Cuando se juntan el fanatismo religioso y la locura...
Toc… Toc… Toc…
Ese era el ruido que producía el chuchillo al
impactar contra la madera de la tabla de cortar. La brillante hoja, violada por
el líquido que soltaba la salchicha, se inclinaba hacia delante, y luego, con
un preciso y elegante movimiento, bajaba su trasero… y Toc.
La mujer que lo manejaba tenía cuarenta y cinco
años. Su cabello, teñido de ese buscado granate por las mujeres de su edad,
dejaba ver mechones blancos —pronto tendría que volvérselo a teñir—. Su cara
apenas presentaba arruga alguna; era linda. Sus ojos brillaban, mostrando una
ferviente pasión, casi peligrosa… bueno, no casi; estos, trasparentes, desvelaban
el fuego de este sentimiento que ardía por dentro. Sus labios acompañaban a
esos ojos con una delicada curva triunfal. Sus manos de dedos pequeños y —a
diferencia del rostro— ligeramente arrugados, dominaban el cuchillo como solo
una mujer que lleva toda la vida cocinando sabe hacerlo.
El delantal rojo obsequiado por el
bar-restaurante llamado como su dueña: CARRIE,
cubría su torso y sobre su pecho se posaba silenciosamente el colgante con la
cruz y Jesucristo. La parte inferior del cuerpo lo cubría la encimera de la cocina,
pero el muchacho de doce años no necesitaba saber cómo era; lo sabía bien. Claro,
era su madre.
Toc...
Toc... Toc…
El ruidillo se introducía en los oídos del
chico y resonaba en su cabeza como si estuviera dentro de una campana. Le
parecía un tanto irreal, como en un sueño, pero estaba despierto, o al menos
eso creía, porque podía oler, y en los sueños el sentido del olfato no existe…
¿o sí? En cualquier caso, olía y oía… y también veía, entre gasas blancas,
nublados grises y telones negros, pero veía. En cuanto a sentir…, bueno, no
sentía nada, ni siquiera era capaz de identificar dónde se encontraba sentado o
tumbado, porque aparte de un sentido del tacto completamente nulo, no lograba
mover un músculo.
Oía el «Toc, toc, toc», olía aquel dulce y
grotesco olor, y veía el cuchillo subir y bajar con reverencia burlona…
(«¿Burlona por qué?»)…, veía la salchicha, y veía a su madre.
Su madre. Una mujer singular. Como muchas
personas, ella era religiosa, católica, pero ni el Santo Padre se acercaba a la
pasión de su madre. A él no le importaba esto, de hecho, él también era
católico, e iba a misa todos los domingos, había hecho la comunión y le habían
bautizado como buen cristiano; pero también tenía un lado razonable que su
madre no poseía, y no pensaba dedicarse a eso, a la religión, a servir al señor
como pretendía ella. ¡Él no quería ser cura!
Hasta hacía unos meses, quizá un año, su madre
le tenía prácticamente convencido. Pero entonces cumplió los doce años, y su
percepción del mundo, aquella que ya había empezado a mostrar nuevas
posibilidades a los once, cambió definitivamente. En especial su visión y sentimientos
hacia las chicas. Comprendió, pues, lo que los sirvientes de Dios tenían
prohibido, así que decidió que ya no quería seguir con lo que su madre tenía
planeado para él. Y por supuesto, se lo dijo; ¿qué otra cosa iba a hacer? Era
su madre. ¿A quién si no se lo iba a decir? Tenía que saberlo, claro.
Ella se puso como una fiera. Le gritó, sí, le
gritó como nunca lo había hecho, llenándole la cara de babas, incluso le…, le
dolía solo con pensarlo, incluso le dio un bofetón, el primero en doce años de
edad. Le dijo cosas sobre la religión, sobre Dios, sobre castigos, sobre esa oscura
palabra que se negaba a mencionar, que estaba vetada en su casa, y que en esta
ocasión por fin pronunció, para luego golpearse con fuertes puñetazos en la
boca que asustaron al chico y le llevaron a recibir otro bofetón al tratar de
consolarla, su segundo en doce años de edad. El muchacho estaba asustado, y más
aún cuando vio la boca de su madre ensangrentada; su cara ya no se llenaba solo
de las babas de la mujer mientras le gritaba, sino también de sangre.
Él no sabía qué hacer, estaba aterrorizado y
dolorido, aunque el dolor era solo una débil sensación, pues el frío del terror
lo abarcaba todo y le tenía paralizado, como si estuviera clavado al suelo. Ni
siquiera era consciente de lo que la mujer chillaba. Sus oídos pitaban.
Entonces empezó a escuchar, por encima de este
pitido, pasos alejarse, el viento golpeando contra la ventana, su propia
respiración agitada, incluso los latidos de su corazón a punto de explotar.
Comprendió que su madre se había callado. E intentó calmarse.
Fue al oír de nuevo los pasos, cuando decidió
levantar la vista de los azulejos blancos del suelo y moteados de sangre, y
cuando sintió el golpe. Su cabeza se convirtió, justo antes de caer en la
oscuridad, en un Gong.
Luego recordaba haberse despertado entre esa
gama de grises y el ruidillo producido por el cuchillo al contactar con la
superficie de madera de la tabla de cortar, tras deslizarse por esa extraña y
diminuta salchicha que violaba la brillante hoja de un líquido rojo.
¿Sería Ketchup?
A él le encantaba el Ketchup.
«¿Me estará preparando salchichas con Ketchup como disculpa?», se preguntó justo
antes de dormirse otra vez.
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