Yo no quería que sucediera. De hecho, la quería. Pero ahora la odio.
Cuando nos conocimos, Eli me dijo que jamás nos
separaríamos, que siempre estaríamos juntas. Me sonrió y confesó que a partir
de ese momento sería su mejor amiga; y por supuesto, ella también sería la mía.
Jugábamos juntas a todas horas: saltábamos en
su cama, bailábamos al son de una dulce música, fingíamos que tomábamos café
como los mayores o comíamos de los platos de juguete,
repletos de una comida que solo nuestra imaginación podía ver. Hasta veíamos juntas
la televisión, una al lado de la otra en el blandito sofá color salmón. A veces íbamos de compras con su madre y su padre, y me lo pasaba genial
recorriendo los interminables pasillos de los supermercados, aunque más de una
vez me entristecía ver a las demás amigas, pues ellas no compartían la
emocionante y feliz relación que yo
tenía con Eli.
Sin embargo, esto no era cierto del todo. En
realidad mis sentimientos al ver a las demás se dividían en dos. Como ya dije,
experimentaba tristeza, pero también cierto regocijo, porque me había escogido
a mí como mejor amiga y no a las demás, lo cual hacía que me sintiera valorada
y —¿por qué no?— un tanto mejor que ellas. A su vez, esto generó un deseo
inexorable de protección y de temor a perderla, por lo que me esforcé al máximo
en no decepcionarla, en jugar siempre que a Eli le apeteciera, y a nunca
negarme. A decir verdad, esto era lo que se esperaba de mí —como de todas las
mejores amigas, supongo—, a pesar de que en muchas ocasiones yo había querido
imponer mi voluntad, decidir el juego, o la música. Pero temía que Eli se
enfadara: era una chica bastante cabezota y controladora.
Así pues, yo era feliz, Eli era feliz, nos
queríamos mutuamente, hasta que empezó a salir a la calle sin mí… y con otras
amigas. No sabía adónde iba, ¡ni siquiera me lo decía! Y nunca me dejaba ir con
ella. ¿Por qué? ¿Qué había hecho? Mi mayor temor se había materializado. La
estaba perdiendo. ¡Un día incluso me echó de su casa! Y en ese momento fue
cuando algo dentro de mí se despertó, como un reptil que despertara de su largo
estado de hibernación. Gracias a ello, mi sumisión, al fin se rompió, y decidí,
llena de ira, plantarle cara. No iba a dejar que me tratara de ese modo.
Como sabía que no me abriría la puerta —sus
padres se habían ido de compras; ya ni siquiera iba con ellos—, me deslicé por
la ventana de su habitación. El calor de aquel verano era sofocante, y estaba
abierta.
Se encontraba tumbada en su cama, mirando el
techo y escuchando música por unos auriculares conectados a su móvil. Al
principio no me vio, pero cuando me subí a la cama e incliné mi rostro sobre el
de ella, un desgarrador chillido emanó de unos labios pertenecientes a una cara
totalmente desfigurada de terror. No pude evitar sonreír. Eso la hizo gritar
aún más fuerte. Mis oídos comenzaron a pitar.
Antes de que pudiera decir algo, me dio un
manotazo, y caí al suelo dolorosamente. Agarrándome del pelo, temblando de
pánico, mientras balbuceaba algo que no logré identificar, me volvió a echar de
su casa y esta vez, la muy cerda ¡me metió en el contenedor de basura como los
chicos malos hacen con los empollones en las películas americanas!
La ira, alentada por la imperdonable
humillación, se transformó en cólera, y el escaso amor que aún sentía por ella,
se esfumó. Toda mi alma se impregnó de odio.
Salí como pude del contenedor, me introduje de
nuevo en la casa por la ventana de la cocina —había cerrado la suya y la muy
imbécil no había hecho lo mismo con las demás—; ¿qué pensaba? ¿Qué me asustaría
y no volvería? Error, un letal error.
Abrí uno de los cajones del mueble de la cocina
y aferré con mi diminuta mano un pesado cuchillo, deleitándome con su frío
tacto. Enfilé lenta y silenciosamente hacia la habitación de Eli —bueno, esa ya
no era Eli; era una repugnante copia de la chica a la que tanto quise—, empujé
la puerta despacio, muy despacio. Ella estaba de espaldas a esta, seguramente
vigilando la ventana, y hablando por teléfono, diciendo que había pasado algo
imposible, que estaba muy asustada; yo me recreé con esa última palabra. Subí a
la cama —mi ligero peso apenas la hundía—, y asesté la primera cuchillada en su
espalda, sintiendo cómo algo se quebraba, además de su voz: era su columna vertebral.
De nuevo gritó, pero no demasiado, pues la segunda estocada debió dañar algún
órgano vital, ya que se desplomó hacia el suelo.
Un inmenso alivio se posó sobre mí. Por fin
había demostrado que yo también tenía voluntad, que yo también necesitaba tomar
mis decisiones, elegir, y mi primera elección fue la mejor, a pesar de que en
el fondo, muy en el fondo, me dolía.
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