¿Puedes confiar en... ti?
Os voy a contar una historia que, curiosamente, cambió mi forma de ver
y entender la mente humana. Y digo curiosa porque me hizo dudar sobre mi
trabajo, aquel para el que estudié en la Universidad de Bristol, Inglaterra,
durante once años, y del otro tan similar y más sutil.
El trabajo al que me refiero es al de
psiquiatra, y el otro, como ya os imaginaréis, es al de psicólogo. Ambos
trabajos encargados de la mente humana y ambos con doctores que creen saberlo
todo de las profundidades más oscuras de aquello que estudian, incluido yo,
Diego Escobar. Hasta que ocurrió el motivo por el que me he decidido a contar
esta historia, ya que pienso que he de hacer saber a todo el mundo que no
estamos solos aunque no haya nadie físico a nuestro alrededor. No estoy
hablando de algo sobrenatural, no estoy hablando de fantasmas, sino de algo
mucho más real, tan real, que es lo que nos hace ser lo que somos, al menos en
parte. La mente.
Este suceso —mal calificado como pasajero— de
mi vida logró descolocar y destruir todo lo que creía saber y haber aprendido
de la experiencia anterior, puesto que me hizo pensar que ella, la mente, es como
un ser vivo que yace agazapado y acechante en nuestro cuerpo, con la habilidad
de poder actuar de forma independiente cuando le plazca…
Así pues, sin más preámbulos, comienzo esta
extraña y reveladora historia con su único protagonista, Francisco (Fran) Gómez,
cirujano…
***
Fran acababa de salir de una larga operación —seis horas y cuarenta y ocho
minutos en quirófano— y estaba plenamente agotado, aunque alegre, pues el
paciente, que había llegado a urgencias con apenas veinte minutos de que la
vida hiciera las maletas y dijera adiós para siempre, se salvó gracias a su
gran intervención.
El caso había sido una peritonitis bacteriana con
perforación de estómago; el desdichado había tenido una jodida mala suerte. La
operación no habría sido tan complicada si el estómago no hubiera estado tan
reventado como lo estaba (la bacteria, alimentada por el ácido gástrico, había
estado a punto de acabar con él), razón por la que tuvieron que actuar con
mucho cuidado pero también con la suficiente velocidad para que la vida se
retrasara y perdiera el barco. No obstante, la experiencia y control que le
llevaron a ser uno de los mejores cirujanos de ese hospital que se había
convertido casi en una segunda —o primera— casa para él, le ayudó a cumplir su
tarea (la de salvar «Vidas frustradas», como él las llamaba, que decidían
fugarse del cuerpo que las contenía), consiguiendo limpiar en profundidad la
cavidad abdominal y suturar la perforación con mejor resultado y habilidad que
la de un sastre veterano.
Por lo tanto, estaba cansado, empapado en sudor
y seguramente apestando al sucio olor a cebolla podrida de ese líquido de
desecho, sí, pero también orgulloso de su trabajo y complacido por las
felicitaciones de sus compañeros de quirófano, quienes uno a uno iban saliendo
tras él tocándole el hombro con una sonrisa.
Ser cirujano le gustaba, o mejor dicho, le
encantaba. Si no fuera así, ¿para qué había dedicado doce años (siete de
medicina y cinco de cirugía) de su vida a estudiar la carrera? ¿Para pasarse
todo el día colocado, ir a todas las famosas fiestas de universitarios y
emborracharse cada dos por tres? No, él no era de esos, es más, ni siquiera
fumaba o bebía. Lo segundo solo lo había hecho una vez y fue cuando la guarra
de su mujer, la que decía que le quería («¡Y una mierda!»), le dejó porque «pasaba
mucho tiempo en el hospital y apenas se veían».
¿Esa era razón para abandonar a quien querías?,
se preguntaba constantemente. ¿Acaso no se suponía que al querer a alguien y al
casarte, al sentir eso e incluir en tu vida diaria a otra persona, lo hacías
sabiendo que podía ocurrir cualquier cosa, cualquiera? Si en realidad amas a
alguien, no importa que no le veas tanto como querrías, pensaba Fran, lo importante
es que, aunque sean unas pocas horas, estás con él, lo abrazas y besas, y no
importa porque es la persona con la que creíste que tu corazón iba a
desbordarse por los costados del pecho. Un río puede desbordarse un año y al
año siguiente vaciarse por completo, pero Fran creía que el amor no era así, a menos
que la otra persona lo vaciase manualmente, y Silvia, su exmujer, así lo había
hecho, causándole mucho daño, ya no por el hecho de que le dejara, sino por la
horrible revelación que aquello conllevaba: el saber que nunca le había querido
de verdad.
En cualquier caso, desde la noche en que Silvia
le dijo que quería el divorcio y el hombre fue al bar de su barrio a intentar
perderse en el alcohol, nunca más lo había bebido. Le supo asqueroso y lo único
que le hizo fue provocarle una espantosa resaca al día siguiente que le mostró
su penosa situación de una manera más clara aún.
Por lo que sí, su trabajo le gustaba. No
entendía a las personas que estudiaban para algo específico y luego, una vez
trabajando, deseaban que les llegase la jubilación e irse a su casa lo antes
posible. Él, Francis de pequeño, había tenido profesores que cuando veían a un
alumno vaguear, le decían: «¿No quieres estar aquí? Pues Yo tampoco, pero es lo
que hay». Si no quería estar dando clase, ¡¿por qué demonios estudió para dicha
profesión?!
Fran rió débilmente al pasillo medio vacío que
tenía delante y se llevó una mano a la frente. Se secó el sudor y luego se
masajeó los ojos. Dios mío, estaba más exhausto de lo que pensaba, ya ni
siquiera controlaba lo que le rondaba por la cabeza.
Dio un largo y profundo suspiro y, sacudiendo
la cabeza, rozándose el cuello con la mascarilla que colgaba de este, enfiló el
blanco corredor hacia su despacho para hacer el informe de la operación. Por
otro lado, no le parecía lo correcto, pero hoy se había visto obligado a enviar
a otro cirujano que intervino en la operación para que hablara con los familiares.
Al llegar el final de su turno, dos horas
después, rechazó la invitación de salir a cenar de una joven adjunta que
realizaba las prácticas bajo su tutoría y que desde que entró por las puertas
del hospital, Fran sospechaba que le gustaba. A decir verdad no sabía por qué;
él era un hombre con treintaiocho años de edad pero con arrugas prematuras por
el constante trabajo y canas a lo George Clooney. Ahora que lo pensaba, tal vez
fuera por eso mismo: ¿no les vuelve locas a todas —o a casi todas— las mujeres
ese actor? Y ella tenía… No lo recordaba bien, pero debía rondar por los
veinticuatro o veinticinco. No es que la chica no fuera atractiva con sus
almendrados ojos verdes y su cabello negro (una de las mejores combinaciones
que la naturaleza había creado, opinaba Fran), pero él ya no se sentía con la
energía suficiente como para seguir el ritmo de un cuerpo más joven y engrasado
que el suyo.
En lugar de cenar con aquella chica, llamada
por cierto Diana, decidió comer cualquier sobra de la cena anterior, darse un
baño, no una ducha, sino un baño con el agua caliente cubriéndole hasta la
barbilla para calmar y relajar sus cansados huesos y músculos, meterse en el
catre en calzoncillos tras secarse, y dormir toda la noche hasta que el
irritante timbre del despertador le arrancara de su agradable inconsciencia y
le arrastrara de nuevo a su jornada.
De camino a casa en su Audi A3 negro, apareció
de nuevo en su cabeza Silvia. ¿Por qué se había acordado de ella al salir de la
operación? ¿Le habría pasado algo?
No es que no pensara en ella a menudo (para ser
sinceros, pensaba en ella más de lo que le interesaba admitir, a pesar de que
ya había pasado un año y medio, y no podía decir que no le preocupara esa…
obsesión), sin embargo nunca le había ocurrido durante el trabajo. O al menos
no tras salir de una operación. Los momentos en los que aparecía en su mente
eran en los que no tenía nada que hacer, como ahora, o mientras veía en la tele
algún programa aburrido, es decir, en momentos en los que se dejaba espacio en
el cerebro para meter toda la mierda. Aunque últimamente, recordó de pronto,
también se había sorprendido pensando en ella mientras realizaba un informe o
comunicaba a familiares los resultados y estados de los pacientes tratados.
Se había negado tanto a reconocer eso, que
había olvidado que poco a poco su horrible recuerdo de Silvia se estaba
metiendo incluso en su trabajo.
Encendió la radio para ver si escuchando música
buena conseguía tapar la voz de su exmujer —era curioso cómo al principio le
había parecido la más bonita del mundo y cómo actualmente le resultaba
chirriante, como el roce de un tenedor en un plato de porcelana— que le decía «Yo
no puedo seguir así, Fran. No lo soporto. Esto no funciona», y muchas otras
cosas más que odiaba. Tras no encontrar nada en la radio, deslizó un CD del
gran rey de la guitarra por la rendija del reproductor, subió el volumen hasta
que enmudeció el leve ronroneo del motor del coche, y para su alivio, el elegante
blues logró silenciar también la voz.
Una vez en su casa, un innecesario chalet de
dos plantas con piscina y una impresionante vista al casco antiguo de la
ciudad, decidió pasar de las sobras e ir directamente a la bañera.
Satisfecho, le sorprendió descubrir que no había pensado en Silvia
durante el cálido baño. Había estado tan relajado, que su mente, gracias a Dios,
le había dado un respiro. Pero sí reapareció, como casi siempre, cuando se
acostó. Por suerte, por lo general, se quedaba traspuesto instantes después...,
siempre y cuando no sintiera esa terrorífica presencia en su cama que, por un
lado, un macabro lado, era un alivio, pues así dejaba de pensar en ella.
Aquello no era exactamente una presencia, y
solo le había sucedido tres veces en un mes, sino más bien la sensación de que
el colchón cedía a sus espaldas. No importaba el lado hacia el que estuviera
tumbado, siempre se producía a sus espaldas. Cuando ocurría, a pesar de
encontrarse en la edad en la que los huesos comienzan a encoger, se acurrucaba
muerto de miedo entre las mantas, como un niño, y se esforzaba por quedarse
dormido; no sabía por qué, pero aquello le daba mucho, mucho miedo, más que
ninguna otra cosa en el mundo. Luego, a la mañana siguiente, cuando lo
recordaba, se sentía completamente ridículo e infantil.
Había considerado la posibilidad de que eso
tuviera que ver con su… obsesión con Silvia, por supuesto, y de que tal vez,
todavía, una parte de él, quería creer que ella entraba en su casa por las
noches y se tumbaba a su lado. Sin embargo, estaba seguro de que no se trataba
de ella, pues a menos que hubiera engordado en el año y medio que llevaban sin verse, el colchón no cedería tanto como
lo hacía; cada vez que Silvia posaba su esbelto cuerpo en la cama, Fran
recordaba que no sentía ni el más leve hundimiento, ligera como una pluma.
No obstante, no le daba demasiada importancia; tenía
un trabajo muy importante que hacer en su día a día, y por lo tanto no lo había
hablado con nadie, ¿por qué debería hacerlo? Finalmente se convenció así mismo
de que era causado por su estrés y tremendo cansancio, una mala pasada de su
fatigada imaginación, por eso, a pesar de tener miedo, intentaba dormirse en
vez de encender la luz y averiguar que en realidad no había nadie allí. Además,
hacía por lo menos un mes que no lo sentía, y el mismo tiempo que no pensaba en
ello.
Y mal hizo en pensar en ello, pues, aunque esa
noche no sintió ceder el colchón, la siguiente no tuvo la misma suerte. Esa
horrible sensación reapareció como si la hubiera invocado con sus malditos
pensamientos el día anterior.
Estaba a punto de que una oscura ola cayera
sobre él, arrastrándole así al océano de los sueños, cuando el movimiento del
colchón le hizo tener que sujetarse al borde de este para no rodar ligeramente
sobre su espalda, provocando a la vez que la ola retrocediera sin alcanzarle.
Esta vez el hundimiento fue mucho más
pronunciado. Se arrimó todo lo que pudo al extremo de la cama opuesto (al que
estaba aferrado), y subió los hombros hasta el lóbulo de sus orejas y las
rodillas hasta el pecho desnudo. Intentó respirar hondo y regularmente, y poco
a poco, los latidos violentos de su corazón fueron bajando de velocidad hasta
golpear su tórax lenta y pesadamente como el tamborileo de una marcha fúnebre.
Inhalando aire por la nariz y soltándolo por la
boca, con las sienes, las axilas y la parte posterior de las rodillas empapadas
de sudor, esperó un tiempo incierto que le pareció eterno —ya que en la
oscuridad, al igual que la orientación, el tiempo es casi imposible de
controlar— a que el colchón ascendiera a su posición normal o a que la ola, más
oscura aún, volviera de nuevo para llevárselo.
Fran Gómez abrió los ojos, o los ojos de Fran Gómez se abrieron, y
supuso que la ola finalmente lo había envuelto, pues ya era de día. Se
encontraba aún en el borde de la cama. Logró dormirse y al parecer le había
sentado bastante bien; se sentía estupendamente —exceptuando esa ligera y
vergonzosa sensación infantil—, como si no hubiera ocurrido nada, al igual que
las otras veces.
Salió de entre las ropas de la cama y
desconectó la alarma del despertador. Como muchas otras veces, se despertó
antes de la hora fijada en el antiguo radio-despertador que le dejó su padre
como única herencia.
Estiró los brazos hacia arriba con los dedos de
las manos cruzados e hizo chasquear los huesos de la espalda mientras
bostezaba. Extendió despreocupadamente las sábanas y mantas de su cama y se
vistió con una camisa blanca a rayas azules, unos vaqueros oscuros, y unos
zapatos de cuero marrón. A continuación se mojó el pelo, dibujó una disimulada
raya en el lado derecho, y se peino hacia el lado opuesto. Tras mirarse con
detenimiento en el espejo, llegó a la conclusión de que la escasa barba podía
aguantar un día más sin ser afeitada. Luego bajó a la cocina y se tomó el
primero de sus cafés matutinos muy cargado.
En menos de media hora, se encontraba en el
hospital poniéndose el uniforme verde y la bata blanca con la tarjetita
plastificada que rezaba: DR. FRANCISCO GÓMEZ. CIRUJANO.
Fue una jornada bastante ajetreada con más de
una operación y varias consultas, pero las operaciones no fueron muy largas ni
complicadas; si a caso solo dos: una mujer herida gravemente por un accidente
de coche y un hombre que, ridículamente, se había aplastado —y casi cortado—
los dedos con una puerta por tratar de evitar que diera un portazo debido a una
intensa corriente de aire; sin embargo ninguno de los dos perdió a su «Vida
frustrada». Por lo que el día le había resultado entretenido y le había hecho
sentirse complacido y orgulloso por su trabajo una vez más.
Aunque la verdadera razón por la que le agradó
tanto esa jornada y por la que estaba tan contento y fresco, como un hombre
nuevo, era que gracias al poco tiempo que tuvo para descansar, no había pensado
en Silvia ni en una sola ocasión, y se veía con fuerzas para que siguiera así
toda la noche. Había olvidado por completo lo de la presencia en su cama, pero era normal; no tenía motivos para no
hacerlo. Aún.
El ánimo no dejaba sitio al cansancio, y se
convenció así mismo de que si Diana le ofrecía salir a cenar, no solo iría,
sino que pagaría él la cena, de tal manera que más bien sería él quien le invitara a ella.
Y así lo hizo. Como casi todos los días de la
semana, Diana le alcanzó en la firma de salida de turnos y se lo preguntó. Fran
aceptó, y le divirtió ver una expresión de sorpresa en el rostro de ella.
—Está bien —se recuperó enseguida la chica—.
¿Qué tal dentro de una hora en el Palacio Oriental?
Fran se sobresaltó al oír aquello. ¿Comida china?
¿Qué clase de cena romántica era esa? O él estaba muy anticuado o… Un momento,
¿quién había dicho que era una cena romántica? Sonrió para sí dejándolo ver y
negó con la cabeza. ¿Podía haberse confundido con Diana?
Sí, seguro que sí.
—¿No? —preguntó ella ligeramente ruborizada—.
¿Mejor en…?
—Oh, no —dijo Fran todavía riendo—. No, no,
Diana, tranquila, el Palacio Oriental está bien; es que me ha venido de repente
una cosa a la cabeza, lo siento.
—¿Seguro? Si quieres podemos…
—No, seguro, Diana. Allí dentro de una hora, ¿no?
Diana recuperó su bonita sonrisa y asintió.
—Eso es.
—Bueno, pues hasta luego entonces. —Y, tras
volverse, se detuvo y la miró de nuevo—. Ah, se me olvidaba: pago yo.
La sonrisa que le mostró Diana fue tan
brillante, que pareció iluminar la oscura carretera durante todo el camino a
casa por encima de los faros del coche.
Mientras se vestía, comenzó a sentirse estúpido por haber creído que
le gustaba a Diana. En parte era un alivio que no, pero también le había
disgustado un poco; un rincón de su ser se regodeaba con el hecho de que aún
pudiera ser atractivo para chicas mucho más jóvenes que él. No obstante, cuando
lo descubrió, sintió algo extraño en su cuerpo, y no era por su decepción, sino
algo más profundo e intenso. La idea resultaba ridícula, pero no podía
apartarla. ¿Tal vez le gustaba ella a él? No, imposible. Sin embargo, esa
sonrisa…
«No, para. No seas ridículo», se obligó a rechistarse
con una sonrisa ausente.
Terminó de ajustarse la corbata, se ató los
finos cordones de los zapatos, y salió en dirección al Palacio Oriental, a unos
ocho kilómetros de su casa.
Aparcó el Audi en un aparcamiento exterior y
entró en el mundo de colores dorados y
rojos iluminado con una cálida luz tenue. Pidió una mesa (no habían reservado
ninguna) y se sentó. Le dijo al camarero de ojos rasgados que le tomaba nota
que le llevase un vaso de agua, y cuando volvió su rostro inexpresivo, Fran se
percató por primera vez de que nunca había probado la comida china.
Cuatro minutos después, a en punto —Fran llegó
antes de la hora—, apareció Diana Moreno (curiosamente el primer apellido hacía
juego con el color de pelo, tan oscuro que parecía teñido) con un elegante
vestido pero lo suficiente normal como para dejar claro que no se trataba de
una cita. Fran sintió de nuevo esa sensación en el estómago de decepción. «¿De
verdad aún seguías creyendo que tal vez le gustabas? —se dijo. Y luego—: ¿Y por
qué esa sensación?»
—¡Hola! —la saludó para sacar esas peligrosas
ideas de su cabeza.
—Hola, doctor Gómez —correspondió ella un tanto
tímida.
—Oh, por favor: no me llames así. Puedes
llamarme Fran, estamos fuera del trabajo. Bueno, en realidad, puedes llamarme
así siempre.
¿Qué estaba diciendo?
—De acuerdo.
Se sentó con aquella boni… extensa sonrisa y le
miró a los ojos.
—Bueno, Diana, tengo que confesarte que no he
probado la comida china en mi vida.
—Ah, pues está deliciosa, te lo aseguro —dijo
ella cordialmente—. La cocina china es mi preferida, por eso decidí venir aquí
para hablar con el cirujano que más admiro. Vengo a este mismo restaurante tres
veces a la semana, cuando no cuatro. No te arrepentirás de probarla, ya verás.
Fran había dejado de escuchar involuntariamente
cuando Diana dijo «el cirujano al que más admiro», aunque no dejó de contemplar
sus impresionantes y vivos ojos verdes.
«¿Me estoy enamorando? —se preguntó sin querer—.
¿He estado enamorado de ella durante todo el tiempo sin darme cuenta?»
«¡Venga, Doc,
si ni siquiera la conoces, como aquel que dice!»
El debate en su cerebro se había iniciado, como
solía ocurrir.
«Simplemente ha dicho que te admira. Es lo
normal, ¿no? Teniendo en cuenta que ella está estudiando para cirujano y tú
eres uno de los mejores…»
«Eso es, exacto, es lo normal. Ahora deja de
comportarte como un niño bobo que piensa que le gusta a todas las de su clase y
céntrate en la cena. La chica querrá preguntarte muchas cosas.»
Fran hizo caso a su racional voz interior y
volvió a la cuadrada mesa del exótico restaurante chino, donde Diana ya pedía
la igualmente exótica comida para los dos, al mismo exótico e inexpresivo
camarero que le sirvió el vaso de agua tras sentarse.
—¿Qué me has pedido? —preguntó Fran cuando se
marchó.
—Lo mismo que a mí —le dijo ella, siempre con
la sonrisa en los labios—. Sushi: no me creo que no hayas probado el Sushi; pan
de gambas: ¡te encantará, está delicioso!; arroz tres delicias: eso has tenido
que probarlo… —le dirigió una mirada inquisitiva con una fina ceja levantada.
Fran negó con la cabeza y una mueca en los
labios.
Diana mostró en su cara asombro e incredulidad,
y se echó a reír.
—¿Quién no ha probado el arroz tres delicias?
—dijo entre delicadas carcajadas.
El cirujano se echó a reír moderadamente
también, más bien una sonrisa sonora, como la de ella.
—La verdad es que soy una persona muy cerrada
en cuanto a probar la cocina de otros países. A mí dame jamón y tortilla de
patatas y luego hablamos… —bromeó.
Los dos rieron más alto y casi no pararon
durante toda la cena, excepto en algunas explicaciones de cirugía que Fran le
dio a Diana, que, como le había dicho la voz interior, era ese y solamente ese el
objetivo de la cena.
Diana le confesó que deseaba llegar a ser tan
buen cirujano como él, y que esperaba que, cuando terminara las prácticas, la
contrataran en ese mismo hospital, para seguir ganando experiencia junto a él,
si no le importaba, claro. A Fran no le importaba en absoluto; es más, le costaba
imaginar no volver a verla.
También le dijo que tenía novio, lo que le hizo
desgraciadamente comenzar a mostrar una sonrisa forzada; pero solo tras los dos
minutos que le llevó asimilarlo, asimilar que él no era el hombre apropiado
para una chica de veinticuatro o veinticinco años. El chaval, llamado Enrique
(Quique o Kike), se había ido a
terminar sus estudios a Londres.
Durante el postre, cuando la conversación giró
a temas un poco más personales debido a la confianza, más calmados y sintiendo
un ligero dolor en las mejillas y en el pecho, Diana dijo algo que le hizo
abrir los oídos más que nunca.
—Tal vez pienses que estoy loca, pero ha habido
veces que, tumbada en la cama, he sentido cómo el colchón cedía a mis espaldas.
En serio, es algo muy extraño. Te lo cuento porque tú, al haber sido médico
durante tantos años, tal vez hayas recibido a algún paciente con esto mismo o…
—No he recibido a ninguno —le cortó Fran con
aire meditabundo, sorprendido aún por la coincidencia—. Pero yo también lo he
sentido.
Diana abrió los ojos.
—¿Y sabes qué podría ser? Conozco a otras
personas que les ha pasado lo mismo al menos una vez (a mí, en, realidad, solo
dos veces; una hace poco), y dicen que son fantasmas, o la propia imaginación.
Le dio un escalofrío. Estaba muy seria… y muy
guapa.
Fran no se lo podía creer; ¡así que no le
ocurría solo a él!
—Bueno, yo no había pensado en fantasmas, no
creo en ellos —afirmó el doctor. La estupefacción se esfumó tan rápido como
había venido y volvió a su típica indiferencia sobre ese tema—. Simplemente es
producto de la imaginación debido al cansancio y al estrés. No te preocupes.
—Me gusta más tu explicación, desde luego
—confesó. Y luego, aparentemente más calmada—. ¿No crees en los fantasmas?
—Creo que mis estudios lo demuestran, ¿no?
—expresó abriendo las manos y encogiéndose de hombros.
—No todos los «científicos» no creen en lo
sobrenatural.
—Bueno…, quizás tengas razón. Pero yo sigo sin
creer. Han sido pocas las personas que han muerto en mi quirófano, pero las que
lo han hecho lo han hecho, sin más, y jamás he sentido nada a mi alrededor cuando
ocurría. ¿Tú crees?
Tardó en contestar, y lo hizo cuando su
resplandeciente sonrisa volvió a estirar sus labios.
—No. La verdad es que no.
Y ambos se echaron a reír de nuevo por la
absurda situación de tensión causada.
Estuvieron un rato más ahí sentados, y
finalmente se fueron, cada uno por su camino, cada uno con su coche, y cada uno
con sus vidas…
Y de repente, la persona que no había aparecido
en todo aquel gran día, se presentó. Silvia, siempre Silvia. De nuevo diciendo
estupideces en su cabeza.
Subió el volumen del coche y se concentró en la
carretera que iba surgiendo de la oscuridad y desapareciendo por debajo del
capó.
Una vez en casa, se desnudó hasta quedar en
calzoncillos y se dejó caer en la cama tras abrirla.
Tenía un ligero vestigio del sabor de la comida
china en la boca. Había resultado estar rica —no tanto como la gastronomía
española—, no obstante, no quería pasarse toda la noche despertándose con el
saborcillo del pescado y las gambas en la lengua, de modo que se levantó a
lavarse los dientes, que con las ganas que tenía de meterse en la cama —ahora
todo el trabajo del día sí que le estaba haciendo efecto, y con el doble de
fuerza—, se le había olvidado.
Con el gusto a menta fresca, regresó al catre,
se tumbó, apagó la luz —quedando totalmente a oscuras—, se deseó dulces sueños,
y cerró los ojos intentando rechazar el recuerdo de la constante Silvia…, cosa
que consiguió, aunque no por su insistencia…, sino por el maldito hundimiento
del colchón.
El estúpido terror lo invadió sin piedad. ¿Por
qué? «¿Por qué demonios le tengo tanto miedo?»
El colchón siguió hundiéndose... y siguió como
la noche anterior. Tuvo que agarrarse para no rodar. ¿Por qué cedía tanto ahora?
Antes se producía solo un leve movimiento. ¿Había engordado el fantasma? «Calla,
Fran, tú no crees en esas gilipolleces.»
Respiró hondo, como las otras veces, y cerró
los ojos con fuerzas…, pero en esta ocasión nada de eso funcionó.
No consiguió dormirse en toda la noche, y cuando los primeros rayos de
sol empezaron a filtrarse entre los agujeritos de la persiana, el hundimiento
ascendió muy, muy lentamente, para dejar descubrir a Fran que le dolía todo el
cuerpo, todos y cada uno de los recodos más inimaginables de su cuerpo, incluso
partes que sabía que tenía, puesto que la anatomía es lo principal a estudiar
en su carrera, pero que jamás le habían revelado su existencia. Tenía los dedos
agarrotados del largo estado de sujeción al borde del colchón, y las rodillas
le rugieron quejumbrosas al estirarlas.
Permaneció un rato boca arriba con los ojos
fijos en el techo de su cuarto, cada vez más blanco debido a la creciente claridad
del amanecer. Le picaban. Sentía en ellos ese picor vidrioso que se experimenta
cuando se tiene mucho sueño o no se ha dormido nada. Por lo que, al recordar
que era sábado y no tenía nada que hacer (lo que le llevaría a pensar en
Silvia), decidió quedarse en la cama y dormir todas, o casi todas, las horas
que no había podido echar durante la horrible noche.
Se despertó cinco horas después, al medio día más o menos. No estaba
mal, por lo menos cuando llegara la noche tendría ganas de dormir de nuevo.
Los ojos vidriosos se habían ido pero los
dolores continuaban más feroces que nunca y en el cuarto hacía un calor de
muerte; el sol primaveral pegaba de lleno en la mitad inferior del cristal de
la ventana, pues la otra mitad estaba protegida por la persiana. Nunca la
bajaba del todo; una vieja costumbre.
Trató de ponerse en pie encharcado de sudor con
la sensación de que de todas las partes de su cuerpo le colgaban kilos y kilos
de sacos llenos de pesadas piedras, lo que le llevó a sentarse de nuevo tras su
impulso, al no esperárselo. Lo volvió a intentar, y esta vez consiguió
levantarse y avanzar, lenta y pesadamente. Cada paso era como si una corriente
de agua opuesta le impidiera andar, solo que esa corriente no era de agua, sino
de dolor.
Deseó con toda su alma que su busca no sonara
en todo el día, como solía suceder los días que libraba, pues sería incapaz de
realizar su trabajo correctamente en ese estado. Por un momento se le pasó por
la cabeza coger el molesto cacharrito y arrojarlo contra el suelo, para que se
rompiera en mil pedazos y así estar seguro de que no recibiría su poco
bienvenido pitido, pero se obligó a desechar la idea; podían llamarle al móvil.
No obstante, si también estrellaba el teléfono contra el mármol de la
habitación… No. Tarde o temprano darían con él si era muy urgente y él se
habría quedado sin busca y sin un Smartphone de doscientos euros.
Resolvió que lo primero que tenía que hacer era
darse una ducha, bueno, mejor tres: una fría, para quitarse ese insoportable
calor, una caliente para calmar los dolores antes de tomarse un Ibuprofeno, y
otra fría o templadita para no morir asfixiado de calor.
Cuando terminó (la ducha reparadora había
acallado un poco los rugidos de los dolores), se preparó un café con leche y
sacó un sobrecito de Ibuprofeno de su caja. Arrojó el contenido en un vaso con
menos de la mitad de agua y le dejó a la espera de acabar con el café. Tras
percibir de nuevo el persistente sabor del Sushi y las gambas en lo más
profundo de su boca, se hizo dos tostadas.
Mientras masticaba las secas rebanadas de pan y
contemplaba una capa de polvo en las estanterías de la cocina, decidió que
sería una buena idea, o un buen modo de entretenimiento (y de evitar pensar en
Silvia), limpiar la casa. Desde que se compró aquella gigantesca casa después
del divorcio en un alarde de furia, rencor y pesadumbre, no recordaba haberla
limpiado nada más que una vez, y de eso hacía ya… ¿siete meses? No se acordaba
con exactitud. Podía contratar a una mujer (o a un hombre) de la limpieza, pero
no le satisfacía la perspectiva de tener a una persona vagando por su casa a
solas. También había pensado vender esa e irse a vivir a otra vivienda más
pequeña, más acorde con un hombre soltero, pero no tenía ni tiempo ni ganas de
implicarse en algo así en esos momentos.
Por lo que sí, hoy era un buen día para
arreglar su hogar; en cuanto hiciera efecto la medicina por supuesto. Probablemente,
cuando terminara tanto el efecto analgésico como de limpiar, sentiría el doble
de dolor, pero cualquier cosa con tal de estar ocupado.
En media hora ya estaba listo. Puso un CD en la
minicadena de su guitarrista preferido, y comenzó la tarea.
Después, alrededor de tres horas, se hundió en
el sofá del salón. Como había previsto, los dolores regresaron al ataque con
más aliados; por un momento creyó que sería incapaz de levantarse de ese diván
azul para tomarse la dosis del calmante; no obstante, aún quedaban otras tres
horas para poder tomárselo.
La tarde se le hizo eterna, pero al final el
sol dijo «adiós» y la luna «hola» y llegó la hora de cenar y de irse a
acostar.
Aunque pareciera una locura, agradecía haber
tenido todos esos dolores; habían mantenido su mente lo suficiente ocupada como
para no pensar en la de siempre.
Aquella noche, la presencia en su cama también
hizo su aparición, sin embargo, logró ser atrapado por la ola negra y dormir de
un tirón.
Sería la última noche que lo conseguiría.
A partir de aquella, todas las noches que siguieron el hundimiento del
colchón lo aterraba en un reducido hueco de la cama y le impedía dormir sin
despertar al menos seis veces. Y todas esas noches se hacía las mismas
horrorosas preguntas: ¿Por qué le tenía tanto miedo? ¿Por qué se había vuelto
tan frecuente? ¿Y por qué cedía más que antes? Se había negado por completo a
irse al sofá o a otra de las habitaciones con camas, ¡ese era su cuarto y ese
su cómodo catre! No iba a permitir que su estúpida imaginación le expulsara de
allí.
Finalmente, después de estar una semana
soportando aquello y de haber recibido una recomendación de su jefe que le
decía que se le veía agotado y que debía descansar porque así no podía
trabajar, Fran decidió aceptar la amable propuesta de su superior y tomarse
unos días libres con un único objetivo: acabar con el ser, fuera cual fuese,
que todas las noches le robaba el espacio en su propia cama y le provocaba un
ataque de pánico semejante al de un niño al que le dicen que hay un monstruo en
el armario. Tras esa semana, dejó de pensar que fuera producto de la
imaginación. Su mente cansada había expulsado esa idea.
Diana —en quien no volvió a pensar tras la
cena, otorgándole así la razón a su voz racional que le decía que no estaba
enamorado— trató de invitarle a cenar de nuevo tres veces durante esos cinco días,
pero Fran la rechazó en las tres ocasiones, y la tercera con una dura y grosera
respuesta procedente de una mente tan fatigada que, si alguien le hablara del
tema, no recordaría haberlo dicho. Diana pareció asustada e indignada, y no
volvió a proponérselo, ni siquiera le miraba durante el día. A partir de
entonces se limitó a agachar la cabeza y a asentir ante las explicaciones de
Fran, además de a obedecer las órdenes que le daba su tutor cuando trataban a
un paciente, sin hacer ninguna de las abundantes e interesadas preguntas
típicas en ella.
Así pues, el viernes fue su último día de
trabajo…, nunca mejor dicho.
Justo antes de meterse en la cama ese día,
subió arriba, entró en el verde cuarto de baño de su habitación, abrió el
botiquín que colgaba al lado del espejo que reflejaba a un hombre casi
desconocido —un hombre con más canas de las que recordaba tener, unas sombras
en los ojos que parecían sacos de basura negros, arrugas de cansancio que
recorrían toda su cara, una espesa barba—, y sus ojos se encontraron con lo que
perversamente buscaba.
El bisturí.
Siempre guardaba uno en los botiquines, con él
se sentía más seguro, pero en cuanto a problemas de auxilio, no de defensa
propia. Hasta ahora.
De alguna manera se había convencido finalmente
de que cada noche había alguien (tal vez Silvia con unos cuantos kilitos de
más) en su cama que subía sigilosamente por las escaleras, tal vez descalzo o
con calcetines de esos de lana llenos de bolitas que amortiguan las pisadas, y
se tumbaba en su cama por alguna macabra razón. Era una sensación demasiado física para ser obra de la imaginación. Aquello no estaba en su cabeza.
Oh, sí, estaba totalmente convencido de ello.
—Pero eso se va a acabar, ¿verdad, querido
bisturí? —afirmó en voz alta, acercando la mano hacia la afilada herramienta,
la cual arrancaba destellos a la luz del baño.
Los ojos casi se le salían de las órbitas de
tan abiertos que los tenía, en una expresión casi demente, y se sobresaltó al
verse parcialmente reflejado en la brillante superficie del bisturí.
—¿Qué estoy haciendo? —susurró para sí en un
repentino acceso de cordura.
«Lo que tienes que hacer», le respondió la
infernal voz interior.
Fran dudó.
«No lo pienses más —le instó—. Entra en la
cama, agarra el bisturí por debajo de la almohada como hacen los granjeros de
las películas americanas con sus revólveres, y espera a que esa maldita hija de
perra deslice su asqueroso cuerpo entre las sábanas. Luego, ¡zas!, te giras y
hundes la delicada herramienta médica en su cuello como ella hunde tu colchón.»
Durante un instante se le ocurrió utilizar el
bisturí contra aquella vocecilla. Pero no. Tenía razón. Era muy molesta, pero
tenía razón. No podía aplazarlo más.
Cerró la puertecilla del botiquín con más
fuerza de la necesaria y observó desde el umbral de la puerta del baño toda su
habitación.
—¡Hoy es tu día, ¿me oyes?! —gritó al silencio
que lo envolvía. La demencia regresó—. ¡Hoy es tu día! ¡Así que más vale que no
aparezcas por aquí, porque te llevarás una sorpresita! —Se asomó por la puerta
de su cuarto, que daba al pasillo y a la escalera—. ¡Sí, ¿me oyes?! ¡Más vale que no aparezcas y me dejes
dormir en paz! —La voz sonó hueca en el vacío.
Y tras su advertencia se adentró en la cama. En
su cama.
Apagó la luz centralizada de la mesilla, se tumbó
sobre el costado derecho, colocó la mano izquierda bajo la almohada, con el
bisturí cogido como el asesino de Psicosis
el cuchillo, y esperó, esperó
impaciente a que
(Silvia)
esa persona o ser comenzara a hacer ceder su colchón.
Con cada segundo que pasaba, más seguro estaba de
quién era el responsable y por qué lo hacía. Quería atormentarle aún más,
hacerle sufrir más de lo que lo hizo; no bastaba solo con vaciar su corazón,
no; tenía que estar todos y cada uno de los días y noches de su vida
recordándoselo, y haciéndole saber que nunca jamás volverían a estar juntos
pero que seguía existiendo…
El colchón se movió a sus espaldas.
Fran se tensó y extendió los labios en una
escalofriante sonrisa. Agitó los dedos sudorosos sobre el suave y diminuto
mango del bisturí, uno a uno. Esperó a que cediera más y más, hasta que él
sintiera la necesidad de aferrarse al borde del colchón para no rodar; solo que
en esta ocasión no haría eso. En esta ocasión se serviría de esa inercia para
coger más velocidad en su giró y clavar con más potencia la afilada herramienta
quirúrgica con la que se defendía muy bien, bastante bien; sin ella no habría
recibido los trece diplomas que colgaban repartidos en sus despachos, seis en
el de la casa, y siete en el del hospital.
El colchón continuó descendiendo y descendiendo
hasta que por fin fue lo suficiente hondo como para que diera a Fran la
oportunidad de actuar. Así pues, nada más sentir que su cuerpo empezaba a rodar
sobre el costado primero y sobre la espalda después, como una roca redonda
arrojada por una pendiente, encendió la luz con la mano derecha —la cual tenía
extendida con los dedos en el interruptor— y sacó de debajo de la almohada la
otra con un rápido y potente movimiento centelleante a la vez que retorcía su
torso y su cuello sin sentir el corte del antebrazo derecho.
Acto seguido comenzó a hundir y alzar
repetidamente el bisturí en el colchón, como un loco cegado por la locura,
justo donde este cedía, y a desparramar miles y miles de jirones de hilos y
tela por toda la cama. No cesaba de gritar «¡Maldita puta! ¡Zorra! ¡Ya no
volverás a molestarme! ¡Ya no volverás a atormentarme! ¡Zorra!...». Paró cuando
vio los muelles asomando por los agujeros deshilachados, como si el colchón le
mostrara sus vísceras, y se dio cuenta de que ahí no había nadie; solo un loco
desequilibrado por completo que no hacía más que apuñalar a un inocente
colchón.
Entonces sintió una intensa quemazón en el
antebrazo derecho y los dedos ligeramente dormidos.
Se miró horrorizado el corte rojo que pasaba
por encima de su piel, muy cerca del músculo llamado extensor común de los
dedos. Un poco más profundo, y se lo hubiera cortado, perdiendo por completo la
movilidad de estos y teniendo que ir a urgencias.
Aquel accidente también le reveló la potencia
con la que había lanzado el golpe —pues no era un simple roce como debería de haber
sido en cualquier caso—, y se preocupó, saliendo de esa especie de demencia
como si un hipnotizador hubiera chascado los dedos.
Miró el bisturí con ojos aturdidos y asustados,
y con la respiración tan veloz que parecían jadeos, y lo arrojó al otro lado de
la habitación. Aterrizó en el suelo de mármol con un tintineo que resonó en los
oídos de Fran; de Francisco Gómez, uno de los mejores cirujanos de su hospital,
no de un loco apuñala colchones.
¿Qué le había ocurrido?
Intentó calmarse y hacer regresar la
respiración regular. Cuando lo consiguió, supo de inmediato lo que debía hacer
antes de que se hiciera daño de verdad, no solo a su cuerpo físico, sino
también a su cabeza, a su mente.
Iría a un psiquiatra. Pero primero debía
curarse ese horrible corte…
***
Y en esta parte es donde entro yo, Diego Escobar.
Vino a mi consulta al día siguiente por la
mañana, muy temprano. Casi no había colgado la chaqueta en el perchero del
rincón de mi despacho, ni había plantado mi esquelético culo —no es que esté
anoréxico, pero es que por más que como soy incapaz de engordar— en la cómoda
silla de cuero negro, cuando en el intercomunicador de mi escritorio sonó la
voz de Ana Fuentes, mi secretaria.
—Señor Escobar, tiene un paciente esperando
—informó. Su tono denotaba nerviosismo—. No tiene cita.
Me acerqué al cacharro y pulsé el botón de
intercomunicación.
—¿No puede pasárselo a otro? —le pregunté. No
me apetecía atender en esos momentos a un paciente inesperado.
—Usted es el único que hay en estos momentos en
el edificio, señor.
Y era cierto. A mí siempre me ha gustado llegar
temprano para arreglar todas las cosas y estudiar los casos del día sin prisa,
así que, resentido, le dije que le dejara pasar.
El hombre que entró por la puerta de mi
consulta parecía un fantasma, o un zombi.
—Buenos días —me saludó con una voz débil
arrastrando ligeramente las palabras. Podría haber estado borracho, pero no lo
estaba. Sé distinguirlos perfectamente; mi padre tuvo un serio problema con el
alcohol y yo fui quien le ayudó a superar aquel condenado vicio.
—Buenos días. Siéntese por favor —le ofrecí la
silla azul de delante del escritorio con un gesto de la mano. Él retiró el
asiento y más bien se dejó caer—. ¿Cómo se llama?
—Francisco. Soy el doctor Francisco Gómez —dijo
con indiferencia.
Había oído hablar de él.
—Oh, doctor —Aun así me sorprendí un poco—.
¿Qué problema tiene?
—Vengo a que usted lo averigüe. Porque no lo
sé.
Parecía que en cualquier momento pudiera caer
hacia delante y partirse el cráneo con el borde de mi gran escritorio de madera
de wengué.
Iba remangado, y me fijé en el vendaje de su
antebrazo.
—Eso ya me lo imagino, doctor Gómez, pero
necesito…
—Llámeme Fran, por favor.
—Está bien, Fran, necesito que me cuente algo
más sobre su problema. ¿Por qué se encuentra así?
Entonces me explicó por qué no dormía, y cuando
le pregunté desde cuándo le ocurría, me contó toda la historia
entrecortadamente, empezando por el día de la larga operación de peritonitis
con perforación de estómago.
No paraba de insistir en que le tenía un miedo colosal
al hundimiento del colchón y que no sabía la razón. Estaba totalmente
convencido de que su mujer era quien subía por las noches y se tumbaba, pero aun
así seguía atemorizándose cada vez que pasaba eso.
Yo, por supuesto, sabía perfectamente que no sé
trataba de su mujer, sino de su imaginación debido a una continua fatiga, como
él pensaba al principio. Era algo muy probable y la única explicación lógica.
Así que decidí dejar eso apartado por un momento —le recetaría unas pastillas
para dormir y descansar— y me centré en el problema del miedo; creía saber la
razón, y no me equivoqué. Al menos en esto no me equivoqué.
—Bien, Fran. Me parece que su pánico procede de
un trauma. ¿Le dice algo esto?
Se mantuvo unos minutos en silencio, pensando.
Luego negó con la cabeza, sin ninguna expresión en su cansado rostro.
—¿No recuerda nada que le pudiera haber
sucedido cuando era pequeño? —insistí; aunque insistir con un tipo en ese
estado no era una buena idea.
—No, nada.
—Está bien. Entonces voy a tener que realizarle
una pequeña terapia de regresión, Fran. ¿Sabe lo que es?
Me estaba jugando el cuello haciéndole esperar
tanto; me arriesgaba a que en cualquier instante se levantara de su silla con
una velocidad inducida por alguna potente fuerza como podía ser la mezcla entre
el cansancio y la rabia e, inclinándose sobre el escritorio, aferrara mi
delgado pescuezo y me estrangulara mientras me decía que fuera al grano.
—No —repitió cansinamente en su lugar.
—Es un método con el cual puedo ayudarle a
acceder a su inconsciente para descubrir el origen de sus problemas o algún
trauma olvidado, como es el caso. Conviene que el paciente esté en buenas
condiciones, físicas y mentales, pero siendo este un caso excepcional, ya que
no creo que quiera dormir de nuevo hasta que se resuelva, intentaré llevarlo a
cabo ahora. ¿Está de acuerdo?
—Sí —respondió rápidamente—. Lo que sea.
—Muy bien, pues entonces quítese los zapatos y túmbese
en esa camilla —le señalé la camilla de cuero negro situada en un extremo de la
consulta, al lado de un sillón. Fran se acercó y, como hizo al sentarse en la
silla, se dejó caer—. Ahora, como sé que le gusta el blues, voy a poner un CD
de ambiente de este género.
Una vez sonando bajito los rítmicos acordes de
las guitarras y los saxofones, me senté en el sillón y comencé la útil terapia
cuyo máximo representante es el famoso psiquiatra Brian Weiss; aunque yo la
realicé y realizo con una pequeña modificación que consiste en hacer que el
paciente me vaya narrando los hechos, y en guiarle en los casos que lo
necesite.
—Bien, si le aprieta la ropa, aflójesela.
—Estoy bien.
—De acuerdo. Cierre suavemente los ojos… y
concéntrese en su respiración. Respire con regularidad, inspirando por la nariz
y exhalando por la boca. Relájese… —Él siguió mis instrucciones religiosamente—.
Con cada exhalación expulse los dolores y tensiones acumulados, y con cada
inspiración, absorba toda la energía que le rodea. Ahora sienta todas las
partes de su cuerpo y deje que se relajen. Empiece por los de arriba y vaya
bajando hasta llegar a las piernas y los pies… Ahora está completamente
relajado. En unos segundos voy a contar de cinco a uno. Con cada número se
sentirá más apacible, y cuando llegue a uno, estará en un estado tan profundo
de serenidad, que su mente se habrá liberado de los límites del espacio y el
tiempo, pudiendo recordarlo todo.
Antes de empezar a contar, me pregunté si no
estaría durmiendo, no obstante, los años de experiencia realizando esta terapia
me convencieron de que aunque el paciente estuviera muy cansado, era muy
difícil que se durmiera.
—Cinco… Cuatro… Tres… Dos… Uno; ya ha llegado,
está profundamente relajado. Imagine que hay una luz a lo lejos y camine hacia
ella. Puede recordar absolutamente todo lo que le ha ocurrido. Todo. Cuando atraviese
esa luz, estará en otro momento, en otro tiempo; deje que la mente elija ese
momento y ese tiempo. Crúcela y dime qué ve. Obsérvese tanto a usted como a todo
lo que le rodea. ¿Qué ve?
Fran tardó en contestar.
—A mí.
—Bien, bien. Pero eso ya lo sé. Más detalles…
—Más pequeño.
—Siga. ¿Cómo se ve?
La voz, como la de todos los pacientes bajo
este estado, era monótona y, a una persona no acostumbrada, le pondría los
pelos de punta.
—Está oscuro, pero veo el color castaño claro
de mi pelo, desparramado por la almohada blanca de mi cama… ¡Mi cama con el
edredón del Demonio de Tazmania!... Ahora tengo los ojos cerrados con fuerza…
No veo nada…
—Muy bien. Ha decidido, por alguna razón, continuar
observando el momento desde su interior. Prosiga.
—Las comisuras de los ojos me arden… Y las
mejillas están mojadas, muy mojadas. Estoy llorando.
—¿Por qué? ¿Qué sucede, Fran?
—Francis. Todos me llaman Francis.
—Muy bien, Francis, ¿por qué estás llorando?
Miré la hora de mi reloj de muñeca. Habían
transcurrido treintaicinco minutos desde que el doctor llegara a mi consulta y
ya se me había pasado la primera cita.
—Por las voces… ¡No, por favor, parad!
—¿De quiénes son esas voces?
—De mis padres. Me llegan desde el comedor.
Están discutiendo… otra vez. Mi padre le está gritando a mi madre que es una
maldita zorra, que por su culpa están a fin de mes casi sin un puto duro; mi
madre le echa a él la culpa, y lo justifica con el dinero que gasta en el bar,
que los fines de semana se pasa todo el día metido en esos «rompe familias», y
que por un capricho, solo uno que ella ha tenido, el de ir a la peluquería, ya
es ella la culpabl…
En esa parte enmudeció de repente.
—¿Qué más, Francis? —le insté con calma.
—Nada. Me he tapado los oídos. Así mucho mejor.
—Presentaba una estúpida sonrisa y tenía la cara empapada en lágrimas. Esperé
con un tanto de malicia que saliera una burbuja mucosa de uno de los grandes
orificios de su nariz, pero no lo hizo—. Mucho mejor…
—Eso es. Sigue relajado y respirando
profundamente. Permanece en ese momento y dime qué piensas.
—En el día siguiente. Mañana, en clase de
ciencias, hay que hacer una exposición de un trabajo en grupo que he estado
realizando con mis compañeros durante toda la semana. Estoy un poco nervioso;
hay que salir delante de toda la clase. Yo estoy en el grupo de Rocío, Sergio
y… ¡AAAAH!
—¿Qué sucede, Francis? Dímelo. —El grito, más
bien chillido desgarrador, hizo pitar mis oídos.
—¡E-El colchón… Está… está cediendo! ¿Qué es?
¿Un fantasma? ¡¿Un fantasma se está tumbando en mi cama?!
—No, tranquilo. No existen los fantasmas.
Cálmate. —El ataque de pánico que estaba sufriendo podía ser peligroso, pero
estábamos llegando a la zona cero del problema, al origen del trauma, y no
podía parar—. Continúa hablándome.
—Me he encogido. Estoy temblando y aprieto la
vejiga para no hacerme pis… Pero el colchón sigue bajando y… ¡Oh no! No he
podido aguantar más… El pis me quema la pierna, mamá se va a enfadar… Una mano…
¡UNA MANO!... Está tocando mi hombro y… y me zarandea, me… me zarandea, y el
fantasma me está diciendo algo. ¡No quiero oírlo! ¡No! Su fría mano intenta
tirar de la mano que tapa mi oído. Mis tripas comienzan a removerse; las siento
ahí abajo.... Ahora tira con más fuerza y oigo una voz apagada… Una voz suave… La
voz de un ángel… Mi mano cede y oigo esa voz con más claridad… ¡Mamá! Eres tú…
—Bien, muy bien, Francis. Respira. Inspira por
la nariz y exhala por la boca. Eso es.
Fran se había orinado también en la realidad.
La entrepierna de los vaqueros se había tornado a una tonalidad mucho más
oscura. Estaba enteramente sudado y tan pálido como el papel, pero poco a poco
fue recuperando el color, o lo que quedaba de él, pues el insomnio había
borrado todo tono que pudiera haber tenido su tez.
—Entonces, ¿es tu madre quien ha provocado el
hundimiento del colchón? —Fue más una afirmación que una pregunta.
Me respondió con una gran sonrisa.
—Sí, es mamá. ¡Qué tonto he sido! Aun así el
corazón todavía me late muy rápido.
—¿Te dice algo tu madre?
—Sí. Dice que hoy duerme conmigo, que se
quedará ahí toda la noche…
Ya era hora de acabar. Miré el reloj de nuevo y
habían pasado otros veinticinco minutos. Mi segunda cita a la mierda. Mis otros
pacientes estarían rojos de ira, si es que todavía se encontraban esperando en la
sala de esperas, claro.
—¿Francis?
—¿Sí? —El ritmo de la respiración era el
correcto y la sonrisa seguía ahí.
—Es hora de regresar. Voy a contar de uno a
cinco. Cuando llegue a cinco, abre los ojos, y estarás totalmente despierto… Lo
recordarás todo.
»Uno: comienzas a salir de la luz…
»Dos: sales de la luz y despiertas poco a poco…
»Tres: estás mucho más despierto…
»Cuatro: estás casi despierto…
»Cinco: abre los ojos; estás completamente despierto.
En cuanto abrió sus cansados ojos, me dio la
extraña sensación de que yo también acababa de salir de un trance, pues empecé
a oír el suave blues, que no había parado de sonar durante todo el ejercicio
pero que no lo había percibido hasta ese momento.
Fran parpadeó un tanto aturdido, y luego, para
mi sorpresa, sonrió.
—¡Ahí está el problema! No me lo puedo creer.
En esa estupidez que olvidé. Esa era la causa del trauma, ¿no? —me preguntó.
—Sí, exacto.
—¿Y por qué lo había olvidado? Ha sido algo
increíble poder revivir esa experiencia. Acojonante, pero increíble. —Se miró
la entrepierna conforme decía eso sin mostrar ningún síntoma de disgusto.
—A veces, la mente bloquea recuerdos por no
poder asumirlos, Franci… Fran. Ese es el motivo por el que no lo recordaba. Fue
una experiencia muy dura y aterradora para usted. Posiblemente su mente lo
bloqueó nada más darse cuenta de que era su madre quien hizo que se moviera el
colchón. Tal vez ya no lo recordaba al día siguiente.
Se sentó en el borde de la camilla haciendo
sonar el cuero como si dejara escapar una ventosidad y se puso los zapatos.
—Entonces, ¿ya no temeré a ese maldito
hundimiento y podré descubrir a tiempo, antes de que se vaya, al culpable?
—En cuanto a lo primero, he de decirle que
seguramente ya no sienta aquel miedo. Y en cuanto a lo segundo, ¿de veras sigue
creyendo que es su exmujer?
Se mantuvo en un silencio reflexivo durante
unos eternos segundos.
—Bueno… eh… Tal vez esté un poco paranoico…
«¿Un poco?», pensé.
—… Quizá no sea Silvia, pero estoy seguro de
que es alguien. Esa sensación… Es demasiado física. Lo siento descender de
verdad. Se lo juro. ¡Pero si hasta me hace rodar!
—Entiendo lo que me dice, Fran. Y le creo. Pero
ha de saber que la mente es muy poderosa. Sin ir más lejos, fíjese lo que ha
hecho con su recuerdo. Estoy seguro de que el único culpable es el cansancio,
como usted pensaba al principio.
Se le veía un tanto incrédulo, aun así, hizo un
esfuerzo por darme la razón.
—¿Y qué me recomienda?
—Existen muchos medicamentos, como bien sabe;
cualquier somnífero. Pero yo le voy a recetar este. —Regresé a mi asiento
seguido por él y apunté el nombre del somnífero—. El Valium le ayudará a dormir
y a descansar durante toda la noche. Aquí tiene.
El doctor cogió el papel y observó con el
entrecejo fruncido.
—¿Está usted seguro que con esto dejaré de
sentirlo?
—Si se duerme rápido, la mente no tendrá tiempo
de jugarle una mala pasada —le expliqué con una sonrisilla y alzando una ceja
en gesto de evidencia.
Fran lo miró unos segundos más y finalmente se
levantó medio tambaleándose.
—Bueno, doctor… —echó un vistazo a la placa de
mi escritorio— Escobar, espero que tenga razón. Y gracias por ayudarme con
aquel estúpido trauma.
Me tendió la mano y yo se la estreché.
—Para eso estamos. Si tiene algún problema, ya
sabe dónde encontrarnos… Pero antes llame para que le demos una cita. —Eso
último lo intenté decir sin que se notara mi exasperación por el tema, pero me
parece que no lo conseguí. No soy un hombre al que le agrade que le descoloquen
todos sus planes del día. Y aquel día no solo empecé a trabajar con un paciente
antes de lo habitual, sino que retrasé y perdí tres citas previas.
El doctor Francisco Gómez asintió con la cabeza
y luego se marchó de mi consulta con su aspecto destrozado y su problema aparentemente
solucionado.
Yo suspiré, miré la hora con desprecio, y pulsé
el botón del intercomunicador de mi gran escritorio para pedirle a Anita un
café y que dejara pasar al siguiente paciente, el que debía haber entrado hacía
unos cincuenta minutos.
***
La farmacia era un pequeño establecimiento con un mostrador a apenas
tres pasos de la entrada. La farmacéutica, una mujer de unos setentaitrés años
que llevaba toda su vida trabajando en aquel lugar, miró a Fran con expresión
asustada.
Al entrar, las dulces campanillas de aviso que
colgaban delante de la puerta sonaron con un amargo tintineo que estalló en los
oídos del doctor. Lo que menos le apetecía era escuchar ruidillos innecesarios; ¿y
lo que más?, pues lógicamente dormir.
—Ah, es usted, doctor —dijo la anciana con
evidente alivio observándole con atención—. Pensaba que era uno de esos
drogadictos que andan por ahí.
De aquel comentario, Fran sacó dos
conclusiones: primera, que la anciana tenía muy buena memoria, pues solo había
ido allí un par de veces —la primera vez fue más bien una sesión de
interrogatorio al ser un nuevo vecino de aquella zona de la ciudad—, y la
segunda, que la mujer no tenía ni pizca de tacto con lo que decía.
—Pues sí, soy yo —dijo él con un ligero
sarcasmo.
—¿Qué desea?
Le entregó la receta con la que se tapaba el
pequeño percance de la orina, cubriéndolo ahora con la mano.
La mujer la miró ajustándose las antiguas
gafas. A Fran le pareció que realizaba un auténtico esfuerzo por leer; aunque
pensándolo mejor, seguro que así era.
—Oh, tiene problemas por las noches, ¿eh? —«Si yo
te contara», pensó Fran—. Eso explica su aspecto de vagabundo borracho. —Y de
nuevo la bofetada—. A ver, tiene que estar por aquí —decía mientras miraba la
estantería repleta de medicamentos que había a sus espaldas. Al girarse, el
moño blanco que llevaba en la nuca no se movió ni un centímetro, y Fran pensó
que debía haber pasado mucho tiempo desde que aquel tieso cabello (si se podía
llamar cabello a algo así) vio el agua por última vez—. Aquí está. Tenga.
Fran pagó y en menos de quince minutos se
encontraba en su casa abriendo el paquete. Pero se detuvo; antes debía comer.
Más que nadie, él, como médico, sabía que tomarse medicamentos con el estómago
vacío era igual que echar agua en un vaso agujereado.
No había desayunado aquella mañana. Nada más
ver la luz por la ventana de su habitación, se había levantado, vestido, y
salido disparado en su Audi A3 hacia el edificio de psiquiatría de la ciudad,
donde le había atendido inmediatamente, gracias a Dios, ese tal doctor Diego
Escobar, al que, por cierto, no le harían daño unos cuantos kilitos más.
Calentó el café con un chorro de leche y, como
siempre, introdujo en la boca de la tostadora dos rodajas de pan de molde.
Cuando terminó, se tomó la pastilla y subió a su habitación sin fregar lo
usado. Una vez allí, sin preocuparse por cambiarse los pantalones y lavarse,
bajó la persiana del todo, quedando el cuarto completamente a oscuras, y se
tumbó en la cama. Había dado la vuelta al colchón para no tener que ver el
destrozo, aunque el bisturí lo dejó encima de la mesilla, por si acaso. En menos
de cinco minutos, el Valium empezó a hacer su agradable efecto y finalmente
Fran se durmió sin llegar a sentir ceder el colchón.
Apenas soñó nada. Nada en absoluto. O al menos
no lo recordaba. Se despertó como nuevo ocho horas y media después, a las cinco
y media de la tarde, como pudo comprobar en el radio-despertador. Estuvo todo
lo que restaba de día con una brillante sonrisa en los labios y Silvia hizo
acto de presencia en su cabeza solamente dos veces, y breves. Al salir de la
ducha, se miró en el espejo y, tras afeitarse, se vio por fin a él, no obstante
aún quedaba algún vestigio de las bolsas en los ojos y arrugas de cansancio.
Decidió que el miércoles, una vez cogido de nuevo el horario normal de dormir
por la noche y vivir por el día, se reincorporaría al trabajo.
Claro, que eso nunca ocurrió.
La noche del lunes fue el último día que durmió
y dormiría plácidamente. Al día siguiente, por la mañana, llamó a su jefe para
comunicarle que ya se encontraba mejor y que el miércoles volvería al trabajo;
sin embargo, el director, el doctor Álvaro Aguilar, esperó durante todo el
miércoles y durante los siguientes tres días el regreso del doctor Francisco
Gómez sin resultado.
Tras cenar y tomarse la pastilla esa noche del
martes siete de junio, Fran se cepilló los dientes con alegría aunque
experimentando una inquietud en su cabeza. No se trataba de Silvia, la cual
parecía haber cedido en su empeño por atormentar su mente. Sino de algo que le
rondaba por la mente como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua,
y que tenía la certeza que había olvidado. Algo que hizo mal en el hospital —de
eso estaba seguro— cuando se encontraba en el pésimo estado. Y creía recordar
que sucedió el viernes precisamente. Pero cada vez que intentaba atrapar esa
idea se le escapaba como una mosca veloz. Solo deseaba que no tuviera que
volver a la consulta de aquel psiquiatra anoréxico para que le realizara de
nuevo aquella potente terapia.
Se introdujo en la cama con esa ágil mosca en
la cabeza y echó una fugaz mirada al bisturí —que aún seguía ahí a pesar de
todo, pues se sentía más seguro— antes de apagar la luz.
Era primavera, pero en esa casa tan grande
había una temperatura bastante baja por las noches, por lo que se arropó hasta
el hombro.
Tardó más de lo normal en sentir el efecto del
somnífero; se imaginó que era por la mosca que volaba por el interior de su
cabeza. No obstante, el medicamento pudo más y comenzó a adormilarse.
La respiración se tornaba regular y la mente y
los pensamientos parecían irse muy, muy lejos, desconectándose del mundo,
cuando algo hizo que abriera los ojos y el mundo regresara a toda prisa.
Segundos después se percató de qué se trataba.
El colchón. Otra vez el colchón. Se estaba
hundiendo poco a poco, como siempre.
Descubriéndose sin miedo (la terapia funcionó
perfectamente), extendió raudamente la mano derecha hacia la mesilla (yacía
boca arriba), y sin preocuparse por encender la luz, pues esa acción le haría
perder tiempo, echó mano al bisturí… solo que no fue al bisturí a lo que echó
mano, sino a la nada. Su apreciada herramienta quirúrgica no se hallaba donde
la dejaba todas las noches. Él, o ella —más bien ella: Silvia—, lo había cogido,
y ahora, en cualquier momento, lo utiliz…
Sintió una delgada, afilada, y fría línea en el
cuello que interrumpió sus escalofriantes pensamientos, cada vez más acentuada
por una presión. El doctor Francisco Gómez luchó con el cable y el interruptor para
encender la luz de su lamparilla de noche, pero el pulso le fallaba; el miedo,
el terror, había vuelto a hacerse dueño de su cuerpo.
Poco a poco, con ese aumento de presión, la
fría línea, ahora más caliente por la sangre —supuso aterrorizado sin dejar de
intentar encender la luz y con la confirmación de que había alguien en su cama—,
empezó a deslizarse por la superficie de su cuello, notando un dolor
desgarrador. Y justo antes de que el corte llegara hasta la parte inferior de
la mandíbula derecha, justo antes de que su «Vida frustrada» consiguiera coger
el barco y marcharse para siempre (eso sí, con ayuda) y todo el mundo se
quedara en una oscuridad infinita, mucho más negra que la que había en la
habitación, la lamparilla cayó al suelo por un manotazo de Fran, haciendo que
el sonido del cristal de la pantalla protectora despistara por un momento a la
mosca y Fran lograra por fin atraparla, recordando, fugazmente, que la había cagado
gritando a Diana y que, ya jamás, podría pedirle disculpas.
***
Me enteré de esto cuatro días después. Entre las cosas de su casa
encontraron los somníferos y pensaron que tal vez habían sido recetados en mi
clínica, por lo que vinieron y me interrogaron por si tenía algo que ver. Luego
les pregunté qué había pasado y me lo contaron.
Tres días después de aquella fatídica noche,
Álvaro Aguilar, el director del hospital y por tanto jefe de Fran, denunció
a la policía la ausencia de su empleado,
uno de los mejores cirujanos que tenía. Había estado llamando tanto a su casa
como a su móvil, y le había avisado por el busca, pero no recibió contestación
de ninguno de esos aparatos.
Media hora más tarde, dos guardias civiles se
presentaron en la gigantesca casa del doctor y decidieron dejar de insistir en
llamar a la puerta y entrar forzándola.
En el piso de arriba, en el cuarto que había
enfrente de las escaleras con la puerta cerrada, se encontraron el cadáver
completamente pálido del cirujano Francisco Gómez. La sangre seca, de una
tonalidad marrón, contrastaba con su clara tez y con la empapada sábana,
también blanca. Se encontraba boca arriba sobre su cama, con un perfecto corte
rojo y horizontal digno de un buen cirujano bajo su barbilla, y cubierto con
las mantas, con ambos brazos fuera.
Uno de ellos, el derecho, sobre la mesilla.
Y el otro sobre su pecho y acabado en una mano que sostenía con delicadeza —con el dedo índice y el pulgar— un brillante bisturí.
La afilada hoja, un tanto manchada de sangre, aún permanecía clavada en el extremo final de la incisión del cuello.
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