¿Preparado para un... viaje especial?
Un nuevo pueblecito. Unas nuevas
casitas bajas de piedra robusta y gris, y chimeneas que escupían humo negro con
tanta elegancia y suavidad como un anciano el de su pipa. Él no era anciano.
Era más que anciano. Y él no fumaba;
le desagradaba el olor de cualquier tipo de tabaco. No así el dulce olor a leña
quemada, a estufa de pueblo. Le reconfortaba. Infundía en él, mediante el
recuerdo, un motivo más, un motivo muy profundo, para llevar a cabo lo que
había ido a hacer en aquella pequeña localidad.
¿Y el
silencio? Oh, eso no era silencio, era una implosión de ruido. Agradable.
Deberían resonar sus pasos en las piedras de la calle, pero él no quería que lo
hicieran, así que ni siquiera lo tocaba. Quería disfrutar del silencio. Del
silencio y de la primera línea de luz que empezaba a dibujarse en el horizonte
delimitado por los tejados. Dedujo que hacía frío, por las chimeneas, pero él,
aunque solo llevaba dos mudas, siendo una de ellas una delgada gabardina del
siglo anterior, no sentía sus caricias.
Hacía
frío, sí, pensaba él, pero nada comparado con el que haría cuando abandonara
aquel precioso y diminuto pueblo.
****
Era una lástima, sin embargo,
algún día tenía que ocurrir. Y ocurrió, vaya si ocurrió. Todo fue muy rápido,
aún así no evitó que los niños se asustaran tanto que durante una semana se
negaron a montar de nuevo en el columpio más divertido de todo el pueblo: el
tiovivo.
Si había
algo que ese pueblo tenía que se salía en toda regla de su aspecto medieval y
rural, ese era el colorido y moderno tiovivo. Parecía la alegre carpa de un
circo con sus rojos, verdes y dorados. Era inevitable que la vista se desviara
hacia su dirección al cruzar la plaza, aunque el estar en el centro de esta y
la repetitiva pero agradable musiquilla tenía que ver. Y no decir ya por la
noche. Por la noche, sus luces resplandecían tanto que, de hecho, los cristales
de las únicas dos farolas que había en dos de las esquinas de la plaza, se
habían vuelto completamente opacos, y ni siquiera estaban programadas para
encenderse. Aquello era un espectáculo. Aquello daba un toque alegre al pueblo.
Aquel tiovivo, tanto de noche como de día, era el corazón y el alma del
pueblecito.
Y por
eso afectó tanto la muerte del señor Domingo, porque fue él el encargado de
traer ese fantástico carrusel hacía treinta años, tras haber sido sustituido
por otro más joven y grande en la ciudad en la que el viejo hombre había
trabajado desde pequeño, junto a sus padres, ya fallecidos, y su hermano mayor.
Todos
los niños se asustaron cuando empezó el horrible ataque de tos del señor Domingo.
Bueno, no exactamente cuando empezó, sino cuando la sangre salió disparada de
entre los arrugados labios del anciano de ochenta y ocho años. Tal vez los
niños que disfrutaban sobre los caballitos del tiovivo no se habrían asustado
tanto si la sangre hubiese sido poca, y lo más importante, si hubiese caído al
suelo. Tal vez. Pero no fue así.
El
grotesco ataque de tos comenzó dentro de la taquilla, lugar del que solo salía
para ocuparse del mantenimiento de su querido carrusel y para ir a su casa a
dormir. Las toses sonaron apagadas, y en un principio nadie se preocupó, pues
el viejo solía toser con frecuencia, ya que había fumado todo tipo de tabaco
desde que su memoria alcanzaba a recordar, como decía él. De ahí que, desde
dentro de la taquilla, emergiera un acre olor a humo de tabaco. Sin embargo,
esta vez, el ataque se alargó; se alargó mucho más.
Las madres y padres que esperaban a que la
ronda del tiovivo en la que sus hijos participaban en esos momentos acabase, y
que charlaban alegremente de noticias y cotilleos, quedaron en silencio de
golpe. Solo se oía la repetitiva musiquilla, las toses, y las risas de los
niños, perdidos en la diversión.
Entonces
la puerta de la taquilla se abrió tan bruscamente, que el cartelito que colgaba
en la parte superior, tan viejo como el propio Domingo, se desenganchó de uno
de sus lados y quedó en posición vertical, por delante de la ventanilla. Ya no
ponía «EL ALMA DEL PUEBLO», sino algo así como: «OLBEUP LED AMLA LE». El
portazo levantó altos suspiros entre los presentes adultos.
Domingo salió de su guarida tosiendo,
agarrándose con fuerza el pecho, morado como una uva y, de pronto, comenzó a
expulsar sangre. Nadie acudió a él, estaban todos en shock y asustados; nunca
habían presenciado una escena tal.
El viejo
se acercó balanceándose como sus caballitos hacia el tiovivo. La musiquilla
parecía una banda sonora discordante. Algunos niños ya habían abandonado el
prado de la diversión y habían vuelto a la realidad, encontrándose con un ser
morado y arrugado, escupiendo sangre; los que así lo hicieron, no pudieron
evitar llorar de miedo y encogerse contra la barra que atravesaba el lomo de
los caballos.
Cuando
el señor Domingo llegó al tiovivo, tosió por última vez con un poderoso sonido
ronco que recordó a un trueno, una última tos que llevaba consigo, como
complemento, una última expulsión de sangre, con la cual, su cuerpo, debió
quedarse vacío de este líquido. En ese momento, el caballito blanco, repintado
por el propio Domingo una semana antes, en el que cabalgaba Santitos, uno de los niños del pueblo de seis años, cruzó
por delante de su dueño, y la sangre fue a parar a la cara, el cuerpo, piernas
y brazos del chico. Este, conmocionado y tan aterrorizado que se hizo pis en
los pantalones, se soltó de la barra de sujeción, y cayó en marcha a la
plataforma giratoria. Aquello desató los gritos de niños y padres, y fue en ese
instante cuando al fin, los adultos decidieron moverse.
Todo
ocurrió muy rápido —y Santitos solo se había hecho un esguince en la muñeca—,
aunque pareció una eternidad, como suele ocurrir con los momentos más
desagradables. Es extraño cómo unos segundos de nada pueden parecer, no solo
minutos, sino toda una vida, cuando durante ese pequeño periodo de tiempo
ocurre algo horrible. Es como si el mundo se ralentizara a propósito por alguna
macabra razón, para alargar el sufrimiento de la gente a la que afecta. Y lo
mismo podría decirse del tiempo que estuvo en el pueblo aquel extraño sustituto
del señor Domingo. Fue solamente un día…, pero al recordarlo, se antojaba un
día eterno.
****
La mitad superior del sol ya había
surgido de entre los tejados de las casas y las campanas de la iglesia tañeron
recordando que la misa se iniciaría en media hora cuando el sustituto llegó al
fin a la plaza. La oscuridad había dado paso a la luz, y aunque todavía era muy
temprano, resultaba peligroso no tocar el suelo con los pies —aún no era el
momento—, así que descendió y se posó en la tierra blanca. Un gato negro
observó su descenso y luego salió corriendo.
El
tiovivo le pareció encantador y se le imaginó en funcionamiento, con todas esas
luces brillando, la musiquilla sonando y todos los niños divirtiéndose, riendo,
gritando, rebosantes de alegría. Después, divisó la taquilla y el cartel, el
cual aún seguía en posición vertical. Leyó lo que ponía: «OLBEUP LED AMLA LE»,
frunció el entrecejo y se dispuso a colocarlo de nuevo en su posición original.
Al leerlo en la dirección correcta, alzó las cejas asombrado, y sonrió; una
mueca que habría encogido el corazón del hombre más valiente del mundo.
Se
introdujo en la taquilla en busca de un clavo y un martillo para fijar el
cartel —la puerta estaba abierta—, y lo primero que hizo fue realizar otra
mueca, pero esta vez de odio y repugnancia. ¡El olor era insoportable! ¡Aquel
viejo canalla había dejado ahí dentro una peste a tabaco nauseabunda!
Aguantando la respiración, encontró una pequeña caja de herramientas. La sacó
fuera, respiró profundamente el silencioso aire impregnado de aroma a leña
quemada, y la abrió. Escogió un clavo bastante largo y con el martillo, clavó
el cartel en su sitio. Después sacó un pañuelo blanco del bolsillo interior de
la gabardina, se acercó a una fuente en una de las esquinas de la plaza y
limpió con sumo cuidado cada una de las letras, para que se viera
perfectamente. ¡Le encantaba aquel nombre! Se merecía que se viera bien.
«Maldito viejo —pensaba mientras restregaba el pañuelo—. ¿Cómo podía mantener
sucio algo tan bonito?». Todo lo demás estaba impecable, pero el cartel no;
parecía habérsele olvidado que lo tenía ahí.
Mientras
terminaba de sacarle brillo, una voz le interrumpió.
—¡Buenos
días! ¡Qué madrugador!
Era una
voz familiar. Inmediatamente supo a quién pertenecía. Dejó de frotar y se dio
la vuelta exhibiendo una agradable sonrisa.
—¡Buenos
días, señor alcalde!
—Llámeme
Carlos, por favor —le corrigió adelantando la mano para que se la estrechara—.
Odio que me llamen alcalde: ese no es mi nombre. Además, aunque esté en este
puesto, soy una persona más, soy un habitante, un vecino más del pueblo, y al
igual que ellos no tienen una palabra que defina su posición, yo tampoco. No
soy más que nadie, soy igual que ellos.
—Buenos
días, Carlos, entonces —repitió apretando ligeramente la mano del regordete
hombre. Su voz era todo lo contrario a su aspecto: excesivamente aguda, como si
hubiera habido algún tipo de colapso en la pubertad durante la fase de cambio
de voz; la había oído por primera vez a través del teléfono. Debía tener unos
treinta años, pero el enorme bigote le hacía aparentar cuarenta. La excesiva
cantidad de colonia tapaba el olor a leña—. Tengo una pregunta sobre lo que
acaba de decir.
—Adelante.
—Ha
dicho que a los vecinos no se les define por su posición…
—Sí, así
es.
—…
Entonces ¿ellos no son el pueblo?
—¿Pero
acaso no lo soy yo también…? —Alzó las cejas y extendió los brazos mostrando
una sonrisa amablemente condescendiente.
—Sí, tal
vez tenga razón —se encogió de hombros. La verdad era que no le interesaba lo
más mínimo las filosofías de aquel menudo hombre. Lo único que quería era que
se largara de ahí y que le dejara preparar todo para su primer y último día.
—De
todos modos, dejemos de hablar de posiciones sociales; usted no ha venido a
este encantador pueblo para oírme a mí hablar de estas cosas, ¿verdad? —le pasó
un brazo por los hombros y le condujo hacia el tiovivo, donde comenzaron a
rodearle—. Como ve, el viejo Domingo, que en paz descanse, lo tenía bien
cuidado —«Excepto el cartel», pensó el sustituto—. Tiene nueve caballitos;
todos suben y bajan perfectamente, claro que es por el continuo mantenimiento
de Domingo…
—Entiendo.
—Las
tarifas de viajes se encuentran escritas dentro de la taquilla, en un papelito.
Todos los beneficios son para usted, el ayuntamiento no se queda con nada. Este
carrusel… es lo mejor que le ha pasado a este pueblo. La pérdida del señor
Domingo ha sido un duro golpe. —Por un momento, toda la fuerza y alegría con la
que había aparecido desapareció, pero enseguida regresó—. En fin, tenía que
pasar, era muy anciano, ¿sabe? Y fumaba mucho —rió—. Ya te digo si fumaba el
viejo. ¿Ha entrado a la taquilla? —Se dirigieron a ella.
—Sí… el
olor es insoportable —Trató de parecer divertido a pesar de lo aborrecible que
le parecía tanto el hombre como el interior del habitáculo. «Al igual que el de
tu colonia», pensó después.
Carlos
rió grotescamente.
—Bueno,
en realidad aquí no hay mucho que ver
—dijo sin llegar a entrar—. Lo único que necesita saber es que ahí dentro está
el papelito de las tarifas, como ya le he dicho antes, y una caja de
herramientas, cosa que ya veo que ha descubierto —observó señalándola con la
mano. Luego introdujo esta en el bolsillo de su abrigo nada ostentoso (de hecho
parecía, como él decía, un habitante más del pueblo), y sacó un llavero del que
colgaban dos llaves y una cruz—. Aquí tiene las llaves. Una pertenece a la
taquilla, y la otra a la casa en la que se alojará, también la del señor
Domingo, que en paz descanse.
El
sustituto vaciló antes de coger el llavero; no le gustaba. No le gustaba en
absoluto. Por primera vez desde que llegara, y en realidad desde hace mucho
tiempo, se mostró inseguro, aunque no lo exteriorizó. Dibujó una brillante
sonrisa de agradecimiento, y comenzó a levantar una mano desconfiada por dentro
pero segura por fuera. La cerró alrededor del llavero… y no ocurrió nada. Su
cerebro suspiró aliviado. De todos modos, era probable que le afectara a largo
plazo, así que cuando estuviera solo, haría algo con él.
Carlos
le llevó a la que sería su casa a partir de ahora, situada en una de las cuatro
calles que convergían directamente en la plaza. Se trataba de una casita baja,
con cuatro habitaciones: salón-comedor, baño, cocina y dormitorio, sin patio
trasero ni delantero, con muebles de madera llenos de polvo y en algunos casos
podridos, pero lo suficiente grande y cómoda para el tiempo que iba a estar en
ese pueblecito.
Cuando
le hubo enseñado toda la casa como si se la estuviera vendiendo, cosa que
resultaba absurda, porque la casa formaba parte del privilegio de ser el
encargado del tiovivo en esa localidad, el alcalde se despidió con un cordial
saludo demasiado excesivo en el que por un momento, el sustituto pensó que le
arrancaría la mano. Y una vez solo, por fin pudo cambiar la expresión de su
rostro.
Como si
una sombra le hubiese absorbido de repente, como si la noche hubiese engullido
al día sin ningún tipo de degradado, la expresión de encanto, de amabilidad, se
tornó dura y oscura. Si había alguna razón para ello, esa era el odio que aquel
hombre había infundido en él, pero simplemente se trataba de su expresión
natural, la cual ya podía mostrar sin miedo a que la descubrieran.
Antes de
ponerse a pensar en cómo llevaría a cabo su plan, tenía que hacer algo. Algo
que no se le podía olvidar, porque de ser así, las consecuencias en él serían
inimaginables.
Se sacó
el llavero del bolsillo, lo colocó frente su sombrío rostro, observó con odio
aquella maldita cruz de madera, y la arrancó de un tirón. Luego encendió el
fuego de la chimenea, arrojó el objeto, y observó, con un deleite que le estiraba
una malévola sonrisa en los labios, cómo se hacía cenizas.
****
El alcalde Carlos… o Carlos a
secas, se había quedado satisfecho con el sustituto. Nunca reemplazaría al
viejo Domingo, que en paz descanse, pero parecía un buen hombre, bueno, parecía
no, lo era; no hablaba mucho, sin embargo lo había visto en sus ojos, en ambos:
en el azul y el marrón. No le sorprendió excesivamente aquella anomalía, de
hecho, no se dio cuenta hasta que no había pasado un buen rato, como si los
hubiese tenido normales y de repente hubiesen cambiado, aunque sí se le antojó
un tanto extraño cuando lo percibió, más por su carencia de observación que por
otra cosa. No obstante, lo que sí le sorprendió fue lo joven que era. Por la
voz al otro lado de la línea telefónica esperaba un hombre de unos cuarenta
años, pero el joven con el que se había encontrado, no debía tener más de
veintisiete.
De todos
modos, no le dio mucha importancia; aquel hombre le había transmitido buenas
vibraciones, y estaba seguro, pensaba conforme se dirigía al ayuntamiento, que
sería capaz de poner de nuevo en marcha el tiovivo y con ello la alegría del
pueblo después de una semana de luto. Una semana muy larga para el bueno de
Carlos.
Después
del susto de Santitos y de la conmoción por la muerte del viejo, el tiovivo se
cerró… o creyó haberlo cerrado, pues el sustituto había entrado sin llave, por
lo que la puerta debía estar abierta. A continuación organizó todo para sacar a
Domingo de la plaza y llamar una ambulancia.
Mientras
esta llegaba al pueblo, se puso en contacto con el único familiar del viejo que
conocía, su hermano mayor. A parte de darle la mala noticia, Carlos quería
comentar qué ocurriría a partir de entonces con el tiovivo, tratando el tema
con mucho tacto. No le extrañó que el hermano no mostrara mucho interés ni por
un tema ni por otro. Ambos hermanos llevaban enfadados desde que Domingo llegó
al pueblecito con su alegre carrusel, y el mismo tiempo hacía que no se veían
ni hablaban. Se trataba de un tiempo que se contaba en años, y no en cinco o
diez, sino en treinta. Y Domingo tenía todo el derecho del mundo a ese enfado,
vaya si lo tenía.
Ambos
hermanos trabajaron desde muy pequeños junto a sus padres como encargados de
dos tiovivos, y ambos continuaron con la tradición cuando estos murieron. Sin
embargo, las motivaciones de cada uno eran bien distintas. Por un lado, el
hermano mayor estaba más interesado en los beneficios que en perpetrar la
tradición familiar; por otro lado, al hermano pequeño le movía más esto otro, y
sobre todo, el amor que sentía hacia esa atracción que parecía casi mágica.
Puesto
que eran propietarios de dos carruseles, Domingo se quedó con uno de ellos en
la ciudad en la que habían estado desde que naciera, y su hermano se marchó a
una ciudad más grande con el otro. Todo iba bien para Domingo, pero no tanto
como para su hermano.
Este
ganó tal cantidad de dinero, que decidió reformar el tiovivo y convertirlo en
algo más grande. Lo hizo de dos pisos, lo que suponía más caballitos… y más
dinero. Luego regresó con él a su ciudad natal, en la que Domingo disfrutaba tanto
como los niños que montaban en su atracción, sin importarle las ganancias. La
llegada de un carrusel mucho más grande dejó en un segundo plano al pequeño,
hasta que llegó un momento en que ningún niño quiso subirse en sus caballitos.
¿Quién iba a querer? ¡Había uno enorme dos calles más allá! ¡Uno en el que la
velocidad era un poco más rápida, y en el que tenías que esperar menos tiempo a
tu turno!
Domingo
discutió con su hermano tratando de convencerle de que cogiera su máquina de
hacer dinero y se fuera a la ciudad de la que había venido, pero este le dijo
que aquella era la ciudad de la que
venía, y con semejante justificación, la cual era totalmente cierta, Domingo no
tuvo más remedio que buscarse otro lugar. Y lo encontró. Y se alegró por ello.
Encontró el lugar perfecto. Un pueblecito que hizo de su tiovivo, de su vida al
fin y al cabo, lo más grande, más incluso que el enorme carrusel de su maldito
hermano. Un pueblecito que acogió a ambos con tanto entusiasmo y amor, que le
hizo olvidar la traición de su hermano y sanar su alma.
Así
pues, la llamada del alcalde Carlos al hermano de Domingo no sirvió para nada,
pues le escupió que le daba igual lo que hiciera con el tiovivo, que por él
como si lo quemaban, porque estaba tan mayor que no quería, ni tenía fuerzas,
para hacerse cargo de ello. De hecho, hacía ya unos años que había vendido el
suyo, y disfrutaba de una verde jubilación. Y en cuanto a su hermano, le dijo
que hicieran lo que quisieran con su cuerpo.
Domingo
fue enterrado con honor en una buena plaza del cementerio del pueblo. Fue una
ceremonia a la que asistió todo el mundo, niños incluidos.
Con este
amargo recuerdo, Carlos llegó al ayuntamiento, donde pasaba la mayor parte del
tiempo, pues en su casa no le esperaba nadie y ahí, al menos, se encontraba
rodeado de personas, no muchas, pero mejor que nada.
Entró,
se quitó el abrigo que utilizaba para que no hubiese distinciones entre él y
los demás habitantes del pueblo, y tomó asiento en su diminuto despacho,
dejando, como siempre, la puerta abierta.
Mientras
se desataba los cordones de los zapatos para descalzarse, acción que realizaba
cada vez que se encontraba en su casa o allí, ya que le olían los pies tan mal
como un queso podrido mezclado con huevos también podridos, y cuanto menos
tiempo estuvieran aprisionados mejor que mejor, pensó en que se sentía muy
orgulloso de haber encontrado a ese hombre como sustituto de Domingo, que le
caía muy bien, y que estaba seguro de que, como hizo el bueno del viejo muchos
años atrás, reavivaría de nuevo el ánimo y los corazones de la gente.
****
Un minuto más, y la última clase
habría terminado. Un minuto más y guardaría su estuche y libro en la mochica a
la velocidad del rayo. Un minuto más, y Álvaro saldría disparado hacia la
puerta, se dirigiría corriendo a la plaza, y vería si había llegado el
sustituto del señor Domingo. Su intención era preguntarle si abriría ese mismo
día, pues estaba deseando volver a montar.
Como al
resto de los niños, lo que le ocurrió al señor Domingo le había asustado,
claro, pero el susto se fue a los dos o tres días de su aparición, reemplazado
por las ganas de subir a los caballitos y dar vueltas y vueltas, a la vez que
asciendes y bajas con la musiquilla acorde en los oídos. Ganas de ver a todo el
mundo girar en líneas difusas, padres, madres, amigos, casas… Y de reír y
divertirse como antes, por supuesto.
No era
el único niño al que la conmoción se le pasó enseguida: a su mejor amigo, Dimas,
quien nunca tenía miedo de nada, también, y pensaba que a Jorge igual, aunque
quién sabía; era probable que a Jorge ni siquiera le afectara aquel accidente.
Jorge y sus amiguitos eran los más valientes y fuertes de la clase, y nada les
daba miedo, o al menos eso decían. Sin embargo, él sí le tenía un poco de miedo
a Jorge y sus amiguitos, por eso trataba de no acercarse a ellos.
Llevaba
sin atender a la profesora Marisa un buen rato. Estaba absorto en el reloj que
había justo encima de la pizarra. No hacía mucho que había aprendido a leer la
hora de los relojes de manillas, y aún le costaba un poco, pero sabía
exactamente la hora a la que el timbre sonaba, y esperaba impaciente a que la
aguja larga se pusiera encima del doce, pues la pequeña ya estaba en el dos.
Y al fin
lo hizo. La manilla se movió, Álvaro arrojó las cosas a la mochila, acertando,
el timbre sonó, y antes de que la profesora dijera que se podían levantar, él
berreó un rápido «hasta mañana» y cruzó la puerta. Se precipitó por el pasillo,
se deslizó al girar con la mochila bamboleando por detrás y salió a la calle,
donde los padres de los niños más pequeños o de los que vivían lejos del
colegio esperaban; él vivía a una calle de distancia, así que sus padres le
dejaban ir solo a casa siempre y cuando «fuera por la acera», cosa que cumplía
como darles un beso antes de irse a la cama.
La madre
de Dimas, a quien ni siquiera le había dicho lo que iba a hacer, le saludó y le
preguntó adónde iba tan rápido, pero él apenas lo escuchó.
El
gélido aire zumbaba en sus oídos y cortaba la débil piel de su rostro. Tenía
guantes —su madre se los había puesto por la mañana—, sin embargo se los había
quitado en clase para escribir mejor, y ahora estaban en el bolsillo de su
abrigo beis, por lo que las manos, las cuales sujetaban las correas de la
mochila, apenas las sentía. No le importaba; solo quería llegar a la plaza.
Recorrió
el camino que le separaba del centro del pueblo por la estrecha acera, exhalando
vapor por la boca, colorado como la nariz del señor Domingo, y cuando llegó, se
introdujo en la plaza y se detuvo. El cartel de la taquilla estaba colocado
recto, lo que indicaba que el sustituto ya había llegado. Álvaro sonrió.
Todo
estaba en silencio; solo se oía su agitada respiración. Empezó a sentir el
dolor en las manos, y decidió ponerse los guantes conforme se acercaba a la
taquilla.
—¿Hola?
—saludó— ¿Señor?
Metió el
dedo índice en el lugar del corazón, junto a este —¡siempre le pasaba lo
mismo!—, y se concentró en arreglarlo más que en su avance. Cuando consiguió
tener todos los dedos en su sitio, levantó la cabeza y se topó con un hombre
muy alto. Frenó antes de estrellarse contra él.
—H-Hola
—balbuceó. Le había asustado un poco. Pero en cuanto le vio la cara, el mundo
volvió a ser tan seguro como siempre. Sonriendo, se presentó—. Hola, señor, soy
Álvaro. —Le extendió una diminuta mano.
El
hombre mostró una agradable sonrisa en su juvenil rostro, y enterró la mano del
chico en la suya enorme. Álvaro y su mano lo agradecieron; el calor era muy
bienvenido.
—Buenos
días, Álvaro. Veo que acabas de salir del colegio. —Álvaro asintió—. ¿Y tus
padres? —Preguntó mirando alrededor.
—Mi
madre está en casa. Vivo aquí al lado, y como tengo ocho años, me deja ir solo.
—Pero
por la acera.
—Sí, por
la acera —¡Qué inteligente! ¿Cómo lo sabía? Iba a preguntárselo, pero el hombre
le interrumpió.
—¿Y tu
padre está…? —Por un momento el suave rostro del hombre se arrugó.
—Trabajando.
—Ah,
trabajando, claro —Su cara volvió a ser la de siempre—. Y bueno, Álvaro, dime,
¿por qué no has ido a tu casa? Tú mamá se va a enfadar.
Oh, oh, no
había pensado en eso, era verdad, su madre se iba a enfadar.
Le haría
rápido la pregunta y se iría corriendo.
—Quiero
saber si va a abrir el tiovivo hoy.
El
hombre abrió sus ojos exageradamente y dijo:
—¡Por
supuesto, Álvaro! ¡Claro que sí! Y además, ¿sabes qué? —Álvaro, que se había
quedado sorprendido al ver los dos ojos de distinto color, negó con la cabeza—.
Los dos primeros viajes son gratis… —Eso sacó de su sorpresa al muchacho y le
llenó de entusiasmo, ¡dos viajes gratis!— Ah, y también —continuó en un tono
más bajo, con aires de confidencialidad, mientras se inclinaba hacia el oído de
Álvaro—, por haber venido a saludarme, podrás disfrutar de un viaje especial…
Bajó
tanto la voz, que incluso a Álvaro le costó escuchar lo que decía; sin embargo,
debió ser algo genial y divertido, porque le hizo sentirse el niño más feliz
del mundo.
Su madre
le esperaba en la puerta con los brazos cruzados. Había obligado a sus piernas
a correr hasta tal punto que le temblaban, pero incluso a esa velocidad, ya
llegaba tarde a casa. Su reacción a las últimas palabras del sustituto no
impidió que un leve miedo contaminara su ánimo. Naturalmente, no le gustaba que
su madre le castigara, y ese día no podía permitirse un castigo. Se disculpó
entrecortadamente, asfixiado.
—Pasa,
anda. —Su madre no le pegaba nunca, aún así se encogió al cruzar el umbral. El
calor le golpeó; la estufa de leña estaba encendida, y él venía sudando de la
carrera. Se quitó los guantes y el abrigo—. ¿Por qué has tardado tanto? —le
preguntó su madre mientras le cogía las prendas de las manos y las colgaba en
la percha de la entrada.
—He ido
a saludar al sustituto del señor Domingo. Quería saber si abrirá esta tarde.
Lo dijo
mirado al suelo. Sabía que había hecho mal. Tenía que haber pedido permiso por
la mañana, antes de salir de casa.
—¿A sí? Y
eso de hacer lo que quieras sin consultarme, ¿desde cuándo? —Álvaro no dijo
nada, ¿qué iba a decir? Ahora era cuando venía el famoso «Castigado»—. Siéntate
en la mesa, vamos a comer. —¡Bien, no lo había dicho, no le iba a castigar!
¿Había terminado ya la regañina? No, claro que no—. Que sea la última vez que
haces algo así, ¿me oyes? —Le sirvió un plato lleno de judías blancas—. Como
vuelva a ocurrir, te castigaré sin tiovivo durante una semana… o más.
¡Una
semana sin tiovivo! ¡O más! Eso era… ¡una semana o más! No podía ser, no ahora,
no después del viaje especial que le regalaba el sustituto. No, por favor, no.
Su madre
le preguntó, ya en un tono más amable, qué le había dicho el hombre, pero
durante unos segundos, Álvaro no dijo nada ni probó las deliciosas judías de su
madre. ¿Qué haría ahora? ¿Valdría la pena arriesgar una semana sin tiovivo por
aquel viaje especial? ¿Ese único y gran viaje podría sustituir a todos los que
daría en… siete días? Sabía perfectamente que aquel castigo también se
atribuiría a salir por la noche sin su permiso, pero el sustituto le había
dicho que el viaje especial tenía que ser por la noche y solo. ¿Qué era
exactamente lo que le había dicho? Ah, sí, ya se acordaba.
Esa
frase, junto con lo que le había contado acerca de aquel viaje especial, le
hicieron convencerse de una vez por todas que merecía la pena desobedecer a su
madre una única vez más, incluso si eso suponía no montar en el tiovivo durante
tanto tiempo.
Antes de
regresar a la mesa de su casa y comenzar a comer y responder a la pregunta de
su madre, repitió mentalmente aquella irresistible frase que le hizo sonreír de
nuevo.
«Por la
noche, y sin papis, la diversión es mucho más chachi.»
****
La fila era inmensa… y su sonrisa
seguía el mismo ejemplo. ¿A cuántos niños más sería capaz de encandilar? No más
que los caballos de los que disponía el tiovivo, por supuesto, pero esperaba
que no menos.
Conforme
pedían su entrada, el sustituto examinaba sus rostros, o mejor dicho, percibía
sus estados de ánimo, su vitalidad… su alma, y a los más felices, a los más
alegres, les ofrecía la misma invitación que a aquel chico que había acudido
allí tras el colegio: Álvaro. Nunca se le olvidaban los nombres de los chicos.
Nunca. ¿Cómo olvidarlos? Eran necesarias estas cualidades, las cuales, a veces,
le costaba identificar. Por esa razón le preguntó receloso a Álvaro por su
padre, porque a pesar de que la energía que recibía de él cumplía todos los
requisitos, era probable que el chico no fuera tan feliz como aparentaba si sus
padres estaban divorciados o su padre hubiese muerto. Durante todo el tiempo
que llevaba realizando aquello, se había dado cuenta que los seres humanos eran
tan complicados como aparentar ser uno de ellos.
Les daba
la entrada con su siempre semblante sonriente y jovial, «los dos primeros
viajes son gratis, les decía», y luego, tras afirmar que era el adecuado, le
susurraba lo mismo que a Álvaro. Era fácil; los padres no esperaban con ellos
en la fila. ¿Por qué habrían de hacerlo? Aquel hombre joven era tan simpático. Además,
tenía su atractivo, rumor que se fue extendiendo entre las madres de los niños,
las cuales, muchas de ellas, solteras y casadas, le taladraban con sus ojos
descaradamente. Algunas de las chicas adolescentes no iban a ser menos, y en
grupillos, lanzaban miradas discretas envueltas en risillas tímidas. Por otro
lado, todo el mundo conocía ese tiovivo, así que ¿por qué desconfiar de él?
Había padres que incluso dejaban que sus hijos asistieran solos a la plaza,
mientras ellos disfrutaban de deseados y deliciosos momentos a solas en casa.
Cuando
llegó la hora de la cena, quedando la plaza vacía y el tiovivo cerrado, el
encantador sustituto había seleccionado a nueve niños, de los que estaba seguro
acudirían todos, pues el viaje especial resultaba irresistible y además, él, se
encargaría de los padres.
****
Algo en el interior de Dimas
estaba fallando. No sabía el qué, pero lo sentía a la altura del estómago. Una
especie de dolor agudo que en cierta medida afectaba también al pecho,
ejerciendo una presión casi irresistible.
No era
hambre; de hecho, se encontraba delante de un sabroso filete de pollo con puré
de patatas y por más vueltas que daba al trozo pinchado en el tenedor —como si
eso fuera a abrirle el estómago por arte de magia— no conseguía llevárselo a la
boca. Su apetito estaba tan perdido como aquel dibujo que realizó hacía un año.
Se
trataba del mejor dibujo que había hecho nunca, era perfecto, sin embargo, un
día fue a echarle su enésimo vistazo, y ya no estaba. No entendía qué había
pasado, simplemente no estaba. Él juraría que lo había dejado sobre su mesilla
de noche, pero había desaparecido. Como siempre hacía con cualquier cosa,
preguntó a su madre, y sorprendentemente, también logró esconderse de ella. No
obstante, hacía tiempo que se le había olvidado, un tiempo durante el cual
había realizado mejores dibujos… o eso creía.
No sabía
el qué era esa sensación, pero sí sabía por qué la experimentaba.
Todos
los chicos de su clase —bueno, todos menos Álvaro, claro— creían que era bobo,
ya que casi nunca hablaba, y se tomaba muy en serio la escuela, pues le
encantaba aprender; además, desde la muerte de su padre en el trabajo —«murió
trabajando» era el único detalle que le daba su madre—, no le apetecía mucho
sonreír.
Su padre
le había parecido la mejor persona del mundo, incluso, tenía que decirlo, mejor
que su madre, quien a partir de su muerte, en vez de mostrarse más sensible con
él, hacía gala de una dura y estricta personalidad que contaminaba su educación
como los barcos el mar. (Dimas creía que esa era la razón de que no encontrara
su dibujo). No obstante, lejos de mostrarle despecho, trataba de cuidarla
mediante la expresión de su amor. Su padre se lo decía continuamente. Le decía
que si alguna vez pasaba algo, él tenía que proteger a mamá, y Dimas intentaba
hacerlo lo mejor posible dentro de los límites de un niño de ocho años.
Así que
Dimas no era un chico con el que apeteciera jugar o hablar, no era en absoluto
popular. Pero tampoco era en absoluto bobo, no señor. Y por eso no se le había
escapado el extraño comportamiento del sustituto del señor Domingo con algunos
chicos y chicas aquella tarde.
Sus
observadores ojos vieron cómo se inclinaba ligeramente sobre ellos y les decía
algo al oído. ¿Qué sería?
Le
preguntó a Álvaro si se había dado cuenta, y este pareció ponerse un poco
nervioso y le dijo que no. Luego cambió de tema y le empujó hacia los
caballitos, ya que habían llegado sus turnos. La cortina de la diversión
corrida por el tiovivo, subiendo y bajando, subiendo y bajando, girando, riendo
y gritando junto a Álvaro, ocultó las sospechas de Dimas. Hasta que llegó a su
casa y comenzó a experimentar esa sensación en el estómago y el pecho.
Dimas no
comprendía qué estaba pasando con aquel hombre, qué les había dicho, ni por qué
Álvaro pareció nervioso cuando le preguntó; pero algo tenía claro: el nuevo
sustituto del señor Domingo, al contrario que a todo el mundo en el pueblo
—incluida su madre, la cual no había cesado de mirarle con una extraña
expresión en su rostro—, no le caía
bien. Esa sonrisa… Esos ojos… Esa mirada de… ¿desprecio?... que le había
lanzado cuando le dio el billete… No, había algo que no le gustaba, y le encantaría
descubrir el qué. Pero ¿cómo?
La
respuesta llegó cuatro horas después, cuando, sin poder conciliar el sueño, su dolorido
estómago empezaba —ahora sí— a regañarle por no haber cenado nada mediante
reprobadores gruñidos, y escuchó pasos en la calle a través de los delgados
cristales de la ventana de su habitación. Pasos que no podían ser más que de
Álvaro.
****
A las doce y media de la noche, cuando la
oscuridad y el silencio eran absolutos, cuando el humo de las chimeneas
ocultaba el negro cielo como un manto blanquecino, impidiendo a la helada
ejercer el ataque en su totalidad, cuando las calles estaban vacías, el
sustituto, inmune a la temperatura pero no al agradable olor a leña quemada, se
deslizó silencioso como un animal acechante entre las casas de aquellos niños a
los que había seleccionado para llevar a cabo su viejo y reiterado plan.
Con toda
seguridad los padres no dejarían salir a sus hijos tan pequeños a esas horas
tan intempestivas, además, para beneficio del sustituto, aquel no era un pueblo
en el que la gente anduviera por las calles tan tarde; ni siquiera las bombas
de energía que eran los adolescentes salían con sus amigos a hacer de las
suyas. Solo los gatos deambulaban por allí. Por lo tanto, realizó su trabajo
sin temor a ser descubierto, aunque eso sí, lo hizo con los pies en el suelo.
Algunas
ventanas tenían las persianas bajadas del todo; otras, en cambio, hasta la
mitad. En cuanto a estas últimas, algunas tenían sus ojos apagados, mientras
que otras parecían mirarle recelosas despidiendo una luz amarillenta, sin
embargo, eso no supuso ningún problema para el sustituto; era imposible que le
vieran, pues las estrechas calles poseían pocas farolas, una en cada extremo
concretamente, y la emisión de luz era ridículamente pequeña.
No fue
difícil hallar las casas de los muchachos. Una vez que los seleccionaba, podía
sentirlos a metros y metros de distancia. De pie frente al edificio (todas eran
casas bajas de piedra robusta aunque de aspecto frágil y penoso), como una
sombra siniestra, hacía una señal en forma de candelabro o tridente con su larga y afilada uña negra procedente de
la garra en la que se había transformado su gran mano, y se dirigía a la
siguiente.
Su viaje
entre aquellas casitas no duró más de diez minutos. Todavía quedaban unos
veinte para la hora en la que les había dicho a los niños que acudieran. Odiaba
esperar, odiaba esos angustiosos instantes precedentes a algo deseado que
estaba a punto de suceder, por eso decidió ponerse a limpiar el tiovivo con el
fin de calmar aquella detestable ansiedad; por la mañana solo había limpiado el
cartel y eliminado la peste de la taquilla.
Sin
necesidad de escalera, logró que la cubierta en forma de carpa de circo robara
débiles destellos a las dos mugrientas farolas de la plaza, las cuales se
encendían manualmente cuando el tiovivo cerraba. Aquellas luces no le
preocupaban; ya se encargaría de ellas.
También
se ocupó de los caballitos, de los nueve, no se dejó ninguno; estaba plenamente
seguro de que todos los niños corresponderían a su irresistible invitación. Y
más aún sin el obstáculo de sus padres, los cuales, en esos momentos, debían
estar dejando caer sus babas sobre el sillón, la mesa de la cocina, la
alfombra, la taza del váter, o, por qué no, de la almohada de la cama.
****
Al final, salir de casa no fue
difícil. Y mantenerse despierto hasta tan tarde —algo a lo que no estaba
acostumbrado porque a las diez siempre estaba en la cama— tampoco.
Los
nervios se enfrentaron al sueño sin apenas esfuerzo, y ganaron la batalla. En
cuanto a sus padres, papá se había ido temprano a dormir como de costumbre,
pues se levantaba a las seis de la mañana para ir a trabajar a la ciudad
alejada cuarenta y nueve kilómetros de allí, y mamá… bueno, mamá se quedó
dormida extrañamente a las doce y media, como pudo comprobar mirando las agujas
del reloj situado sobre la encimera de madera.
La mujer
estaba sentada a la mesa de la cocina, con los brazos ocultos bajo esta y la
cara desplomada en su superficie, con el pelo desparramado y la boca abierta...,
¡roncando! Su madre, quien más de una vez le había espetado a su padre que no
la dejaba dormir por sus grotescos ronquidos, los cuales Álvaro escuchaba
apagados desde su cuarto. Y aquello no era lo único insólito en ella; se había
dejado el grifo del fregadero abierto. La mujer tenía por costumbre beberse un
vasito de leche antes de irse a acostar, y luego lo lavaba, pero siempre
cerraba el grifo; ¿por qué esta vez se le olvidó? ¿Tanto sueño tenía? No
pensaba preguntárselo. Álvaro lo cerró, permaneció un rato mirando a su madre
—dando algún respingo que otro cuando la fuerte aspiración le sorprendía— para
comprobar que estaba totalmente dormida, y lejos de despertarla para que se
fuera a la cama, apagó la luz de la cocina, se puso su abrigo beis y los
guantes, y salió al frío de la noche lo más silencioso posible.
Al pasar
por delante de la casa de Dimas, no pudo evitar dirigir la mirada hacia ella,
concretamente hacia la ventana de la habitación de su mejor amigo. A una parte
de él le habría gustado que Dimas también viera lo que estaba a punto de
ocurrir, y disfrutar juntos de aquello, pero como siempre, su parte egoísta se
imponía a todo lo demás. Había muchas cosas que no deseaba compartir con nadie,
pues eso le impedía aprovechar al máximo aquello que le gustaba o quería. Al
compartir te llevabas solo una parte, y él lo quería todo.
Por otro
lado, había algo que le inquietaba furtivamente. No le daba mucha importancia,
pero estaba ahí. Estaba relacionado
precisamente con Dimas, cuya casa ya había dejado atrás, y con su singular
carácter egoísta. Encogido dentro de su abrigo como una tortuga en su
caparazón, con las manos enguantadas en los bolsillos de este, giró la esquina
de la calle en la que se encontraba su casa, y la plaza ocupó su campo de
visión, mientras aquellas preguntas que le inquietaban ocupaban su mente.
¿Por qué
el sustituto del señor Domingo se inclinó sobre algunos chicos tras darles la
entrada? ¿Por qué no lo hizo con Dimas? Este le había preguntado si lo había
visto, y él le dijo que no, pero ¿por qué le engañó? ¿Por qué no le dijo que
sí? ¿Tal vez sabía la razón? Pero eso no podía ser; el sustituto le invitó a él
por haber ido a saludarle, ¿qué habían hecho los demás chicos para que este les
ofreciera el viaje especial? ¡Nada! Era imposible que el sustituto les invitara
a ellos también. Imposible. Sería él el único que disfrutaría de esos
caballitos vi…
Sus
pensamientos se interrumpieron cuando vio llegar desde distintas calles a Javi,
Pedrito, Mario, José, Diego, Sara, Beca y Nora.
Por un
momento se sintió tan decepcionado y triste, que los pies se le detuvieron. No
se trataba únicamente del hecho de que ya no estaría solo, sino de que el
sustituto, aquel hombre amable e inteligente que enseguida le gustó cuando le
conoció, le había mentido. Y también que, ahora experimentaba cierta
culpabilidad por no habérselo dicho a Dimas.
No
obstante, no se daría la vuelta; por nada en el mundo se perdería aquello. ¡Si
hasta se había arriesgado a pasar una semana sin tiovivo! Por lo tanto echó a
andar de nuevo, entró en la plaza con su mejor sonrisa —a pesar de que
intentaba que fuera falsa era más real de lo que le hubiera gustado reconocer—,
y saludó a sus amigos.
****
Apretó su nariz contra el cristal
de la ventana a tiempo de ver desaparecer la espalda de Álvaro por el borde
derecho. Sin ninguna duda era él. Ya por el sonido arrastrado de los pasos
típicos de su mejor amigo le había identificado, pero ver su abrigo beis le
convenció del todo.
Era muy
extraño que Álvaro estuviera en la calle tan tarde, bueno, Álvaro, y cualquier
persona en aquel pueblecito. ¿Adónde iba? Se preguntó, sintiendo cómo el hambre
volvía a desaparecer para dejar alzarse de nuevo ese dolor agudo en el estómago
y esa presión en el pecho. Sin dejar tiempo a que la indecisión lo acorralase,
decidió seguirle.
Salir de
la casa no le supuso ningún problema. Su madre estaba ya más que dormida, y no
era la primera vez que se deslizaba por la ventana de su habitación. En más de
una noche en la que no podía dormir se había escabullido para ir al cementerio,
a visitar la tumba de su padre. No le daban miedo los muertos, pues muerto
significaba muerto, y tampoco creía aquellas estúpidas historias con las que
Álvaro trataba de asustarle; aunque eso sí, nunca iba allí después de las doce.
Era una contradicción que Dimas, de ocho años de edad, aún no entendía, ni
siquiera se le pasaba por la cabeza; era simplemente algo automático. Nunca
pisaba la dura tierra del cementerio pasada esa hora.
La calle
estaba muy oscura, pero pudo ver la chaqueta de Álvaro doblar la esquina. Solo
lograba ver el abrigo beis del muchacho, porque sus pantalones eran negros y su
cabeza estaba tan hundida en aquella que apenas vislumbraba uno de sus pelos
rubios. Por otro lado, experimentó un acceso de envidia, lamentándose por no
haber cogido una chaqueta. Hacía un frío doloroso, y Dimas iba ataviado solo
con su pijama gris; un gris igualito al del humo que escupían las chimeneas, el
cual cada vez dejaba más espacio al cielo negro y sin luna.
Al
llegar a la esquina, tiritando y apretando la mandíbula para no castañear los
dientes, observó a Álvaro parado en medio de la calle. ¿Qué hacía? Alzó la
mirada por encima del hombro de este y se percató que estaban entrando en la
plaza más chicos y chicas. Algunos de su propia clase, y otros también del
colegio pero más pequeños y mayores. La presión en el pecho se intensificó
hasta tal punto que se quedó sin respiración, lo que le obligó a abrir la boca
para coger aire. Pero una vez recuperado el aliento, sus dientes comenzaron a
castañetear furiosos, así que, con el corazón dado la vuelta y el cuerpo en
tensión, se ocultó raudo tras la esquina, apretando la espalda contra la pared
como si quisiera atravesarla.
«Que no
me haya oído. Que no me haya oído», imploraba con el corazón ahora latiendo al
límite de su velocidad. Dimas temía que Álvaro se enfadara con él por haberle
seguido, y lo que menos falta le hacía a Dimas era perder la amistad de su
único amigo.
Esperó
eternos segundos en los que ni siquiera sintió el efecto del frío, a pesar de
que sus labios se habían tornado morados y la piel de su cara era un círculo
blanco moteado de puntos rosados a la altura de la nariz y las mejillas,
resaltado por su cabello negro azabache.
Cuando
se convenció de que Álvaro no había oído el estridente choque de sus dientes
que le pareció que sonó por todo el pueblo, abrió los ojos, su corazón volvió a
latir con normalidad, y el frío le azotó como miles de agujas clavándose en su
piel, en sus músculos, en sus huesos.
Con gran
esfuerzo, logró separarse de la pared, agacharse ligeramente —percibiendo el
sonido de todas sus articulaciones al doblarse—, abrazar sus piernas, y emerger
su cabeza por el borde de la esquina.
Desde
allí vislumbrada toda la plaza, a la cual, Álvaro ya había llegado, y con ella
el tiovivo y la taquilla, de la que surgió, esbozando una sonrisa
(escalofriante)
brillante,
el sustituto del señor Domingo.
****
—Buenas noches, muchachos —saludó
enfatizando cada una de las palabras. Dirigió sus ojos bicolor a Álvaro—. ¿Qué
tal, Álvaro? Te noto un poco serio. —Levantó las cejas inquisitivamente.
Álvaro
se estremeció ligeramente bajo esa mirada. ¿Había adivinado que estaba enfadado
con él? Sí, seguro que sí. Era muy inteligente. ¿Se enfadaría él también si le
decía la verdad? No sabía por qué, pero no le entusiasmaba mucho la idea de que
el sustituto se enfadara.
—Estoy
bien. Tengo frío, solo eso. —Hizo un monumental esfuerzo para que no le temblara
la voz.
—¿Seguro?
—volvió a preguntar. Álvaro miró al suelo y cambió el peso de su cuerpo al otro
pie—. ¿No estarás un poco enfadado porque no has sido el único invitado como te
dije? —Ahora vendría un «¿Verdad?», pero el sustituto se limitó a alzar las
cejas de nuevo.
—No
estoy enfadado; solo tengo mucho frío.
—Bien.
Porque no quiero que pienses que soy un mentiroso…
—No
—exclamó su boca antes que su cerebro.
«¿Por
qué le tienes miedo? —le preguntó una parte de su mente—. Esta tarde te parecía
un hombre estupendo y ahora…».
«¡No le
tengo miedo!», espetó la otra.
«¿A no?
—continuó la primera—. Entonces, ¿por qué tratas de no temblar?». Para eso, la
parte menos racional no tenía respuesta.
—…, ya
que no lo soy —afirmó el sustituto—. Al principio pensé invitarte solo a ti,
por venir a saludarme, gesto que me inundó el corazón de gratitud, de verdad.
—Comenzó a caminar hacia el tiovivo—. Pero luego pensé que era una lástima
desperdiciar el resto de caballitos. ¿Sabéis por qué se llama tiovivo?
—Preguntó sin dirigirse a nadie en concreto. Rodeó el carrusel rozando con sus
enormes manos cada uno de los caballos… y lo que ocurrió a continuación fue el
mayor milagro que había visto aquel pueblecito y aquellos jóvenes muchachos—.
Porque están vivos —afirmó.
****
El sustituto contempló cada uno de
los rostros asombrados y ligeramente aturdidos, y se deleitó, saboreando ya, de
antemano, lo que estaba a punto de robarles.
Sabía
que su explicación no tenía mucho sentido, pues «tio» no significaba caballo,
pero en ninguna de las veces que había realizado aquello, ningún niño había
cuestionado su sinsentido; los niños eran estúpidos, y más aún después de ver
cobrar vida a esos caballitos de madera, siempre congelados en plena carrera.
Un
potente calambre le recorrió todo el cuerpo. Se trataba de un acceso de
debilidad que se apoderaba de él en los momentos finales. Habían comenzado
mientras limpiaba el carrusel, y cada vez eran más frecuentes. Necesitaba acabar
con todo eso cuanto antes. Todavía no se creía la suerte que había tenido con
este pueblecito. La última vez —y la anterior y anterior—, hacía mucho tiempo,
tuvo que apañárselas para acceder a un carrusel que necesitara un nuevo
responsable, pero en esta ocasión, aquel viejo al que llamaban Domingo le
ahorró el trabajo de buscar y dejar vía libre.
Otro
calambre le recordó que quedaba poco tiempo, así que animó a los muchachos a
que montaran en sus caballitos.
—¡Adelante!
No os quedéis ahí embobados. ¡Subid, yo os ayudo!
****
Álvaro no se lo podía creer, ¡los
caballos habían cobrado vida! ¿Cómo era posible? Él nunca había creído en la
magia, pero tras presenciar aquello, era imposible no plantearse cambiar de
opinión. Esa transformación había dado un fuerte empujón al
(miedo)
enfado
para dejar paso a una desbordante emoción impregnada de dosis de adrenalina, entusiasmo
y júbilo que alejaba las pesadillas de cualquier niño.
La voz
del sustituto le sacó de su asombro y cuando se quiso dar cuenta, se sorprendió
encima de unos de los caballos, alto, fuerte, y con las crines tan blancas que
se fundían con el pelaje de su lomo. Aunque a decir verdad, en esos momentos el
caballo no era blanco, sino verde, rojo, amarillo, violeta; las frenéticas
luces del tiovivo lo bañaban todo.
Daban
vueltas, como los de madera, pero moviendo sus patas y relinchando, y la barra
había sido sustituida por una extraña silla con un cinturón que impedía que te
deslizaras hacia los lados. Álvaro nunca había montado en un caballo, y le
pareció la mejor sensación del mundo: viendo todo desde esa altura tan
impresionante, sintiendo el bamboleo del torso del animal al mover las patas.
Estaba tan contento, que se olvidó incluso de su futuro castigo, de que estaba
compartiendo eso con otras personas, y de Dimas; ni siquiera pensó un «Ojalá
estuviera aquí». Todo se le olvidó por completo. Solo eran él y el caballo; el
caballo y él.
El
carrusel en sí también había cambiado. Ahora era mucho más amplio. Ocupaba casi
toda la plaza, dando espacio a los caballos para que se movieran a más
velocidad. Los animales aceleraron hasta hacer ver a Álvaro todo su alrededor
en líneas difusas de millones de colores, y oír la música como un zumbido
agudo.
Álvaro
empezó a chillar de alegría, exclamando «arres» y «arres», atreviéndose incluso
a soltar una mano y alzarla como un orgulloso caballero, pero de pronto, un
fuerte mareo penetró en su cabeza y le obligó a agarrarse de nuevo. «¡Uh!»,
exclamó aturdido. Pareció despejarse, e iba a volver a soltarse y seguir
disfrutando, cuando el mareo regresó, esta vez tan intenso, que le hizo cerrar
los ojos, bambolear la cabeza y soltarse de las inútiles riendas.
Regresó
instantes después, pero ahora se sentía muy débil, apenas podía levantar las
manos para sujetarse, y todo su cuerpo se movía violentamente de un lado a
otro, de izquierda a derecha, hacia adelante, hacia atrás, sobre el caballito,
el cual, volvía a ser de madera y por lo tanto sin silla que le mantuviera
sujeto.
Álvaro
se desplomó en el suelo mientras el caballo seguía girando.
Antes de
que la oscuridad se tornara ligeramente
gris y de nuevo negra, Álvaro escuchó fuertes golpes y sintió vibrar el suelo.
No
obstante, lo que le atormentaría en las pesadillas durante toda su postrada
vida, sería aquella risa. Aquella risa que aún le incitaba el vómito cada vez
que su cabeza se empeñaba en revivirla.
****
Al fin podía actuar. Al fin había
llegado la hora. Al fin los muchachos estaban plenamente contentos,
emocionados, rebosantes de ilusión y alegría; unos sentimientos que llenaban su
olfato de agradables y deliciosos aromas. Al fin podía mostrarse tal y como
era.
Despegó
los pies que ya no eran pies del suelo. Extendió los brazos hacia delante, en
la dirección de los niños y niñas, con las palmas de las manos que ya no eran
manos hacia arriba. Alzó levemente la barbilla perteneciente a una cara que
distaba mucho de aquel rostro joven procedente de centenares de niños felices, desplegó
la mandíbula y abrió los ojos bicolor pertenecientes a los ojos de centenares
de niños alegres, hasta salirse estos casi de sus órbitas, y comenzó a realizar
ese proceso que, al igual que a cualquier ser, le mantenía vivo: comenzó a
alimentarse.
Comenzó…
a robarles el alma.
****
Dimas por fin descubrió de qué se
trataba aquella doble sensación. Era algo que no había tenido nunca, o al menos
no tan intensamente. Algo que no sabía por qué a él no le pasaba mientras que a
otros sí, incluso a personas mayores, como por ejemplo su madre, quien no podía
ver las arañas.
Lo que
había sentido desde que vio al sustituto, ese dolor agudo en el estómago y esa
presión en el pecho era miedo. No entendía por qué lo descubrió, simplemente
esa palabra apareció en su mente, y aún permanecía en ella.
Tampoco
entendía qué estaba ocurriendo en la plaza. Pero nada bueno, eso estaba claro.
En cuanto el sustituto empezó a dar vueltas al tiovivo conforme decía algo que
sus oídos no alcanzaban a oír, la oscuridad cayó sobre ellos. Las dos farolas
sucias de la plaza se apagaron, y solo era capaz de percibir la claridad de los
caballitos, pues eran blancos, y parte de la ropa de todos los que se
encontraban allí. En ningún momento perdió de vista a Álvaro y al sustituto.
Entonces
escuchó el grito ahogado de todos los chicos y las chicas, y a continuación
percibió que estos se movían hacia el tiovivo, y se subían en los caballitos.
La atracción empezó a girar sin que nadie la accionara, pues el sustituto seguí
ahí fuera, pero no había ni rastro de las luces ni de la repetitiva musiquilla.
Al rato le llegaron los gritos de alegría y diversión, como si se lo estuvieran
pasando extremadamente bien, solo que Dimas no comprendía cómo era eso posible
a oscuras. Oyó a Álvaro gritando «¡Arre! ¡Arre!», y le pareció ver una de sus
manos alzada en el aire. Y en ese momento fue cuando ocurrió.
Entrecerrando
los ojos, logró vislumbrar cómo el sustituto del señor Domingo se levantaba del
suelo. ¡Estaba volando! La boca de Dimas se abrió inconscientemente y el vaho
inició su baile con la respiración agitada del chico. Abrazado a sus piernas no
solo fue testigo de eso, sino también de la transformación de aquel ser.
Algo
cambió en la parte baja del cuerpo de Dimas. No se dio cuenta de lo que era
hasta que no se lo reprochó su madre más tarde —a pesar de todo—, pero
agradeció ese calorcito que comenzó en su tripa, recorrió su trasero y sintió
después en la parte posterior de sus piernas.
Procedente
del sustituto, Dimas distinguió dedos alargados y arrugados acabados en largas
uñas negras donde antes estaban los zapatos, garras horrorosas donde antes habían
unas enormes manos, y un rostro… ¡oh! el rostro. La imagen de esa terrorífica
cara acabó con sus escapadas nocturnas a la tumba de su padre. Una boca
desencajada repleta de dientes afilados, una nariz arrugada y puntiaguda,
orejas inexistentes y unos ojos completamente redondos e inyectados en sangre,
con ambas pupilas de un color cambiante: del azul se pasaba al verde, del verde
al marrón, del marrón al gris y así sucesivamente. Pudo ver todo eso con
claridad porque esas partes de su cuerpo agujereaban la oscuridad, ya que la
piel se le había vuelto intensamente blanca. Por otro lado, su cuerpo parecía
haberse convertido en humo negro; no lo distinguía bien, naturalmente, pero sí
percibía un continuo movimiento, así que no debía ser nada sólido.
Cuando
terminó su transformación —que no duró más de tres segundos—, empezó a emitir
un sonido horrible y uno a uno, los niños y niñas que giraban en los caballitos
fueron silenciándose y cayendo al suelo, incluido Álvaro.
Eso fue
lo que determinó el límite del aguante de Dimas, quien sorprendentemente se
puso de pie de un salto, inmune al frío que le había dejado insensibles las
manos, las orejas y la nariz, y salió corriendo. Aunque eso sí, antes de dar
media vuelta sobre sus talones, percibió por el rabillo del ojo cómo las cinco
manchas blancas que violaban la oscuridad desaparecían para siempre.
****
Siete niños y tres niñas sufrieron
daños aquella noche en aquel pequeño y tranquilo pueblecito. Para nueve de
ellos, los daños fueron irreparables y permanecieron en camas, sin apenas tener
fuerzas para moverse, el resto de sus vidas. El décimo solo presentó inicios de
hipotermia. El alcalde Carlos dimitió, sintiéndose culpable por haber permitido
que ese maniaco llegara al pueblo, y visitó a todos y cada uno de los
muchachos.
Al igual
que esos nueve niños, aquel pueblecito jamás volvió a ser el de antes, ni
siquiera el que fue antes de la llegada del señor Domingo con su alegre
tiovivo.
El
carrusel fue destruido por los habitantes, quienes descargaron su ira a
palazos, patadas y puñetazos. Luego utilizaron los restos para alimentar sus
estufas los días del frío invierno.
Nunca
más se volvió a ver una sonrisa en aquella localidad. Los habitantes incluso
llegaron a aborrecer esa mueca.
Nunca
más se volvió a saber de aquel ser que contaminó a ese pueblo. Aquel ser
extraño cuya verdadera naturaleza solo conocía un niño al que nadie creía.
Aquel ser que no se llevó solo el alma de nueve niños.
Se llevó
El Alma del Pueblo.
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