. —Expresiones de asombro e incredulidad recorrieron los
rostros de los presentes; por otro lado, Diana levantaba una ceja
despectivamente, lo que hizo que Javi perdiera la compostura por un momento—. ¡Que
se joda ese capullo! ¿Quién dice que los adolescentes están perdidos? ¿Quién
dice que nuestras fiestas no son buenas para la salud? ¡Le hemos salvado de un
posible infarto a mi tía tras descubrir que la habían robado! ¡Qué les den a
todos! ¡Sigamos bebiendo y bailando!
Bajó de un salto de la silla, y volvió a hacer
sonar la música. Rober, riendo, le dijo que estaba loco, y Javi, respirando
hondo, olvidándose de aquel gesto de la guarrilla de Diana y animado por su
discurso y por ese fiestón, echó a andar hacia ella para tratar de conquistarla
de nuevo.
****
Carlos regresó a la casa alquilada con un tremendo dolor de cabeza y
comunicó a Raúl que había fallado. Al rato llamó «Oz» desde otro número
desconocido y le dijo que el robo seguía en pie, pues la señora Ágata no
regresaría hasta dentro de dos semanas. Todo podía salir bien todavía, después
de todo.
Al día siguiente, Carlos entró a la casa del
mismo modo. De nuevo estaba en silencio y a oscuras, y esta vez ningún niñato
le interrumpió. Abrió la caja con su sosegado método, sacó de la riñonera una
bolsa de basura negra enrollada, y depositó todos los fajos de billetes, los
cuales sumaban unos cincuenta mil euros procedentes de la póliza de seguro del
difunto marido de la mujer.
Carlos no pudo evitar sonreír y reprimir una
lágrima, pues Charlie tendría su regalo, y no sería un regalo cualquiera, desde
luego. No sería un regalo cualquiera.
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