Atrévete a retirarlas
Fffffkkk…
Fffffkkk…
Los
azules ojos de Edgar Rojas se abrieron muy, muy lentamente, y sus oídos
comenzaron a captar ese sonido, en principio lejano, con más claridad.
Ante
él no se veía nada; lógicamente, pues era de noche, la luz de su habitación
estaba apagada, y a través de la ventana no se filtraba nada de iluminación
sencillamente porque el lugar al que daba su cuarto de la pequeña casa de un
piso en la que vivía con sus padres, era un gran terreno de siembra, cuyo
dueño, el señor Santiago —o más conocido por el pueblo como «Malhuele» ya que
no parecía saber lo que era la ducha e iba dejando un haz de evidencia a su
paso—, cultivaba, en los años en que a la tierra no le tocaba descansar, un
trigo tan bueno que en sus mejores momentos llegaba a alcanzar una altura
impresionante.
Poco
a poco, tomándose su tiempo, se fue despabilando. Se sentía como te sientes
normalmente cuando algo inesperado, algo exterior, te despierta, muy diferente
del despertar agitado y jadeante de una horrible pesadilla, por lo que supo que
no se trataba de eso, que no se trataba de un mal sueño que lo había hecho
abrir los ojos de repente.
Entonces,
¿qué era?
Conforme
iba regresando a la realidad e iba sintiéndose él mismo —un chico pelirrojo de
nueve años con dos piernas acabadas en dos pies, dos brazos con una mano en el
extremo de cada uno, una boca fina, una diminuta nariz que, en esos momentos,
ya comenzaba a percibir el fresco aroma a jazmín del suavizante de las sábanas
de la cama (su madre las había colocado limpias aquella mañana), dos ojos
cegados por la oscuridad y una cabeza que protegía un gran cerebro que le había
llevado a sacar las mejores notas de su clase en el primer trimestre del
colegio—, un vago recuerdo muy cercano, tan cercano que lo que fuera se había
producido alrededor de dos minutos, se iba formando en su cabeza, hasta que
finalmente, una vez despierto del todo tras un bostezo que parecía haber
abierto la puerta a la completa y oscura realidad que lo envolvía, una luz
interior iluminó lo que buscaba.
No
era un sueño perdido o una pesadilla, idea que había desechado desde el
principio, sino un sonido. Un sonido familiar que podía ser la causa de la
repentina salida de su estado dulcemente traspuesto. Y el origen de aquel
sonido eran las cortinas ligeramente blancas (más bien amarillas) que cubrían
la ventana corredera de aluminio negro de su cuarto, justo en el lado opuesto
al que se encontraba la cama, esta con la cabecera contra la pared.
Así
pues, una vez descubierto que no era nada importante que requiriera su atención
a esas horas de la noche, volvió a encogerse de costado subiendo las rodillas y
metiendo una mano entre la almohada y su mejilla, cerró los ojos, e intentó
volver a dormir, acción que no le costó llevar a cabo…
(Fffffkkk…)
…
Sin embargo, otra vez el sonido de las cortinas provocó que despertara.
Esta
vez le enfureció y decidió hacer algo; no estaba dispuesto a permitir que aquel
sonido de efe producido por el roce de la tela y esa especie de cliqueos,
procedentes de las anillas al tocar la barra de metal de donde cuelgan las
cortinas, le interrumpieran el sueño cada dos por tres simplemente por no
querer levantarse a cerrar la ventana.
No
obstante, cuando se disponía a retirar el conjunto de mantas y sábanas de
encima de su cuerpo, Edgar dudó.
«La
verdad es que se está muy calentito aquí dentro —pensó indeciso—. La casa
siempre ha estado muy fría en invierno, y más teniendo en cuenta que papá y
mamá no pueden permitirse de momento el combustible para la calefacción. Si a
eso se le suma el frío que coge el cuerpo al dormir, me quedaré helado nada más
salir…»
«¡Qué
más da! —le reprochó una voz interior con más energía, más despierta—. ¿Qué
quieres, pasarte toda la noche abriendo y cerrando los ojos? Vamos, no seas
vago y cierra esa maldita ventana, que son apenas cuatro pasos.»
Esa
extraña voz interior que desconocía por completo que poseía, tenía razón. Toda
la razón.
Por
lo tanto, sacudió la cabeza como para quitarse la pereza, retiró las ropas que
lo mantenían caliente, y sin más demora salió de la cama. Antes de ponerse en
pie, pulsó el interruptor de la lámpara de noche de su mesilla. Una vez
iluminada tenue y acogedoramente la habitación, con la cabeza gacha y
bostezando, se fijó por casualidad en el pijama que llevaba puesto. Era un
pijama de color rojo, con rayas verticales blancas, compuesto por unos
pantalones largos normales —es decir, sin gomas incómodas en los dobladillos
que cuando te levantas por las mañanas hacen que te encuentres con las perneras
por encima de las rodillas— y una camisa de mangas largas con botones (por
debajo de esta llevaba una camiseta aparte), todo ello de una tela muy suave.
El motivo por el que Edgar lo contempló no fue otro que la creencia de que su
madre lo había tirado hacía tiempo porque le comenzó a quedar pequeño.
No
le dio más importancia suponiendo que lo confundía con otro parecido, y tras
oír de nuevo el sonido, se dirigió finalmente hacia la ventana cubierta por las
cortinas —ahora con la cálida luz amarillenta parecían más amarillas aún— que
lo provocaba.
Antes
de llegar, surgió en su cabeza algo evidente: si era invierno, ¿por qué iba a
estar la ventana abierta? Lo normal sería tenerla cerrada, ¿no? Y más en esa
fría casa. No recordaba haberla abierto de todos modos. La sombra de un temor
empezó a embargar su cuerpo.
«Pero
si no es el aire el que mueve las cortinas, ¿qué es?», se preguntó, cada vez
más nervioso. Si todavía estaba un poco fuera de sí, ese letargo se acababa de
esfumar como el vaho plasmado en un cristal con el aliento.
Se
detuvo, con el corazón latiéndole a gran velocidad, la respiración ligeramente
agitada.
Miró
la puerta, a su derecha. Cerrada. No parecía haber entrado nadie. ¿Por qué iban
a hacerlo en cualquier caso?
Volvió
a mirar en dirección a la ventana. Naturalmente no podía saber si estaba
abierta o cerrada, pues las cortinas echadas lo impedían.
«¡Vamos,
acércate de una vez y ciérrala! —regresó la voz racional. Casi se sobresaltó—.
No hay nadie en la habitación; ¿o a caso no habrías oído la puerta al igual que
las cortinas? Es más, el sonido de la puerta es mucho más ruidoso, incluso si
se abre con cuidado.»
De
nuevo, aquella voz tenía razón.
Respiró
hondo, dio el paso que le quedaba, y retiró la cortina de un tirón con el
corazón en la boca.
El
alivio que invadió su cuerpo, tal como si el profesor Regino de matemáticas le
hubiera dicho que había aprobado un examen que creía suspenso, le hizo dejar
escapar un largo suspiro con los ojos cerrados que destensó su cuerpo entero.
La ventana se hallaba abierta, sí, pero también la rendija era tan estrecha que
dejaba claro que podía haberse quedado así sin darse cuenta. No lo recordaba
bien, pero tal vez, al cerrarla antes de acostarse, la había deslizado con una
potencia innecesaria y al llegar a su sitio, esta había rebotado en vez de
sujetarse al pestillo. Eso era posible, pues las ventanas de esa casa, al igual
que muchas otras cosas de la misma, estaban muy viejas. Así que, su temor había
sido justamente razonable, a diferencia de lo que presumiblemente pensaba la
voz interior.
Solucionado
el pequeño y ridículo problema que le había hecho casi convencerse de que
dentro de su cuarto había alguien sin haber oído siquiera la puerta, volvió a
su cama con una sonrisa triunfal.
Una
vez allí, se tumbó, dobló el extremo de la sábana por encima de las demás
mantas y del edredón de tal manera que quedara todo en uno, compacto…, y justo
en el momento —ni una milésima de segundo más, ni una menos— en que apretaba el
interruptor de la lamparilla hacia abajo y esta se apagaba, un horrible fugaz
rostro blanco apareció ante sus ojos y a continuación, paralizado por aquella
visión y a oscuras, sintió que unas duras manos comenzaban a apretarle el
cuello impidiéndole respirar, haciéndole boquear, asfixiándole y…
…
brusca y súbitamente, Edgar Rojas abrió sus ojos azules, sudoroso y con la
respiración tan desesperada y ronca que tenía la espantosa sensación de que se
encontraba con una bolsa en la cabeza. La boca, completamente seca, parecía que
estaba llena de papel, y el corazón latía con tanta fuerza que, aparte de
alcanzar a oír su acalorado tamborileo, Edgar estaba seguro de que si hubiera
luz en el cuarto, podría ver el movimiento a través de su pecho.
Al
rato se descubrió sentado en la cama, con una mano agarrando los pliegas de la
sábana bajera en el extremo de un rígido brazo y otra rodeando su delgado y blando
cuello con delicadeza. Estaba ahí. Y sano y salvo. Solo brotaban en su cabeza
algún que otro fragmento de aquella terrorífica pesadilla. Con el ojo de su
memoria a corto plazo veía las cortinas, la ventana abierta, el pijama que
tanto le gustaba y que su madre tiró porque se le quedó pequeño y luego…, luego
un rostro horrible completamente blanco. También recordaba, con mucha más
claridad, la presión en el cuello y la falta de aire. ¿Qué significaría? Sus
padres decían que los sueños y las pesadillas tenían un significado, que tenían
algo que ver, aunque fuera muy poco, con la realidad. ¿Quería decir eso que…?
No quería ni pensarlo. Un violento temblor sacudió su cuerpo, una especie de escalofrío.
Su madre tenía un libro de sueños, en el que aparecían una gran cantidad de
estos y explicaban su significado; al día siguiente por la mañana lo miraría y
buscaría si su pesadilla (o algo semejante) se encontraba entre sus hojas.
Y
ahora que pensaba en mañana…
¡FFFFFKKK…!
El
sonido de las cortinas, más intenso que los demás, le devolvió a la pequeña
habitación.
Contuvo
el aire en sus pulmones debido al sobresalto y todo él se puso en tensión. El
estómago bailó en su interior. Escuchó el silencio, esperando horrorizado oír pasos
acercándose a él y de pronto sentir unas manos sobre su cuello. Pero no ocurrió
nada de eso. Lo único que se oía en aquel momento era algún que otro chasquido
del viejo esqueleto de la casa y el ronroneo distante y adormecedor de la
nevera en la cocina. Por otro lado, la única mano que había posada en su cuello
era la suya.
Intentó
calmarse. No le atraía demasiado la idea, pero tenía que hacer lo mismo que en
la pesadilla. Si la ventana estaba abierta («que lo está»), debía cerrarla; no
obstante, esta vez no apagaría la luz, por si a caso, por si las moscas, o por
si… los fantasmas. No le importaba dormir con la luz encendida; hubo una época,
escasos años atrás, en que no podía dormir si no era así.
Pero
justo antes de moverse, algo que le inquietaba furtivamente en la mente decidió
salir al exterior. Ese último sonido de las cortinas le había hecho darse
cuenta de que los anteriores fueron mucho más débiles, tanto que, ahora que lo
consideraba, parecía imposible que pudiera sacarle a uno de un sueño profundo.
Entonces se le ocurrió la espantosa idea de una presencia; tal vez la sensación
de una presencia en su cuarto fue lo que le despertó la primera vez.
No. Lo mejor era ir a cerrar la ventana y olvidarse de todas aquellas chorradas típicas de las películas de miedo. Sus padres no le dejaban verlas, bueno, a decir verdad más bien su madre, pero en realidad sí que había visto algunas, a escondidas. Muchas de ellas daban miedo real, pero otras simplemente te hacían reír. Aún así… No, basta.
Sacudió
la cabeza y con gesto resuelto encendió de una vez por todas la lamparilla de
noche. Así mejor. Todos los espeluznantes pensamientos y temores desaparecían
con la luz como un animal que acecha por la noche en el jardín de una casa. No
pudo evitar sonreír.
Cogió
su reloj digital que siempre se quitaba para dormir y dejaba en la mesilla, y
miró la hora, solo por simple curiosidad. Las 23.54 y 35 segundos… 36… 37… Esa hora
concretamente pulsó un botón en su cabeza, ayudándole a recordar lo que el
sonido de las cortinas había interrumpido.
¡Mañana
era su cumpleaños! Dentro de de seis minutos, en el día trece de febrero
(domingo ese año), cumpliría diez años. Así pues, deseando que llegara ya ese
esperado día que por un momento había olvidado, y ver qué cosas le regalaban,
terminó de levantarse del borde del colchón y, sin sentir el frío, se precipitó
descalzo a medio correr hacia la ventana cubierta por completo por las cortinas
amarillentas. Las retiró con una extraña mezcla de rencor y alegría, al tiempo
que estiraba el otro brazo para aferrar la hoja de la ventana abierta y en esa
posición se congeló; su corazón pareció imitarle y su estómago darse la vuelta.
La
ventana estaba cerrada.
«Está
bien, cálmate Edgar, cálmate —se dijo en un susurro inaudible—. Respira hondo y
piensa. Tendrá una explicación tonta.»
«Sí,
pero el último sonido, tan potente, y la sensación de una presencia…»
«Tiene
una explicación tonta. Tiene una explicación tonta. Una explicación que cuando
la descubras te reirás, no sonreirás,
te reirás. A carcajadas. Posiblemente
incluso despiertes a tus padres y te regañen, pero aún así lo harás, claro que
sí.»
Edgar se concentró reuniendo todo su
conocimiento pensando por qué otro lado podía entrar una corriente de aire.
«¡Claro! Eso es, ¡la puerta!».
Se volvió hacia esta y, afirmativamente, se
hallaba abierta, a diferencia que en la pesadilla como recordó de repente.
Así pues, con la calma y la alegría de nuevo recorriendo todo su
cuerpo como si hubiera visto la imagen más bonita del mundo, la cerró. No había
reído a carcajada limpia como creía que haría, pero sí que mostraba en sus
finos labios una extensa y brillante sonrisa.
A continuación se metió en la cama, dobló el
extremo de la sábana por encima de las demás mantas y del edredón, de tal
manera que quedara compacto, miró la hora de nuevo (las 23.59 y 53 segundos… 54…
55…) y, contando en voz medianamente alta y dejando la luz encendida, se dio la
vuelta («… cincuenta y seis…»), se deslizó hasta quedar con su pelirrojo
cabello desparramado por la almohada («… cincuenta y siete…»), estiró el
conjunto de ropas hasta cubrirle la mejilla pecosa («… cincuenta y ocho…»), y
cerró con seguridad los ojos («… cincuenta y nueve…»).
Pero entonces, justo cuando iba a pronunciar el
sesenta, un sonido le interrumpió. Y esta vez no se trataba del sonido de las
cortinas, sino de algo más cercano…, mucho más cercano…, terroríficamente más
cercano…
Se trataba de los muelles de su propio colchón,
del colchón en el que yacía, y no solo eso, sintió paralizado cómo cedía
levemente a sus espaldas.
Cerró los ojos con más fuerza y apretó los
dientes, al igual que la vejiga para no hacerse pis, intentando despertar de
aquella pesadilla conforme el sonido ahora de una ronca respiración y el
infierno de un cálido aliento se filtraba por sus oídos. Pero no lo consiguió.
Esta vez estaba despierto.
Muy despierto.
Feliz cumpleaños, Edgar.
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