Marcel Salazar intentaba escribir el motivo de su muerte, y al mismo
tiempo sentía la imperiosa necesidad de dejar el lápiz a un lado y acabar con
todo de una vez. ¿De qué servía escribir una carta?, se preguntaba. ¿Qué
objetivo tenía alargar el momento más que el de hacer crecer su angustia?
Cinco minutos, cinco lentos y somnolientos
minutos llevaba sentado a la mesa del comedor, con el lápiz bailando en sus
manos y una hoja blanca ante los ojos. Su tormento se estiraba con cada eterno
segundo, como los relojes de Dalí, y sin embargo, ahí se hallaba aún. «¿Por qué
he de escribir esto? —volvió a preguntarse—. ¿Por qué, si el lápiz no cesa su
macabro bailoteo entre mis dedos? ¿Por qué, si no necesito las palabras?»
Hacía seis meses que le diagnosticaron la
enfermedad, y había avanzado a pasos agigantados. Uno de los motivos de ello
fue, aparte de la naturaleza de la propia afección, su deterioro psicológico.
Durante esos meses, Marcel Salazar descubrió que aquel concepto teórico llamado
«efecto mariposa» tenía poco de teórico.
La psique de Marcel empezó a derrumbarse cual
cueva inestable tras un grito cuando le informó de los resultados a su jefe. El
grito que inició el fin de su cordura fue aquella odiosa palabra: «Despedido». Aunque
no llegó a pronunciarse realmente.
Marcel no podía creérselo. No cabía duda de que
eso podía ocurrir, pero tenía la total certeza de que los treinta y cinco años
que llevaba trabajando para la pequeña empresa Diversión
sin palabras
y su indiscutible talento, lo salvarían de la peor posibilidad.
No fue así.
—No puedes estar
hablando en serio —le había reprochado Marcel a su jefe.
—¿Qué quieres decir,
Marcel? —había replicado aquel joven que dirigía la empresa de su padre
fallecido.
—¡Cuando yo entré a
formar parte de esta empresa, tú estabas aprendiendo a andar! ¡Y trátame de
usted, tú no eres tu padre!
El joven, vestido
con una de sus miles americanas deportivas, en esta ocasión azul cielo con
coderas rojas, se había inclinado sobre la mesa y despegado las manos cruzadas,
en gesto de paz. Marcel podía ver que trataba de mantenerse sereno.
—Marcel, sea
realista, ¿quiere? No puede trabajar en este estado.
—¡¿En este estado?!
—La furia iba creciendo en su interior al tiempo que el sofoco de su rostro—.
Aún puedo controlarlo. Soy capaz de mantenerme más inmóvil que cualquiera de
los demás imbéciles que tienes contratados. Y en cuanto a la mímica no hay
ningún problema en absoluto.
Al otro lado del
escritorio, unos ojos rodeados de unas pestañas tan claras que apenas se veían
lo miraban dubitativos. El jefe de Marcel chasqueó la lengua.
—Lo siento, es
cuestión de tiempo —dijo finalmente, y Marcel creyó detectar un ligero temblor
en la voz—. Y en cuanto a eso de que puede controlarlo… —Pareció pensarse mucho
lo que dijo a continuación—. Demuéstremelo.
Aquello fue lo que
terminó rompiendo la compuerta que impedía liberar toda la furia de Marcel. La
tez de su rostro se tornó de un rojo tan intenso como el de un pimiento, las
mandíbulas temblaron por la fuerza con la que apretaba los dientes, y las uñas
dejaron hoyos en las palmas de sus manos. El alto respaldo de la silla de
oficina rechistó cuando el joven jefe se aplastó contra él, como si pudiera
atravesarlo y desaparecer de la vista de la enorme mole roja que tenía delante.
Los puños de Marcel
Salazar golpearon con fuerza la superficie de la mesa. El ordenador portátil se
levantó ligeramente. Algunos folios dieron un brinco y descendieron suavemente
a su sitio. Bolígrafos y lápices saltaron del bote que los guardaba y repiquetearon
al caer. Un marco con una foto del antiguo jefe perdió el equilibrio y cayó
boca abajo, como un soldado derribado en batalla.
—¡Yo no tengo que
demostrarle nada a nadie, niñato de mierda! —estalló Marcel, mientras señalaba
con un rígido dedo a escasos centímetros de la nariz del joven—. ¿Quieres
echarme? ¿Te la pone dura echar a un veterano de la empresa que levantó tu
padre? ¡Pues no te daré ese placer! ¡Cuando vuelva esta tarde, quiero el
finiquito aquí mismo!
Dicho eso, Marcel
salió del despacho con un portazo.
Marcel pensaba que
alguna otra empresa perdería el culo por contratarlo tras su larga experiencia,
pero tras acudir a media docena de ellas a lo largo de una semana, perdió la
esperanza. El problema no era su currículum, le decían, el problema era el
temblor de su mano derecha. Marcel se ahorraba mencionar la recién
diagnosticada enfermedad, pero no podía ocultar su mano.
Tras acudir a la
última empresa en la que lo rechazaron, probó suerte como artista callejero.
Amaba su trabajo. Había estado viviendo de ello treinta y cinco años. Y mucho
antes de ser contratado en Diversión sin
palabras había estado alegrando las calles con sus diferentes roles de
estatuas y con sus números de mímica silenciosa. Desde muy pequeño empezó a
interesarse por ese mundo mudo repleto de bellos gestos. Le fascinaba el hecho
de contar una historia sin mediar palabra. Al mismo tiempo, le resultaba un
misterio cómo aquellas personas que veía por la calle se mantenían inmóviles
hasta tal punto de parecer auténticas estatuas.
Cuando le contó a su
padre lo que quería ser de mayor, este no le dio ninguna importancia. Era un
niño, y los niños siempre quieren ser muchas cosas de mayores. Lo único que le
extrañaba al hombre era que no quisiera ser bombero o maquinista de tren.
Pero cuando el
muchacho dejó los estudios para colocarse en una de las calles más concurridas
de la ciudad, su padre empezó a comprender que aquello no era una simple
ilusión de un niño.
—Bien, si quieres
vivir el resto de tu vida bajo un puente, es tu problema —le había dicho su
padre, con la intención de disuadirlo. Sin embargo, Marcel Salazar, a los
dieciocho años de edad, estaba más
decidido que nunca a seguir con su sueño. Y las primeras monedas que consiguió
lo ayudaron a fortalecerlo.
Poco tiempo después,
un hombre alto como un jugador de baloncesto y delgado como uno de ellos,
vestido con traje y corbata, se detuvo ante él. Un fuerte olor a colonia
masculina le taladró la nariz. Marcel era en esos momentos una estatua oxidada
de hojalata. El hombre se quedó tanto tiempo parado frente a él y sin echarle
ninguna moneda que Marcel empezó a temer que la inquietud que experimentaba en
su interior se exteriorizase y estropeara su número.
Pero finalmente, el
hombre de aspecto importante y jugador de baloncesto habló.
—Eres bueno, chico.
¿Cuántos años tienes?
¿Qué estaba
pasando?, se preguntaba Marcel. ¿De qué iba ese tipo?
Marcel no respondió.
Un mimo jamás habla durante su actuación.
El hombre tenía la
vista fija en sus inmóviles ojos. Le costaba horrores no desviar la mirada.
Sentía que las piernas estaban a punto de flaquear…, pero la sonrisa de aquel
individuo lo tranquilizó un poco. Entonces Marcel percibió que introducía una
mano en el bolsillo interior de su americana, sacaba una tarjeta, y la
depositaba en el bote destinado a las monedas. A continuación, sin decir nada,
se marchó.
Durante la hora que
quedaba de espectáculo, el chico se resistió a la tentación de romper su
inmovilidad y echar un vistazo a la tarjeta. Pero no lo hizo hasta que acabó.
Se agachó en cuanto
el reloj que había a sus pies indicó la hora de acabar, con los músculos
agarrotados, como de costumbre, y antes de contar el dinero ganado aquella
jornada, cogió la tarjeta entre sus dedos y la leyó.
Diversión sin palabras, rezaban unas letras rojas sobre un fondo de
rayas blancas y negras. Y más abajo una dirección y un par de números de
teléfono. Tardó unos cinco días en decidirse, pero finalmente acudió a la
dirección, y allí lo llevaron al despacho del hombre alto como un jugador de
baloncesto y vestido como una persona importante. Era el jefe de la empresa. El
padre del joven que había intentado despedirlo treinta y cinco años después. Y
ese era el despacho en el que aquello ocurrió.
Más de un cuarto de
siglo después, Marcel no tuvo el mismo éxito en la calle que a los dieciocho
años. La gente pasaba a su lado y veía una estatua de Buda enorme, con una
barriga amenazante, se detenía unos segundos fascinada… pero en cuanto
observaban un poco más detenidamente, veían el temblor de su mano derecha,
fruncían el ceño, y lo miraban con ojos llenos de compasión. Algunas monedas
caían en el bote, más por pena que por asombro, pero no las suficientes como
para poder vivir de ello.
Probó también el
espectáculo de mímica, realizando los números que lo habían convertido en el
mejor mimo de la empresa, pero las paredes invisibles que palpaba, o las
cuerdas de las que fingía tirar, entre otros muchos más números, no debían de
parecer lo suficiente sólidas y creíbles a los ojos del espectador. Y el propio
Marcel, a su pesar, iba sintiendo cómo la enfermedad empeoraba cada vez más,
cómo con cada día que pasaba, era menos capaz de controlar su mano, y luego su
brazo, y más adelante la parte derecha de su rostro.
Se encerró en el
piso que se vio obligado a alquilar, en la segunda planta de un viejo edificio
de cuatro. Y allí logró sobrevivir con el dinero del finiquito y lo poco que
ahorró en sus últimos números callejeros. No salía de la casa ni siquiera para
comprar comida. Llamaba a un servicio a domicilio cuando se agotaba, y esto
ocurría cada vez con menos frecuencia, ya que había días en los que apenas
probaba bocado. Nadie se preocupaba por él; nunca había tenido amigos, solo
compañeros de trabajo con los que de vez en cuando había ido de copas. Y hacía
años que no sabía nada de la escasa familia que tenía.
Con ese modo de
vida, la enfermedad empeoraba con mayor rapidez, pero no solo empeoraba el
maldito Parkinson; también su mente.
La depresión lo
llevaba a pensar en el niñato que sucedió al hombre que lo contrató, y lo
llenaba de furia y rabia. En ocasiones, una inyección de esa cólera se filtraba
por cada uno de sus músculos y se dirigía a la puerta, decidido a presentarse
en el despacho y arrancarle la cara. Pero en cuanto alzaba la mano y trataba de
agarrar el pomo con aquel brazo y aquella mano que ahora parecían funcionar por
su cuenta, la rabia retrocedía y se ocultaba bajo el oscuro manto de la
depresión.
No obstante, aquello
no era lo peor. Lo peor era cuando se hundía en un pozo obsesivo. Cuando
pensaba que era un mimo de verdad. Es decir, cuando se convencía de que los
mimos y los humanos eran dos seres diferentes. Entonces se maquillaba el rostro
de blanco, se empapaba en agua y gomina su rizado pelo largo y lo echaba hacia
atrás, brillante como el metal pulido. Se ponía los guantes blancos y el traje
y se pasaba días enteros actuando como un mimo. En esas etapas, nada de lo que
le rodeaba era real, pertenecía al mundo de los humanos, y él no era humano;
era un mimo, y el mundo de los mimos no se regía por las mismas reglas que el
de aquellos seres inferiores. No. El mundo de los mimos era invisible,
invisible para ojos humanos, por supuesto, pero no para los ojos de un mimo.
Así pasaba días sin comer en realidad, porque la acción de llevarse comida
inexistente a la boca, procedente de un plato y tenedor inexistentes, era su
alimento. Cuando necesitaba hacer sus necesidades, no iba al cuarto de baño,
las hacía en su váter imaginario, en este caso, sobre la alfombra del salón. Y
esto era cuando se hundía en el estado de mímica. Cuando se trataba del
inmóvil, se lo hacía todo encima, pues no se movía durante unos días.
Al salir de aquel
pozo obsesivo, se daba cuenta de lo sucedido y lloraba, desesperado. La angustia
llegaba a ser tan intensa, que empezó a tener pensamientos peligrosos para sí
mismo. Sin embargo, nunca llegaban a materializarse.
Hasta ahora. Seis
meses después.
Los cambios de
estado se hicieron cada vez más frecuentes. Los accesos de furia acabaron
desapareciendo por completo, sustituidos por las entradas y salidas del pozo. Y
a su vez, estas acabaron dominando la mayor parte de sus días, hasta tal punto,
que los momentos de relativa lucidez, repleta de angustia y dolor, disminuyeron
a unas pocas horas una o dos veces por semana. Finalmente, tres días antes de
ese en el que se sentó a la mesa del comedor a escribir la carta de suicidio,
su mente se rindió al estado obsesivo, y decidió por sí sola que no quería
regresar al estado depresivo infestado de recuerdos temblorosos y humillantes.
Y aquel mismo día, la angustia penetró en el pozo también, y con ella los
pensamientos peligrosos. Su mente obsesiva se las apañó para dejar pasar un
poco de conciencia sobre sí mismo, sobre su estado, sin llegar a salir del
pozo. Y Marcel decidió que era hora de materializar aquellos pensamientos.
De modo que allí se
hallaba aquella tarde. Las cortinas, a medio echar, dejaban paso a una lámina
de luz ante la que flotaban motas de polvo y pestilencia. Era suficiente para
hacer ver a Marcel lo que intentaba escribir. Su psique estaba dividida en dos
al mismo tiempo. Un pequeño vestigio de lo que era antes, y uno más grande de
lo que era ahora. El humano frente al mimo. Por un lado sabía que lo que tenía
en la mano y frente a sus ojos era necesario para llevar a cabo lo que se
proponía, pero por otro lado, sabía que no podía existir. Marcel estaba muy confuso,
aunque no por ello menos decidido.
Tras media hora con
el lápiz sostenido mediante sus rígidos y temblorosos dedos, Marcel Salazar se
dio cuenta de que no tenía nada que decir a nadie… No, eso no era exactamente
así. No tenía que decir nada a nadie con palabras,
esa era la verdad. Los mimos no usaban palabras, su cuerpo era todo lo que
necesitaban para comunicarse; así pues, ¿qué hacía todavía ahí sentado? Era la
hora de irse, y su propio cuerpo diría todo lo que tenía que decir.
Dejó el lápiz sobre
la mesa y cuando se disponía a levantarse, llamaron a la puerta.
—Don Marcel, abra,
soy Carmen —dijo una voz al otro lado. Y volvió a llamar con insistencia—.
Maldita sea, abra, señor Salazar. Sé que está ahí. Me debe los dos meses; ya he
tenido suficiente paciencia.
«¿Marcel? —se
preguntó—. ¿Quién es Marcel? Yo soy un mimo. Soy el Mimo.»
Y rió con fuerza
—aunque en silencio— sin percatarse de que también lloraba, presa de una
angustia incontrolable. El Mimo reía; Marcel lloraba.
Sin dejar de reír y
llorar, Marcel retiró la silla en la que había estado sentado y se subió en
ella, al tiempo que el Mimo lanzaba una cuerda imaginaria por encima de una
viga imaginaria. Una vez encima de la silla, el Mimo, con el rostro rayado de surcos
en el maquillaje debido a las lágrimas, hizo un nudo invisible y se rodeó el
cuello con el lazo.
A continuación,
escuchando los golpes en la puerta y la voz de la señora Carmen tras ella, el
Mimo estiró una pierna temblorosa, y Marcel golpeó con ella el lateral del
asiento. La silla se desplazó. La pierna izquierda se desequilibró por el
movimiento y al apoyar el pie izquierdo sobre el borde que había sido golpeado,
la silla se inclinó. El pie perdió el contacto y quedó en el aire junto al
otro. Al tiempo que la silla caía de costado sobre el suelo, el cuerpo de
Marcel, sostenido por la cuerda invisible del Mimo, se desplomó.
El cuello del Mimo
no se partió al ajustarse el nudo invisible, pero el cuello de Marcel Salazar sí
se partió al chocar contra el borde del asiento de la silla.