miércoles, 30 de septiembre de 2015

Demonio de Plata

¿Qué se esconde en nuestro interior?


—Nosotros no tener nada que ver.

El jefe indio Ojos de Águila era un piel roja de mirada inteligente. Sin embargo era un buen hombre con el que se había firmado una tregua muchos años antes de convertirme en el sheriff de Horn Ville. Yo sabía que él no tenía nada que ver; pero el terco del alcalde había insistido en que fuera a hablar con él y, resistiendo el impulso de desenfundar el arma y volar el lecho de moscas que tiene por cerebro, cedí.

Aquellos ojos rasgados parecían ocultar todos los secretos del mundo, así que no pude evitar preguntarle.

—¿Sabes quién ha podido ser?

Ojos de Águila tardó en responder. Empezaba a incomodarme. Tuve que comprobar que yo aún seguía vestido.

—Demonio de Plata.

Como el polvo en medio de una tormenta, cientos de murmullos se levantaron entre los piel roja que nos rodeaban.

El viejo Ojos de Águila se puso en pie con ayuda de su mujer y se introdujo en el enorme tipi.

—¡Espera! ¿Quién es ese?

En un acceso de estupidez me abalancé hacia él. Unas lanzas flanquearon mi cuello en milésimas de segundos, pero mi mano ya se había posado sobre el hombro del jefe indio y este se vio obligado a encararme de nuevo.

El mundo se paralizó durante un instante en el que me mató con la mirada. Luego pareció dominarle la calma, y alzó la mano para que las lanzas despejaran mi cuello.

—Tu pueblo no ayudar jamás al mío. No mereces más de lo que he dicho.

Escupió al suelo y conforme se daba la vuelta de nuevo, un grupo de guardias se interpuso entre el tipi y yo.



El Demonio de Plata apareció en el pueblo unos días después. No tardé en darme cuenta de por qué el jefe indio se refirió a él con ese sobrenombre. Las gentes del pueblo contribuyeron a ello.

Llevaba una moneda de plata en la cinta del sombrero. Bajo el ala de este asomaba una nariz aguileña y emergía una cascada de cabello ralo. No se le veían los ojos y muchos pensaron que lo ocultaba porque era el demonio y no quería que se descubriera su secreto. Los ojos son el espejo del alma. O eso se dice.

Creo que yo era el único que no lo creía responsable de lo sucedido las últimas semanas en Horn Ville, a pesar de las palabras de Ojos de Águila. Aún así, algo me olía mal en aquel tipo, y no dudé en interrogarlo cuando llegó.

—¿Quién eres? —le pregunté tras pedir un whisky en el Red Saloon. Él bebía agua.

—Ahora mismo soy la solución a vuestro problema.

Su voz no era nada de otro mundo. Tenía los labios cortados y resecos, y una barba de unos días.

—¿Ah, sí? Mucha gente de aquí cree que eres el problema.

—¿Tú lo crees?

—No. Tienes un aire demasiado inteligente como para ser tan estúpido de dejarte ver si lo fueras.

—Bien.

Dio un último trago de agua y se dirigió a la salida.

—¡Eh! ¿A dónde vas?

—Necesito un caballo. Fuerte. Que pueda ascender por la montaña de las cuevas. El mío no aguantó el desierto.

¿Quién se creía este forastero?

Antes de salir del salón, con una mano sobre la puerta, se detuvo. El sol del exterior no solo arrancó destellos a sus dos revólveres, sino también a sus ojos cuando giró la cabeza. Ojos que no revelaban ningún demonio.

—Y no necesito que me acompañes —añadió—. Solo las balas de plata son efectivas. Tú déjame un caballo, y os traeré a los niños… A los que sigan vivos.


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