¿Cuánto dura la muerte? ¿Cuánto el amor?
Óscar Casas se despertó temprano, como siempre, y ni siquiera miró el
reloj con forma de rueda de coche de encima de su mesilla, el cual se
encontraba junto a una botella de agua llena (lo que indicaba que había dormido
de un tirón) y la lamparilla de noche, de cuerpo redondo y protector similar a
un sombrero chino.
Óscar no necesitaba revisar la hora cada vez
que se levantaba, de hecho, tenía en ese lugar el reloj por la alarma, que
tampoco la necesitaba, simplemente la conectaba porque no había nada malo en
ser precavido. Él siempre abría los ojos quince minutos antes de la hora
fijada, siempre; la razón que reforzó este hábito fue la costumbre, una costumbre
que duraba ya un año, contando con todos los días, incluso los fines de semana.
Pero la alarma… ¡oh, señor!, más le valía tenerla conectada, aunque estuviera
seguro de que sería más rápido que ella, porque si se dormía (algo imposible) y
no la tenía establecida, ya podía prepararse para recibir una ración gratis de
capón y regañina. ¿El Chef encargado del menú?, su abuelo.
Así que se sentó en el borde del colchón, se
tomó su tiempo para bostezar desfigurando su cara como el malo de Scream y estirarse. Después movió sin
mirar en un gesto casi automático el interruptor de detrás del reloj de «ON» a
«OFF» y subió la persiana.
No tuvo que cerrar los ojos conforme tiraba de
la vieja cuerda —esa cotidiana acción se convertía en un infierno debido al mal
estado de la antigua persiana de la casa de su abuelo— porque, aunque estaba
amaneciendo, los primeros rayos matutinos de sol no habían despuntado aún. Y
normal, eran las siete y media de una fresca mañana de verano, como pudo sentir
en su piel tras abrir la ventana.
Hizo la cama sin mucho esmero, dejando la
almohada por fuera, sobre la colcha.
Recorrió el pasillo hasta el baño pensando en
Elena, una amiga que le gustaba mucho. Eso sucedía a menudo, cuando menos se lo
esperaba. Más de una vez se había preguntado si estaría enamorado, aunque no
sabía cómo se era consciente de ello.
Tras lavarse la cara, se echó café ya preparado
en una taza estilo americana con mucha leche.
Le encantaban las tazas grandes como las que se
ven en las películas y series americanas, por eso las coleccionaba. No sabía
por qué, pero le gustaban mucho, al igual que el idioma, el cual estudiaba en
su propia casa desde internet cuando podía. Tenía tazas de todos los colores y
con todos los estampados imaginables. Cada vez que iba con su madre a comprar,
Óscar buscaba por todas las estanterías las tazas, y si veía alguna nueva, la
cogía sin dudarlo; total, no eran muy caras, y su madre era una muy buena
ingeniera técnica. Tan buena, que trabajaba en una empresa tan importante que
no solo se encontraba en este país, sino también en Alemania y Suiza, siendo el
primero en el que su madre llevaba trabajando desde hacía dos meses.
Durante esos dos meses, el chico había estado
conviviendo a solas con su abuelo. Digo a solas porque Óscar Casas y su madre
vivían con él. Y vivían con él porque el abuelo estaba gravemente enfermo de
los pulmones y necesitaba bombonas de oxígeno para poder respirar, más o menos
con normalidad, a través de unos tubos nasales. No obstante, la enfermedad no
había logrado acabar con su mala leche y su energía para preparar sus mejores
platos gruñones… Hasta, eso sí, hacía una semana y media, cuando le dio un
ataque de tos que a punto estuvo de acabar con el penoso funcionamiento de los
pulmones y, por tanto, con su vida de setenta y nueve años de edad.
Todo ocurrió muy rápido. Óscar se dirigía a su
cuarto para acostarse a las once de la noche, después de haber ayudado al
abuelo a tumbarse en la cama. Justo cuando alzaba la mano hacia el picaporte de
la puerta de su habitación con el cartelito de «Llamar antes de entrar»,
escuchó la primera tos. Al principio no le dio importancia —una de las muchas
toses sueltas que de vez en cuando tenía—, sin embargo, mientras giraba el
chirriante picaporte, tres secas e intensas toses le sorprendieron, y esta vez
sí le pusieron en alerta y le asustaron.
Deshizo el camino a todo correr envuelto por
los secos espasmos como si fuera una macabra banda sonora… y se detuvo ante la
puerta del final del pasillo (la habitación de su abuelo). Las toses habían
cesado.
Un pensamiento espantoso cruzó por la mente de
Óscar.
Dudó. «¿Qué hago? —pensó con la mano en el
picaporte, más frio que nunca— ¿Entro o no entro?»
Estaba aún decidiendo qué hacer, cuando una
mano blanca impulsada por una fuerza exterior, comenzó a girar el picaporte de
la puerta. Era su mano, por supuesto, pero no la sentía como tal.
Poco a poco, lentamente, la rendija fue
aumentando, y su corazón parecía imitarlo en cuanto a velocidad (al principio
latía pesada y lentamente, luego cada vez más rápido); no así su respiración,
la cual parecía haber muerto.
Pero antes de que llegara a ver a su abuelo tumbado
en la cama
(sin vida)
en un estado que no se atrevía ni a imaginar,
las toses reanudaron su ataque, y por un momento, Óscar, a pesar de que eso
tampoco presagiaba nada bueno, se sorprendió al sentirse un tanto aliviado.
Empujó la hoja de madera para terminarla de
abrir de una vez por todas y corrió hacia la cama del anciano.
—¡Abuelo! —gritó asustado. La desgarradora tos
casi apagaba su voz.
El hombre, con la frente y las mejillas
completamente blancas, los ojos vidriosos y morados, farfulló algo entre los
espasmos.
A Óscar no le hizo falta entenderlo, sabía
perfectamente lo que quería decir.
Tiró del auricular del teléfono con apariencia de
mini dinosaurio disecado que había sobre la mesilla del hombre y giró
frenéticamente la rueda de los números marcando el número de emergencia. Indicó
el lugar a la voz femenina del otro lado de la línea intentando hacerse oír por
encima de las toses, y en menos de una eterna media hora se encontraban allí.
Estuvieron atendiéndole durante un rato en la
casa. Mientras, fuera de la habitación, una enfermera hablaba con Óscar sobre
la enfermedad de su abuelo, la edad, su convivencia a solas, etcétera.
Finalmente consiguieron reprimir las toses,
pero se lo llevaron al hospital, donde llamaron a la madre de Óscar, quien
asustada, dijo que estaría allí lo antes posible, y que mientras tanto, el
chico, aunque tuviera trece años, se encargaría de ir a visitarle todos los
días.
Al día siguiente se presentaron algunos de sus
tíos, y se quedaron a comer después de salir del hospital y prepararon la cena a Óscar. Este les dio las
gracias y cuando se marcharon, les dijo que no se preocuparan, que él sabía
cocinar huevos fritos, patatas y alguna otra cosa más como macarrones (siempre
se le quedaban duros o se le deshacían). Y si no, siempre podía ir a la tienda
del pueblo y comprar unas pizzas. Aún así, no faltaba ni un día sin que sus
tíos pasaran por la casa a ver cómo andaba.
De modo que ahí estaba él en esos momentos,
solo en casa, algo que no le asustaba. Su madre le llamaba cada día y cada día
le decía que intentaría ir, pero Óscar conocía bien la afición de su madre por
el trabajo, el cual, en muchas ocasiones, se hallaba por encima de su familia.
No tenía grandes esperanzas en ver a la mujer allí antes de que dieran el alta
al abuelo.
Fregó la taza con cuidado al acabar el café con
leche y se vistió con unos pantalones pirata verdes, una camiseta de mangas
cortas blanca con dibujos de edificios de Nueva York, una gorra roja y
deportivos desgastados. No solía ponerse calcetines, pero ese día los iba a
necesitar, pues iba a limpiar la Parcela; a quitar todos los hierbajos crecidos
en una lluviosa y soleada semana de tormentas de verano. ¡Era increíble lo
rápido que llegaban a crecer las malas hierbas con un clima así! Normalmente
nunca dejaba que crecieran tanto, sin embargo, el abuelo no estaba para darle
la Regañina, y primero estaban los animales, y si a eso se le sumaba el ir a
verle todos los días al hospital, no le quedaba tiempo.
Pero ese día tenía —no debía, tenía— que
arrancar los hierbajos, pues el día anterior le llamaron del hospital para
comunicarle que darían el alta a su abuelo al día siguiente a las doce del
mediodía, es decir, ese día, dentro de cuatro horas.
El lugar en sí era un terreno rodeado por un
muro alto. En su interior había dos habitaciones y dos pequeños patios cercados
con alambrera y uralitas como techo.
En la habitación principal se hallaban los
canarios y los jilgueros, un frigorífico para conservar los huevos, y una vieja
estufa de leña para los meses fríos.
La otra habitación era el gallinero, con
cajones rellenos de paja y comederos de pienso y cebada. A través de un
agujero, las gallinas salían a tomar el aire a uno de los patios.
En el otro estaban las perdices. Al igual que los
pájaros y los gallos, hacían de la parcela un agradable lugar con sus cánticos.
También había un huerto bien cuidado. Óscar no
se había preocupado de los hierbajos del centro del terreno, pero del huerto
sí; el huerto era sagrado.
Óscar era consciente de que no tenía mucho
tiempo, pero antes debía mirar a los animales, a los cuales había que reponer
la comida y el agua todos los días. El muchacho pensaba que era innecesario, pero
su abuelo le obligaba a hacerlo bajo su filosofía: «Tú comes todos los días
algo fresco, ¿no? Entonces ¿por qué ellos no?», y después de eso le daba una
colleja.
Óscar llevaba un año haciendo lo mismo, desde
que él y su madre tuvieron que mudarse a casa del abuelo. El anciano ya no
podía encargarse de su apreciada parcela y animales y quien los cuidaba hasta
hacía un año —la abuela—, había fallecido. Así que, su nieto era el encargado
ahora. Pero eso sí, Óscar no había abandonado los estudios. El instituto
empezaba a las ocho y media de la mañana, y él se levantaba a las siete y
media, por lo que le daba tiempo de sobra de ir a la Parcela y renovar la
comida antes de entrar a clase.
Anduvo entre los hierbajos hasta el otro
extremo. Corroboró en cada uno de los casos que no pasaría nada si no cambiaba
los alimentos hasta esa tarde, por lo que agarró el azadón sumergido en un cubo
de agua dispuesto el día anterior con el fin de hinchar la madera y así impedir
que la hoja saliera volando, barrió el salvaje terreno con la mirada… y se
interrumpió en un punto determinado.
Entornó los ojos (tal vez había sido producto
de su imaginación), pero se mostró más claro. No había duda. Entre todas esas
hierbas salvajes, de un verde apagado, cerca del ancho tronco de una higuera y
en el centro de un pequeño círculo desnudo, se alzaba nada más y nada menos que
¡una rosa roja! Una extraña rosa roja en medio de todo aquel desastre. Aquella
bella flor sobresalía ante toda esa triste hierba como una bonita gota de
sangre en un fondo en blanco y negro. Qué raro no haberla visto hasta ahora.
La observó durante unos segundos más. Luego
volvió a contemplar todo el trabajo que tenía que hacer, y se puso manos a la
obra tras un largo suspiro.
En dos horas, y haciendo solo dos descansos de
cinco minutos, Óscar finalizó su ardua tarea sudando a mares bajo un sol
despierto y con ganas de abrasar la tierra desde temprano por la mañana; ese
día no llovía, eso seguro.
Se sentó en un grueso tocón a la sombra de un
alto olivar, apoyando ambos brazos en el mango del azadón y la cabeza gacha
entre ellos. Respiró hondo para coger un poco de aire y relajarse. Se quitó la
gorra. Con el dorso de la mano se secó el sudor de la frente y con la base de
la palma las mejillas.
Cuando se hubo recuperado un poco, recorrió de
nuevo el lugar con los ojos entrecerrados por el brillo del sol. Bajó la vista
de nuevo… e inmediatamente la levantó.
Ahí estaba la rosa. No le entusiasmaba la idea
de arrancar algo tan bonito. Ahora no destacaba tanto como antes, pero aún así
despedía su belleza… y su misterio. ¿Cómo podía haber nacido una rosa en un
lugar así? Su abuelo no la había plantado, pues no le gustaban las flores ni
las plantas, sin contar, claro está, con las que dan frutas, con «las que
sirven para algo», diría él.
Óscar tampoco era un amante de las flores, pero
esa flor le gustaba, y por tanto le daba pena arrancarla; aunque bien sabía él
que debería hacerlo antes de que su abuelo entrase por la puerta.
«¿Y después qué?», se preguntó. Bueno, podía
introducirla en un jarrón con agua y esconderla en su cuarto, el abuelo nunca
entraba allí. Y luego se la daría a su madre… No, su madre había heredado las
mismas ideas sobre las flores que su padre. ¿Entonces? Su abuelo no entraba en
la habitación, pero su madre sí, ¿y si no le parecía bien? Pero su madre no
estaba en casa, así que la cogería y cuando volviese ya pensaría algo.
Se dirigió hacia la rosa, se agachó y, al
estirar la mano, su teléfono móvil sonó. Sacó el Smartphone del bolsillo. En la
pantalla figuraba la palabra «Mamá». Descolgó.
—¡Hola, cariño! —saludó la familiar voz de su
madre.
—¡Hola, mamá! —Se reincorporó apartando por un
momento la rosa de su cabeza; era agradable escuchar a su madre. Habían hablado
el día anterior y todos los días desde el ingreso del abuelo en el hospital,
pero eso no recompensaba los dos meses sin verla.
—¿Dónde estás? —preguntó la mujer un tanto
extrañada por lo que pudo percibir en su tono.
—En la Parcela —contestó Óscar con cautela.
¿Qué ocurría? ¿Le había pasado algo al abuelo?—. La he limpiado; estaba llena
de hierbajos.
Esperó a que su madre le dijera lo que sucedía,
si es que sucedía algo.
—Muy bien, hijo. El abuelo se pondrá la mar de
contento.
—Sí, bueno… —La verdad era que el abuelo no
solía ponerse «la mar de contento» por su dedicación al recinto; simplemente el
hombre creía que su nieto hacía lo que tenía que hacer.
—Bueno, hijo, te llamo para avisarte de que han
adelantado la hora del alta. —Óscar se horrorizó; dejó escapar un grito
ahogado—. No, tranquilo, cariño: solo ha sido una hora. Hasta las once. —El
corazón del chico volvía a latir con normalidad; aún así, debía ponerse en
marcha. Dejó el azadón dentro del cubo con agua y salió de la Parcela a la vez
que la rosa se escapaba de su cabeza y se quedaba tras la puerta cerrada; ahora
sí la había olvidado—. Te han estado llamando, pero no cogías el teléfono.
Inmediatamente, Óscar supo por qué y se lamentó
por haber cometido tal error.
—Solo les di el número de casa; el de mi móvil
no. Estaba demasiado asustado, supongo.
La mujer soltó una risilla triste.
—En fin, cariño, tengo que colgar. Que no se te
olvide, ¿vale?
—No te preocupes, mamá, ya voy para allá.
Se despidieron con un beso: ella; a Óscar le
daba un poco de vergüenza hacer eso.
Miró la hora del móvil antes de guardarlo. Eran
las diez y cuarto. Decidió que se cambiaría de ropa y cogería el autobús de las
diez y media, el cual le llevaría hasta la ciudad en la que se encontraba el
hospital. Luego vendrían en ambulancia. Óscar podía haber esperado al abuelo en
el pueblo, sin embargo prefería estar con él para ayudarle a recoger las cosas,
ya que al hombre no le agradaba mucho que personas desconocidas tocasen sus
pertenencias; «La gente tiene el cerebro muy pequeño, pero la mano muy larga»,
solía decir él.
Mientras cruzaba a paso ligero frente a la casa
de Elena, la chica salió, y a punto estuvieron de chocarse si no hubiese sido
por los reflejos de Óscar.
—¡Ups! —exclamó Elena.
Ambos se rieron por el gesto alargado de sus
caras debido al inesperado encontronazo. Y Óscar pensó: «Incluso con esa
grotesca expresión está guapísima». Elena le gustaba muchísimo. No sabía si
estaba enamorado; no obstante, cada vez que la veía, un cosquilleo le recorría
el estómago y le aceleraba la respiración. Por otro lado, en muchas ocasiones
se sorprendía pensando en ella y deseando volver a verla, como esa misma
mañana. Le encantaría saber si él también le gustaba a ella, algo que no se
atrevía a preguntar.
—Qué poco ha faltado —manifestó Óscar—. ¿Adónde
vas tan temprano?
—Mi madre me ha obligado a ayudarla a limpiar
la casa —dijo con una mueca «no veas qué rollazo»—. Y ahora me ha mandado a
comprar pan porque luego hay mucha más gente. Yo creo que es al contrario, que
es ahora cuando hay más gente, pero
bueno. ¿Y tú?
Óscar tardó en responder, estaba embobado
contemplando los exagerados movimientos de sus ojos verdes y las continuas
muecas de su rostro al hablar. Elena era una muchacha un poco más bajita que
él, tenía el pelo liso y rubio mientras que el de Óscar era castaño y con
despeinados rizos, y los ojos de este eran negros. ¿Y si a ella no le gustaban
los chicos como él? Tal vez le atraían más los chicos rubios con ojos verdes, o
más altos, o…
—¿Óscar? ¿Estás ahí? —le preguntó sonriendo
dulcemente. Le tocó el hombro. Los pelos de Óscar Casas se pusieron de punta.
—Sí… Sí, claro —regresó a la realidad colorado
por su embobamiento—. Yo vengo de la Parcela, como siempre. —Le ofreció una
sonrisa nerviosa—. Y ahora… —miró el reloj de nuevo: las diez y veinticinco— ¡Y
ahora tengo que irme a por mi abuelo! LuegonosvemosElena —dijo de corrido
conforme salía disparado hacia la casa.
En esos momentos hubiera deseado con todo su
corazón haberse quedado allí con ella un poco más de tiempo, pero el tiempo
corría cuando no debía.
Entró como una bala en su habitación, cogió su
cartera, y salió de nuevo a la velocidad del rayo; no le daba tiempo a
cambiarse de ropa.
Llegó a la parada —no muy lejos de la casa—
justo en el momento en que el autobús cerraba sus puertas.
—¡Espera! —gritó sin aliento.
Las puertas se abrieron siseando. El conductor
le miró con expresión reprobadora mientras le pagaba, pero no le dijo nada.
El resto ocurrió muy rápido. Llegó al hospital, guardó las cuatro
cosas personales de su abuelo en una bolsa, dos enfermeras le ayudaron a
sentarse en una silla de ruedas (a partir de ahora cuanto menos caminase,
mejor), le subieron a la ambulancia, y en menos de cuarenta minutos Óscar
empujaba al abuelo hacia la puerta de casa.
Durante todo ese tiempo, Óscar no había
olvidado ese simple toquecito en el hombro de Elena. Era la primera vez que le
tocaba a pesar de que eran amigos desde hacía once meses, cuando los padres de
ella se mudaron a ese pueblo. Desde el primer instante en que la vio, al
muchacho le pareció la chica más guapa del mundo. A parte de su belleza, era
extraordinariamente simpática, razón por la que Óscar la conoció, pues él era
muy tímido y no solía hablar con los chicos y chicas que no conocía, a menos
que fueran ellos quienes lo hicieran. Por lo tanto, ese inhabitual interés que
causó él en Elena, más incluso que el físico, provocó que unos días después de
su primer «hola» sintiera ese cosquilleo en el estómago. Pero nada de eso
servía si no reunía todo el valor del mundo y se lanzaba a expresarle sus
sentimientos.
Y entonces, como una luz divina, recordó la
flor y se le ocurrió qué hacer con ella. ¡Se la entregaría a…!
—Para —le ordenó su abuelo antes de cruzar la puerta. Óscar detuvo la
silla de ruedas—. Vamos a la Parcela. En casa no hay nada que ver.
Aquello espantó al chico. ¡No podía llevarle allí sin haber arrancado la
rosa! Le regañaría por no tener la parcela completamente limpia… Aunque, pensó,
toda la llama de energía y fuerza que desprendía el abuelo aun con la
enfermedad, se había extinguido —al menos aparentemente— tras el ataque de tos.
Se le veía más débil, y su voz seguía el mismo ejemplo. Tal vez su mala leche
había desaparecido y no le diría nada. O incluso cabía la posibilidad de que no
la viera.
De todos modos, Óscar no tenía más remedio que
cumplir la voluntad del hombre.
Al llegar, metió la llave a la segunda en el
cerrojo de la oxidada puerta de metal de la Parcela, la giró respirando hondo, vaciló,
y la abrió.
Empujó la silla hasta el otro extremo mientras
el abuelo miraba con nostalgia más que con exanimación en todas direcciones. No
parecía haberse dado cuenta de la flor. Le llevó a ver los animales, uno por
uno, y el huerto, y cuando terminó, lo colocó frente a la fachada del edificio
principal, con peligrosas vistas a todo el terreno.
Esa era su verdadera casa. Él había construido
cada una de las habitaciones, había comprado los animales, había creado el
huerto, y lo había mantenido y cuidado todo durante treinta y cinco años. Esa
parcela era su vida. Si le quitaban eso (que no lo harían) él no sabría qué
hacer; odiaba la idea de estar tumbado en una cama todo el día o ir a cotillear
al pueblo o a dormir a los bancos de la plaza y la iglesia. «No caeré tan bajo
como los demás viejos», declararía él. Ya no era capaz de realizar todas esas
cosas, pero era él quien lo administraba todo. Y por supuesto, en ese terreno,
se hallaba algo muy querido; algo más importante si cabe que la Parcela misma.
Óscar observaba intermitentemente a su abuelo,
y a la flor, a su abuelo, y a la flor. «¿Qué hago, qué hago?». No podía
acercarse y arrancarla porque el anciano le vería. «¿Qué hago?». Estaba muy
inquieto.
—¿Q-qué te parece? ¿Está bien arreglada? —Era
una pregunta insensata, pero los nervios iban contra él.
Y como no podía ser de otro modo, el abuelo vio
la rosa tras lanzar una mirada (ahora sí examinadora). «¡Qué tonto he sido!»,
se lamentó Óscar.
—¿Qué es eso?
Las palabras lograron salir por una garganta
cerrada:
—E-es una rosa. No me ha dado tiempo a
quitarla. Me ha llamado mamá para decirme…
—Llévame hasta allí —le cortó el hombre
exaltado; «Oh, no». Se preparó para la Regañina y el capón—. Rápido, Óscar.
El chico obedeció con piernas temblorosas. Los
capones dolían mucho, y el abuelo, cuando te regañaba, lograba hacerte sentir
realmente mal diciendo cosas como: «No tienes ni un poco de picardía». «No se
te puede pedir nada, lo tengo que hacer todo yo». «Los muchachos de hoy no
valéis para nada».
—Ya la arranco, abuelo —le dijo cuando
llegaron, esperando recibir el golpe al agacharse. Pero el abuelo le agarró del
brazo. «Prepárate, Óscar», se dijo cerrando los ojos.
—No —soltó el anciano con determinación y voz
ronca. Óscar abrió lentamente un ojo, y el otro. Su abuelo miraba la rosa con
ojos vidriosos. ¿Qué raro?—. Déjala.
—Pero pensaba que no te gustaban las flores.
—Esta… esta sí, hijo.
Y entonces una lágrima resbaló por su arrugada
mejilla.
Óscar Casas se sorprendió como nunca antes lo
había hecho: ¡el abuelo jamás lloraba! Sacudió la cabeza y observó con más
detenimiento por si su imaginación le había jugado una mala pasada. No, no
había duda. Su abuelo, aquel anciano de setenta y nueve años, de boca
desdentada y escaso pelo blanco echado hacia atrás estaba llorando por una
flor. Óscar creía que era preciosa, pero no era para echarse a llorar. ¿Qué le
pasaba?
El hombre se dio cuenta de la cara de asustado
que tenía su nieto, y le dijo:
—Tranquilo, Óscar, no te preocupes, estoy bien.
Siéntate, no estés ahí de pie.
El chico revisó el indicador de la bombona; no
le quedaba mucho oxígeno.
—El oxígeno está a punto de agotarse.
—Todavía hay suficiente. Ya no es como antes.
Cuando te mueves y haces cosas, se consume más rápido. Pero ahora, hijo, aquí
sentado, sin agitar la respiración, dura casi el doble, créeme.
Óscar se sentó en el suelo confiando en la
palabra del abuelo.
—¿Por qué lloras?
—Bueno —no quitaba ojo a la rosa—, la rosa era
la flor preferida de tu abuela, ¿sabes? Al verla, me ha hecho recordarla.
Su abuela murió hacía un año. Estaba en mejor
forma que el abuelo, de eso no había duda, pero la muerte es caprichosa, y se
la llevó a ella antes.
—Tu abuela era lo que más quería en el mundo. Aunque
también la gritaba y me enfadaba con ella, sabía cuánto la quería. Y ella
también me quería, por supuesto; si no, no me habría aguantado más de sesenta
años. Y a pesar de que odiaba este lugar, del cual decía que estaba obsesionado
y deseaba vender, tu abuela lo cuidó cuando yo ya no podía. Lo cuidó por mí.
Porque sabía lo que me importaba.
Óscar quedó consternado, no por la historia de
su abuelo, sino porque había perdido la única oportunidad decidida de
declararse a Elena; el abuelo no le dejaría arrancar la flor.
Echó otro vistazo a la aguja del indicador de
oxígeno. Estaba a tres rayas de la señalización roja que indicaba la zona de
peligro.
Comenzó a levantarse para ir a casa a por una
bombona nueva.
—Vamos, abuelo. No hay mucho oxígeno, será
mejor cambiar la bombona.
—De acuerdo.
Al pasar frente a la casa de Elena, Óscar echó
un vistazo rápido entre las rendijas de la puerta exterior, pero no vio a la
chica. Se preguntó si valía la pena ponerse así por la flor. Tal vez a Elena no
le gustaban, le parecería muy cursi y se reiría de él.
Abrió la puerta de la casa del abuelo.
—Te veo triste. Espero que hablar de la abuela
no te haya hecho ponerte así.
—No, no es eso. —Se colocó detrás de él, y
empezó a empujarle.
—Entonces, ¿qué es?... ¿Una chica?
No le
extrañó la precisión de la conclusión de su abuelo.
«¿Le digo la verdad? —se preguntó—. ¿Por qué
no? Es mi abuelo, y necesito hablar con alguien sobre Elena; ese leve toque en
el hombro me está haciendo pensar en ella con más frecuencia aún.»
—Sí —dijo finalmente no sin un poco de timidez.
—Para —ordenó—. Mírame a los ojos. —Óscar obedeció;
se encontraba un tanto incómodo y se arrepintió de su confesión, pero ya no
había vuelta atrás—. ¿La quieres?
Dudó. ¿La quería? Sí, por supuesto que sí.
Tenía trece años aún y no entendía mucho sobre ese tema (solo se había dado un
beso en la boca con una chica, un piquito), pero ese cosquilleo… Ese cosquilleo
significaba algo.
Asintió con la cabeza y a continuación la
agachó.
—Pues ve a por ella. Dile que te gusta. No
pierdas el tiempo, hijo. El amor… —Enmudeció y por un momento su abuelo parecía
estar en otro lugar—. El amor es como la muerte: eterno. Pero las mujeres no,
chico. Así que venga.
—No me atrevo, abuelo. Hasta hace unos minutos
creía haber encontrado la forma de decírselo, pero…
—Pero ¿qué?
—Pero ahora no puedo porque iba a entregarle la
rosa y con todo lo que has dicho…
—Cógela.
La respiración de Óscar se detuvo. ¿Lo decía en
serio?
—Vamos, no me mires como si hubieras visto un
fantasma. Adelante, ve a la Parcela y cógela. Esa rosa, hijo, es la flor de la
vida y la muerte, de la esperanza y, por supuesto, del amor. Te lo aseguro. —Y
regresó esa mirada distante.
Óscar no sabía qué decir. Estaba nervioso y el
corazón le latía a una velocidad inimaginable. Quizás le parecería anticuado y
le rechazaría, sin embargo, como decía su abuelo, no debía esperar más; de su
estómago parecía estar a punto de salir un gusano atravesándolo, y Elena podía
encontrar otro chico o irse a vivir a cualquier otro lugar.
Así pues, sin más demora, le dio las gracias a
su abuelo, un beso en la mejilla, y salió corriendo lleno de entusiasmo y
alegría, dejando al anciano en el umbral de la puerta, y olvidándose del poco
oxígeno de la bombona.
El abuelo dirigió la mirada al espejo sobre el
mueble de la entradita, frente a él. En él vio el reflejo de su nieto cada vez
más pequeño, y a él mismo. Un anciano con tubos nasales permanentes, dependiente
de bombonas de oxígeno. Hasta hace una semana y media, aún tenía fuerzas para
andar y regañar de vez en cuando a Óscar. Le regañaba mucho, incluso aunque no
tuviera culpa de nada; simplemente lo hacía para que espabilara, pues la vida
no da nada gratis. Sin embargo, ahora ya no podía siquiera hablar sin
fatigarse.
Pero al menos, su hora había llegado. Porque
esa flor, aquella bella rosa, había crecido en el mismo lugar en que enterró a
su mujer clandestinamente con la ayuda de un viejo amigo. Ella misma se lo
dijo, era su voluntad. La de ambos, mejor dicho; según ella, esa era la única
manera de estar siempre juntos si la muerte se le adelantaba a uno antes que al
otro.
Y aparte de ser la flor de la vida y la muerte,
de la esperanza y el amor, como le había dicho a Óscar, era la señal que el
abuelo había estado esperando de su mujer para reunirse con ella. Sabía que lo
era. Sabía que, de alguna misteriosa manera, ella la había hecho crecer.
Cerró los ojos lentamente soltando un largo y
penoso suspiro sibilante y, justo antes de que todo se quedara a oscuras, le
pareció vislumbrar entre las finas rendijas de sus párpados el reflejo de una
persona en el espejo. Estaba seguro de que no era el suyo. Tampoco el de Óscar.
Y mucho menos el de su hija.
Entonces, en el mismo instante en que Óscar Casas arrancaba la rosa para llevársela a Elena, la aguja del indicador redondo sobrepasó la marca roja, y cayó inerte sobre el cero.
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