martes, 17 de marzo de 2015

Bestia

Cuando la mente juega con nosotros...


Nada más descolgar la última sábana blanca, el corazón de la mujer logra escapar de su lugar natural mediante un salto. La sangre deja de funcionar, y la respiración, envidiosa, hace lo mismo. Los músculos se tensan en el cuerpo como las cuerdas de la colada en el aire. La sábana, sujeta por las manos inertes de la mujer, es la única que se mueve, agitada por una ligera y cálida brisa de primavera. El tiempo se ha detenido. Todo ha muerto.

El perro también.

Es vislumbrar lo que el animal aferra con sus dientes lo que hace que todo vuelva a cobrar vida y color.

Así, el corazón vuelve a su sitio de origen. La sangre reanuda su marcha, y la respiración —cómo no— hace lo mismo. Los músculos se aflojan tan bruscamente, que hacen temblar todo el cuerpo. La sábana se escurre de entre las manos y vuela solo unos centímetros como una alfombra mágica antes de caer al suelo.

La parte del cerebro encargada de la supervivencia manda señales a la mujer para que retroceda muy despacio hacia el porche cerrado de la enorme casa a la que acude a limpiar, en esos momentos vacía; al mismo tiempo, abre un fichero de imágenes en las cuales aparece ese mismo perro —el del vecino— y otras que lo relacionan con una raza de las consideradas peligrosas.

La mano en las fauces de la bestia lo confirma, y es el horror que le provoca el volver a cerciorarse de ese detalle, el que le hace girar sobre sus talones como un tornado y echar a correr a la velocidad del rayo.

Con la mirada clavada en el picaporte de la puerta —«¿Por qué la habré cerrado?», se pregunta—, espera aterrada y apretando la vejiga que en cualquier momento sentirá un empujón en su espalda, caerá de boca al suelo, y su mano dejará de formar parte de su anatomía.

Logra llegar a la puerta. La abre sin problemas, se introduce en el porche, da media vuelta y cierra, todo en menos de un segundo.

Contempla el exterior entre el vaho que su agitado aliento provoca en el cristal de la puerta. Ve al perro. Aquel perro del vecino de la mujer a cuya casa acude a limpiar, perteneciente a una de esas razas consideradas peligrosas, asesinas. No se ha movido del sitio.

Más tranquila, pues ya está a salvo encerrada en aquel porche benditamente cerrado, se percata por primera vez de la cola del animal. Se mueve de un lado a otro. Izquierda, derecha, izquierda, derecha.

Conforme los temblores cesan y el pulso vuelve a la normalidad, sus ojos recorren el lomo del animal hasta llegar al hocico. No quiere, pero se obliga a mirar. Y ve, a través del cristal protector, a través de la seguridad más absoluta, el juguete de perro aferrado entre los dientes de la bestia.


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