¿Cuánto cuesta una mentira?
Hace un día o así, descubrí que las mentiras son como el placebo. Contienen
promesas vacías, pero producen el efecto deseado si no se sabe la verdad. No
obstante, la estupidez y la poca autoestima también influyen en el resultado.
Mi nombre es Edmundo Escolano; sí, el apellido
fue objeto de múltiples risas, bromas rectales y motes en el instituto, y eso,
sumado a mi creciente obesidad, al estrabismo de mi ojo izquierdo, el cual se
giraba hacia el tabique de la nariz, y el leve astigmatismo que me obligaba a
llevar unas gafas enormes, hacía de mí un blanco tan claro para los demás chicos
y chicas como un oso pardo en la nieve para un cazador furtivo.
Todo empezó con una tetera. Sí, la razón por la
que voy en este coche, camino de mi nuevo y casi definitivo hogar es, simple y
llanamente, una tetera. Bueno, vale, lo justo sería incluir también al hombre
sin ojos y dentadura postiza. De este modo caí, como el bobo que era, en el
engaño más viejo y surrealista del mundo. Surrealista hasta que lo vives en tus
propias carnes, claro, y en mi caso, este aforismo (o metáfora) es totalmente
literal.
Como he dicho, yo era un hombre con bastantes
complejos, lo cual lleva, inevitablemente, a una autoestima tan baja que si me
hubiese cruzado con un barrendero, esta habría acabado en la bolsa negra de la
basura. Y se dio la casualidad —bueno, ahora que lo pienso, de casualidad no
tuvo nada— que me encontré con la tetera y el hombre sin ojos y dentadura
postiza en uno de los momentos de mayor depresión.
Tras toda una vida de cobardía, de mantener una
distancia prudente respecto a las mujeres, como si estas tuvieran la lepra y compartir
una palabra con ellas supusiera mi muerte, un manto de voluntad se alzó al fin
con fuerza, y logró cubrir durante unos instantes todos mis complejos y
timidez, de modo que a mis veintiocho años de edad fui capaz de invitar al cine
a una mujer.
Ella se llama Sofía. La veía todos los días en
el autobús, al salir de mi solitario empleo de vigilante en un garaje
subterráneo. Siempre se sentaba a mi lado. Claro, era el único sitio vacío, y
muy pocas veces cambiaban las personas que subían y bajaban en ese trayecto.
Sofía era todo lo contrario a mí. Era guapa, de
rostro inocente pero sonrisa pícara y nariz respingona. Su cuerpo solo era comparable
con las elegantes columnas de los edificios griegos —aunque con una deliciosa
curva a la altura de las caderas—; el mío se parecía más al de los gruesos
pilares del garaje que vigilaba. Olía a alguna fragancia que hacía evocar esos
anuncios de perfumes que bombardean la televisión en Navidad. Nada comparado
con mi persistente olor a sudor, que por mucho desodorante y colonia que me
echara, no había quién lo tapara. Con estas bellas características, os
sorprenderéis tanto como lo hice yo cuando os diga que con todo, Sofía me
saludó al tercer día de coincidir en el mismo asiento.
Durante unos segundos creí que se lo decía a
otro, pero mirando de reojo percibí que su rostro estaba girado hacia mí, y
entonces mi corazón se revolucionó hasta el punto que pensé que me iba a dar un
infarto. Las manos empezaron a sudarme, como de costumbre cuando me ponía
nervioso y la timidez se apoderaba de mis redondas mejillas.
Volteé la cabeza para mirarla, pero mis ojos no
se atrevían a enfocar los de ella, de modo que parecía que le miraba el escote
(el cual, por cierto, habría convencido a presidentes para detener una guerra y
firmar la paz). Este hecho se me antojaba mucho más vergonzoso, por lo que me
obligué a levantar los ojos, desviándolos continuamente hacia otros puntos por
detrás de ella mientras hablábamos.
La conversación no fue nada de otro mundo, ni
siquiera se la podría definir como conversación. Sofía hablaba y preguntaba, y
yo respondía con monosílabos y frases de máximo dos oraciones farfulladas. Dijo
que ya que compartíamos siempre el mismo asiento, lo más normal era conocer
junto a quien nos sentábamos, así que ella me dijo su nombre y yo le dije el
mío, en voz muy baja. Pensé demasiado tarde que debía haber omitido el apellido
y entonces esperé a que ella se riera, como habían hecho casi toda mi vida…
Pero no se rió, Sofía sonrió con sus labios de un rosa natural y me tendió la
mano al tiempo que decía estar encantada de conocerme. Ni una mueca de asco
cuando estreché mi manaza sudorosa. ¿Pero esta mujer es de este mundo?, me
pregunté. No podía serlo, desde luego, cuando yo le parecía un hombre del que
no reírse y expresar repugnancia.
Cuando el autobús llegó a mi parada —siempre me
bajaba antes que ella—, Sofía se despidió hasta mañana con cortesía y respeto,
lo que hizo estallar algo en mi pecho que apenas me permitió balbucear un
adiós. Al tocar el suelo con uno de mis zapatos, mis ojos expulsaron esa
presión del pecho. No sabía por qué lloraba, si de alegría, de gratitud, o de
autocompasión.
Lo que sí sabía, lo que tenía más claro que
nada en mi miserable vida, era que me había enamorado por completo.
Ahora revivo este instante, el más feliz de mi vida, y no puedo evitar
que se me escape alguna lágrima. El conductor del coche, un hombre sin duda
acostumbrado a este tipo de situaciones tan extrañas, puesto que es el día a
día de su trabajo, un hombre que conoce más secretos del mundo que cualquier
otro ser humano, no muestra ni pizca de compasión. Él se limita a escuchar mi
historia impasible, consciente de que en cuanto lleguemos a nuestro destino, se
olvidará por completo de su acompañante y de sus problemas.
En fin, como decía, esta historia, o mejor
dicho, la razón por la que viajo en este coche, empezó con una tetera y el
hombre sin ojos y dentadura postiza, pero este encuentro… ¿casual?, no ocurrió
hasta el día siguiente de hablar con Sofía. Un día que, al contrario que el
anterior, que fue el más feliz de mis veintiocho años, se convirtió en el más
triste y depresivo. Está claro que el mundo tiene sus propios planes y que
estos se centran en mantener el equilibro.
Una repentina y desconocida euforia y seguridad
en mí mismo, producto de una simple muestra de afecto, me hizo comprender lo
delicado que es el corazón de un ser humano, tan delicado como las alas de una
mariposa. Pero también me hizo darme cuenta de lo estúpido que puede llegar a
ser cuando su mente es cegada por el ego. Claro, que no se me podía culpar.
Este torbellino de emociones y sentimientos me
impidieron dormir toda la noche, y en lugar de sueños, en mi cabeza se fue
formando una idea, bastante descabella ahora en retrospectiva. Descabellada
como sentarse al lado del chico más molón de la clase.
La idea que se cruzó por mi mente nocturna
llena de arco iris fue la de invitar a Sofía al cine, y como era de esperar,
ella se negó, pero de un modo amable y respetuoso, por supuesto, como exigía su
naturaleza. Ella no pretendía hacerme daño, pero como he dicho, el corazón de
un ser humano es muy delicado, y al igual que pasa cuando se toca las alas de
la mariposa, este murió en ese instante dentro de su caja torácica, la cual se
convirtió en un ataúd.
Tenía novio, me aclaró, y mis labios —no yo, sino mis labios—, no pudieron más
que esbozar una leve sonrisa escasa de humor. A partir de ahí, un silencio
incómodo se apoderó de los centímetros que nos separaban, y yo no podía más que
rezar para que el conductor pisara el acelerador aun a riesgo de estrellarnos,
para llegar cuanto antes a mi destino.
Como parecía que jamás llegaría ese momento y
yo no soportaba ni un segundo más esa situación, decidí bajarme en la siguiente
parada; tendría que caminar más de lo que me apetecía, pero cualquier cosa con
tal de salir de allí.
Los frenos chillaron al fin y las puertas
sisearon. Me deslicé por el estrecho pasillo a toda prisa —no sin golpear
varios codos con mi barriga— para no volver a cruzarlo jamás. Creo que
Sofía se despidió de mí, pero apenas la oí.
Mientras ascendía por las largas escaleras
mecánicas que desembocan en el casco antiguo de La ciudad Imperial, no pensaba
en otra cosa que en llegar a mi casa, bajar las persianas de mi habitación,
meterme en la cama y no salir de allí hasta que unos vecinos se quejaran del
hedor procedente de la casa de al lado y los policías irrumpieran para sacarme
de allí, con una espátula, claro, o una grúa. No lloré; en esa ocasión, por
alguna razón, supongo que la conmoción del chasco, las lágrimas se negaban a
desprenderse.
En estas estaba, sumergido totalmente en mi
cabeza y avanzando por el rellano que hay de una escalera a otra simplemente
por inercia, cuando escuché que una voz me llamaba. No era la de Sofía, por
supuesto, pero tampoco me resultó familiar.
—¡Hey, tú! ¡Eh! ¡Yo a ti te conozco!
Desconcertado, al haber sido extraído de mis
tristes pensamientos como un pez del agua, alcé la cabeza y busqué la
procedencia de la voz mientras parpadeaba. Solo había dos personas en esos
momentos en las escaleras mecánicas, contándome a mí como una de ellas; la otra
era un hombre que descendía por el otro tramo, un poco más arriba de donde yo
me encontraba ascendiendo. Pronto nos cruzaríamos, cada uno en una dirección.
Sin embargo, aquel hombre vestido de negro, tocado con un sombrero cuyas alas
ensombrecían su rostro casi hasta adoptar el tono de sus oscuras ropas, seguía
hablando, alzando la voz para salvar la distancia que nos separaba.
—Sí, no hay duda, yo te conozco —volvió a
repetir, y su voz denotaba total convicción.
Yo entorné los ojos, tratando de hallar los
suyos, o algún rastro de su cara que me sirviera de guía para formar una imagen
en mi cabeza y buscar en el archivo de rostros de mis recuerdos alguno que se
le pareciera. Pero la sombra del sombrero era extrañamente espesa. Ni con una
linterna se habría desvanecido.
—Eres… Edmundo. Edmundo Escolano —dijo cuando
el siguiente rellano se disponía a tragarse los tres último peldaños tanto de
mi escalera como de la del hombre.
Cuando pronunció mi nombre, con un evidente
retintín, todas las dudas se despejaron. Era algún antiguo compañero de clase.
Y la verdad, no me apetecía mantener una dulce charla con ninguno de esos
payasos.
Me precipité por el rellano para alcanzar el
siguiente tramo de escalera lo antes posible, pero para mi horror, el payaso giró
sobre sus talones y me siguió, situándose un peldaño por debajo de mí.
—¡Hola! —me saludó amablemente, y me tendió la
mano. No se la estreché. Por primera vez, vi una parte de su cara. Unos dientes
excesivamente blancos y cuadrados, demasiado perfectos para ser reales. Los
ojos se mantenían ocultos en la sombra del ala del sombrero del siglo pasado. A
esa distancia, percibí un ligero ceceo en su habla, producido, lo más seguro,
por esa dentadura tan grande.
—Déjeme tranquilo, no sé quién es.
Y subí un escalón más. El hombre no se movió.
Se limitó a dejar caer la mano que me había tendido para luego introducirla en
su gabardina negra y sacar algo que me dejó aún más confuso si cabe.
Una tetera.
Era verde, y el sol que llegaba desde las
vistas de la parte fea de Toledo le arrancaba brillos, unos brillos tan nítidos
que si me esforzaba, veía mi despreciable figura aún más distorsionada.
El torbellino de sentimientos aborrecibles
hacia mi persona debió reflejarse en mi rostro, pues el hombre sin ojos y dentadura
postiza dijo:
—No te guzta lo que vez, ¿eh? —Su tono había
cambiado del jovial y enérgico con el que me había reconocido y saludado, a uno
serio e irónico, como el que emplearía un profesor un tanto cabrón al comprobar
que uno de sus alumnos no había estudiado para el examen.
La idea de que era uno de mis antiguos
compañeros, uno de los miles de payasos que habían hecho de mis días un
infierno, desapareció y me pregunté, ya de un modo más real, más claro: «¿Quién
coño es este tío?»
Como si me hubiera leído la mente, replicó:
—Zoy quien te puede zacar de la mizerable vida
en la que te encuentraz. Zoy quien puede hacer que te amez a ti mizmo. Zoy
quien puede hacer que todoz ezoz payazoz que hay en el mundo se traguen zuz
palabraz y zientan envidia de ti. Zoy, por azí decirlo, un genio, y ezto, una
lámpara mágica. Pero, ¡eh!, zolo puedez pedir un dezeo.
No sé si fue por mi distorsionado reflejo en la
tetera, por esa dentadura postiza o por aquel hipnótico ceceo, pero algo me
llevó a pedir el deseo, un impulso irracional que hizo que mis palabras
salieran de mis labios sin siquiera pensarlas antes.
Así pues, como el viejo gitano le dijo a Billy
Halleck en la novela Maleficio, yo
—bueno, mi voz—, dijo:
—Más delgado.
Entonces el hombre, aquel extraño al que no se
le veía más que una dentadura postiza y ni rastro de ojos, dijo algo sobre un
trato, y algunas otras cosas a las que no presté atención en el momento. Yo
solo me limitaba a mirar fijamente a la tetera, esperando ver cómo mi reflejo
menguaba. No obstante, eso no ocurrió hasta un poco después.
La verdad es que esperaba que tras el relato de este extraño suceso,
el conductor del coche al fin mostrara algo de interés, pero permaneció tan
impertérrito como siempre. De vez en cuando desvía sus ojos de la carretera
para fijarlos en mí, aunque lo hace con la intención de que me calle. Pues
bien, no pienso hacerlo, pero en cualquier caso, ya estamos llegando a nuestro
destino, y por otro lado, no creo que me quede mucho tiempo, así que aceleraré
la narración de los hechos que siguieron al encuentro en las escaleras
mecánicas.
Como dije, en esos momentos me hallaba en una
especie de estado hipnótico en el que el tiempo pareció detenerse; no sé si fue
por el efecto enigmático que despedía aquel individuo y su tetera, o por lo que
ahora estoy casi seguro que fue la razón. Y no es otra que la misma, más o
menos y con algunas variantes, que la que me llevó a invitar al cine a Sofía.
En el caso de ella, un afecto y una sonrisa
nunca antes dedicada hacia mi castigada persona provocaron que mi corazón se
enamorara de la mujer, cegando así mi mente.
En el caso del hombre y su tetera, la
oportunidad de pedir un dezeo —como
diría él—, en un estado personal en el que todo me daba igual, cuyo único
objetivo en mi vida era quedarme en la cama hasta que unos policías irrumpieran
en mi casa temerosos de encontrarse un cadáver en plena putrefacción, era como
—para expresarlo en términos tópicamente metafóricos—, un faro en medio de un
inmenso mar en el que me hallaba a la deriva. Por irracional y surrealista que
os parezca ahora, entonces no lo pensé. Y de hecho, de surrealista no tenía
nada, porque efectivamente, mi dezeo
se cumplió.
Y no tardó ni una semana. Bueno, ni un día. Ni
siquiera me dio tiempo a olvidar aquel hecho y empezar a pensar en lo absurdo
que resultaba a ojos y oídos externos.
En cuanto formulé mi dezeo y el individuo farfulló algo sobre un trato y no sé qué más
—unas palabras muy importantes que en aquel momento no oí conscientemente pero
que ahora soy capaz de escucharlas como un eco del subconsciente—, este me
ofreció la tetera y yo, obediente como un niño cuya madre le da los platos para
poner la mesa, la cogí. Entonces las escaleras retomaron su marcha, o a mí me
dio esa sensación, puesto que durante el breve encuentro todo parecía haberse
detenido, y el hombre sin ojos y dentadura postiza descendió las escaleras
ascendentes con una impresionante facilidad, hasta alcanzar el rellano por el
que hacía unos segundos habíamos cruzado, incorporarse de nuevo a las de
descenso, y desaparecer de mi vista.
Por mi parte, giré sobre los talones, como si
todo aquello fuera lo más normal del mundo, y no quité la vista de la tetera
verde hasta que entré a mi casa y la deposité con sumo cuidado en la mesita que
había al lado de mi cama, igual que si fuera la reliquia más preciada del
mundo, que, dado el caso, para mí lo era realmente. Acto seguido hice que la
oscuridad se tragara la luz del anaranjado sol del atardecer bajando la
persiana, retiré las sábanas y deslicé mi enorme existencia entre ellas. No
tardé en caer en los brazos de Morfeo, brazos que debían de ser muy largos si
pretendían acunarme.
Me despertó el timbre del móvil a la mañana
siguiente. El guardia nocturno del aparcamiento llevaba treinta minutos
esperándome. Le dije que me encontraba mal y colgué. Volvió a llamar de
inmediato y apagué el teléfono. Me disponía a encogerme de nuevo sobre el
cómodo colchón, cuando percibí que tenía ganas de mear, así que muy a mi pesar
me levanté.
Me percaté de que algo raro pasaba cuando mis
pies no recibieron el peso habitual del enorme cuerpo que los precedía. También
cuando empecé a andar con una facilidad y suavidad tal que me sentí como deben
sentirse los astronautas allá en el espacio.
«¿Qué coño…?», me preguntaba al tiempo que
cruzaba el umbral de la puerta del baño y me colocaba las gafas una y otra vez
sobre el puente de la nariz. Mi reflejo en el espejo dejó la pregunta en el
aire.
El lavabo y su espejo estaban justo enfrente de
la puerta, por lo que lo primero que vi al entrar en el cuarto de baño fue mi propia
persona, solo que ese no era yo, no podía serlo.
Ese individuo que se reflejaba en el espejo
mostraba lo que podía ser el perfil de una barbilla entre dos mejillas más bien
lisas donde antes solo había carne redonda. Bajo aquello, se percibía la base
de un cuello antes cubierto en su totalidad por una enorme papada. Siguiendo la
línea de los hombros a través de la camisa desabrochada del uniforme, se
adivinaba una mayor rectitud a diferencia de la suave curva a la que estaba
acostumbrado. Y lo más increíble de todo. La barriga peluda que sobresalía de
entre los dos faldones de la camisa azul del trabajo no era ni mucho menos la
que había estado evitando que Edmundo Escolano, hombre atormentado por su
imagen, carente de autoestima y seguridad en sí mismo, se viera el pene cada
vez que meaba. No. Ese no podía ser él.
¿Qué estaba pasando?
Entonces recordé el encuentro del día anterior,
y mis ojos, tras aquellas gafas que parecían haber aumentado de tamaño,
escrutaron la penumbra en busca de la tetera. Me precipité con insólita
agilidad hacia la cuerda de la persiana y la subí de un tirón.
Ahí estaba la Lámpara Mágica, efectivamente. No había sido un sueño. Había sido
muy real. Tan real que mi dezeo ya se
había cumplido. No era exactamente todo lo delgado que quería estar, pero sí
que me gustaba mucho más que mi antiguo aspecto. Ahora ya se marcaban las
formas de mi estructura ósea y era capaz de moverme sin fatigarme. Los
problemas de corazón quedarían en el olvido.
Me arrojé a la báscula, la cual agradecería la
bajada de peso, seguro, y comprobé que de los ciento cuarenta y ocho quilos que
acostumbraba a marcar, se había ahorrado cincuenta. ¡Cincuenta quilos en una
noche! ¡Era la mejor noticia de mi vida!
Pero de pronto, el número cambió. Ahora la
pantalla digital de la báscula indicaba noventa y siete.
Desconcertado bajé y volví a subir cuando los
números se quedaron en cero. Y la sorpresa y desconcierto fueron mayores al ver
que ¡de noventa y siete había pasado a noventa y cinco!
¿Cómo era posible? La respuesta llegó hasta mí
como un salvavidas a un náufrago. Las pilas estaban fallando. ¿Cuándo las cambié
por última vez?, me pregunté.
Me dirigí al salón y abrí uno de los paquetes de
pilas nuevos que tenía guardados en un cajón. Una vez en el baño, y después de
contemplar fascinado mi reflejo de nuevo, me arrodillé pletórico de felicidad
por el escaso esfuerzo que tuve que emplear en dicha acción y coloqué las
nuevas pilas tras quitar las viejas.
Toda la cálida alegría por mi nuevo aspecto se
transformó en un frío miedo al posar mis pies en la plataforma de la báscula y
ver los quilos que la pantalla me escupió a la cara. ¡Ochenta y cinco! ¡En
menos de cinco minutos había adelgazado diez jodidos quilos! Era imposible que
la báscula estuviera bien, debía haberse estropeado algún cable, algo que no
tenía que ver con las pilas.
Me miré en el espejo para corroborar mi teoría
sobre el fallo interno del cacharro. Sin embargo, al menos que el cristal
tuviera también algún tipo de fallo, mi apariencia era totalmente
irreconocible. Si hubiese entrado en el baño a oscuras y hubiese encendido la
luz, me habría llevado un buen susto al mirar al frente, pues habría creído que
una persona desconocida se escondía en el cuarto.
Mis mandíbulas, perfiladas como nunca antes lo
habían estado, nacían donde morían unos pómulos cada vez más prominentes, a
medida que las mejillas se hundían. Por encima de los pómulos, las sienes
ensombrecían a cada segundo que permanecía frente al espejo, formando dos hoyos
semejantes a cuevas. Las gafas ya no se sostenían. Los ojos, temerosos,
parecían querer salir disparados de aquel cuerpo que adelgazaba cada vez con
más rapidez, tanta que pude observar el cambio conforme me miraba.
El cuello se hizo visible por completo, la
camisa del uniforme colgaba de mis nuevos hombros como la camisa de un padre
sobre los de su hijo, y el pecho ya no estaba formado por dos trozos de carne
puntiagudos. A su vez la tripa había desaparecido y fue menguando de un ovalado
bulto a una plana tabla. Pero por desgracia, y para mi creciente horror, ahí no
se cesó mi transformación. Mi cuerpo continuaba queriendo hacer cumplir el dezeo, y llegó un punto en el que el
corazón golpeaba mi esquelético tórax con una fuerza y rapidez que me hacía
sentirlo en el cuello y los oídos; por otro lado, mis piernas se debilitaron, y
me obligaron a dar media vuelta y volver, casi a rastras, a la cama.
La última imagen que vi en el reflejo fue la de
un esqueleto viviente. Esa imagen me acompañó hasta que mi acelerado corazón
dejó de latir lentamente, junto con el pensamiento de que, finalmente, los
vecinos percibirían unos días después un sospechoso hedor procedente de la casa
de su vecino, llamarían a Emergencias, y la policía irrumpiría en mi casa para
encontrar sobre mi cama un cadáver putrefacto.
Al finalizar mi historia, la historia de cómo morí hacía uno o dos
días, la impasible expresión del conductor, por primera vez desde que inicié la
narración, ha mudado.
Incredulidad. El conductor se ha mostrado
incrédulo, y le he tenido que decir que mire a la carretera, si no quiere acabar
él también en el mismo sitio al que nos dirigimos. No recela por el hecho de
que esté muerto; como he dicho antes, el hombre ya está acostumbrado a este
tipo de situaciones. No. Lo que pasa es que al hombre le cuesta creer que aquel
dezeo se cumpliera. Sin embargo, aquí
estoy, y el aspecto que tengo no es precisamente el que tanto odiaba. Mis
familiares han tenido que comprar ropa nueva que se ajustara a mi nuevo tipito.
¿Qué fue de la tetera? No tengo ni idea. Ni me
importa. ¿Qué fue del hombre sin ojos y dentadura postiza? O mejor dicho,
¿quién era aquel individuo?
Bueno, eso me acaba de preguntar el chofer que
transporta mi cadáver al cementerio. Y yo, desde el asiento del copiloto, le
contesto revelando las palabras que me dijo el misterioso hombre de la tetera,
palabras que no escuché por la emoción, pero que ahora mi subconsciente, o lo
que sea, se empeña en escupírmelas una y otra vez.
—Bueno, señor —le digo, ya que no sé su
nombre—, he empezado diciendo que las mentiras son como el placebo y estas
tienen efecto en el objetivo si no se sabe la verdad. Yo no supe la verdad de
la persona que tenía delante, y me tragué esa sarta de mentiras.
—Pero por lo que dice, el deseo se cumplió, por
lo tanto no le mintió —me recuerda.
—Claro que me mintió. Me llenó la cabeza de
promesas, de promesas que contenían aquello que yo más deseaba. Acepté, y aquí
estoy ahora. ¿Por qué no me dijo aquellas palabras antes de hacerme pedir el
deseo, eh? Porque si me lo hubiera dicho, al igual que ocurre si se conoce lo
que es realmente la pastilla de placebo que te tomas, su mentira no habría
tenido efecto y él no habría podido conseguir lo que quería.
—¿Y qué es lo que quería? —me repite
impaciente, pues ya estamos a punto de entrar en el cementerio. De nuevo tengo
que decirle que mire hacia adelante.
—Como también mencioné antes —replico—, caí en
el engaño más viejo y surrealista del mundo, surrealista hasta que te ocurre a
ti, claro. —Hago una pausa teatral para impacientarle aún más; ahora que he
conseguido que exprese alguna emoción no voy a desaprovecharlo—. Lo que de
verdad quería aquel ser era hacer un trato, un trato que me reveló cuando yo ya
no podía dar marcha atrás. Él, con su pantomima del genio y la tetera, me
concedía un dezeo… y yo, a cambio, le
vendía mi alma. Así
que, señor —concluyo en el preciso momento en el que al fin detiene el coche—,
me temo que el cementerio no es mi destino final, y que pronto volveré a ver a
aquel hombre.
Relato escrito con los datos indicados por los Compañeros de la Celda Acolchada:
Edgar K, Yera (Título): Efecto placebo
José Carlos García Lerta (Nombre personaje): Edmundo
Soledad Gutiérrez (Característica personaje): Obesidad mórbida
Santiago Estenas Novoa (Lugar): Coche
Mendiel (Objeto): Tetera
¡Genial! Tremenda manera de encajar los disparadores, Ricardo. Muy bien llevado; mantienes al lector enganchado hasta el final, y el narrador protagoniste me ha sacado varias sonrisas a pesar de la tragedia. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarMe alegro mucho de que te haya gustado, Roberto. Muchas gracias por la lectura y por el comentario en el blog.
Eliminar¡Un abrazo!