Viajar en el tiempo no es tan difícil...
Montados en nuestras bicis volvimos a descender cuestas a gran
velocidad y a sufrir con la subida, sentimos el cálido aire cortando agradablemente
nuestros rostros y flotamos como si volásemos. De nuevo experimentamos la
sensación de felicidad y orgullo cuando nos sentamos en su sillín, a una altura
que daba vértigo.
Al principio no le creí; pensé que se había
vuelto loco. Pero el brillo en sus ojos me hizo comprender que hablaba
totalmente en serio.
A escondidas, tratando de hacer el menor ruido
posible y con un renacido ánimo travieso, bajé al garaje mientras Pablo corría
hacia su casa con el mismo objetivo. Era bastante temprano, así que todos
dormían profundamente.
Una extraña sonrisa curvó mis labios al
levantar la lona de plástico y ver la bicicleta. Me quedé contemplándola
durante unos segundos, como si su imagen me hubiese hipnotizado. Entonces
escuché un ruido en la primera planta; los muelles del colchón. Mi corazón se
aceleró al mismo tiempo que se rompía el hechizo. Nervioso pero divertido,
empujé la bici por el manillar, abrí la puerta pequeña del garaje, con gran
esfuerzo pasé una pierna por encima del sillín y, finalmente, me impulsé hacia
adelante pedaleando y tratando de mantener el equilibrio.
La marcha había iniciado de ese modo, y cuanto
más tiempo pasábamos sobre nuestras veloces y viejas bicis, más perdidos en
nuestros pensamientos nos encontrábamos; viajábamos más por los senderos de nuestros
recuerdos que por los de la realidad.
Y de pronto, como la alarma de un despertador
hace con los sueños, el timbre del sencillo móvil de Pablo nos expulsó a la
realidad. Sentí que me ruborizaba, y por el repentino cambio de color en las
mejillas de mi amigo, imaginé que a él le sucedió lo mismo.
Pablo contestó a la llamada tras frenar y
pelearse con los enormes botones.
Habló
durante unos segundos y luego colgó.
—Dice que dónde demonios estamos.
Su voz ronca estaba teñida de culpabilidad, lo
que le hizo parecer mucho más joven. En realidad, toda esa breve aventura nos
había hecho parecer, por lo menos, sesenta años más jóvenes, transportándonos a
nuestra infancia.
Las arrugas de mi rostro se estiraron al
sonreír; una sonrisa más bien triste, pero del todo satisfecha.
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