domingo, 4 de enero de 2015

La casa de la señora Ágata

A veces hay que hacer... lo que hay que hacer



«Un portazo»; o más bien: «¿Un portazo?», fue lo que pensó Jorge Javier Jaramillo —quien prefería que le llamaran Javi, pues a su homónimo padre le llamaban Jorge, y cuanto menos se pareciera a él, mejor que mejor— al percibir aquel seco ruido de entre el electro latino que surgía de la estupenda minicadena de su tía, e inmediatamente después, el corazón le dio un vuelco, y la sangre que empezaba a dar la bienvenida a su habitual compañero se le congeló en las venas.

A su alrededor, sus amigos y amigas bailaban, charlaban y bebían los recién servidos y dispares cubatas: unos preferían el ron, otros ginebra o vodka, los más locos mezclas, todo ello envuelto en una agradable capa de sintéticos instrumentos electrónicos y DJs de la parte baja de América. Nadie reparó en su estado petrificado y su tez completamente blanca.

El inesperado sonido le sorprendió… o más bien le aterrorizó mientras observaba bailar sensualmente a Diana, la chica que tanto le gustaba y que tantas veces le había rechazado indirectamente, cosa que no entendía, porque si había algún chico atractivo en toda esa fiesta y en todo el puto instituto, ese era él, sin lugar a dudas. No obstante, cuando el portazo —ya no se preguntaba si había sido eso; lo sabía con certeza— llegó hasta sus afinados oídos, su embobamiento desapareció como si un mago hubiese chascado sus dedos y su erección retrocedió como un perro regañado por su dueño.

El siguiente pensamiento que cruzó por su mente fue su tía. Había vuelto. Había vuelto y le había pillado infraganti. Eso le hizo considerar dos opciones: saltarse el muro del jardín y huir, dejando a todos sus amigos ahí, excepto a Diana, o moverse de una vez, ir en su busca, y enfrentar la situación. Comenzaba a inclinarse por la primera opción, cuando el irritante timbrazo recorrió su columna vertebral como una serpiente renqueante.

Aquello terminó con la parálisis del terror y, aunque aún experimentaba temor, un nuevo sentimiento se impuso ante él: confusión. De hecho fue el combustible que le permitió arrancar.

¿Qué había pasado?

La respuesta surgió tan natural y espontánea, que el temor y la confusión se desplomaron como un vestido al liberarle de los tirantes, y le hicieron sentirse estúpido, algo que no le gustaba en absoluto, por lo que cuando abriera la puerta, le diría al gilipollas que había salido para luego entrar que se fuera a su puñetera casa y que no volviera.

Dejó su cubata sobre la superficie de la barbacoa de piedra naranja, y se encaminó furioso hasta la puerta de entrada.

Asió el picaporte, lo impulsó hacia abajo y empezó a abrir preparando mentalmente las palabras exactas, y justo cuando iba a dejarlas salir de su boca, estas se detuvieron a medio camino.

Tras la puerta había alguien que aún no había entrado a la casa. Su mejor amigo, Rober.

¿Quién se había ido entonces?, se preguntó. Luego lo comprobaría. Ahora tenía que dar la bienvenida al jodido Rober, quien se había hecho de rogar, como de costumbre.

Pero algo se lo impidió. La expresión en el rostro de su amigo.

—¿Qué te pasa, tío?

Rober miraba en alguna dirección a su derecha, pálido y con los ojos muy abiertos, asombrado o asustado, no sabía muy bien. Al oír la pregunta, giró su cabeza lentamente, y clavó sus ojos en los de Jorge Javier Jaramillo, quien prefería que le llamaran Javi, sin modificar la pasmada expresión.



Javi asentó el CD en su sitio, cerró la tapadera, y pulsó el «PLAY».

—¡Que empiece la fiesta! —exclamó al tiempo que la música electro latina comenzaba a sonar y giraba la rueda del volumen.

El ruido no le preocupaba; la enorme casa de su tía Ágata se encontraba al final de un camino de tierra, a una larga distancia de las casas más cercanas, así que la música sería imposible de oír por los pijos vecinos de su tía. En realidad, en esos momentos no le preocupaba nada de nada —si acaso Rober y Sergio, pero no le afectaba demasiado, al menos lo del primero, pues estaba acostumbrado—; su tía no volvería hasta después de dos semanas, y sus padres estarían ya más que dormidos, por lo que estaba tranquilamente seguro de que nada ni nadie fastidiaría esa impresionante noche.

No había un motivo especial por el que decidiera montar un fiestón, simplemente vio una brillante oportunidad en la ausencia bisemanal de su tía Ágata, y no iba a desaprovecharla, eso estaba claro. ¿Cómo no iba a realizar una fiesta en aquella Casa? Llevaba tiempo soñando con ese deseo, y por fin podía hacerle realidad.

Cuando se enteró de que su tía se iba a Holanda a visitar a un hombre que había conocido por Internet —cosa que le sorprendió tanto a él como a sus padres, pues nadie sabía que la tía Ágata buscaba pareja y menos que fuera aficionada a este tipo de redes—, el alivio y satisfacción se apoderaron del pecho y el estómago de Javi, ese alivio y satisfacción que se siente cuando se consigue aquello tras lo que se ha estado esperando durante mucho tiempo, que al fin y al cabo eso es de lo que trata un deseo.

No era la primera vez que montaba una fiesta, pero el parque no tenía nada que ver con aquella casa, la cual tenía tres pisos, con habitaciones más grandes que su propia casa y un desmesurado jardín trasero en cuyo centro del césped verde se abría una brillante y azul piscina con luces interiores propias. Todo el jardín parecía moverse debido a los inquietos destellos del agua, y todos sus amigos, a quienes había dicho que llevaran el bañador y el biquini, alucinaron cuando la vieron.

Javi abrió las dos bolsas en las que llevaba whisky, ginebra, vodka, cola, limón, naranja y vasos de tubo y minis y lo colocó todo sobre la mesa de piedra con sus respectivos asientos fijos para que se sirviera todo el mundo. Al mismo tiempo, algunos que también habían contribuido con el material, hicieron lo propio.

—¡Que corra la priva! —animó mientras se preparaba su primer vodka con limón de la noche.

Mientras los demás se abalanzaban sobre el alcohol como las gallinas sobre el trigo, Javi se alejó y miró el móvil para comprobar si tenía algún whatsapp de Rober, su mejor amigo; no había nada y lo guardó de nuevo. Minutos después, todos y todas estaban bailando y bebiendo, y localizó intencionadamente a Diana. Esa noche no podía fallar. Esa noche no le rechazaría. ¿Qué chica se negaría a un rollete… o a algo más, con el tío que les había montada ese fiestón en esa pedazo de casa? Pero aun así, Javi no estaba muy convencido de su propio argumento.

Diana era dura de pelar: en cuatro ocasiones le había mandado indirectamente a la mierda, ¡cuatro!, y en una de ellas había recibido una buena ostia al intentar besarla. Sin embargo él no se rendía; estaba plenamente convencido de que era una guarrilla, y su continuo rechazo no era otra cosa que un jueguecito para ponerle cachondo. Rober no compartía su visión, pero ¡que le dieran a Rober!, él tenía novia, y también estaba muy buena, por cierto.

La contempló mientras contorneaba sus caderas y su pecho, hipnotizado por sus movimientos de serpiente al ritmo electrizante de la música, vestida con una blusa blanca y una faldita negra subida ligeramente por encima de las caderas; el reflejo del agua parecía bailar con ella.

Su pene comenzaba a despertarse, cuando un sonido seco se filtró por sus oídos.

«¿Un portazo?», se preguntó aterrado.



—¿Estás seguro que tu tía no va a venir? —le preguntó Sergio, un chaval regordete y pelirrojo que siempre parecía estar nervioso.

Javi pensaba que Sergio era hiperactivo, y además sufría de epilepsias; por suerte, Javi nunca había presenciado uno de esos ataques, y esperaba que no le ocurriera aquella noche, pues tendría un serio problema.

Había acariciado la posibilidad de no invitarle, pero Sergio siempre animaba las fiestas; era ese tipo de personas capaces de liarla parda (en el buen sentido), y más aún cuando se emborrachaba. Sobrio podía ser un poco indeciso y suspicaz, sin embargo, ebrio, tenía unos huevos de la leche. En una ocasión tuvieron que salir corriendo del parque mientras celebraban un botellón después de que Sergio arrojara una botella a unos guardiaciviles que se acercaron a echar un vistazo y a hacer preguntas incómodas. No le dio a ninguno, pero eso no evitó que les persiguieran durante un buen rato. 

—Estoy seguro, Sergio —replicó Javi—. Tranquilízate; ya verás como va a ser la ostia y tú podrás ponerte hasta el culo sin problemas.

Sergio sonrió y le dio unos nerviosos golpecitos en la espalda.

Introdujo en la cerradura la llave de repuesto cedida por su tía a sus padres, y por un momento —al igual que con la puerta de la verja— temió que no girara, que se hubiera equivocado de llaves, que la copia no fuera buena, o que su tía, sospechando lo que su listillo sobrino iba a hacer, cambiara la cerradura; pero la llave giró sin esfuerzo, tan suave como la del coche de su padre, el cual le había dejado conducirlo por los caminos con el fin de ir un poco más preparado al examen al que dentro de un año podría presentarse, y el temor fue sustituido por una sagaz sonrisilla triunfal. Por fin estaba dentro. Por fin lograría cumplir su ansiado deseo.

Encendió la luz del extenso vestíbulo repleto de cuadros impresionistas y puertas, y se giró hacia sus asombrados amigos.

—Adelante, señores y señoras. Sean bienvenidos —bromeó inclinándose con una mano sobre el abdomen.

Los señores y las señoras rieron y entraron.

Los condujo hacia el jardín trasero conforme iba encendiendo las luces de todas las habitaciones de la casa para que se maravillaran y recrearan en su inmensidad. «¡Guaus!», «¡qué pedazo de casa!» y silbidos de admiración se levantaron entre los chavales y chavalas, a los cuales, Javi les había pedido expresamente que no tocaran ningún objeto, aunque podían recorrer sus habitaciones cuando la fiesta empezara.

Había dos puertas traseras: una que conectaba con la cocina, y otra con ese mismo vestíbulo que se encontraba justo detrás de las escaleras que ocupaban casi todo la parte central del pasillo. Les abrió la puerta y uno a uno fueron saliendo. Él dijo que iba a llamar a Rober, y entró en la primera habitación que vio, descubriendo, por el autorretrato de Van Gogh sobre la cabecera de la cama, que era en la que dormía su tía, quien estaba enamorada de este pintor; de hecho, el hombre de Holanda al que había ido a visitar parecía un clon.

Seleccionó el número guardado de Rober, su mejor amigo, y esperó que descolgara su teléfono. Le había enviado varios whatsapps, pero este no respondía; ni siquiera los había leído.

—¿Qué pasa, tío? —dijo cuando Rober descolgó—. ¿Vas a venir o qué?

—Estoy intentando convencer a Sandra, ya sabes cómo es —le contestó su amigo. Se le notaba angustiado.

—Qué la den, tío. No hace falta que la convenzas; tú dile que no vas y luego vienes. No tiene por qué saberlo.

Sandra estaba buena, pero era una celosa y desconfiada de narices. Ella no vivía en ese mismo pueblo, por lo que solo se veían en fiestas y algún que otro fin de semana (este no era uno de ellos), y cuando Sandra no estaba con Rober, le prohibía descaradamente ir a fiestas, y si finalmente lograba convencerla, no paraba de llamarle en toda la noche una y otra vez.

—No me gusta engañarla, tío; ya lo sabes —afirmó Rober.

—¿A no? ¿Y qué fue entonces lo de Miriam? —le preguntó Javi con una sonrisa maliciosa en sus labios. Mientras lo decía, se acercó al gran armario empotrado de la habitación de su tía, cuya puerta corredera estaba ligeramente abierta y distraídamente hizo desaparecer la ranura negra terminando de cerrar la puerta.

—Oye, tío, ¿qué te pasa? —espetó Rober un tanto molesto—. Quedamos en no volver a hablar de ello. Esa noche cogí un pedo que te cagas, no fue mi culpa.

—Tienes razón, lo siento —se lamentó, aunque aún con la sonrisa; le encantaba hacer de rabiar a Rober—. Pero es que me cabrea que haga eso contigo… Venga, hombre, no puedes perderte este pedazo de fiestón. Sabes lo mucho que he estado esperando. No puede faltar mi mejor amiguito.

Hubo unos segundos de silencio al otro lado de la línea. En el exterior, se oía el rumor y las risas del grupo.

—Vale —sentenció al fin Rober—. Veré si puedo convencerla. Si no… iré de todos modos.

—¡Así me gusta! ¡Di que sí, tío! —dijo Javi dando un taconazo en el suelo de parqué—. Hasta ahora.

Y colgó.

Salió al patio contento por haber conseguido convencer a Rober, sacó uno de los CDs de música variada del estuche de diez fundas que se llevó, todas ellas ocupadas, y lo colocó en la minicadena de su tía.

****

El hombre vestido completamente de negro y tocado con un gorro del mismo tenebroso color, alzó el cuchillo que había cogido del cajón de su cocina… o mejor dicho, de la cocina de su mujer —desde que lo hiciera esperaba que Carla no se diera cuenta de ello, pues para ella la cocina era tan sagrada que apenas le dejaba poner un pie sobre sus azulejos blancos— y tanto la respiración como las pulsaciones murieron dentro de él.

Nunca había matado a nadie, ni herido, ni siquiera se había visto jamás, en los cerca de cincuenta robos profesionales, en una situación como aquella, pero todo llega en la vida, como decía su más que difunto abuelo, y esa noche había llegado parte de ese todo. Sin embargo, el chico de los huevos había entrado en la casa, luego en la habitación, y ahora se acercaba al armario en el que se había tenido que esconder apresuradamente; suerte que ahí dentro cabía hasta una vaca.

—¿A no? ¿Y qué fue entonces lo de Miriam? —decía el rapado y barbudo chaval conforme alzaba su mano hacia él.

A través de la estrecha ranura vislumbró una mano blanca cada vez más cerca.

«Me ha visto —se dijo tremendamente asustado Carlos Collado—. Me ha visto. Me ha visto, me ha visto…»

Alzó el cuchillo a la altura de su cabeza, y justo cuando iba a lanzar el mandoble, la puerta se cerró por completo, quedando en absoluta oscuridad.

La respiración y los latidos de su corazón revivieron, más pesados que nunca. El empalagoso olor a naftalina y a suavizante se filtró de nuevo por los orificios de su nariz, y cogió aire y expulsó lentamente, más calmado. El sudor bañaba todo su rostro, espalda, y cavidades del cuerpo.  

—Tienes razón, lo siento —escuchó que decía la voz amortiguada del inoportuno niñato—. Pero es que me cabrea que haga eso contigo… Venga, hombre, no puedes perderte este pedazo de fiestón. Sabes lo mucho que he estado esperando. No puede faltar mi mejor amigo.

«¿En serio se encontraba en esa situación? —se preguntó Carlos—. ¿Todo esto era real, estaba ocurriendo de verdad? ¿Cómo me he metido en este lío?» Pero sabía la respuesta a estas preguntas al igual que sabía que no había tenido elección. Además, se suponía que todo iba a salir bien, joder.

—¡Así me gusta, di que sí, tío! —Un golpe en el suelo de parqué sobresaltó a Carlos y le puso en alerta, pero lo siguiente relajó sus músculos—. Hasta ahora.

Aguzó el oído con el fin de escucharle marcharse y salir al jardín, y cuando estuvo seguro que lo había hecho, corrió despacio la puerta. Un intenso haz de luz atravesó sus ojos y azotó sus sienes.

—¡Maldita sea! —susurró. No se lo esperaba—. ¿¡Por qué cojones deja las luces encendidas!?

La cabeza comenzó a dolerle. Era un dolor débil, indeciso, pero no era la primera vez que le ocurría, y sabía que el jodido dolor pronto haría acto de presencia con todo su ejército; aquello solo era una avanzadilla de reconocimiento.

Abrió un poco más la puerta con los ojos entrecerrados y deslizó su delgado cuerpo oscuro hacia el exterior. Volvió a cerrar la puerta corredera y asomó un ojo al monstruoso vestíbulo, en dirección a la puerta trasera.

A través de los cristales vio gente, mucha gente. El interior de la casa estaba en silencio, pero procedentes del exterior llegaban voces y risas y…

El corazón le dio un salto, hizo una pirueta y empezó a latir desbocado. La música estalló en sus oídos y él creyó que moría. ¿Se había cagado encima?... No, pero faltó poco. ¡La madre que parió al puto niñato! Ojalá regresara la dueña de la casa —que sería su tía o su abuela, supuso— y le diera una buena lección.

Tenía que salir por la puerta principal; no tenía más remedio. Todas las ventanas estaban enrejadas, y había entrado por la puerta de la cocina, que también daba al jardín trasero, por lo que quedaba descartada.

Con el corazón en calma —pensaba que otro mortal susto de esos acabaría con él—, miró por última vez el cuadro impresionista («¿Era un Van Gogh?», se preguntó de nuevo; le daba igual) y percatándose de nuevo de que nadie rondaba por dentro de la casa, corrió con la punta de sus ligeras y sigilosas zapatillas hacia la puerta, en dirección contraria a la trasera.

Dos mil kilómetros después alcanzó el picaporte, abrió sin pensárselo dos veces —más tarde se lamentaría de su brutal error al no haber mirado primero por la mirilla—, y cruzó el umbral como una exhalación al tiempo que arrastraba la hoja de madera tras él. El potente portazo le hizo encogerse de hombros y de estómago, pero no paró su avance, sino que cruzó el patio delantero, franqueó la verja, y echó a correr a través del oscuro terreno que había a uno de los lados del camino de tierra.

No sin antes ver a un chaval que caminaba hacia la casa, y que por la expresión de su rostro y más aun por la dirección de su mirada, también le había visto a él.

Con la única iluminación tenue de la luna en tres cuartos, corría hacia el pueblo, y no cesaba de decirse una y otra vez:

—Era perfecto. El plan era jodidamente elaborado y perfecto. Pero los niñatos y sus putas fiestas lo han jodido… Era perfecto, maldita sea…



El muro era alto, pero por eso llevaba un Kagi, un gancho múltiple atado a una resistente cuerda. Él no lo había comprado, por supuesto; pertenecía al hombre que planeaba los robos, al hombre para el que había realizado cerca de cincuenta trabajillos de los cuales se llevaba el penoso cinco por ciento de las ganancias. Aunque no le importaba mucho, pues el cinco por ciento respecto a lo que siempre robaban era una cantidad considerable.

Lanzó el Kagi, escuchó un sonido metálico, y tras asegurarse de que estaba bien sujeto, comenzó a escalar. Era un hombre delgado, pero fibroso, y a pesar de llevar bastante tiempo sin realizar uno de esos trabajillos, se sorprendió al comprobar que todavía era capaz de trepar sin demasiado esfuerzo.

Cinco años habían pasado desde la última vez. Cinco años pensando que jamás volvería a arriesgarse a entrar en la cárcel, aunque sabía que todo estaba bien pensado y nunca había tenido problemas, pero ¿quién es consciente de lo que el maldito destino le tiene preparado a uno? Sin ir más lejos, el destino había llevado a cabo uno de sus descabellados planes hacía un año. Y por eso había tenido que volver a pedir ayuda al puto «Oz».

Cincuenta trabajillos y jamás le había visto, jamás había conocido en persona al hombre tras la cortina. Con la única persona que Carlos mantenía contacto directo era con Raúl, un hombre ancho y alto, trajeado y monosilábico. Raúl era quien le daba el material y a quien entregaba el resultado de sus trabajillos junto con la devolución de las herramientas. Días después, recibía en su cuenta bancaria el cinco por ciento.

Se precipitó por el jardín hacia una de las puertas traseras: la de la cocina (sabía perfectamente cuál era).

Unos pocos segundos fueron los que se permitió para desviar la mirada a la preciosa piscina, cuya clara agua invitaba a sumergirse en ella. Para ser las doce de la noche hacía un calor macabro, y él llevaba su jersey negro de mangas largas, un pantalón largo y un gorro que cubría su delatador pelo rubio.

Sacó la ganzúa de la riñonera y con pulso firme hurgó en la cerradura hasta que chasqueó. Empujó con un dedo triunfal la hoja de aluminio y cristal, y la puerta cedió suavemente abriéndole el paso a la oscuridad.

Cruzó sin miedo el umbral. Sorprendentemente, aquella enorme casa perteneciente a una de las mujeres más rica del pueblo no tenía alarma; en aquella pequeña y alejada localidad debían de creerse inmunes a los delitos.

«Estúpidos», pensó sonriendo. Eso solucionaba muchos problemas, sobre todo de corazón y tensión.

Encendió la linterna a pilas de bajo consumo y haz débil, y empezó a andar tranquilamente. La mujer se había ido a Holanda a ver a un noviete durante dos semanas; ella misma se lo había dicho, menuda cotorra estaba hecha la señora Ágata.

Salió de la cocina al vestíbulo, largo y ancho como el de un hospital. Se orientó, y se dirigió a la habitación contigua situada en el lado izquierdo.

Una vez dentro, enfocó con la linterna el cuadro impresionista en el que aparecía un retrato de un pintor pelirrojo, lo que le hizo preguntarse si se trataba de Van Gogh, pues él no estaba muy puesto en arte.

Sin desviar el cono amarillento, se acercó al cuadro, se colocó de rodillas sobre el mullido y mudo colchón de la innecesaria cama de matrimonio, y descolgó el cuadro. Tras este surgió, como un niño asustado al que habían descubierto escondido, la caja fuerte. Extrajo de la riñonera el estetoscopio, al que Carlos prefería llamar fonendoscopio, pues le parecía que describía mejor el trabajo del aparato. Al contrario que el Kagi y la ganzúa, este le pertenecía a él y solamente a él.

No era médico, desde luego. Era un experto en abrir cajas fuertes de combinación mecánica mediante el uso de un fonendoscopio, un papel, y un lápiz.

Aferró la linterna con los dientes, se puso los auriculares en las orejas, y posó el diafragma del aparato en la superficie metálica de la caja fuerte, cerca de la rueda de combinación. A continuación, comenzó a girarla en sentido de las agujas del reloj. Escuchó el primer click, y apuntó el número en el papel; giró en dirección contraria. Al rato escuchó otro click, pero esta vez fue diferente… y no procedía de los auriculares del fonendoscopio.

Se detuvo, aguzando el oído hasta su límite y conteniendo la respiración.

Otro click.

¡Era la puerta! ¡Alguien estaba entrando a la casa!

Inmediatamente, con movimientos rápidos, volvió a colgar el cuadro, cogió el papel arrugándolo y saltó de la cama. Con la linterna aún en la boca y el fonendoscopio colgando de las orejas, se metió en el gran armario empotrado del otro extremo de la habitación.

Una vez dentro, respirando muy rápido y con el corazón a mil por hora, guardó el papel y el lápiz en la riñonera, se quitó el fonendoscopio e hizo lo propio, y apagó la linterna, la cual también guardó.

Escuchó expresiones de asombro de chicos y chicas, y cómo alguien iba encendiendo las luces de las habitaciones. ¿Quién sería? Se preguntó Carlos, cada vez más nervioso.

Entonces se encendió la luz de esa habitación, y se puso tenso. Pasaron de largo, pero Carlos no se relajó. Ni siquiera fue capaz de mover el brazo para terminar de cerrar la puerta.

Salieron al jardín.

—Voy a llamar a Rober —oyó que decía alguien. Y segundos después, ese alguien entró en el cuarto.

Se trataba de un chico con la cabeza rapada a excepción de un grueso mechón de pelo en la parte superior de la cabeza que hacía juego con la poblada barba. Tenía la nariz un tanto larga, y unos ojos marrones demasiado pequeños y juntos. Le resultaba familiar. Y entonces se dio cuenta que se parecía a la dueña de aquella casa, a la señora Ágata, deduciendo que sería su tía o su abuela.

En cuanto franqueó la puerta de la habitación, Carlos extrajo del bolsillo de la riñonera el cuchillo, un cuchillo que había cogido del cajón de los cubiertos de la cocina de su casa, cocina que pertenecía absolutamente a su mujer, pues desde que casi provocó un incendio al tratar de hacerse un simple huevo, Carla no le había dejado entrar ni tan siquiera para ayudarla a poner la mesa. Y la verdad era que no le importaba lo más mínimo.

Alzó el cuchillo a la altura del pecho, esperando que el niñato abriera la puerta y le descubriera, para abalanzarse sobre él y hacer algo que no había hecho nunca y que no tenía ni idea de si sería capaz de llevar a cabo en el caso de que llegara el momento.



La piedra pasó volando sobre el muro lateral izquierdo, cruzó entre dos de los barrotes de las rejas de la ventana, e impactó contra el cristal, abriendo un amplio y dentudo agujero.

—¡Toma ya! A la primera —se felicitó Carlos sin levantar la voz al escuchar el sonido de los cristales.

Era de noche y había recorrido el terreno en barbecho contiguo al camino de tierra hasta la enorme casa. Luego, tras coger una piedra un poco más pequeña que la palma de su mano, se acercó al muro hasta que estuvo lo suficiente cerca pero lo suficiente alejado para vislumbrar todas las ventanas del segundo y tercer piso y, apuntando a una del segundo, la lanzó, dando en el blanco a la primera.

Sin esperar a ver qué hacía el habitante de la casa —se trataba de una mujer llamada Ágata; el sofisticado equipo de «Oz» llevaba investigándola durante al menos tres meses esperando la oportunidad—, salió corriendo de nuevo hacia el pueblo, puso en marcha el coche de empresa, y se marchó de allí a la ciudad más cercana a aquel pueblo, donde le habían alquilado una piso.

Convencer a su mujer, sorprendentemente, no le había costado mucho. Ella sabía a lo que se dedicaba cuando la conoció hacía cinco años, y fue por ella por lo que dejó de realizar aquellos trabajillos no sin algún que otro problema solucionado de una manera nada agradable. Logró ser contratado como basurero, trabajo del que hacía un año le habían despedido. Y precisamente por ello no fue difícil convencerla. Aunque estaba claro que la razón definitiva de esto fue Charlotte, a la que llamaban Charlie. No, no era una coincidencia que la niña de cuatro años se llamara así. Podían haberla llamado como su madre, Carla, pero querían ser aún más originales.

El teléfono le arrancó de un sueño en el que lanzaba una piedra a una ventana, y cuando descolgó y habló la mujer al otro lado de la línea telefónica, descubrió que aquello no había sido un sueño, sino su hazaña de la noche anterior.

—¿«Cristalería Ro… Roelands»? Qué nombre más extraño, por Dios.

Carlos tardó unos segundos en desperezarse y comprender la situación.

—S… Sí, señora. ¿En qué podemos ayudarle? —preguntó intentado aparentar profesionalidad.

La mujer le explicó que anoche, algún chiquillo travieso había lanzado una piedra a una de sus ventanas y que necesitaba un cristal nuevo. Carlos, fascinado por la tranquilidad y buen humor que trasmitía la mujer después de aquello, le pidió medidas, para guardar las apariencias, y tras comunicarle que esa misma mañana se pasarían por su casa, colgó.

Por supuesto no necesitaba que la mujer le dijera las medidas del cristal; el mismo sofisticado equipo de «Oz» había conseguido todos los detalles arquitectónicos de la casa, entre los que se encontraban todas y cada una de las medidas. El cristal con el tamaño exacto ya se encontraba dentro de aquel piso antes de que él llegara.

No podía acudir de inmediato, así que se tomó su tiempo en la ducha, y desayunó como un campeón. Dos horas después, se cansó de esperar y se puso en marcha.

Guardó el cristal protegido por una caja de cartón en el maletero del «Ford» negro prestado, y se hizo con las pegatinas. Retiró el delgado plástico protector y pegó el nombre de la cristalería sin icono en ambos costado del coche. Ahora tenía el aspecto de un vehículo profesional de empresa.

Al llegar a la casa de la señora Ágata por el camino de tierra —un camino en perfectas condiciones, ya que ningún vehículo solía pasar por él—, se detuvo frente la alta puerta de hierro en la que figuraba una imponente letra «A» en el centro, entre las dos hojas enrejadas. Abrió la guantera, buscó entre todos los papeles el supuesto recibo y, respirando hondo y dándose ánimos, salió del coche.

El portazo al cerrarse sonó inmenso en aquel silencio matinal. Algunos pájaros cantaban; no había árboles en el exterior, pero sí dentro de la propiedad, en el estrecho patio delantero, cubierto de césped y árboles que Carlos no lograba identificar, aunque algunos tenían florecitas. Observó todo esto como solo un hombre de su oficio sabe hacerlo, escrutando cada esquina, cada centímetro, conforme caminaba hacia la puerta interior de la casa tras haberse colocado el cristal bajo la axila y haber llamado al telefonillo. Una aguda voz de radio preguntó quién era y al responder le abrió la puerta eléctrica.

La mujer, alta y delgada como un churro, de corto pelo rizado y rojizo, parecía un dinosaurio repintado. Le esperaba en el quicio de la puerta, ella y su ordenador portátil, el cual le miraba con su ojo en forma de manzana mordida. Los ojos de la señora Ágata contemplaban brillantes la pantalla del ordenador, y bajo ellos, sus labios rojos sonreían. Se excusó con el aparato («Un momento, cariño»), y miró a Carlos sin borrar de su rostro aquella expresión bobalicona.

—¿Ha estado alguna vez enamorado?

Carlos quedó desconcertado durante unos segundos.

La señora Ágata inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una extraña carcajada.

—Es la mejor sensación del mundo. —Y volvió a mirar a la pantalla del ordenador—. Te quiero, cariño —dijo. De los altavoces del portátil emanó la voz de un hombre con un acento algo artificial, según le pareció a Carlos. A este se le daba bien juzgar a las personas, por eso dedujo que aquel hombre, quienquiera que fuera, estaba fingiendo, y era tan español como él. El hombre también la quería a ella—. En seguida estoy contigo, cariño. —Sonó un blub cuando la mujer pulsó un botón, y después bajó ligeramente la pantalla—. Es David —lo pronunció como Deivid y Carlos reprimió una sonrisa—. Adelante, pase.

Carlos entró en la enorme casa y quedó asombrado por la dimensión del vestíbulo. Aquello parecía un museo.

La señora Ágata le condujo al segundo piso por las escaleras situadas justo en el centro mientras le daba información no solicitada sobre Deivid. Al parecer le había conocido por Internet hacía unos tres meses, y al día siguiente, iría a Holanda a visitarle. Le había encontrado en una página de contactos holandesa, pues amaba Holanda, ya que estaba enamorada artísticamente de Van Gogh. Los planes de la mujer, al igual que su aventura cibernética, los conocía bien Carlos; ¿su fuente? Los mismos de siempre. Tenían acceso a su ordenador, por supuesto.

Carlos no prestó atención a aquella soñadora mujer, sino que se limitó a observar todo el interior de la casa, contando las puertas y tratando de imaginar qué tipo de habitación había tras ellas.

La ventana rota no se encontraba en ninguna habitación, sino en el pasillo mismo, lugar desde el cual se vislumbraban los tejados de las casas apretujadas y el campanario de la iglesia, así como el del ayuntamiento.

La señora Ágata le dejó solo diciéndole amablemente que tenía que volver con su querido Deivid, o según los pensamientos de Carlos, con el farsante de David, y se perdió escaleras abajo. Al rato, le llegó la voz de la mujer y un poco más débil la del hombre. No hizo caso de lo que decían. Posó el cristal nuevo en el suelo y desplegó un esquema en el que se explicaba cómo se cambiaba un cristal de una ventana; lo había estudiado en esos días que llevaba en la casa de alquiler, pero aún así se lo llevó por si se le olvidaba algún paso.

Una hora y media después, ya había hecho su trabajo. No estaba seguro de que estuviera colocado perfectamente —probablemente en días de viento, este se filtraría por todos lados—, pero la razón exacta por la que se había diseñado esa estúpida tarea era, naturalmente, el reconocimiento del interior de la casa, e intentar deducir dónde se encontraba la caja fuerte.

Había recorrido todas las habitaciones de esa planta y, descartando la tercera por simple intuición, decidió bajar las escaleras en silencio, despacio. Las voces seguían sonando, no habían parado en la hora y media, y la señora Ágata no se había molestado en aparecer para ver cómo iba el trabajo de Carlos, cosa que este agradeció, pues ni en uno de sus más de cincuenta trabajillos había sudado tanto.

Concluyó que la señora Ágata se encontraba tras una puerta doble cercana a la principal, suponiendo que se trataba del salón. Así pues, Carlos, controlando su respiración para evitar que el corazón se le acelerase, haciendo el menos ruido posible, se dirigió al extremo opuesto, y fue abriendo y cerrando puertas lentamente con la aguda voz de la mujer y el falso acento del hombre flotando a su alrededor como una nana tranquilizadora, pues gracias a ello mantenía controlada la posición de la señora Ágata.

Abrió puertas de baños, de un cuartito de estar, o mejor dicho, de un gran cuarto de estar, y de muchas habitaciones, todas las cuales parecían de invitados. También se presentó ante él una cocina, y detrás de la puerta contigua, la habitación en la que dormía la mujer. Lo supo de inmediato por su apariencia delicadamente cuidada y la cama de matrimonio que había compartido con su difunto marido, del cual Carlos imaginaba —por las palabras de la propia Ágata— que jamás había estado enamorada, y sobre esta un cuadro… un cuadro sospechoso. En él, unos coloridos ojos parecían mirarlo serenamente, acusadores. ¿Sería un Van Gogh?, se preguntó. ¿Sería el propio Van Gogh? No lo sabía, el arte no era lo suyo. Pero lo que sí sabía era lo que escondía detrás. Vaya si lo sabía. Su intuición se lo había susurrado triunfalmente en su cerebro.

Empezó a sentir cierta debilidad en su cuerpo, la debilidad de la extrema emoción. Por un momento solo fue él y los ojos del individuo retratado, los ojos del individuo retratado y él. Detrás de ese cuadro estaba la solución a su desdichado problema, a su doloroso problema. Y entonces notó que algo había cambiado en la atmósfera.

Silencio.

La casa estaba sumida en un tenebroso silencio.

Justo cuando su mente alarmada le hizo entender, se giró a tiempo de ver cómo la señora Ágata surgía en el vestíbulo siempre con el portátil sobre su antebrazo, en el extremo más alejado. Antes de que esta le viera, dijo fingiendo frustración:

—Señora, la estaba buscando… Ya he terminado.

Subieron de nuevo al segundo piso. Carlos le mostró el resultado y le entregó el recibo. La señora Ágata se quedó satisfecha y Carlos aliviado. Al despedirse, la mujer le dio dos besos, y no cesó de decirle adiós de manera efusiva hasta que se metió en el coche.

A la noche del día siguiente, a las veintitrés treinta, por orden de «Oz», una orden que había estado esperando desde que empezara a anochecer, Carlos subió de nuevo al coche de empresa después de quitarle las pegatinas de la cristalería, y condujo hasta la calle asfaltada más cercana al camino que llevaba a la casa de la señora Ágata. Se apeó, se adentró en un terreno en barbecho contiguo a la calle, y sin perder de vista la blanca fachada parcheada de puntos negros de la gran casa que agujereaba la oscuridad como un faro, corrió hacia allí. 

Una vez en la parte posterior, desenrolló de su hombro la cuerda con el Kagi en una de sus puntas, y lo lanzó por encima del muro.



El plan era perfecto. Un plan jodidamente perfecto, pensó Carlos. Todo estaba planeado escrupulosamente y nada podía salir mal, de eso estaba seguro Carlos, quien cada vez se asombraba más por la inteligencia de la organización de «Oz».

Todos sus trabajillos habían sido previa y minuciosamente analizados, estudiados de una manera muy similar a la de la película Ocean’s eleven, imaginaba Carlos. Él nunca había estado presente en los planes, él simplemente era quien abría las cajas, a veces acompañado, otras no, y también de vez en cuando realizaba algún preparativo previo como los que tendría que llevar a cabo para ese de la casa de la señora Ágata, pero él no tenía que pensar nada, él era el chico práctico.

Había conocido la organización gracias a su amigo Eduardo, cuando tenía diecinueve años. Por entonces ambos habían dejado los estudios, y estaban sin blanca. Carlos apenas hablaba con sus padres, y no pensaba pedirles dinero, así que para comprarse sus cigarrillos y algún que otro capricho, se dedicaba, junto con Edu, a robar por la calle, simples trabajillos de carteristas. Hasta que Edu le habló de Raúl, un antiguo amigo de su padre. Por alguna razón que desconocía, Edu se enteró a lo que se dedicaba Raúl, y le habló a Carlos de la organización sin nombre al igual que su jefe. Más de una vez Carlos había pensado que el hombre al que él llamaba «Oz» era el padre de Edu, si no, ¿por qué iba a hablar Raúl con el hombre de todo ello?

Un día, ambos chicos esperaron en la calle a que Raúl saliera de la casa de Edu, y le abordaron. Tras abundantes negativas y ligeros accesos de enfados del corpulento Raúl, finalmente parecieron convencerle, y unos días después, recibieron la llamada del gran jefe.

Siete años había trabajo con ellos, solo Carlos, pues el padre de Edu se enteró y se negó a que su hijo participase en aquello. Hasta que conoció a Carla. Dejarlo no fue tan fácil como para Edu. Carlos fue advertido —de tal manera que sería más correcto utilizar la palabra amenazado de que antes de hablar de ello a alguien, se acordara de su novia. Carlos cumplió esto parcialmente; a Carla no pudo ocultárselo, y gracias a Dios a ella no le echó para atrás saber que su novio había sido un ladrón, siempre y cuando no volviera a robar.

Más adelante, consiguió un trabajo de basurero, Carla se quedó embarazada, y antes de que Charlie naciera, se casaron.

Todo iba bien, Carlos estaba cruzando por el camino más feliz de su vida. Tenía una esposa hermosa que le quería, una hija que crecía por minutos igual de preciosa que su mujer, un trabajo legal…, sin embargo todo se vino abajo un año atrás, cuando le despidieron.

Carla no trabajaba, acudía un día a la semana a casa de una mujer en silla de ruedas para limpiar, pero los míseros treinta euros semanales solo les servía para comprar comida, y en este mundo, desgraciadamente, se paga mucho más que eso; Carlos se preguntaba muchas veces cuándo llegaría el día que tendrían que pagar impuestos por respirar o incluso por cagar. No obstante, Carlos recibió una pequeña cantidad de dinero como liquidación, y con ello lograron sobrevivir sin muchos problemas durante un año. Después de eso, consiguieron evitar el desahucio y vivir a oscuras gracias a los padres de Carla, los cuales tampoco es que dispusieran de mucho capital pero sí lo necesario para cubrir los gastos de esos indiferentes cabrones llamados impuestos durante unos meses. Pero eso no podía durar; Carlos se sentía avergonzado y viejo, incluso humillado. A él nunca le había gustado pedir dinero, jamás, ¡no eran mendigos, por Dios! Siempre había preferido robarlo.

Tres meses atrás, Carlos había decidido que no podían seguir así, y la razón que le dio fuerzas para volver a tomar el control de su vida, fue el cumpleaños de Charlie, el cual tendría lugar en cuatro meses. ¿Cómo iban a regalarle algo si ni siquiera podían pagar la hipoteca, la luz, o el agua sin el dinero de los padres de Carla? Y por nada en el mundo dejaría que su mujer pidiera dinero para comprar un regalo a su hija. Por nada en el mundo. El dinero de este debía proceder del sudor de su propia frente, era lo correcto, y su mente retrocedió cinco años atrás. Sus trabajillos, desde luego, exigían su sudor. Tal vez no era un trabajo legal, tal vez ni siquiera era un trabajo, pero lo que estaba claro era que demandaban esfuerzo, un esfuerzo que sería abonado con mucho dinero, un dinero con el que pagaría un regalo para su hija.

Lo habló largo y tendido con Carla. Al principio se mostró reticente, aunque en su rostro se podía vislumbrar que algo luchaba por salir.

—Es peligroso, Carlos —susurró asustada. Apenas le miraba a los ojos. Sabía que Carlos tenía razón, pero no podía dejar que se arriesgara.

—Más peligroso es que tu hija se quede sin regalo, cariño.

—Pero mis padres…

—No —negó bruscamente Carlos—. Ya sabes lo que pienso sobre eso. No, Carla.

—¿Y si te pillan?

—Jamás me han pillado. Son buenos, cariño. Muy buenos. Cuarenta y nueve robos y aquí estoy.

Ninguno dijo nada durante unos minutos.

—Dijiste que nunca lo volverías a hacer —le recordó Carla con un hilo de voz indeciso.

Carlos no respondió. Sabía que su mujer estaba tan convencida como él, pero trataba que la parte de ella misma que quería que lo hiciera se retractara.

Carla cerró los ojos lentamente, y tras suspirar, dijo:

—Vale. Hazlo.

Levantó la mirada al fin, y sus ojos castaños se encontraron con los azules de Carlos.

—Hazlo, pero ten mucho cuidado. —Y lo abrazó con fuerza.

Al día siguiente, Carlos contactó con Raúl, quien pareció sorprendido. Una hora después de hablar con este, recibió una llamada de un número desconocido. Era «Oz», aquella voz grave y ominosa semejante a una noche sin luna que solo había escuchado a través de una línea telefónica.

Le explicó todo, y «Oz» se mostró conforme, de hecho hasta un poco aliviado le pareció a Carlos. Dos días después, le volvió a llamar, y le dijo que ya estaban preparando todo, que ya habían localizado un lugar, y que esperarían el momento oportuno. Carlos insistió en que fuera antes de cuatro meses; «Oz» le comunicó que al menos dentro de un mes podrían llevar a cabo el robo. Y esperó.

Transcurrido ese tiempo, otro número desconocido —cada vez era uno distinto— le llamó, y «Oz» le dijo que el trabajillo se retrasaría un mes más, pues la dueña de la casa la dejaría deshabitada, y si podían entrar sin nadie en ella, mejor, por supuesto. A Carlos no le importaba mientras que fuera antes del cumpleaños de Charlie.

Tres meses después de que Carlos contactara con ellos, a cuatro días del robo, tuvo que trasladarse a un piso alquilado en la ciudad más cercana al pueblo en el que vivía en su gran casa la señora Ágata, e inmediatamente, recibió órdenes. Esa misma mañana comenzó la primera parte del plan o el preparativo. Carlos tendría que acudir al pueblo con un «Ford» negro prestado y arrojar en el buzón de la señora Ágata un papel satinado de propaganda en el que se anunciaban los servicios de la «Cristalería Roelands», una empresa ficticia creada por la organización de «Oz», con su página web y todo.

La siguiente orden la recibió al día siguiente: romper un cristal de una de las ventanas; daba igual el que fuera. Algunas cosas podían salir mal, claro, pero si la mujer había visto la propaganda, era muy probable que esta pasara por su mente al rompérsele el cristal de una de sus ventanas al día siguiente.

Así pues, cuando la luna echó fuera del firmamento al sol, Carlos, vestido de negro pero no con el traje especial con el que llevaría a cabo el trabajillo, salió de la ciudad y aparcó el coche en una calle cercana al camino que conducía a la casa, lugar que había decidido para estacionar también cuando fuera a robar.

Cruzó un pesado terreno de barbecho, dando largas y torpes zancadas, y una vez pegado al muro que flanqueaba la enorme casa, buscó, entre la oscuridad iluminada por la luna, una piedra.

****

La fiesta continuó como si no hubiera pasado nada. La ligera conmoción que sufrió Javi después de que Rober le dijera que había visto a un ladrón saliendo de la casa se pasó enseguida, y no le preocupó en absoluto, pues su amigo le dijo que no llevaba nada, lo que quería decir que no había robado. Como no podía ser de otro modo, Javi, derrochando orgullo y amor propio por todos los poros de su piel, puso en pausa el CD y anunció, subiéndose a una silla y con su vaso de mini en una de sus manos:

—Hoy, gracias a mi gran fiestón, he impedido que robarán a mi tía. —Expresiones de asombro e incredulidad recorrieron los rostros de los presentes; por otro lado, Diana levantaba una ceja despectivamente, lo que hizo que Javi perdiera la compostura por un momento—. ¡Que se joda ese capullo! ¿Quién dice que los adolescentes están perdidos? ¿Quién dice que nuestras fiestas no son buenas para la salud? ¡Le hemos salvado de un posible infarto a mi tía tras descubrir que la habían robado! ¡Qué les den a todos! ¡Sigamos bebiendo y bailando!

Bajó de un salto de la silla, y volvió a hacer sonar la música. Rober, riendo, le dijo que estaba loco, y Javi, respirando hondo, olvidándose de aquel gesto de la guarrilla de Diana y animado por su discurso y por ese fiestón, echó a andar hacia ella para tratar de conquistarla de nuevo.

****

Carlos regresó a la casa alquilada con un tremendo dolor de cabeza y comunicó a Raúl que había fallado. Al rato llamó «Oz» desde otro número desconocido y le dijo que el robo seguía en pie, pues la señora Ágata no regresaría hasta dentro de dos semanas. Todo podía salir bien todavía, después de todo.

Al día siguiente, Carlos entró a la casa del mismo modo. De nuevo estaba en silencio y a oscuras, y esta vez ningún niñato le interrumpió. Abrió la caja con su sosegado método, sacó de la riñonera una bolsa de basura negra enrollada, y depositó todos los fajos de billetes, los cuales sumaban unos cincuenta mil euros procedentes de la póliza de seguro del difunto marido de la mujer.

Carlos no pudo evitar sonreír y reprimir una lágrima, pues Charlie tendría su regalo, y no sería un regalo cualquiera, desde luego. No sería un regalo cualquiera.  


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