—Te amo. Lo sabes, ¿verdad? Nunca debí dejar que te marcharas.
Ella le sonrió desde el otro lado de la mesa,
por encima de las velas, las dos copas de vino tinto, y la ensalada. Qué
sonrisa tan hermosa.
—Tú no tuviste la culpa; ninguno la tuvimos. No
se puede evitar lo inevitable —trató de consolarle. Qué voz tan dulce.
—Pero no estuve a tu lado…
—Trabajabas. Y además, ni siquiera yo me di
cuenta. Ocurrió sin más. No pudimos evitarlo —repitió ella, y posó una mano sobre
la de él. Qué mano tan suave.
Él miró la mano, y luego sus ojos verdes. Qué
ojos tan cautivadores.
Pensó en lo que ella le había dicho. Podía
tener razón, aunque eso no calmaba el dolor que sufría. Sin embargo había
regresado. Y él había preparado una cena de reconciliación.
Jamás volvería a separarse de ella.
Cogió la copa y la alzó para sellar con un
brindis su voluntad. Ella hizo lo propio y se bebieron todo el contenido. Al
rato, la cabeza de él se desplomó sobre la ensalada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si has leído la historia, ¿por qué no comentar? Tanto si te ha gustado como si no, no dudes en hacérmelo saber. ¡Gracias!