¿Puede matar el silencio?
Solo el crujir de tablones rompía el
silencio en el sótano de aquella casa. Amordazados y atados a sendas sillas,
escuchaban las entrañas de la casa, que quejumbrosa, transmitía a quien
quisiera oírla el nervioso devenir de su interior.
Habían
aprendido a comunicarse tan solo con la mirada en pocos minutos. Pero sus ojos
siempre repetían lo mismo, tengo miedo. El desenlace de su cautiverio se
aproximaba tan rápido, que podía sentirse el viento que provocaba.
Arriba los
tablones continuaban crujiendo. Nerviosa danza invisible, precedente a un obvio
final. Abajo, los prisioneros compadecían de su aciaga fortuna. Maldecían en
silencio, y luchaban contra sus ataduras, hasta desgastarse la piel.
No habría
síndrome de Estocolmo. Pues solo el odio florecía en sus jóvenes corazones. Su
delicada situación trascendía más allá de la traición, de la violencia o del
rencor.
Había sido un
error. Un error que no se volvería a repetir si salían de esta.
El joven
levantó las cejas, asegurándose de que la mujer lo veía. Ella se encogió de
hombros. Luego empezó a mirar a los lados, buscando algo con lo que poder
escapar. Arriba, los crujidos habían cesado.
En uno de los
movimientos de cabeza de la mujer, el chico vio algo que había estado
ocultando. Algo que podría librarles de las ataduras que enrojecían sus
muñecas. Por un momento pensó que lo peor no era eso, sino la sensación de
asfixia del maldito trapo que le tapaba la boca y las ganas de vomitar que le
provocaba el olor y la humedad de su propia saliva. Él, escrupuloso como era,
creía que de un momento a otro se le pararía el corazón.
Hizo un ruido
con la garganta que chocó contra la mordaza. La mujer lo miró. Él levantó la
barbilla un par de veces. Ella entrecerró los ojos y gimió una pregunta.
Ayudándose de la garganta con el fin de enfatizar su gesto, el chico volvió a señalar
y en los ojos de la mujer se vislumbró la claridad del entendimiento. Giró la
cabeza y el torso como un muelle, hasta el límite que sus ataduras la
permitían. Y lo vio. Una risa nerviosa empezó a intentar escaparse por entre el
trapo de su boca.
Las sillas no
estaban fijadas al suelo, y los muy imbéciles no les habían atado los pies, de
modo que se alzó, permaneciendo encorvada con la silla a su espalda. Se acercó
a la mesa de trabajo y con la cabeza arrastró hasta el extremo el soplete;
luego hizo lo mismo con el alargado mechero de cocina. La respiración de ambos
se aceleró en forma de bufidos. A continuación la mujer giró sobre sus talones
y propinó un golpe a la mesa. Primero se precipitó el mechero, que cayó justo
en la mano, unos centímetros más abajo. El soplete necesitó más golpes, golpes acompañados
de ruidos que esperaban no se escuchasen allí arriba. Al fin cayó y tras varios
clics del mechero, el soplete escupió la llama como un diminuto dragón.
Fue entonces
cuando la danza invisible retomó su baile. El corazón se les aceleró. La mujer
corrió como pudo hacia la espalda del chico. Las cuerdas se rompieron al contacto
del fuego. De inmediato, al son de unos pasos que descendían por la escalera,
el joven aferró el soplete e hizo lo propio con las ataduras de ella. Repleta
de euforia, la mujer despejó su boca y la de él y acercó sus labios para
besarlo, olvidando por un momento que el chico odiaba el contacto con las
personas.
Durante un
instante, el mundo pareció detenerse. Ambos se miraban, pero no a los ojos,
sino a las mordazas que colgaban de sus cuellos. Y de pronto, rompieron a reír
en mudas carcajadas.
Hasta que el
cerrojo de la puerta estalló en la estancia. Entonces el chico introdujo la
mano en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero, rodeando el mango de su
preciado cuchillo, y la mujer se agachó para hacerse con su pistola personal.
Con su dimisión había tenido que devolver el arma reglamentaria, pero no aquella.
Los dueños de la casa que habían ido a robar no solo habían olvidado atarles
los pies, sino también cachearlos.
Esperaron junto
a la puerta.
Antes de que se
abriera del todo y de acabar con la vida del matrimonio y el policía, oyeron al
agente decir sus últimas palabras.
—¿Están seguros
de que son el paciente Oliver y la mujer que lo ayudó a escapar del centro?
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