martes, 4 de octubre de 2016

Hay alguien en mi cama (Primera parte)

¿Puedes confiar en... ti?


Esta es una historia que no se concibió con el propósito de publicar por partes, por lo que creo que su lectura del tirón resultará más completa, no obstante, siendo consciente de lo ''duro'' que es leer un texto tan largo en una pantalla, he decidido publicarla en dos partes. El relato completo lo puedes encontrar pinchando AQUÍ.


I

Os voy a contar una historia que, curiosamente, cambió mi forma de ver y entender la mente humana. Y digo curiosa porque me hizo dudar sobre mi trabajo, aquel para el que estudié en la Universidad de Bristol, Inglaterra, durante once años, y del otro tan similar y más sutil.

El trabajo al que me refiero es al de psiquiatra, y el otro, como ya os imaginaréis, es al de psicólogo. Ambos trabajos encargados de la mente humana y ambos con doctores que creen saberlo todo de las profundidades más oscuras de aquello que estudian, incluido yo, Diego Escobar. Hasta que ocurrió el motivo por el que me he decidido a contar esta historia, ya que pienso que he de hacer saber a todo el mundo que no estamos solos aunque no haya nadie físico a nuestro alrededor. No estoy hablando de algo sobrenatural, no estoy hablando de fantasmas, sino de algo mucho más real, tan real, que es lo que nos hace ser lo que somos, al menos en parte. La mente.

Este suceso —mal calificado como pasajero— de mi vida logró descolocar y destruir todo lo que creía saber y haber aprendido de la experiencia anterior, puesto que me hizo pensar que ella, la mente, es como un ser vivo que yace agazapado y acechante en nuestro cuerpo, con la habilidad de poder actuar de forma independiente cuando le plazca…

Así pues, sin más preámbulos, comienzo esta extraña y reveladora historia con su único protagonista, Francisco (Fran) Gómez, cirujano…

***

Fran acababa de salir de una larga operación —seis horas y cuarenta y ocho minutos en quirófano— y estaba plenamente agotado, aunque alegre, pues el paciente, que había llegado a urgencias con apenas veinte minutos de que la vida hiciera las maletas y dijera adiós para siempre, se salvó gracias a su gran intervención.

El caso había sido una peritonitis bacteriana con perforación de estómago; el desdichado había tenido una jodida mala suerte. La operación no habría sido tan complicada si el estómago no hubiera estado tan reventado como lo estaba (la bacteria, alimentada por el ácido gástrico, había estado a punto de acabar con él), razón por la que tuvieron que actuar con mucho cuidado pero también con la suficiente velocidad para que la vida se retrasara y perdiera el barco. No obstante, la experiencia y control que le llevaron a ser uno de los mejores cirujanos de ese hospital que se había convertido casi en una segunda —o primera— casa para él, le ayudó a cumplir su tarea (la de salvar «Vidas frustradas», como él las llamaba, que decidían fugarse del cuerpo que las contenía), consiguiendo limpiar en profundidad la cavidad abdominal y suturar la perforación con mejor resultado y habilidad que la de un sastre veterano.

Por lo tanto, estaba cansado, empapado en sudor y seguramente apestando al sucio olor a cebolla podrida de ese líquido de desecho, sí, pero también orgulloso de su trabajo y complacido por las felicitaciones de sus compañeros de quirófano, quienes uno a uno iban saliendo tras él tocándole el hombro con una sonrisa.

Ser cirujano le gustaba, o mejor dicho, le encantaba. Si no fuera así, ¿para qué había dedicado doce años (siete de medicina y cinco de cirugía) de su vida a estudiar la carrera? ¿Para pasarse todo el día colocado, ir a todas las famosas fiestas de universitarios y emborracharse cada dos por tres? No, él no era de esos, es más, ni siquiera fumaba o bebía. Lo segundo solo lo había hecho una vez y fue cuando la guarra de su mujer, la que decía que le quería («¡Y una mierda!»), le dejó porque «pasaba mucho tiempo en el hospital y apenas se veían».

¿Esa era razón para abandonar a quien querías?, se preguntaba constantemente. ¿Acaso no se suponía que al querer a alguien y al casarte, al sentir eso e incluir en tu vida diaria a otra persona, lo hacías sabiendo que podía ocurrir cualquier cosa, cualquiera? Si en realidad amas a alguien, no importa que no le veas tanto como querrías, pensaba Fran, lo importante es que, aunque sean unas pocas horas, estás con él, lo abrazas y besas, y no importa porque es la persona con la que creíste que tu corazón iba a desbordarse por los costados del pecho. Un río puede desbordarse un año y al año siguiente vaciarse por completo, pero Fran creía que el amor no era así, a menos que la otra persona lo vaciase manualmente, y Silvia, su exmujer, así lo había hecho, causándole mucho daño, ya no por el hecho de que le dejara, sino por la horrible revelación que aquello conllevaba: el saber que nunca le había querido de verdad.

En cualquier caso, desde la noche en que Silvia le dijo que quería el divorcio y el hombre fue al bar de su barrio a intentar perderse en el alcohol, nunca más lo había bebido. Le supo asqueroso y lo único que le hizo fue provocarle una espantosa resaca al día siguiente que le mostró su penosa situación de una manera más clara aún.  

Por lo que sí, su trabajo le gustaba. No entendía a las personas que estudiaban para algo específico y luego, una vez trabajando, deseaban que les llegase la jubilación e irse a su casa lo antes posible. Él, Francis de pequeño, había tenido profesores que cuando veían a un alumno vaguear, le decían: «¿No quieres estar aquí? Pues Yo tampoco, pero es lo que hay». Si no quería estar dando clase, ¡¿por qué demonios estudió para dicha profesión?!

Fran rió débilmente al pasillo medio vacío que tenía delante y se llevó una mano a la frente. Se secó el sudor y luego se masajeó los ojos. Dios mío, estaba más exhausto de lo que pensaba, ya ni siquiera controlaba lo que le rondaba por la cabeza.

Dio un largo y profundo suspiro y, sacudiendo la cabeza, rozándose el cuello con la mascarilla que colgaba de este, enfiló el blanco corredor hacia su despacho para hacer el informe de la operación. Por otro lado, no le parecía lo correcto, pero hoy se había visto obligado a enviar a otro cirujano que intervino en la operación para que hablara con los familiares.

Al llegar el final de su turno, dos horas después, rechazó la invitación de salir a cenar de una joven adjunta que realizaba las prácticas bajo su tutoría y que desde que entró por las puertas del hospital, Fran sospechaba que le gustaba. A decir verdad no sabía por qué; él era un hombre con treintaiocho años de edad pero con arrugas prematuras por el constante trabajo y canas a lo George Clooney. Ahora que lo pensaba, tal vez fuera por eso mismo: ¿no les vuelve locas a todas —o a casi todas— las mujeres ese actor? Y ella tenía… No lo recordaba bien, pero debía rondar por los veinticuatro o veinticinco. No es que la chica no fuera atractiva con sus almendrados ojos verdes y su cabello negro (una de las mejores combinaciones que la naturaleza había creado, opinaba Fran), pero él ya no se sentía con la energía suficiente como para seguir el ritmo de un cuerpo más joven y engrasado que el suyo.

En lugar de cenar con aquella chica, llamada por cierto Diana, decidió comer cualquier sobra de la cena anterior, darse un baño, no una ducha, sino un baño con el agua caliente cubriéndole hasta la barbilla para calmar y relajar sus cansados huesos y músculos, meterse en el catre en calzoncillos tras secarse, y dormir toda la noche hasta que el irritante timbre del despertador le arrancara de su agradable inconsciencia y le arrastrara de nuevo a su jornada.

De camino a casa en su Audi A3 negro, apareció de nuevo en su cabeza Silvia. ¿Por qué se había acordado de ella al salir de la operación? ¿Le habría pasado algo?

No es que no pensara en ella a menudo (para ser sinceros, pensaba en ella más de lo que le interesaba admitir, a pesar de que ya había pasado un año y medio, y no podía decir que no le preocupara esa… obsesión), sin embargo nunca le había ocurrido durante el trabajo. O al menos no tras salir de una operación. Los momentos en los que aparecía en su mente eran en los que no tenía nada que hacer, como ahora, o mientras veía en la tele algún programa aburrido, es decir, en momentos en los que se dejaba espacio en el cerebro para meter toda la mierda. Aunque últimamente, recordó de pronto, también se había sorprendido pensando en ella mientras realizaba un informe o comunicaba a familiares los resultados y estados de los pacientes tratados.

Se había negado tanto a reconocer eso, que había olvidado que poco a poco su horrible recuerdo de Silvia se estaba metiendo incluso en su trabajo.

Encendió la radio para ver si escuchando música buena conseguía tapar la voz de su exmujer —era curioso cómo al principio le había parecido la más bonita del mundo y cómo actualmente le resultaba chirriante, como el roce de un tenedor en un plato de porcelana— que le decía «Yo no puedo seguir así, Fran. No lo soporto. Esto no funciona», y muchas otras cosas más que odiaba. Tras no encontrar nada en la radio, deslizó un CD del gran rey de la guitarra por la rendija del reproductor, subió el volumen hasta que enmudeció el leve ronroneo del motor del coche, y para su alivio, el elegante blues logró silenciar también la voz.

Una vez en su casa, un innecesario chalet de dos plantas con piscina y una impresionante vista al casco antiguo de la ciudad, decidió pasar de las sobras e ir directamente a la bañera.
 

Satisfecho, le sorprendió descubrir que no había pensado en Silvia durante el cálido baño. Había estado tan relajado, que su mente, gracias a Dios, le había dado un respiro. Pero sí reapareció, como casi siempre, cuando se acostó. Por suerte, por lo general, se quedaba traspuesto instantes después..., siempre y cuando no sintiera esa terrorífica presencia en su cama que, por un lado, un macabro lado, era un alivio, pues así dejaba de pensar en ella.

Aquello no era exactamente una presencia, y solo le había sucedido tres veces en un mes, sino más bien la sensación de que el colchón cedía a sus espaldas. No importaba el lado hacia el que estuviera tumbado, siempre se producía a sus espaldas. Cuando ocurría, a pesar de encontrarse en la edad en la que los huesos comienzan a encoger, se acurrucaba muerto de miedo entre las mantas, como un niño, y se esforzaba por quedarse dormido; no sabía por qué, pero aquello le daba mucho, mucho miedo, más que ninguna otra cosa en el mundo. Luego, a la mañana siguiente, cuando lo recordaba, se sentía completamente ridículo e infantil.

Había considerado la posibilidad de que eso tuviera que ver con su… obsesión con Silvia, por supuesto, y de que tal vez, todavía, una parte de él, quería creer que ella entraba en su casa por las noches y se tumbaba a su lado. Sin embargo, estaba seguro de que no se trataba de ella, pues a menos que hubiera engordado en el año y medio que llevaban  sin verse, el colchón no cedería tanto como lo hacía; cada vez que Silvia posaba su esbelto cuerpo en la cama, Fran recordaba que no sentía ni el más leve hundimiento, ligera como una pluma.

No obstante, no le daba demasiada importancia; tenía un trabajo muy importante que hacer en su día a día, y por lo tanto no lo había hablado con nadie, ¿por qué debería hacerlo? Finalmente se convenció así mismo de que era causado por su estrés y tremendo cansancio, una mala pasada de su fatigada imaginación, por eso, a pesar de tener miedo, intentaba dormirse en vez de encender la luz y averiguar que en realidad no había nadie allí. Además, hacía por lo menos un mes que no lo sentía, y el mismo tiempo que no pensaba en ello.

Y mal hizo en pensar en ello, pues, aunque esa noche no sintió ceder el colchón, la siguiente no tuvo la misma suerte. Esa horrible sensación reapareció como si la hubiera invocado con sus malditos pensamientos el día anterior.

Estaba a punto de que una oscura ola cayera sobre él, arrastrándole así al océano de los sueños, cuando el movimiento del colchón le hizo tener que sujetarse al borde de este para no rodar ligeramente sobre su espalda, provocando a la vez que la ola retrocediera sin alcanzarle.

Esta vez el hundimiento fue mucho más pronunciado. Se arrimó todo lo que pudo al extremo de la cama opuesto (al que estaba aferrado), y subió los hombros hasta el lóbulo de sus orejas y las rodillas hasta el pecho desnudo. Intentó respirar hondo y regularmente, y poco a poco, los latidos violentos de su corazón fueron bajando de velocidad hasta golpear su tórax lenta y pesadamente como el tamborileo de una marcha fúnebre.

Inhalando aire por la nariz y soltándolo por la boca, con las sienes, las axilas y la parte posterior de las rodillas empapadas de sudor, esperó un tiempo incierto que le pareció eterno —ya que en la oscuridad, al igual que la orientación, el tiempo es casi imposible de controlar— a que el colchón ascendiera a su posición normal o a que la ola, más oscura aún, volviera de nuevo para llevárselo.
    

Fran Gómez abrió los ojos, o los ojos de Fran Gómez se abrieron, y supuso que la ola finalmente lo había envuelto, pues ya era de día. Se encontraba aún en el borde de la cama. Logró dormirse y al parecer le había sentado bastante bien; se sentía estupendamente —exceptuando esa ligera y vergonzosa sensación infantil—, como si no hubiera ocurrido nada, al igual que las otras veces.

Salió de entre las ropas de la cama y desconectó la alarma del despertador. Como muchas otras veces, se despertó antes de la hora fijada en el antiguo radio-despertador que le dejó su padre como única herencia.

Estiró los brazos hacia arriba con los dedos de las manos cruzados e hizo chasquear los huesos de la espalda mientras bostezaba. Extendió despreocupadamente las sábanas y mantas de su cama y se vistió con una camisa blanca a rayas azules, unos vaqueros oscuros, y unos zapatos de cuero marrón. A continuación se mojó el pelo, dibujó una disimulada raya en el lado derecho, y se peino hacia el lado opuesto. Tras mirarse con detenimiento en el espejo, llegó a la conclusión de que la escasa barba podía aguantar un día más sin ser afeitada. Luego bajó a la cocina y se tomó el primero de sus cafés matutinos muy cargado.

En menos de media hora, se encontraba en el hospital poniéndose el uniforme verde y la bata blanca con la tarjetita plastificada que rezaba: DR. FRANCISCO GÓMEZ. CIRUJANO.

Fue una jornada bastante ajetreada con más de una operación y varias consultas, pero las operaciones no fueron muy largas ni complicadas; si a caso solo dos: una mujer herida gravemente por un accidente de coche y un hombre que, ridículamente, se había aplastado —y casi cortado— los dedos con una puerta por tratar de evitar que diera un portazo debido a una intensa corriente de aire; sin embargo ninguno de los dos perdió a su «Vida frustrada». Por lo que el día le había resultado entretenido y le había hecho sentirse complacido y orgulloso por su trabajo una vez más.

Aunque la verdadera razón por la que le agradó tanto esa jornada y por la que estaba tan contento y fresco, como un hombre nuevo, era que gracias al poco tiempo que tuvo para descansar, no había pensado en Silvia ni en una sola ocasión, y se veía con fuerzas para que siguiera así toda la noche. Había olvidado por completo lo de la presencia en su cama, pero era normal; no tenía motivos para no hacerlo. Aún.

El ánimo no dejaba sitio al cansancio, y se convenció así mismo de que si Diana le ofrecía salir a cenar, no solo iría, sino que pagaría él la cena, de tal manera que más bien sería él quien le invitara a ella.

Y así lo hizo. Como casi todos los días de la semana, Diana le alcanzó en la firma de salida de turnos y se lo preguntó. Fran aceptó, y le divirtió ver una expresión de sorpresa en el rostro de ella.

—Está bien —se recuperó enseguida la chica—. ¿Qué tal dentro de una hora en el Palacio Oriental?

Fran se sobresaltó al oír aquello. ¿Comida china? ¿Qué clase de cena romántica era esa? O él estaba muy anticuado o… Un momento, ¿quién había dicho que era una cena romántica? Sonrió para sí dejándolo ver y negó con la cabeza. ¿Podía haberse confundido con Diana?

Sí, seguro que sí.

—¿No? —preguntó ella ligeramente ruborizada—. ¿Mejor en…?

—Oh, no —dijo Fran todavía riendo—. No, no, Diana, tranquila, el Palacio Oriental está bien; es que me ha venido de repente una cosa a la cabeza, lo siento.

—¿Seguro? Si quieres podemos…

—No, seguro, Diana. Allí dentro de una hora, ¿no?

Diana recuperó su bonita sonrisa y asintió.

—Eso es.

—Bueno, pues hasta luego entonces. —Y, tras volverse, se detuvo y la miró de nuevo—. Ah, se me olvidaba: pago yo.

La sonrisa que le mostró Diana fue tan brillante, que pareció iluminar la oscura carretera durante todo el camino a casa por encima de los faros del coche.
    

Mientras se vestía, comenzó a sentirse estúpido por haber creído que le gustaba a Diana. En parte era un alivio que no, pero también le había disgustado un poco; un rincón de su ser se regodeaba con el hecho de que aún pudiera ser atractivo para chicas mucho más jóvenes que él. No obstante, cuando lo descubrió, sintió algo extraño en su cuerpo, y no era por su decepción, sino algo más profundo e intenso. La idea resultaba ridícula, pero no podía apartarla. ¿Tal vez le gustaba ella a él? No, imposible. Sin embargo, esa sonrisa…

«No, para. No seas ridículo», se obligó a rechistarse con una sonrisa ausente. 

Terminó de ajustarse la corbata, se ató los finos cordones de los zapatos, y salió en dirección al Palacio Oriental, a unos ocho kilómetros de su casa.

Aparcó el Audi en un aparcamiento exterior y entró en el mundo de colores dorados  y rojos iluminado con una cálida luz tenue. Pidió una mesa (no habían reservado ninguna) y se sentó. Le dijo al camarero de ojos rasgados que le tomaba nota que le llevase un vaso de agua, y cuando volvió su rostro inexpresivo, Fran se percató por primera vez de que nunca había probado la comida china.

Cuatro minutos después, a en punto —Fran llegó antes de la hora—, apareció Diana Moreno (curiosamente el primer apellido hacía juego con el color de pelo, tan oscuro que parecía teñido) con un elegante vestido pero lo suficiente normal como para dejar claro que no se trataba de una cita. Fran sintió de nuevo esa sensación en el estómago de decepción. «¿De verdad aún seguías creyendo que tal vez le gustabas? —se dijo. Y luego—: ¿Y por qué esa sensación?»

—¡Hola! —la saludó para sacar esas peligrosas ideas de su cabeza.

—Hola, doctor Gómez —correspondió ella un tanto tímida.

—Oh, por favor: no me llames así. Puedes llamarme Fran, estamos fuera del trabajo. Bueno, en realidad, puedes llamarme así siempre.

¿Qué estaba diciendo?

—De acuerdo.

Se sentó con aquella boni… extensa sonrisa y le miró a los ojos.

—Bueno, Diana, tengo que confesarte que no he probado la comida china en mi vida.

—Ah, pues está deliciosa, te lo aseguro —dijo ella cordialmente—. La cocina china es mi preferida, por eso decidí venir aquí para hablar con el cirujano que más admiro. Vengo a este mismo restaurante tres veces a la semana, cuando no cuatro. No te arrepentirás de probarla, ya verás.

Fran había dejado de escuchar involuntariamente cuando Diana dijo «el cirujano al que más admiro», aunque no dejó de contemplar sus impresionantes y vivos ojos verdes.

«¿Me estoy enamorando? —se preguntó sin querer—. ¿He estado enamorado de ella durante todo el tiempo sin darme cuenta?»

«¡Venga, Doc, si ni siquiera la conoces, como aquel que dice!»

El debate en su cerebro se había iniciado, como solía ocurrir.

«Simplemente ha dicho que te admira. Es lo normal, ¿no? Teniendo en cuenta que ella está estudiando para cirujano y tú eres uno de los mejores…»

«Eso es, exacto, es lo normal. Ahora deja de comportarte como un niño bobo que piensa que le gusta a todas las de su clase y céntrate en la cena. La chica querrá preguntarte muchas cosas.»

Fran hizo caso a su racional voz interior y volvió a la cuadrada mesa del exótico restaurante chino, donde Diana ya pedía la igualmente exótica comida para los dos, al mismo exótico e inexpresivo camarero que le sirvió el vaso de agua tras sentarse.

—¿Qué me has pedido? —preguntó Fran cuando se marchó.

—Lo mismo que a mí —le dijo ella, siempre con la sonrisa en los labios—. Sushi: no me creo que no hayas probado el Sushi; pan de gambas: ¡te encantará, está delicioso!; arroz tres delicias: eso has tenido que probarlo… —le dirigió una mirada inquisitiva con una fina ceja levantada.

Fran negó con la cabeza y una mueca en los labios.

Diana mostró en su cara asombro e incredulidad, y se echó a reír.

—¿Quién no ha probado el arroz tres delicias? —dijo entre delicadas carcajadas.

El cirujano se echó a reír moderadamente también, más bien una sonrisa sonora, como la de ella.

—La verdad es que soy una persona muy cerrada en cuanto a probar la cocina de otros países. A mí dame jamón y tortilla de patatas y luego hablamos… —bromeó.

Los dos rieron más alto y casi no pararon durante toda la cena, excepto en algunas explicaciones de cirugía que Fran le dio a Diana, que, como le había dicho la voz interior, era ese y solamente ese el objetivo de la cena.

Diana le confesó que deseaba llegar a ser tan buen cirujano como él, y que esperaba que, cuando terminara las prácticas, la contrataran en ese mismo hospital, para seguir ganando experiencia junto a él, si no le importaba, claro. A Fran no le importaba en absoluto; es más, le costaba imaginar no volver a verla.

También le dijo que tenía novio, lo que le hizo desgraciadamente comenzar a mostrar una sonrisa forzada; pero solo tras los dos minutos que le llevó asimilarlo, asimilar que él no era el hombre apropiado para una chica de veinticuatro o veinticinco años. El chaval, llamado Enrique (Quique o Kike), se había ido a terminar sus estudios a Londres.

Durante el postre, cuando la conversación giró a temas un poco más personales debido a la confianza, más calmados y sintiendo un ligero dolor en las mejillas y en el pecho, Diana dijo algo que le hizo abrir los oídos más que nunca.

—Tal vez pienses que estoy loca, pero ha habido veces que, tumbada en la cama, he sentido cómo el colchón cedía a mis espaldas. En serio, es algo muy extraño. Te lo cuento porque tú, al haber sido médico durante tantos años, tal vez hayas recibido a algún paciente con esto mismo o…

—No he recibido a ninguno —le cortó Fran con aire meditabundo, sorprendido aún por la coincidencia—. Pero yo también lo he sentido.

Diana abrió los ojos.

—¿Y sabes qué podría ser? Conozco a otras personas que les ha pasado lo mismo al menos una vez (a mí, en, realidad, solo dos veces; una hace poco), y dicen que son fantasmas, o la propia imaginación.

Le dio un escalofrío. Estaba muy seria… y muy guapa.

Fran no se lo podía creer; ¡así que no le ocurría solo a él!

—Bueno, yo no había pensado en fantasmas, no creo en ellos —afirmó el doctor. La estupefacción se esfumó tan rápido como había venido y volvió a su típica indiferencia sobre ese tema—. Simplemente es producto de la imaginación debido al cansancio y al estrés. No te preocupes.

—Me gusta más tu explicación, desde luego —confesó. Y luego, aparentemente más calmada—. ¿No crees en los fantasmas?

—Creo que mis estudios lo demuestran, ¿no? —expresó abriendo las manos y encogiéndose de hombros.

—No todos los «científicos» no creen en lo sobrenatural.

—Bueno…, quizás tengas razón. Pero yo sigo sin creer. Han sido pocas las personas que han muerto en mi quirófano, pero las que lo han hecho lo han hecho, sin más, y jamás he sentido nada a mi alrededor cuando ocurría. ¿Tú crees?

Tardó en contestar, y lo hizo cuando su resplandeciente sonrisa volvió a estirar sus labios.

—No. La verdad es que no.

Y ambos se echaron a reír de nuevo por la absurda situación de tensión causada.

Estuvieron un rato más ahí sentados, y finalmente se fueron, cada uno por su camino, cada uno con su coche, y cada uno con sus vidas…

Y de repente, la persona que no había aparecido en todo aquel gran día, se presentó. Silvia, siempre Silvia. De nuevo diciendo estupideces en su cabeza.

Subió el volumen del coche y se concentró en la carretera que iba surgiendo de la oscuridad y desapareciendo por debajo del capó.

Una vez en casa, se desnudó hasta quedar en calzoncillos y se dejó caer en la cama tras abrirla.

Tenía un ligero vestigio del sabor de la comida china en la boca. Había resultado estar rica —no tanto como la gastronomía española—, no obstante, no quería pasarse toda la noche despertándose con el saborcillo del pescado y las gambas en la lengua, de modo que se levantó a lavarse los dientes, que con las ganas que tenía de meterse en la cama —ahora todo el trabajo del día sí que le estaba haciendo efecto, y con el doble de fuerza—, se le había olvidado.

Con el gusto a menta fresca, regresó al catre, se tumbó, apagó la luz —quedando totalmente a oscuras—, se deseó dulces sueños, y cerró los ojos intentando rechazar el recuerdo de la constante Silvia…, cosa que consiguió, aunque no por su insistencia…, sino por el maldito hundimiento del colchón.

El estúpido terror lo invadió sin piedad. ¿Por qué? «¿Por qué demonios le tengo tanto miedo?»

El colchón siguió hundiéndose... y siguió como la noche anterior. Tuvo que agarrarse para no rodar. ¿Por qué cedía tanto ahora? Antes se producía solo un leve movimiento. ¿Había engordado el fantasma? «Calla, Fran, tú no crees en esas gilipolleces.»

Respiró hondo, como las otras veces, y cerró los ojos con fuerzas…, pero en esta ocasión nada de eso funcionó.
    

No consiguió dormirse en toda la noche, y cuando los primeros rayos de sol empezaron a filtrarse entre los agujeritos de la persiana, el hundimiento ascendió muy, muy lentamente, para dejar descubrir a Fran que le dolía todo el cuerpo, todos y cada uno de los recodos más inimaginables de su cuerpo, incluso partes que sabía que tenía, puesto que la anatomía es lo principal a estudiar en su carrera, pero que jamás le habían revelado su existencia. Tenía los dedos agarrotados del largo estado de sujeción al borde del colchón, y las rodillas le rugieron quejumbrosas al estirarlas.

Permaneció un rato boca arriba con los ojos fijos en el techo de su cuarto, cada vez más blanco debido a la creciente claridad del amanecer. Le picaban. Sentía en ellos ese picor vidrioso que se experimenta cuando se tiene mucho sueño o no se ha dormido nada. Por lo que, al recordar que era sábado y no tenía nada que hacer (lo que le llevaría a pensar en Silvia), decidió quedarse en la cama y dormir todas, o casi todas, las horas que no había podido echar durante la horrible noche.
    

Se despertó cinco horas después, al medio día más o menos. No estaba mal, por lo menos cuando llegara la noche tendría ganas de dormir de nuevo.

Los ojos vidriosos se habían ido pero los dolores continuaban más feroces que nunca y en el cuarto hacía un calor de muerte; el sol primaveral pegaba de lleno en la mitad inferior del cristal de la ventana, pues la otra mitad estaba protegida por la persiana. Nunca la bajaba del todo; una vieja costumbre.

Trató de ponerse en pie encharcado de sudor con la sensación de que de todas las partes de su cuerpo le colgaban kilos y kilos de sacos llenos de pesadas piedras, lo que le llevó a sentarse de nuevo tras su impulso, al no esperárselo. Lo volvió a intentar, y esta vez consiguió levantarse y avanzar, lenta y pesadamente. Cada paso era como si una corriente de agua opuesta le impidiera andar, solo que esa corriente no era de agua, sino de dolor.

Deseó con toda su alma que su busca no sonara en todo el día, como solía suceder los días que libraba, pues sería incapaz de realizar su trabajo correctamente en ese estado. Por un momento se le pasó por la cabeza coger el molesto cacharrito y arrojarlo contra el suelo, para que se rompiera en mil pedazos y así estar seguro de que no recibiría su poco bienvenido pitido, pero se obligó a desechar la idea; podían llamarle al móvil. No obstante, si también estrellaba el teléfono contra el mármol de la habitación… No. Tarde o temprano darían con él si era muy urgente y él se habría quedado sin busca y sin un Smartphone de doscientos euros.

Resolvió que lo primero que tenía que hacer era darse una ducha, bueno, mejor tres: una fría, para quitarse ese insoportable calor, una caliente para calmar los dolores antes de tomarse un Ibuprofeno, y otra fría o templadita para no morir asfixiado de calor.

Cuando terminó (la ducha reparadora había acallado un poco los rugidos de los dolores), se preparó un café con leche y sacó un sobrecito de Ibuprofeno de su caja. Arrojó el contenido en un vaso con menos de la mitad de agua y le dejó a la espera de acabar con el café. Tras percibir de nuevo el persistente sabor del Sushi y las gambas en lo más profundo de su boca, se hizo dos tostadas.

Mientras masticaba las secas rebanadas de pan y contemplaba una capa de polvo en las estanterías de la cocina, decidió que sería una buena idea, o un buen modo de entretenimiento (y de evitar pensar en Silvia), limpiar la casa. Desde que se compró aquella gigantesca casa después del divorcio en un alarde de furia, rencor y pesadumbre, no recordaba haberla limpiado nada más que una vez, y de eso hacía ya… ¿siete meses? No se acordaba con exactitud. Podía contratar a una mujer (o a un hombre) de la limpieza, pero no le satisfacía la perspectiva de tener a una persona vagando por su casa a solas. También había pensado vender esa e irse a vivir a otra vivienda más pequeña, más acorde con un hombre soltero, pero no tenía ni tiempo ni ganas de implicarse en algo así en esos momentos.

Por lo que sí, hoy era un buen día para arreglar su hogar; en cuanto hiciera efecto la medicina por supuesto. Probablemente, cuando terminara tanto el efecto analgésico como de limpiar, sentiría el doble de dolor, pero cualquier cosa con tal de estar ocupado.

En media hora ya estaba listo. Puso un CD en la minicadena de su guitarrista preferido, y comenzó la tarea.

Después, alrededor de tres horas, se hundió en el sofá del salón. Como había previsto, los dolores regresaron al ataque con más aliados; por un momento creyó que sería incapaz de levantarse de ese diván azul para tomarse la dosis del calmante; no obstante, aún quedaban otras tres horas para poder tomárselo.

La tarde se le hizo eterna, pero al final el sol dijo «adiós» y la luna «hola» y llegó la hora de cenar y de irse a acostar.

Aunque pareciera una locura, agradecía haber tenido todos esos dolores; habían mantenido su mente lo suficiente ocupada como para no pensar en la de siempre.

Aquella noche, la presencia en su cama también hizo su aparición, sin embargo, logró ser atrapado por la ola negra y dormir de un tirón.

Sería la última noche que lo conseguiría.
    

A partir de aquella, todas las noches que siguieron el hundimiento del colchón lo aterraba en un reducido hueco de la cama y le impedía dormir sin despertar al menos seis veces. Y todas esas noches se hacía las mismas horrorosas preguntas: ¿Por qué le tenía tanto miedo? ¿Por qué se había vuelto tan frecuente? ¿Y por qué cedía más que antes? Se había negado por completo a irse al sofá o a otra de las habitaciones con camas, ¡ese era su cuarto y ese su cómodo catre! No iba a permitir que su estúpida imaginación le expulsara de allí.

Finalmente, después de estar una semana soportando aquello y de haber recibido una recomendación de su jefe que le decía que se le veía agotado y que debía descansar porque así no podía trabajar, Fran decidió aceptar la amable propuesta de su superior y tomarse unos días libres con un único objetivo: acabar con el ser, fuera cual fuese, que todas las noches le robaba el espacio en su propia cama y le provocaba un ataque de pánico semejante al de un niño al que le dicen que hay un monstruo en el armario. Tras esa semana, dejó de pensar que fuera producto de la imaginación. Su mente cansada había expulsado esa idea.

Diana —en quien no volvió a pensar tras la cena, otorgándole así la razón a su voz racional que le decía que no estaba enamorado— trató de invitarle a cenar de nuevo tres veces durante esos cinco días, pero Fran la rechazó en las tres ocasiones, y la tercera con una dura y grosera respuesta procedente de una mente tan fatigada que, si alguien le hablara del tema, no recordaría haberlo dicho. Diana pareció asustada e indignada, y no volvió a proponérselo, ni siquiera le miraba durante el día. A partir de entonces se limitó a agachar la cabeza y a asentir ante las explicaciones de Fran, además de a obedecer las órdenes que le daba su tutor cuando trataban a un paciente, sin hacer ninguna de las abundantes e interesadas preguntas típicas en ella.

Así pues, el viernes fue su último día de trabajo…, nunca mejor dicho. 

Justo antes de meterse en la cama ese día, subió arriba, entró en el verde cuarto de baño de su habitación, abrió el botiquín que colgaba al lado del espejo que reflejaba a un hombre casi desconocido —un hombre con más canas de las que recordaba tener, unas sombras en los ojos que parecían sacos de basura negros, arrugas de cansancio que recorrían toda su cara, una espesa barba—, y sus ojos se encontraron con lo que perversamente buscaba.

El bisturí.

Siempre guardaba uno en los botiquines, con él se sentía más seguro, pero en cuanto a problemas de auxilio, no de defensa propia. Hasta ahora.

De alguna manera se había convencido finalmente de que cada noche había alguien (tal vez Silvia con unos cuantos kilitos de más) en su cama que subía sigilosamente por las escaleras, tal vez descalzo o con calcetines de esos de lana llenos de bolitas que amortiguan las pisadas, y se tumbaba en su cama por alguna macabra razón. Era una sensación demasiada física para ser obra de la imaginación. Aquello no estaba en su cabeza.

Oh, sí, estaba totalmente convencido de ello.

—Pero eso se va a acabar, ¿verdad, querido bisturí? —afirmó en voz alta, acercando la mano hacia la afilada herramienta, la cual arrancaba destellos a la luz del baño.

Los ojos casi se le salían de las órbitas de tan abiertos que los tenía, en una expresión casi demente, y se sobresaltó al verse parcialmente reflejado en la brillante superficie del bisturí.

—¿Qué estoy haciendo? —susurró para sí en un repentino acceso de cordura.

«Lo que tienes que hacer», le respondió la infernal voz interior.

Fran dudó.

«No lo pienses más —le instó—. Entra en la cama, agarra el bisturí por debajo de la almohada como hacen los granjeros de las películas americanas con sus revólveres, y espera a que esa maldita hija de perra deslice su asqueroso cuerpo entre las sábanas. Luego, ¡zas!, te giras y hundes la delicada herramienta médica en su cuello como ella hunde tu colchón.»   

Durante un instante se le ocurrió utilizar el bisturí contra aquella vocecilla. Pero no. Tenía razón. Era muy molesta, pero tenía razón. No podía aplazarlo más.

Cerró la puertecilla del botiquín con más fuerza de la necesaria y observó desde el umbral de la puerta del baño toda su habitación.

—¡Hoy es tu día, ¿me oyes?! —gritó al silencio que lo envolvía. La demencia regresó—. ¡Hoy es tu día! ¡Así que más vale que no aparezcas por aquí, porque te llevarás una sorpresita! —Se asomó por la puerta de su cuarto, que daba al pasillo y a la escalera—. ¡Sí,  ¿me oyes?! ¡Más vale que no aparezcas y me dejes dormir en paz! —La voz sonó hueca en el vacío.

Y tras su advertencia se adentró en la cama. En su cama.

Apagó la luz centralizada de la mesilla, se tumbó sobre el costado derecho, colocó la mano izquierda bajo la almohada, con el bisturí cogido como el asesino de Psicosis el cuchillo, y esperó, esperó impaciente a que

 (Silvia)

esa persona o ser comenzara a hacer ceder su colchón.

Con cada segundo que pasaba, más seguro estaba de quién era el responsable y por qué lo hacía. Quería atormentarle aún más, hacerle sufrir más de lo que lo hizo; no bastaba solo con vaciar su corazón, no; tenía que estar todos y cada uno de los días y noches de su vida recordándoselo, y haciéndole saber que nunca jamás volverían a estar juntos pero que seguía existiendo…

El colchón se movió a sus espaldas.

Fran se tensó y extendió los labios en una escalofriante sonrisa. Agitó los dedos sudorosos sobre el suave y diminuto mango del bisturí, uno a uno. Esperó a que cediera más y más, hasta que él sintiera la necesidad de aferrarse al borde del colchón para no rodar; solo que en esta ocasión no haría eso. En esta ocasión se serviría de esa inercia para coger más velocidad en su giró y clavar con más potencia la afilada herramienta quirúrgica con la que se defendía muy bien, bastante bien; sin ella no habría recibido los trece diplomas que colgaban repartidos en sus despachos, seis en el de la casa, y siete en el del hospital.

El colchón continuó descendiendo y descendiendo hasta que por fin fue lo suficiente hondo como para que diera a Fran la oportunidad de actuar. Así pues, nada más sentir que su cuerpo empezaba a rodar sobre el costado primero y sobre la espalda después, como una roca redonda arrojada por una pendiente, encendió la luz con la mano derecha —la cual tenía extendida con los dedos en el interruptor— y sacó de debajo de la almohada la otra con un rápido y potente movimiento centelleante a la vez que retorcía su torso y su cuello sin sentir el corte del antebrazo derecho.

Acto seguido comenzó a hundir y alzar repetidamente el bisturí en el colchón, como un loco cegado por la locura, justo donde este cedía, y a desparramar miles y miles de jirones de hilos y tela por toda la cama. No cesaba de gritar «¡Maldita puta! ¡Zorra! ¡Ya no volverás a molestarme! ¡Ya no volverás a atormentarme! ¡Zorra!...». Paró cuando vio los muelles asomando por los agujeros deshilachados, como si el colchón le mostrara sus vísceras, y se dio cuenta de que ahí no había nadie; solo un loco desequilibrado por completo que no hacía más que apuñalar a un inocente colchón.

Entonces sintió una intensa quemazón en el antebrazo derecho y los dedos ligeramente dormidos.

Se miró horrorizado el corte rojo que pasaba por encima de su piel, muy cerca del músculo llamado extensor común de los dedos. Un poco más profundo, y se lo hubiera cortado, perdiendo por completo la movilidad de estos y teniendo que ir a urgencias.

Aquel accidente también le reveló la potencia con la que había lanzado el golpe —pues no era un simple roce como debería de haber sido en cualquier caso—, y se preocupó, saliendo de esa especie de demencia como si un hipnotizador hubiera chascado los dedos.

Miró el bisturí con ojos aturdidos y asustados, y con la respiración tan veloz que parecían jadeos, y lo arrojó al otro lado de la habitación. Aterrizó en el suelo de mármol con un tintineo que resonó en los oídos de Fran; de Francisco Gómez, uno de los mejores cirujanos de su hospital, no de un loco apuñala colchones.

¿Qué le había ocurrido?

Intentó calmarse y hacer regresar la respiración regular. Cuando lo consiguió, supo de inmediato lo que debía hacer antes de que se hiciera daño de verdad, no solo a su cuerpo físico, sino también a su cabeza, a su mente.

Iría a un psiquiatra. Pero primero debía curarse ese horrible corte…

Continuará...


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si has leído la historia, ¿por qué no comentar? Tanto si te ha gustado como si no, no dudes en hacérmelo saber. ¡Gracias!