¿Cuál es el límite del miedo?
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3
La vidente y el domador
«No hay mayor dolor que el de
acordarse de los tiempos felices en la desgracia», dice Dante Alighieri en su
Divina Comedia. Era una de las frases que más triste ponía a Augie, cuando la
comprendió en su totalidad. Y es que, él no recordaba momentos felices cuando
miraba al pasado. Augie Remprelt siempre había estado sumergido en un espeso
lodo de desgracia del que aún no había salido.
En
realidad, no conocía mucho de su pasado, aunque lo que estaba claro es que no
recordaba nada que encajara en el término «felicidad».
Hasta una
noche en la que yacía acurrucado en su cama, después que su madre le mostrara
el péndulo, cuando le preguntó si podía ir al cine con Clay y los demás chicos
del circo. Solo bastaba con eso para mantenerlo bajo control. En cuanto el péndulo
entraba en el campo visual del pobre Augie, una tormenta se desataba en su
cabeza, y la palabra «fracaso» brillaba entre el caos. Entonces el chico se
subía a la cama y permanecía hecho un ovillo hasta que el mareo se le pasaba, o
hasta que vomitaba. Sus padres no le dejaban hacer nada, o casi nada. Augie
llevaba cerca de un año sin pisar un suelo que no fuera el del recinto del
circo.
Aquella
noche, su padre llegó completamente borracho a casa. No era muy habitual en él,
pero no era un hombre que se privara de la bebida. Augie fingía dormir, a pesar
que a sus padres no les importaba en absoluto su presencia a la hora de hablar
de cualquier tema. Escuchó los pasos irregulares de su padre pasar de largo por
delante de su cama, descorrer la cortina que daba acceso a la cama de
matrimonio que había en la parte posterior de la caravana, y hundir el colchón,
donde su mujer lo esperaba.
—¿De dónde
vienes, desgraciado? —oyó Augie preguntar a su madre, cuya voz era tan clara,
que no dejaba lugar a dudas de que había estado despierta, a la espera, como
una animal acechante.
—De tomar
el sol en la playa, no te digo —respondió su padre con un arrastre que casi se
hacía imposible de entender—. ¿Tú qué crees?
—Como
dentro de nueve meses me encuentre en la puerta a otra maldita criatura, juro
que lo mato yo misma. Lo arrojo a las jaulas de tus fieras. Sería una muerte
poética de esas, ¿no crees?
—Calla,
mujer. ¡Calla!
El grito,
mucho más claro que el resto de las palabras que había dicho el hombre, encogió
aún más a Augie. ¿De qué estaba hablando Alyssa Remprelt, su madre?
—¿Por qué,
eh? —replicó Alyssa—. ¿Por qué tengo que callarme? La única razón por la que
decidí quedarme con el maldito niño, fue para que nadie me viera como una mujer
estúpida que estaba con un hombre que la engañaba. Pero ¿sabes lo que ha
cambiado ahora? —Hubo un silencio intencionado—. Que todo el maldito circo sabe
lo cerdo que eres. ¿Dónde has estado? —repitió tras otra pausa. En ningún
momento había levantado la voz más de lo necesario.
A
continuación la caravana se sumió en un largo silencio. Augie pudo oír, por
encima de los nerviosos latidos de su corazón, a los monos chillar de vez en
cuando y algún que otro rugido de león o tigre. También se oía más débilmente
los bufidos de los asnos y muchos otros sonidos animales. La voz ebria de su
padre lo obligó a volver a prestar atención a
la conversación.
—No habrá
otra criatura con una nota en la puerta dentro de nueve meses, te lo aseguro.
Dejé las putas hace tiempo. Con una tuve suficiente. Sabes que no soy de los
que tropieza con la misma piedra una y otra vez.
—¿Dónde has
estado? —Su madre seguía firme, como siempre.
—Esta
tarde, entrenando a los tigres, se me ha ido la mano. ¡El muy imbécil de Gato
se negaba a hacer todo lo que le decía! ¡No me obedecía! Me sacó de los nervios
y cambié la vara por un palo grueso y duro. Le golpeé hasta que empezó a
dolerme el brazo. Ha muerto.
Entonces,
ocurrió algo increíble. Su padre, el domador Alan Remprelt, comenzó a llorar.
Augie percibía los sollozos asombrado. Era curioso lo que la bebida provocaba
en su padre. Estando sobrio, era capaz de enfrentar a su mujer sin vacilar;
ambos se golpeaban por igual en sus discusiones. Al fin y al cabo, él se
enfrentaba a enormes bestias salvajes. Pero cuando el alcohol corría por sus
venas, era como si le debilitara y le despojara de todas sus armas.
No
obstante, Augie solo se permitió unos segundos de asombro, pues dentro de su
cabeza la tormenta de fracaso había sido sustituida por la tormenta de su
origen. Intentaba seguir escuchando lo que decían sus padres, pero sus
pensamientos viraban sin parar hacia lo que habían dicho de los bebés dejados
en la puerta.
—Eres un
maldito desgraciado, ¿lo sabías? ¿Qué va a decir ahora Willy? ¡Nos puede echar
del circo! —Por primera vez, su madre perdió los nervios. Pero los recuperó de
inmediato.
—Lo sé.
—¿Y lo
único que se te ha ocurrido hacer es ir al bar más cercano y ponerte hasta arriba de
alcohol?
—Lo he
enterrado antes de irme. Lo he enterrado. Alyssa, ¡he matado a un animal! Lo he
matado. —Entre los sollozos y el efecto del alcohol en su voz, apenas era
posible entender lo que decía.
—Mañana
irás a hablar con Willy y le dirás que murió de repente —decidió con firmeza la
mujer—. Invéntate lo que sea: que tenía una enfermedad o que le dio un infarto.
Lo que sea. Willy es un viejo inútil que últimamente no se entera de nada. No
habrá problemas…
Augie no
pudo guardar más resistencia contra aquel pensamiento horrible que daba vueltas
en su cabeza. Tenía casi diez años, y ya no se le escapan las dobles lecturas,
no al menos cuando estas eran tan claras.
Su madre
había dicho que si se encontraba a otra criatura en la puerta lo mataría ella
misma. Obviando el hecho de lo despreciable y terrible que resultaba su
sentencia, ella había dicho «otra». Eso quería decir que ya había habido una
antes. Su padre lo aclaró todo más adelante, cuando recalcó sus palabras,
asegurando que no habría otra criatura con una nota en la puerta dentro de
nueve meses. Pero aún había otra frase más clara, que no dejaba lugar a dudas:
«La única razón por la que decidí quedarme con el maldito niño, fue para que
nadie me viera como una mujer estúpida que estaba con un hombre que la
engañaba.»
¿Eso quería
decir lo que Augie había deducido?
Si aquella
deducción era correcta, él había sido la primera criatura de la que hablaban
sus padres. Él había sido el bebé que había aparecido en la puerta de la
caravana, con una nota de abandono de su madre verdadera —¡su madre verdadera!—
y Alyssa, la mujer sin escrúpulos que hasta ese momento había sido su madre, lo
había acogido y criado por vergüenza y orgullo.
Ahora
entendía muchas cosas Augie Remprelt. Ahora comprendía la actitud de la mujer
hacia él, y eso, le provocaba una extraña sensación de alivio. Sin embargo, al
mismo tiempo, en su interior se desarrolló una intensa ola de rabia. Rabia
hacia Alyssa. Rabia hacia Alan, su padre. Y Rabia hacia la mujer que lo había
abandonado. Este era un sentimiento nuevo para él; nunca lo había
experimentado, a pesar de todo. Y le asustó. Porque de pronto se sentía ahogado
por esa ola roja, y notó que perdía el control de sí mismo, que una dolorosa
influencia le impulsaba a levantarse y desatar su rabia contra algo…, o
alguien.
Pero por
suerte, esto no fue posible, pues al darse la vuelta en la cama, se encontró
con los feroces ojos de su madre. (¡Ja, su madre!).
—Tú, de
todo esto que has oído, ni una palabra. ¿Lo entiendes?
Y al tiempo
que profería la advertencia y lo miraba fijamente, levantó el péndulo y lo
situó a la altura de su rostro.
Al
instante, la incipiente rabia de Augie se hizo añicos, al igual que un cristal
golpeado por una piedra, y la ola retrocedió.
Y la familiar
sensación de mareo volvió a apoderarse de él, producto de la tempestad desatada
en su joven mente atormentada.
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