domingo, 20 de septiembre de 2015

Amordazados (Saga Oliver)

¿Puede matar el silencio?


Solo el crujir de tablones rompía el silencio en el sótano de aquella casa. Amordazados y atados a sendas sillas, escuchaban las entrañas de la casa, que quejumbrosa, transmitía a quien quisiera oírla el nervioso devenir de su interior.

Habían aprendido a comunicarse tan solo con la mirada en pocos minutos. Pero sus ojos siempre repetían lo mismo, tengo miedo. El desenlace de su cautiverio se aproximaba tan rápido, que podía sentirse el viento que provocaba.

Arriba los tablones continuaban crujiendo. Nerviosa danza invisible, precedente a un obvio final. Abajo, los prisioneros compadecían de su aciaga fortuna. Maldecían en silencio, y luchaban contra sus ataduras, hasta desgastarse la piel.

No habría síndrome de Estocolmo. Pues solo el odio florecía en sus jóvenes corazones. Su delicada situación trascendía más allá de la traición, de la violencia o del rencor.

Había sido un error. Un error que no se volvería a repetir si salían de esta.

El joven levantó las cejas, asegurándose de que la mujer lo veía. Ella se encogió de hombros. Luego empezó a mirar a los lados, buscando algo con lo que poder escapar. Arriba, los crujidos habían cesado.

En uno de los movimientos de cabeza de la mujer, el chico vio algo que había estado ocultando. Algo que podría librarles de las ataduras que enrojecían sus muñecas. Por un momento pensó que lo peor no era eso, sino la sensación de asfixia del maldito trapo que le tapaba la boca y las ganas de vomitar que le provocaba el olor y la humedad de su propia saliva. Él, escrupuloso como era, creía que de un momento a otro se le pararía el corazón.

Hizo un ruido con la garganta que chocó contra la mordaza. La mujer lo miró. Él levantó la barbilla un par de veces. Ella entrecerró los ojos y gimió una pregunta. Ayudándose de la garganta con el fin de enfatizar su gesto, el chico volvió a señalar y en los ojos de la mujer se vislumbró la claridad del entendimiento. Giró la cabeza y el torso como un muelle, hasta el límite que sus ataduras la permitían. Y lo vio. Una risa nerviosa empezó a intentar escaparse por entre el trapo de su boca.

Las sillas no estaban fijadas al suelo, y los muy imbéciles no les habían atado los pies, de modo que se alzó, permaneciendo encorvada con la silla a su espalda. Se acercó a la mesa de trabajo y con la cabeza arrastró hasta el extremo el soplete; luego hizo lo mismo con el alargado mechero de cocina. La respiración de ambos se aceleró en forma de bufidos. A continuación la mujer giró sobre sus talones y propinó un golpe a la mesa. Primero se precipitó el mechero, que cayó justo en la mano, unos centímetros más abajo. El soplete necesitó más golpes, golpes acompañados de ruidos que esperaban no se escuchasen allí arriba. Al fin cayó y tras varios clics del mechero, el soplete escupió la llama como un diminuto dragón.

Fue entonces cuando la danza invisible retomó su baile. El corazón se les aceleró. La mujer corrió como pudo hacia la espalda del chico. Las cuerdas se rompieron al contacto del fuego. De inmediato, al son de unos pasos que descendían por la escalera, el joven aferró el soplete e hizo lo propio con las ataduras de ella. Repleta de euforia, la mujer despejó su boca y la de él y acercó sus labios para besarlo, olvidando por un momento que el chico odiaba el contacto con las personas.

Durante un instante, el mundo pareció detenerse. Ambos se miraban, pero no a los ojos, sino a las mordazas que colgaban de sus cuellos. Y de pronto, rompieron a reír en mudas carcajadas.

Hasta que el cerrojo de la puerta estalló en la estancia. Entonces el chico introdujo la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero, rodeando el mango de su preciado cuchillo, y la mujer se agachó para hacerse con su pistola personal. Con su dimisión había tenido que devolver el arma reglamentaria, pero no aquella. Los dueños de la casa que habían ido a robar no solo habían olvidado atarles los pies, sino también cachearlos.

Esperaron junto a la puerta.

Antes de que se abriera del todo y de acabar con la vida del matrimonio y el policía, oyeron al agente decir sus últimas palabras.

—¿Están seguros de que son el paciente Oliver y la mujer que lo ayudó a escapar del centro?


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