domingo, 27 de diciembre de 2015

Efecto placebo

¿Cuánto cuesta una mentira?


Hace un día o así, descubrí que las mentiras son como el placebo. Contienen promesas vacías, pero producen el efecto deseado si no se sabe la verdad. No obstante, la estupidez y la poca autoestima también influyen en el resultado.

Mi nombre es Edmundo Escolano; sí, el apellido fue objeto de múltiples risas, bromas rectales y motes en el instituto, y eso, sumado a mi creciente obesidad, al estrabismo de mi ojo izquierdo, el cual se giraba hacia el tabique de la nariz, y el leve astigmatismo que me obligaba a llevar unas gafas enormes, hacía de mí un blanco tan claro para los demás chicos y chicas como un oso pardo en la nieve para un cazador furtivo.

Todo empezó con una tetera. Sí, la razón por la que voy en este coche, camino de mi nuevo y casi definitivo hogar es, simple y llanamente, una tetera. Bueno, vale, lo justo sería incluir también al hombre sin ojos y dentadura postiza. De este modo caí, como el bobo que era, en el engaño más viejo y surrealista del mundo. Surrealista hasta que lo vives en tus propias carnes, claro, y en mi caso, este aforismo (o metáfora) es totalmente literal.

Como he dicho, yo era un hombre con bastantes complejos, lo cual lleva, inevitablemente, a una autoestima tan baja que si me hubiese cruzado con un barrendero, esta habría acabado en la bolsa negra de la basura. Y se dio la casualidad —bueno, ahora que lo pienso, de casualidad no tuvo nada— que me encontré con la tetera y el hombre sin ojos y dentadura postiza en uno de los momentos de mayor depresión.

Tras toda una vida de cobardía, de mantener una distancia prudente respecto a las mujeres, como si estas tuvieran la lepra y compartir una palabra con ellas supusiera mi muerte, un manto de voluntad se alzó al fin con fuerza, y logró cubrir durante unos instantes todos mis complejos y timidez, de modo que a mis veintiocho años de edad fui capaz de invitar al cine a una mujer.

Ella se llama Sofía. La veía todos los días en el autobús, al salir de mi solitario empleo de vigilante en un garaje subterráneo. Siempre se sentaba a mi lado. Claro, era el único sitio vacío, y muy pocas veces cambiaban las personas que subían y bajaban en ese trayecto.

Sofía era todo lo contrario a mí. Era guapa, de rostro inocente pero sonrisa pícara y nariz respingona. Su cuerpo solo era comparable con las elegantes columnas de los edificios griegos —aunque con una deliciosa curva a la altura de las caderas—; el mío se parecía más al de los gruesos pilares del garaje que vigilaba. Olía a alguna fragancia que hacía evocar esos anuncios de perfumes que bombardean la televisión en Navidad. Nada comparado con mi persistente olor a sudor, que por mucho desodorante y colonia que me echara, no había quién lo tapara. Con estas bellas características, os sorprenderéis tanto como lo hice yo cuando os diga que con todo, Sofía me saludó al tercer día de coincidir en el mismo asiento.

Durante unos segundos creí que se lo decía a otro, pero mirando de reojo percibí que su rostro estaba girado hacia mí, y entonces mi corazón se revolucionó hasta el punto que pensé que me iba a dar un infarto. Las manos empezaron a sudarme, como de costumbre cuando me ponía nervioso y la timidez se apoderaba de mis redondas mejillas.

Volteé la cabeza para mirarla, pero mis ojos no se atrevían a enfocar los de ella, de modo que parecía que le miraba el escote (el cual, por cierto, habría convencido a presidentes para detener una guerra y firmar la paz). Este hecho se me antojaba mucho más vergonzoso, por lo que me obligué a levantar los ojos, desviándolos continuamente hacia otros puntos por detrás de ella mientras hablábamos.

La conversación no fue nada de otro mundo, ni siquiera se la podría definir como conversación. Sofía hablaba y preguntaba, y yo respondía con monosílabos y frases de máximo dos oraciones farfulladas. Dijo que ya que compartíamos siempre el mismo asiento, lo más normal era conocer junto a quien nos sentábamos, así que ella me dijo su nombre y yo le dije el mío, en voz muy baja. Pensé demasiado tarde que debía haber omitido el apellido y entonces esperé a que ella se riera, como habían hecho casi toda mi vida… Pero no se rió, Sofía sonrió con sus labios de un rosa natural y me tendió la mano al tiempo que decía estar encantada de conocerme. Ni una mueca de asco cuando estreché mi manaza sudorosa. ¿Pero esta mujer es de este mundo?, me pregunté. No podía serlo, desde luego, cuando yo le parecía un hombre del que no reírse y expresar repugnancia.

Cuando el autobús llegó a mi parada —siempre me bajaba antes que ella—, Sofía se despidió hasta mañana con cortesía y respeto, lo que hizo estallar algo en mi pecho que apenas me permitió balbucear un adiós. Al tocar el suelo con uno de mis zapatos, mis ojos expulsaron esa presión del pecho. No sabía por qué lloraba, si de alegría, de gratitud, o de autocompasión.

Lo que sí sabía, lo que tenía más claro que nada en mi miserable vida, era que me había enamorado por completo.


Ahora revivo este instante, el más feliz de mi vida, y no puedo evitar que se me escape alguna lágrima. El conductor del coche, un hombre sin duda acostumbrado a este tipo de situaciones tan extrañas, puesto que es el día a día de su trabajo, un hombre que conoce más secretos del mundo que cualquier otro ser humano, no muestra ni pizca de compasión. Él se limita a escuchar mi historia impasible, consciente de que en cuanto lleguemos a nuestro destino, se olvidará por completo de su acompañante y de sus problemas.

En fin, como decía, esta historia, o mejor dicho, la razón por la que viajo en este coche, empezó con una tetera y el hombre sin ojos y dentadura postiza, pero este encuentro… ¿casual?, no ocurrió hasta el día siguiente de hablar con Sofía. Un día que, al contrario que el anterior, que fue el más feliz de mis veintiocho años, se convirtió en el más triste y depresivo. Está claro que el mundo tiene sus propios planes y que estos se centran en mantener el equilibro.

Una repentina y desconocida euforia y seguridad en mí mismo, producto de una simple muestra de afecto, me hizo comprender lo delicado que es el corazón de un ser humano, tan delicado como las alas de una mariposa. Pero también me hizo darme cuenta de lo estúpido que puede llegar a ser cuando su mente es cegada por el ego. Claro, que no se me podía culpar.

Este torbellino de emociones y sentimientos me impidieron dormir toda la noche, y en lugar de sueños, en mi cabeza se fue formando una idea, bastante descabella ahora en retrospectiva. Descabellada como sentarse al lado del chico más molón de la clase.

La idea que se cruzó por mi mente nocturna llena de arco iris fue la de invitar a Sofía al cine, y como era de esperar, ella se negó, pero de un modo amable y respetuoso, por supuesto, como exigía su naturaleza. Ella no pretendía hacerme daño, pero como he dicho, el corazón de un ser humano es muy delicado, y al igual que pasa cuando se toca las alas de la mariposa, este murió en ese instante dentro de su caja torácica, la cual se convirtió en un ataúd.

Tenía novio, me aclaró, y mis labios —no yo, sino mis labios—, no pudieron más que esbozar una leve sonrisa escasa de humor. A partir de ahí, un silencio incómodo se apoderó de los centímetros que nos separaban, y yo no podía más que rezar para que el conductor pisara el acelerador aun a riesgo de estrellarnos, para llegar cuanto antes a mi destino.

Como parecía que jamás llegaría ese momento y yo no soportaba ni un segundo más esa situación, decidí bajarme en la siguiente parada; tendría que caminar más de lo que me apetecía, pero cualquier cosa con tal de salir de allí.

Los frenos chillaron al fin y las puertas sisearon. Me deslicé por el estrecho pasillo a toda prisa —no sin golpear varios codos con mi barriga para no volver a cruzarlo jamás. Creo que Sofía se despidió de mí, pero apenas la oí.

Mientras ascendía por las largas escaleras mecánicas que desembocan en el casco antiguo de La ciudad Imperial, no pensaba en otra cosa que en llegar a mi casa, bajar las persianas de mi habitación, meterme en la cama y no salir de allí hasta que unos vecinos se quejaran del hedor procedente de la casa de al lado y los policías irrumpieran para sacarme de allí, con una espátula, claro, o una grúa. No lloré; en esa ocasión, por alguna razón, supongo que la conmoción del chasco, las lágrimas se negaban a desprenderse.

En estas estaba, sumergido totalmente en mi cabeza y avanzando por el rellano que hay de una escalera a otra simplemente por inercia, cuando escuché que una voz me llamaba. No era la de Sofía, por supuesto, pero tampoco me resultó familiar.

—¡Hey, tú! ¡Eh! ¡Yo a ti te conozco!

Desconcertado, al haber sido extraído de mis tristes pensamientos como un pez del agua, alcé la cabeza y busqué la procedencia de la voz mientras parpadeaba. Solo había dos personas en esos momentos en las escaleras mecánicas, contándome a mí como una de ellas; la otra era un hombre que descendía por el otro tramo, un poco más arriba de donde yo me encontraba ascendiendo. Pronto nos cruzaríamos, cada uno en una dirección. Sin embargo, aquel hombre vestido de negro, tocado con un sombrero cuyas alas ensombrecían su rostro casi hasta adoptar el tono de sus oscuras ropas, seguía hablando, alzando la voz para salvar la distancia que nos separaba.

—Sí, no hay duda, yo te conozco —volvió a repetir, y su voz denotaba total convicción.

Yo entorné los ojos, tratando de hallar los suyos, o algún rastro de su cara que me sirviera de guía para formar una imagen en mi cabeza y buscar en el archivo de rostros de mis recuerdos alguno que se le pareciera. Pero la sombra del sombrero era extrañamente espesa. Ni con una linterna se habría desvanecido.

—Eres… Edmundo. Edmundo Escolano —dijo cuando el siguiente rellano se disponía a tragarse los tres último peldaños tanto de mi escalera como de la del hombre.

Cuando pronunció mi nombre, con un evidente retintín, todas las dudas se despejaron. Era algún antiguo compañero de clase. Y la verdad, no me apetecía mantener una dulce charla con ninguno de esos payasos.

Me precipité por el rellano para alcanzar el siguiente tramo de escalera lo antes posible, pero para mi horror, el payaso giró sobre sus talones y me siguió, situándose un peldaño por debajo de mí.

—¡Hola! —me saludó amablemente, y me tendió la mano. No se la estreché. Por primera vez, vi una parte de su cara. Unos dientes excesivamente blancos y cuadrados, demasiado perfectos para ser reales. Los ojos se mantenían ocultos en la sombra del ala del sombrero del siglo pasado. A esa distancia, percibí un ligero ceceo en su habla, producido, lo más seguro, por esa dentadura tan grande.

—Déjeme tranquilo, no sé quién es.

Y subí un escalón más. El hombre no se movió. Se limitó a dejar caer la mano que me había tendido para luego introducirla en su gabardina negra y sacar algo que me dejó aún más confuso si cabe.

Una tetera.

Era verde, y el sol que llegaba desde las vistas de la parte fea de Toledo le arrancaba brillos, unos brillos tan nítidos que si me esforzaba, veía mi despreciable figura aún más distorsionada.

El torbellino de sentimientos aborrecibles hacia mi persona debió reflejarse en mi rostro, pues el hombre sin ojos y dentadura postiza dijo:

—No te guzta lo que vez, ¿eh? —Su tono había cambiado del jovial y enérgico con el que me había reconocido y saludado, a uno serio e irónico, como el que emplearía un profesor un tanto cabrón al comprobar que uno de sus alumnos no había estudiado para el examen.

La idea de que era uno de mis antiguos compañeros, uno de los miles de payasos que habían hecho de mis días un infierno, desapareció y me pregunté, ya de un modo más real, más claro: «¿Quién coño es este tío?»

Como si me hubiera leído la mente, replicó:

—Zoy quien te puede zacar de la mizerable vida en la que te encuentraz. Zoy quien puede hacer que te amez a ti mizmo. Zoy quien puede hacer que todoz ezoz payazoz que hay en el mundo se traguen zuz palabraz y zientan envidia de ti. Zoy, por azí decirlo, un genio, y ezto, una lámpara mágica. Pero, ¡eh!, zolo puedez pedir un dezeo.

No sé si fue por mi distorsionado reflejo en la tetera, por esa dentadura postiza o por aquel hipnótico ceceo, pero algo me llevó a pedir el deseo, un impulso irracional que hizo que mis palabras salieran de mis labios sin siquiera pensarlas antes.

Así pues, como el viejo gitano le dijo a Billy Halleck en la novela Maleficio, yo —bueno, mi voz—, dijo:

—Más delgado.

Entonces el hombre, aquel extraño al que no se le veía más que una dentadura postiza y ni rastro de ojos, dijo algo sobre un trato, y algunas otras cosas a las que no presté atención en el momento. Yo solo me limitaba a mirar fijamente a la tetera, esperando ver cómo mi reflejo menguaba. No obstante, eso no ocurrió hasta un poco después.


La verdad es que esperaba que tras el relato de este extraño suceso, el conductor del coche al fin mostrara algo de interés, pero permaneció tan impertérrito como siempre. De vez en cuando desvía sus ojos de la carretera para fijarlos en mí, aunque lo hace con la intención de que me calle. Pues bien, no pienso hacerlo, pero en cualquier caso, ya estamos llegando a nuestro destino, y por otro lado, no creo que me quede mucho tiempo, así que aceleraré la narración de los hechos que siguieron al encuentro en las escaleras mecánicas.

Como dije, en esos momentos me hallaba en una especie de estado hipnótico en el que el tiempo pareció detenerse; no sé si fue por el efecto enigmático que despedía aquel individuo y su tetera, o por lo que ahora estoy casi seguro que fue la razón. Y no es otra que la misma, más o menos y con algunas variantes, que la que me llevó a invitar al cine a Sofía.

En el caso de ella, un afecto y una sonrisa nunca antes dedicada hacia mi castigada persona provocaron que mi corazón se enamorara de la mujer, cegando así mi mente.

En el caso del hombre y su tetera, la oportunidad de pedir un dezeo —como diría él—, en un estado personal en el que todo me daba igual, cuyo único objetivo en mi vida era quedarme en la cama hasta que unos policías irrumpieran en mi casa temerosos de encontrarse un cadáver en plena putrefacción, era como —para expresarlo en términos tópicamente metafóricos—, un faro en medio de un inmenso mar en el que me hallaba a la deriva. Por irracional y surrealista que os parezca ahora, entonces no lo pensé. Y de hecho, de surrealista no tenía nada, porque efectivamente, mi dezeo se cumplió.

Y no tardó ni una semana. Bueno, ni un día. Ni siquiera me dio tiempo a olvidar aquel hecho y empezar a pensar en lo absurdo que resultaba a ojos y oídos externos.

En cuanto formulé mi dezeo y el individuo farfulló algo sobre un trato y no sé qué más —unas palabras muy importantes que en aquel momento no oí conscientemente pero que ahora soy capaz de escucharlas como un eco del subconsciente—, este me ofreció la tetera y yo, obediente como un niño cuya madre le da los platos para poner la mesa, la cogí. Entonces las escaleras retomaron su marcha, o a mí me dio esa sensación, puesto que durante el breve encuentro todo parecía haberse detenido, y el hombre sin ojos y dentadura postiza descendió las escaleras ascendentes con una impresionante facilidad, hasta alcanzar el rellano por el que hacía unos segundos habíamos cruzado, incorporarse de nuevo a las de descenso, y desaparecer de mi vista.

Por mi parte, giré sobre los talones, como si todo aquello fuera lo más normal del mundo, y no quité la vista de la tetera verde hasta que entré a mi casa y la deposité con sumo cuidado en la mesita que había al lado de mi cama, igual que si fuera la reliquia más preciada del mundo, que, dado el caso, para mí lo era realmente. Acto seguido hice que la oscuridad se tragara la luz del anaranjado sol del atardecer bajando la persiana, retiré las sábanas y deslicé mi enorme existencia entre ellas. No tardé en caer en los brazos de Morfeo, brazos que debían de ser muy largos si pretendían acunarme.

Me despertó el timbre del móvil a la mañana siguiente. El guardia nocturno del aparcamiento llevaba treinta minutos esperándome. Le dije que me encontraba mal y colgué. Volvió a llamar de inmediato y apagué el teléfono. Me disponía a encogerme de nuevo sobre el cómodo colchón, cuando percibí que tenía ganas de mear, así que muy a mi pesar me levanté.

Me percaté de que algo raro pasaba cuando mis pies no recibieron el peso habitual del enorme cuerpo que los precedía. También cuando empecé a andar con una facilidad y suavidad tal que me sentí como deben sentirse los astronautas allá en el espacio.

«¿Qué coño…?», me preguntaba al tiempo que cruzaba el umbral de la puerta del baño y me colocaba las gafas una y otra vez sobre el puente de la nariz. Mi reflejo en el espejo dejó la pregunta en el aire.

El lavabo y su espejo estaban justo enfrente de la puerta, por lo que lo primero que vi al entrar en el cuarto de baño fue mi propia persona, solo que ese no era yo, no podía serlo.

Ese individuo que se reflejaba en el espejo mostraba lo que podía ser el perfil de una barbilla entre dos mejillas más bien lisas donde antes solo había carne redonda. Bajo aquello, se percibía la base de un cuello antes cubierto en su totalidad por una enorme papada. Siguiendo la línea de los hombros a través de la camisa desabrochada del uniforme, se adivinaba una mayor rectitud a diferencia de la suave curva a la que estaba acostumbrado. Y lo más increíble de todo. La barriga peluda que sobresalía de entre los dos faldones de la camisa azul del trabajo no era ni mucho menos la que había estado evitando que Edmundo Escolano, hombre atormentado por su imagen, carente de autoestima y seguridad en sí mismo, se viera el pene cada vez que meaba. No. Ese no podía ser él.

¿Qué estaba pasando?

Entonces recordé el encuentro del día anterior, y mis ojos, tras aquellas gafas que parecían haber aumentado de tamaño, escrutaron la penumbra en busca de la tetera. Me precipité con insólita agilidad hacia la cuerda de la persiana y la subí de un tirón.

Ahí estaba la Lámpara Mágica, efectivamente. No había sido un sueño. Había sido muy real. Tan real que mi dezeo ya se había cumplido. No era exactamente todo lo delgado que quería estar, pero sí que me gustaba mucho más que mi antiguo aspecto. Ahora ya se marcaban las formas de mi estructura ósea y era capaz de moverme sin fatigarme. Los problemas de corazón quedarían en el olvido.

Me arrojé a la báscula, la cual agradecería la bajada de peso, seguro, y comprobé que de los ciento cuarenta y ocho quilos que acostumbraba a marcar, se había ahorrado cincuenta. ¡Cincuenta quilos en una noche! ¡Era la mejor noticia de mi vida!

Pero de pronto, el número cambió. Ahora la pantalla digital de la báscula indicaba noventa y siete.

Desconcertado bajé y volví a subir cuando los números se quedaron en cero. Y la sorpresa y desconcierto fueron mayores al ver que ¡de noventa y siete había pasado a noventa y cinco!

¿Cómo era posible? La respuesta llegó hasta mí como un salvavidas a un náufrago. Las pilas estaban fallando. ¿Cuándo las cambié por última vez?, me pregunté.

Me dirigí al salón y abrí uno de los paquetes de pilas nuevos que tenía guardados en un cajón. Una vez en el baño, y después de contemplar fascinado mi reflejo de nuevo, me arrodillé pletórico de felicidad por el escaso esfuerzo que tuve que emplear en dicha acción y coloqué las nuevas pilas tras quitar las viejas.

Toda la cálida alegría por mi nuevo aspecto se transformó en un frío miedo al posar mis pies en la plataforma de la báscula y ver los quilos que la pantalla me escupió a la cara. ¡Ochenta y cinco! ¡En menos de cinco minutos había adelgazado diez jodidos quilos! Era imposible que la báscula estuviera bien, debía haberse estropeado algún cable, algo que no tenía que ver con las pilas.

Me miré en el espejo para corroborar mi teoría sobre el fallo interno del cacharro. Sin embargo, al menos que el cristal tuviera también algún tipo de fallo, mi apariencia era totalmente irreconocible. Si hubiese entrado en el baño a oscuras y hubiese encendido la luz, me habría llevado un buen susto al mirar al frente, pues habría creído que una persona desconocida se escondía en el cuarto.

Mis mandíbulas, perfiladas como nunca antes lo habían estado, nacían donde morían unos pómulos cada vez más prominentes, a medida que las mejillas se hundían. Por encima de los pómulos, las sienes ensombrecían a cada segundo que permanecía frente al espejo, formando dos hoyos semejantes a cuevas. Las gafas ya no se sostenían. Los ojos, temerosos, parecían querer salir disparados de aquel cuerpo que adelgazaba cada vez con más rapidez, tanta que pude observar el cambio conforme me miraba.

El cuello se hizo visible por completo, la camisa del uniforme colgaba de mis nuevos hombros como la camisa de un padre sobre los de su hijo, y el pecho ya no estaba formado por dos trozos de carne puntiagudos. A su vez la tripa había desaparecido y fue menguando de un ovalado bulto a una plana tabla. Pero por desgracia, y para mi creciente horror, ahí no se cesó mi transformación. Mi cuerpo continuaba queriendo hacer cumplir el dezeo, y llegó un punto en el que el corazón golpeaba mi esquelético tórax con una fuerza y rapidez que me hacía sentirlo en el cuello y los oídos; por otro lado, mis piernas se debilitaron, y me obligaron a dar media vuelta y volver, casi a rastras, a la cama.

La última imagen que vi en el reflejo fue la de un esqueleto viviente. Esa imagen me acompañó hasta que mi acelerado corazón dejó de latir lentamente, junto con el pensamiento de que, finalmente, los vecinos percibirían unos días después un sospechoso hedor procedente de la casa de su vecino, llamarían a Emergencias, y la policía irrumpiría en mi casa para encontrar sobre mi cama un cadáver putrefacto.


Al finalizar mi historia, la historia de cómo morí hacía uno o dos días, la impasible expresión del conductor, por primera vez desde que inicié la narración, ha mudado.

Incredulidad. El conductor se ha mostrado incrédulo, y le he tenido que decir que mire a la carretera, si no quiere acabar él también en el mismo sitio al que nos dirigimos. No recela por el hecho de que esté muerto; como he dicho antes, el hombre ya está acostumbrado a este tipo de situaciones. No. Lo que pasa es que al hombre le cuesta creer que aquel dezeo se cumpliera. Sin embargo, aquí estoy, y el aspecto que tengo no es precisamente el que tanto odiaba. Mis familiares han tenido que comprar ropa nueva que se ajustara a mi nuevo tipito.

¿Qué fue de la tetera? No tengo ni idea. Ni me importa. ¿Qué fue del hombre sin ojos y dentadura postiza? O mejor dicho, ¿quién era aquel individuo?

Bueno, eso me acaba de preguntar el chofer que transporta mi cadáver al cementerio. Y yo, desde el asiento del copiloto, le contesto revelando las palabras que me dijo el misterioso hombre de la tetera, palabras que no escuché por la emoción, pero que ahora mi subconsciente, o lo que sea, se empeña en escupírmelas una y otra vez.

—Bueno, señor —le digo, ya que no sé su nombre—, he empezado diciendo que las mentiras son como el placebo y estas tienen efecto en el objetivo si no se sabe la verdad. Yo no supe la verdad de la persona que tenía delante, y me tragué esa sarta de mentiras.

—Pero por lo que dice, el deseo se cumplió, por lo tanto no le mintió —me recuerda.

—Claro que me mintió. Me llenó la cabeza de promesas, de promesas que contenían aquello que yo más deseaba. Acepté, y aquí estoy ahora. ¿Por qué no me dijo aquellas palabras antes de hacerme pedir el deseo, eh? Porque si me lo hubiera dicho, al igual que ocurre si se conoce lo que es realmente la pastilla de placebo que te tomas, su mentira no habría tenido efecto y él no habría podido conseguir lo que quería.

—¿Y qué es lo que quería? —me repite impaciente, pues ya estamos a punto de entrar en el cementerio. De nuevo tengo que decirle que mire hacia adelante.

—Como también mencioné antes —replico—, caí en el engaño más viejo y surrealista del mundo, surrealista hasta que te ocurre a ti, claro. —Hago una pausa teatral para impacientarle aún más; ahora que he conseguido que exprese alguna emoción no voy a desaprovecharlo—. Lo que de verdad quería aquel ser era hacer un trato, un trato que me reveló cuando yo ya no podía dar marcha atrás. Él, con su pantomima del genio y la tetera, me concedía un dezeo… y yo, a cambio, le vendía mi alma. Así que, señor —concluyo en el preciso momento en el que al fin detiene el coche—, me temo que el cementerio no es mi destino final, y que pronto volveré a ver a aquel hombre.


Relato escrito con los datos indicados por los Compañeros de la Celda Acolchada:
Edgar K, Yera (Título): Efecto placebo
José Carlos García Lerta (Nombre personaje): Edmundo
Soledad Gutiérrez (Característica personaje): Obesidad mórbida
Santiago Estenas Novoa (Lugar): Coche
Mendiel (Objeto): Tetera

2 comentarios:

  1. ¡Genial! Tremenda manera de encajar los disparadores, Ricardo. Muy bien llevado; mantienes al lector enganchado hasta el final, y el narrador protagoniste me ha sacado varias sonrisas a pesar de la tragedia. ¡Enhorabuena!

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    1. Me alegro mucho de que te haya gustado, Roberto. Muchas gracias por la lectura y por el comentario en el blog.

      ¡Un abrazo!

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