miércoles, 28 de octubre de 2015

Una pequeña porción del mundo

¿Y tú? ¿Qué estabas dispuesto a hacer?


El ansia de aventuras tiene su mayor momento de gloria en la preadolescencia. Es en esta etapa de la vida —en la que ya se empieza a ser más independiente de los padres y se descubren las relaciones sociales como algo fundamental en el día a día—, cuando nuestros miedos, picardías, emociones, fantasías, se despiertan y brillan como el primer sol de la primavera. Es el momento en el que cualquier cosa propuesta por un amigo se toma como lo más importante del mundo, como el único camino a seguir, pues de lo contrario, se mostraría debilidad, y eso es lo último que se quiere demostrar.

Por entonces se quiere ser como el líder del grupo, se intenta imitar al superhéroe que admiras, o al actor de la película de acción que tanto te gusta. Sobre todo, experimentas con diferentes tipos de personalidades que se alejan de la tuya propia, y que siempre son consideradas mejores. Esta es la razón por la que no te niegas a hacer algo que sabes que es peligroso cuando todos tus demás amigos lo van a hacer. También es una de las razones por las que la preadolescencia es uno de las etapas más felices y divertidas.

Así pues, por entonces, no dudé en acompañar a dos de mis amigos a lo que ellos se referían como el Matadero. Solo la palabra erizaba el vello de los brazos y la nuca, pero la curiosidad estalló en mi pecho, así como el orgullo, y no tardé ni un segundo en aceptar.

Montados en nuestras bicis, emprendimos rumbo a aquel lugar que mi mente dibujaba como un gran edificio medio derruido y oscuro, cuyas paredes estaban pintadas con el marrón de la sangre seca. También oía los alaridos de los fantasmas de los animales que allí fueron matados y me preguntaba si, a pesar de que mis amigos me habían dicho que estaba abandonado, no habría alguien vigilando por si se acercaban chiquillos a cotillear. No obstante, como ya dije, todos estos horribles pensamientos quedaban ocultos bajo un firme manto de hombría juvenil y curiosidad extrema.

Atravesamos el campo parcheado de barbechos, rastrojos y siembras mediante un camino de tierra repleto de baches, y un buen rato después —no recuerdo cuánto exactamente—, vislumbré el lugar a lo lejos.

Ahí estaba: una nave alargada con dos o tres puertas enormes de garaje, para introducir los camiones, supuse. A continuación se alzaba un muro de piedra que dejaba un hueco abierto donde debería haber una puerta que cercara el lugar al unirse con el siguiente tramo de muro.

Al principio no lo vi, pero cuando giramos a la izquierda en la intersección de caminos, surgió de entre el hueco una casa que parecía haberse construido, o al menos restaurado, recientemente. Mi preocupación sobre si habría alguien se confirmó en ese instante.

Frené un poco mientras cruzábamos un pequeño puente que salvaba el agónico arroyo, y les dije:

—Eh, ahí vive gente.

—No hay nadie. Está vacía.

Esa fue la respuesta de uno de ellos, y yo la acepté sin más, como si él fuera la persona más sabia del mundo.

Llegamos a la altura del muro y en vez de cruzar el hueco de la puerta fantasma, giramos a la derecha, en paralelo al tramo de muro de ese lado, el cual se curvaba ligeramente, ocultándonos desde el camino. Un poco más adelante, las piedras de la tapia se convertían en ladrillos cubiertos de una capa de pintura vieja y desconchada. Empotrada en esta nueva pared había una puerta de hierro con una pequeña ventana cuyo cristal estaba tan sucio que impedía ver el interior. Para entonces, ya habíamos descendido de las bicis y caminábamos empujándolas del manillar. Restregué mi mano por el cristal, pero aun así no pude atisbar lo que ocultaba la puerta.

Al acabar la fachada de esta casa mucho más antigua que la otra, el muro no continuaba inmediatamente, pues había vomitado sus piedras por el suelo. Dejamos las bicis apoyadas contra la pared de la vieja casa y entramos al fin en la propiedad, por encima de los cascotes.

Doblamos la esquina de la vivienda y unos metros más allá apareció la parte trasera de la casa nueva. Una de las ventanas de esta tenía la persiana a medio bajar, lo que le confería una naturaleza de ojo escrutador. No pude desviar la mirada de ella, con el corazón en un puño, pensando que había alguien observándonos. Hasta que por el rabillo del ojo vi que uno de mis amigos se agachaba. Me volví al tiempo que se introducía por un agujero abierto en la fachada de la casa vieja, a ras del suelo, pero con la anchura suficiente para que cupieran nuestros delgados cuerpos.

—Vamos —me dijeron desde el interior, y me deslicé por el agujero sin importarme que se manchara mi ropa.

Mis pies toparon con algo sólido, un mueble desde el cual salté al suelo. Un rápido vistazo me hizo comprobar que se trataba de una habitación muy pequeña, como una especie de puesto de vigilancia, aunque era extraña la distribución: en la pared de enfrente estaba la puerta del cristal sucio, pero a una altura por encima de nuestras cabezas. Los escalones que ascendían a ella estaban rotos. En las dos paredes laterales había muebles, llenos de polvo, ocupados por periódicos viejos y papeles sin interés. En los cajones no había gran cosa, sin embargo, en un mueble colgado en una de las paredes, había varias filas de viejas latas de refrescos y cervezas. No tardamos en darnos cuenta de que era una colección. ¿Quién vivía o había vivido ahí?, me pregunté pletórico de curiosidad. El miedo se desvaneció por completo, ahora sí de verdad.

—¿De quién es esto? —les pregunté a mis amigos.

Ellos se encogieron de hombres.

—No lo sabemos; pero a que mola.

En realidad no era nada de otro mundo, pero ese pequeño rinconcito era como un secreto, una pequeña porción del mundo que solo conocíamos nosotros, y en nuestras estimulantes mentes juveniles cobraba un significado especial.

Fue en el mismo instante en que rodeé con mi mano una de las latas —una de color naranja y alargada que podía ser tanto de Trina como de Fanta o de ninguna—, cuando oí el ruido. Un ronroneo débil que parecía ir aumentando de intensidad.

Uno de mis amigos me quitó las palabras de la boca.

—¡Un coche!

El miedo hizo de nuevo su aparición y, en esta ocasión, por encima de la curiosidad y la excitación. Solté la lata y salí de ahí tras mis amigos, quienes ya se habían lanzado a la carrera.

Eché un rápido vistazo a la ventana de la casa nueva sin detenerme; esta seguía observando pacientemente.

El sonido de las ruedas del coche se detuvo, y el motor ronroneaba tranquila y monótonamente. A continuación, al tiempo que pasábamos por encima del montón de piedras caídas del muro, escuché la puerta del vehículo abrirse y cerrase.

Mi respiración y corazón parecían al límite de su capacidad cuando me subí de un salto a la bici y pedaleé con toda la rapidez que mis piernas me permitieron. Delante de mí iba uno de mis amigos, y detrás el otro. Al mirar hacia este último, me percaté del todoterreno aparcado en la entrada de la propiedad, justo en el hueco vacío de la puerta. El guarda debió de habernos visto merodear por ahí y se había acercado para ver qué andábamos buscando. La tensión era tal, que ni siquiera me pregunté si aquello era de su propiedad, si vivía en la casa nueva, o si la colección de latas era obra suya.

Cuando accedimos al camino principal por el que habíamos venido, ya empezaba a tener la sensación de que habíamos dado esquinazo al hombre, por lo que me fui calmando poco a poco, reduciendo, no mucho, eso sí, la velocidad. Como un globo pinchado con una aguja, la tensión de mi cuerpo se desinfló de golpe, y en lugar de una diminuta explosión, una risa nerviosa estalló en mi garganta. Mis amigos debieron sentir lo mismo, pues también rompieron a reír.

Pero esta fiesta de carcajadas pronto acabó. El motor del coche volvió a ocupar nuestros oídos. Miré hacia el Matadero y el alma se me cayó a los pies al ver que el guarda nos seguía. De nuevo dimos a los pedales con todas nuestras fuerzas, cortando el aire y el polvo que nos envolvía. Sin embargo nuestro esfuerzo, naturalmente, no sirvió para perder al todoterreno blanco, salpicado de barro reseco. Unos segundos después nos alcanzó y se adaptó a nuestro ritmo, ya más lento.

—Estabais allí, ¿verdad? —creo recordar que preguntó.

Ninguno contestamos. Solo lanzábamos miradas de soslayo al hombre, quien desde su asiento nos miraba con una expresión divertida. Por alguna razón, su rostro me infundió cierta tranquilidad.

—Es peligroso, muchachos —prosiguió haciéndose oír por encima del motor del coche—. No volváis allí; es una propiedad privada, y además hay construcciones que se pueden venir abajo.

Nosotros asentimos, sin poder creer de la que nos habíamos librado. Suerte que se trataba del turno del joven y amable guarda y no de aquel otro viejo cascarrabias.

—Venga, muchachos. Volved al pueblo.

El guarda pisó el acelerador y se esfumó, dejando tras de sí una estela de polvo.

Los tres nos miramos aún asombrados, con la calma plasmada en nuestros rostros. Luego sonreímos aliviados.

—¡Qué suerte! —exclamó uno de nosotros, y pedaleamos hasta el pueblo sin cruzar ninguna palabra más, perdidos en nuestros pensamientos.

El susto tras oír el coche cuando estábamos dentro de la casa vieja había sido terrible, aún persistía una efímera sensación en mi cuerpo. Yo todavía me preguntaba de quién era esa colección de latas, algunas, por su aspecto, muy antiguas.

Ahora, en retrospectiva, comprendo que el miedo que había experimentado antes de llegar al Matadero no estaba tan enterrado bajo la curiosidad como creía y que este también era el combustible que incendiaba mis venas de excitación para seguir adelante.

Por eso, cuando salimos del camino y nos dirigimos al parque, esa ansia de aventura, esa picardía, ese miedo estimulante que solo brilla con toda su intensidad en la preadolescencia, volvió a deslumbrarme, y en mi mente ya planeaba volver a aquel lugar secreto y hacerme con una de esas latas como recuerdo. 


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