El primer suceso extraño alrededor del peluche
ocurrió el día en el que Ramón Benítez lo recogió de la calle. Él estaba
demasiado preocupado como para percatarse de que no hacía viento que impulsara
al muñeco lejos de su mano cuando extendió el brazo para cogerlo.
Era un unicornio, de esos
que estaban de moda. Un peluche de poliéster blanco con un cuerno y cola
multicolor. Se encontraba en el suelo, pegado a un lateral de uno de los cubos
de basura orgánica, al lado de varias cajas y bolsas. Había más juguetes, pero
Ramón solo tuvo ojos para el peluche. El aspecto dejaba entrever que no llevaba
mucho tiempo ahí tirado y el hombre pensó que era lo mejor que podía encontrar
en su situación.
Benítez no tenía
trabajo. Llevaba en paro desde hacía dos años. Su despido fue consecuencia de
la crisis. Recorte de plantilla, firma, finiquito injusto y para casa. Si no
hubiera estado conforme, le habrían salido más caros los juicios que el dinero
recibido por su marcha. Así que decidió dejarse de líos y aceptar el despido
tal cual se lo ofrecían. Sobrevivía con lo poco que recibía de la ayuda del
paro, lo suficiente para comer y pagar la casa. Daba gracias a Dios por el
hecho de que su exmujer se apiadara de él cuando supo de su despido y anulara
la pensión mensual. Lo cual no hacía que se sintiera menos humillado, pero al
menos era un nudo menos en la soga que tenía en el cuello.
No obstante, con todo,
Ramón se habría permitido hacerle un pequeño regalo de reyes a su hija de no
haber sido por su reciente afición a las tragaperras. Hasta el día que
descubrió en ellas un salvavidas, pensaba que aquellas máquinas eran cosa del
pasado, dinosaurios que se mantenían en pie en los rincones de los bares a
pesar de que ya casi nadie las usaba. Pero a veces parece que el demonio
construye los caminos del destino, y en aquella ocasión hizo que alguien se
olvidara un par de monedas en la bandeja de la máquina y que los ojos de
Benítez se tropezaran con ellas.
«¿Por qué no? —pensó—. Ya
que están ahí», e introdujo en la boca de la tragaperras esos dos euros
olvidados.
Tuvo suerte y en esa
primera ronda la máquina se iluminó como un tiovivo. Le escupió el doble de lo
que había ingerido, y al igual que una bola de nieve se va haciendo más grande
cuanto más avanza, el gusanillo de la esperanza dorada se fue comiendo la razón
de Ramón conforme ganaba y perdía jugadas. Hora tras hora, día tras día, mes
tras mes. Para cuando llegó diciembre, llevaba tal retraso en las facturas que
si no quería quedarse sin luz y agua, debía pagarlas sin demora alguna.
Por lo tanto, el peluche
se cruzó en la vida de Ramón en un momento en el que la desesperación, angustia
y preocupación lo estrangulaban como una soga bien tensa, una soga compuesta
por las deudas y los reyes magos. El unicornio fue la banqueta que le permitió
destensarla un poco.
Hundió los dedos en el
mullido muñeco al segundo intento, tras la huída de este provocada por un
viento que no existía. No estaba muy sucio y tampoco demasiado viejo. En la
plantilla de una de las patas tenía escrito un nombre, como hacía Andy en Toy
Story. Ramón dedujo que era rotulador y que con un buen lavado desaparecería.
Pensó en Lorena, su hija de cinco años, y supo que le encantaría.
Por primera vez en mucho
tiempo, Ramón Benítez sonrió.
No era la casa de sus sueños, pero María Urtiz
se conformaba con poco y, al menos, le agradaba más que el estudio del que
venía. Era el segundo C de un bloque de cuatro plantas. Situado en el centro de
la ciudad, el ruido constante del tráfico sería algo a lo que tendría que
seguir acostumbrándose. María había vivido desde su nacimiento en un pequeño
pueblo de Toledo, rodeada de campo. Al inicio del curso, había alquilado un
estudio en el polígono de la ciudad, y ahora, tras encontrar un precario empleo
en el centro, había tenido que trasladarse.
El piso tenía dos
dormitorios, un salón, una cocina y un baño. Teniendo en cuenta que parte del
día lo pasaría en la universidad y la otra parte trabajando en McDonald’s, era
en realidad más de lo que necesitaba, aunque no todo el oxigeno del lugar le
pertenecería. Había alquilado el piso junto a otra persona, una desconocida con
la que había contactado en una web para buscar compañeros de piso con intereses
comunes. Aquel edificio era el mejor situado respecto a la universidad y al
establecimiento de comida rápida, y al mismo tiempo, su precio de alquiler era
de lo más razonable. Así que María se encaprichó de él y decidió que
compartirlo era una buena idea para su bolsillo. Además, le gustaba conocer
gente nueva.
Lo primero que hizo tras
cerrar la puerta de la calle, fue echar un vistazo a los dormitorios. Quería
ver cuál era el mejor. El de matrimonio era el más grande. Entró y empujó la
maleta contra la cama. Luego inspeccionó el resto del apartamento.
No tuvo que recorrerlo
dos veces para darse cuenta de que tendría que hacer limpieza. El de la
inmobiliaria le comentó que no les había dado tiempo a retirar todas las
propiedades de los dueños anteriores. Cuando María le preguntó sobre estos, el
hombre se mostró vacilante. La vivienda había pertenecido a una familia. La
mujer había sido internada en un centro psiquiátrico y puesto que el marido tampoco
se encontraba muy bien, pensó que lo mejor era un cambio de aires. Lo que el agente
no le había dicho es que el matrimonio tenía una hija. Había juguetes y
peluches por todas partes, incluso alguna fotografía. Se preguntó por qué no lo
había mencionado, pero decidió que no era momento de averiguarlo. Tenía que
ponerse manos a la obra.
Miró en la cocina en
busca de bolsas. Encontró unas cuantas. Debajo de la cama que debió pertenecer
a la hija había un par de cajas medio vacías, con juguetes. Las utilizó también
para echar el resto, incluido un peluche de unicornio muy mono que había sobre
la cama. Dudó si quedárselo. Le gustaba ese tipo de peluches. Decidió que no y
lo metió en una de las cajas.
Hizo dos viajes. Había
llenado tres bolsas y dos cajas. Primero bajó una de las cajas con tres bolsas
encima. Cuando regresó a por la que le quedaba, la cual había dejado en la
entradita, se detuvo: el peluche de unicornio estaba fuera, más cerca del
pasillo que conducía a las habitaciones que de la entrada. Por un momento le
entró miedo. Luego vio que la caja estaba muy llena y que debía de haberse
caído mientras la cargaba hasta allí. Lo recogió, lo volvió a introducir y bajó
a la calle, deshaciéndose así de las últimas pertenencias y dolorosos recuerdos
de una familia rota.
Como él imaginaba, la tinta no tardó en
desaparecer. En cuanto llegó a casa, Ramón puso el tapón en el lavabo y dejó
correr el agua hasta la mitad. Luego echó detergente e introdujo el peluche. Mientras
la química trabajaba, fue a su habitación para quitarse los zapatos.
Sentado en el borde el
colchón, no podía creer la suerte que había tenido. Sabía que no era lo mismo
que comprar un regalo, pero ese no era motivo para arrancarle la sonrisa de los
labios. Hacía tiempo que no respiraba tan bien. Por un momento pensó en bajar
al bar y ver si la suerte seguía. Tal vez alguien se había vuelto a olvidar
unas moneditas en las tragaperras. Pero de inmediato alejó ese pensamiento.
«Imbécil. Estás
arruinado. Acabas de coger un muñeco de la basura porque no tienes ni para
comprarle un regalo a tu hija.»
Aquel razonamiento
interno bastó para que se esfumara la sonrisa, no así las insaciables ganas de
jugar, de sentir la suavidad de los botones en la yema de los dedos, de ver
brillar las luces y girar los rodillos, de escuchar la alegre musiquilla. Pero
sobre todo, lo mejor era la expectación, la cuenta atrás de los rodillos,
deteniéndose uno a uno en un símbolo al azar…
Ramón sacudió la cabeza.
¿Por qué no era capaz de dejarlo?, se preguntó con lágrimas bailando en la
comisura de sus ojos. Más de una vez había pensado en buscar ayuda. Y
últimamente lo hacía con más frecuencia. La adicción le había llevado a la
ruina y le impedía salir a buscar trabajo. Era mucho más fácil, agradable y
divertido bajar al bar y pasarse horas frente a la máquina. Además, ¿qué más
daba que no tuviera un duro? ¿Qué más daba si se quedaba en la calle? Veía a su
hija menos veces de las que deseaba y su exmujer lo trataba con una
condescendencia humillante que le crispaba los nervios. Era ridículo. Por un
momento pensó en las facturas de la luz y el agua. Que les dieran por culo. Lo
que tenía que hacer era usar ese dinero para comprarle un buen regalo a su
niñita.
Cortó esa línea de
pensamientos. No podía seguir por ahí. Si se quedaba en la calle tendría menos
posibilidades de ver a Lorena que de las que ya tenía.
«Eres gilipollas». Lo
era.
Se puso en pie para ver
cómo iba el peluche. Pagaría las facturas y buscaría trabajo, se dijo. Sin
embargo no estaba muy convencido. La máquina todavía ocupaba la mayor parte de
su mente, y con ella todas esas sensaciones tan placenteras.
—Mierda —dijo cuando
entró en el cuarto de baño.
El tiempo que había
estado el unicornio en el agua no había servido de nada. Sumergido bocarriba,
las patas quedaban por encima de la superficie. Ramón juraría que lo había
metido al revés, de modo que se debía de haber dado la vuelta por efecto del
agua.
Decidió lavarlo a mano,
frotando. La tinta del nombre manchó el agua, dejándola turbia. A continuación
lo escurrió un poco y lo tendió.
Viéndolo ahí colgado, más
brillante incluso que antes, sin ningún nombre que le concediera propiedad, la
sonrisa regresó a los labios de Ramón. Era un sol que se abría paso entre las
oscuras nubes de su angustia.
Qué narices, pensó.
Parecía nuevo. Y estaba seguro de que a su niña le encantaría. Era un buen
regalo.
Cuando Ignacio Méndez abrió la puerta del
segundo C, un doloroso silencio golpeó sus oídos. Pensaba que jamás se
acostumbraría. El recuerdo de los pasitos recorriendo la casa a su llegada le aplastaría
el alma hasta el final de sus días. Se temía que ni siquiera el hecho de
mudarse aplacaría el sentimiento. Cerró la puerta tratando de alejar aquello de
su mente.
Hacía tres días que había
vuelto al trabajo. Le resultó duro, y todavía lloraba en silencio cada noche,
pero no podía quedarse en casa y dejar que los recuerdos inundaran sus
pensamientos. Eran como las olas del mar: volvían una y otra vez, una y otra
vez, y con cada embestida, se llevaban un poco de su cordura. Los preparativos
de la mudanza lo habían retrasado en la decisión pero Laura lo había
convencido: ella se encargaría de esa parte.
Laura lo había llevado
mejor que él, o eso creía. De hecho, no estaba seguro. El psicólogo les dijo
que estaba sufriendo un shock postraumático y que pronto todo el dolor de ella
saldría de golpe. Tenía que estar atento, le aconsejó el doctor. E Ignacio lo
había estado. Sin embargo, los días pasaban y Laura seguía igual. Sí, estaba
más callada que de costumbre, incluso taciturna muy a menudo, pero le sonreía
cuando le preguntaba por su estado y respondía que se encontraba bien, que
pronto lo superaría. Ignacio había confiado en ella y él necesitaba volver al
trabajo. Cuando regresó a casa después del primer día de su reincorporación, la
mayor parte de sus pertenencias estaban en cajas y Laura había hablado con sus
padres para trasladarse al pueblo hasta que hallaran un nuevo hogar donde
vivir.
—Laura, ya estoy aquí
—dijo Ignacio después de lanzar las llaves sobre el mueble del recibidor, tres días más tarde—. ¿Cómo estás hoy?
No hubo respuesta.
—¿Laura?
Tal vez había bajado a
comprar.
Se dirigió a la habitación
de matrimonio. En su corazón empezaba a despertar cierta inquietud irracional.
Estaba vacía.
—Laura, ¿estás aquí?
—inquirió mientras hacía acopio de valor y abría la puerta del dormitorio de su
hija Sara.
Vacía… Aunque había algo
fuera de lugar. Encima de la cama, apoyado contra la almohada, estaba el
peluche preferido de Sara: un unicornio. Ignacio juraría que el día anterior
estaba guardado en las cajas de la mudanza, con el resto de juguetes. Debía de
haberlo sacado Laura, pero no tenía mucho sentido. Fue ella quien insistió en
llevarse con ellos las cosas de la niña. Ignacio no lo deseaba; pensaba que
esos objetos avivarían el dolor cada vez que los vieran. Aparte de eso, él se
veía incapaz de cambiar la imagen de esa habitación. No tendría valor para
hacerlo. Por lo tanto, después de todo lo que había insistido, ¿por qué habría
vuelto Laura a colocar el peluche?
El siguiente sitio al que
acudió a mirar fue el cuarto de baño. Ahora la inquietud había despertado del
todo. No sabía el qué, pero algo le decía que Laura no estaba comprando.
Un olor dulzón saturó su
olfato cuando empujó la puerta entreabierta. Antes de que la bañera surgiera
ante él, Ignacio se imaginó lo que vería en ella. Haciendo acopio de valor y
con el corazón en un puño, terminó de abrir. Las piernas le flaquearon durante
unos breves segundos en que pareció que todo su cuerpo se había quedado sin
sangre, al igual que el de su mujer.
Laura estaba dentro de la
bañera, sumergida en el agua hasta la boca, un agua completamente roja. El
brazo derecho colgaba por fuera de la pila de porcelana antes blanca y en el
suelo, a continuación de la flácida mano, yacía un cuchillo. Del brazo corrían
regueros de sangre que iban a parar al suelo y estos seguían hasta los pies de
Ignacio.
Cuando logró romper la
parálisis, corrió gritando hacia ella. Agarró su cabeza y en ese momento
escuchó un murmullo procedente de los labios de su mujer. ¡Estaba viva! Sin
pensarlo dos veces salió del cuarto de baño para llamar a Emergencias.
Más de tres cuartos de
hora después, Laura estaba en la UVI, débil pero estable e Ignacio había sido
atendido por un ataque de ansiedad. Cuando se recuperó un poco, había tomado
una decisión. No volverían a pisar esa casa.
El día de reyes Ramón estaba emocionado. No
veía el momento en que su hija abriera su regalo.
Isabel, su exmujer, había
ido con Lorena a casa de Ramón, después de que la niña abriera los
correspondientes regalos en su casa. Cuando el hombre abrió la puerta, Lorena
dio un salto y se colgó de sus hombros.
—¡Han venido los reyes,
papaíto! —le gritó al oído mientras este le daba un beso fuerte en la mejilla.
—¿Ah, sí? Pues aquí
también han dejado algo.
En cuanto Ramón dijo
esto, su hija hizo lo posible por liberarse de los brazos de su padre y el
hombre tuvo que soltarla. A continuación salió corriendo hacia el salón. El
regalo estaba sobre la mesa y la niña ni siquiera le preguntó por el árbol de
Navidad inexistente. Rasgó el papel sin piedad.
—¡Hala, lo que quería!
—chilló—. ¡Mira, mami, lo que quería! ¡Un unicornio!
Isabel sonrió y le dedicó
una mirada a su exmarido.
A Ramón no le sentó nada
bien. Los ojos de la mujer despedían lástima por él. La sonrisa que se había
mantenido en su rostro durante los tres días anteriores, dijo adiós.
—Se ha levantado a las
siete y media —le dijo aún sonriendo.
Ramón miró el reloj de la
pared. Eran las nueve.
—Imagino que los reyes
trajeron muchos regalos. —Intentó no pensar en Carlos, el novio de su exmujer.
—¿Papaíto, quién es Sara?
Ramón se sobresaltó. ¿Sara?
No podía ser. Lo había limpiado. Incluso antes de envolverlo había vuelto a
comprobar que todo estaba bien. El nombre no podía estar ahí.
Sin embargo, ahí estaba
de nuevo, tan definido que parecía recién escrito.
—No puede ser —dijo,
aturdido. Sentía más vergüenza que perplejidad.
—¿Por qué tiene un nombre
escrito, Ramón? —preguntó Isabel, ahora sin la sonrisa en los labios.
El hombre se estaba
poniendo tan rojo que parecía a punto de explotar. Al mismo tiempo que la
vergüenza laceraba sus mejillas, una ira insana hacia su exmujer se unía a la
batalla. La banqueta temblaba. La soga volvía a tensarse.
—Yo no me llamo Sara,
papi. ¿Se llama así el unicornio?
—N-No, cariño —farfulló
Ramón sin saber qué decir. Sus pulmones se empeñaban en funcionar a bajo
rendimiento—. Déjamelo, enseguida lo arreg…
El brazo de la niña cortó
el aire en un arco horizontal cuando lo extendía para obedecer a su padre. Su
pequeño cuerpo siguió al brazo y dio un giro de ciento ochenta grados. Lorena
fue arrastrada unos centímetros por el suelo, hasta que soltó al peluche.
Mientras Ramón se quedaba
atónito, paralizado, viendo como el muñeco continuaba siendo movido por una
fuerza invisible, Isabel corrió hacia su hija.
Al fin, el suave poliéster
chocó contra la ventana y cayó al suelo. El hombre reaccionó, despertando como
si un hipnotizador hubiera chasqueado los dedos. Y comenzó a escuchar los
gritos de su exmujer y el llanto de su hoja. Se acercó a ellas, con la sensación aún de que
le faltaba el aire.
—¿Estás bien, cariño?
—preguntó tras agacharse.
Isabel la tenía contra su
pecho.
—Me duele el brazo —dijo
entre sollozos—. Y la boca. Ya no quiero el unicornio, papi.
Ramón vio que tenía un
corte en el labio. Isabel lo limpiaba con un pañuelo de papel. Eso bastó para
que el miedo que antes lo había paralizado desapareciera por completo. Se puso
en pie, aún confuso, sin embargo.
—¿Qué ha pasado, Ramón?
—le preguntó Isabel, asustada y enfadada.
No tenía ni idea de lo
que había pasado, pero una cosa estaba clara: lo que habían visto acababa de
ocurrir de verdad, no había sido fruto de su imaginación. Él había eliminado el
nombre y ahí estaba. Y el muñeco había arrastrado a su hija. Entonces floreció
en su mente el momento en que se agachó para cogerlo. ¿No se había alejado?
Había pensado que lo movió el aire, pero ¿y si no era así…? Por otro lado, tal
vez el agua no le había dado la vuelta… Dios, todo aquello era inverosímil, lo
que pasaba por su cabeza no podía ser, era inimaginable. Si a él se lo hubiesen
contado, se habría reído en la cara de quien se lo dijera. Sin embargo, nadie
podía negarlo. Había tres testigos.
Ramón no era capaz de
comprender lo que acababa de ocurrir, no al menos de una manera lógica, pero sí
comprendía una cosa: estaba asustado. Y su hija también. Además estaba enfadado
consigo mismo. Él había cogido ese muñeco de la calle. ¡Maldita sea! Llegó a
una conclusión, una conclusión que contra todo pronóstico le hizo respirar bien
de nuevo. Lo devolvería al lugar donde lo encontró y ya se buscaría la vida
para comprarle otro regalo a Lorena. Por fin se había decidido. Aunque tuviera
que vivir un mes sin luz. Aunque tuviera que vivir un mes sin tragaperras. La
placentera sensación que le causaba pensar en la máquina fue nublada por toda
aquella situación. Había algo que le causaba mayor satisfacción. Hacer feliz a
su hija. Tenía que cambiar. Y si no podía hacerlo solo, pediría ayuda.
Se dirigió hacia donde
había quedado el muñeco. A mitad de camino se detuvo. El peluche empezó a
ascender con lentitud por la pared, debajo de la ventana. Parecía que alguien
lo estaba alzando. Cuando llegó al cristal, algo en la atmósfera cambió. Se
hizo más densa. Una sensación de electricidad estática recorrió los brazos de
Ramón y los vellos se le pusieron de punta como soldaditos firmes. La
temperatura descendió considerablemente, lo que le provocó un escalofrío al
tiempo que la estancia quedaba en completo silencio.
Un silencio que fue roto
de pronto por una aguda voz infantil.
—¡Es mío! —se escuchó con
dolorosa claridad.
Y tras ese chillido, el
peluche de unicornio hizo añicos el cristal de la ventana al impactar de nuevo
contra él, antes de desaparecer por el balcón.
La puerta de la casa se cerró con estrépito. Y
ya jamás se abriría para ella.
—Sara, te he dicho mil
veces que no des portazos —regañó Laura Suarez a su hija.
—Ha sido el aire, mami.
Eso era lo que decían sus
papis cuando alguna puerta se cerraba muy fuerte. Lo cierto era que Sara Méndez
estaba emocionada y no se había dado cuenta.
¡Se iban de compras! A la
pequeña le encantaba ir a comprar con su mamá. También le encantaban los fines
de semana. ¿Por qué? ¡Porque no había cole! Así pues, la alegría colmaba cada
nervio de su joven cuerpo como si de electricidad se tratara. No obstante,
había algo diminuto que turbaba ligeramente esa emoción. Sara no sabía qué y
era tan pequeño que no le molestaba demasiado, pero era persistente.
Bajaron por las
escaleras. Vivían en la segunda planta y había ascensor, pero a Laura le
gustaba andar, de ahí su bonita figura a los cuarenta años. Su mami era muy
guapa, pensaba siempre Sara, y ella sería igual de guapa cuando fuera mayor.
Sus abuelos lo dejaban claro cada vez que los visitaban.
La temperatura de la
calle era agradable, un perfecto día de mediados de primavera. Pese a la
creciente contaminación, el espacio de cielo que se colaba entre los edificios
se veía despejado.
—¿Tienes calor, cariño?
—le preguntó Laura a su hija cuando cruzaban la primera calle de las tres que
les separaban del supermercado.
Era temprano y Laura le
había puesto una rebeca a Sara.
Sara tenía calor.
—¿Puedo quitármela?
—Sí.
—¿Y puedo atármela a la
cintura? —Los ojos de Sara brillaban como el sol. Aquello lo hacía mucho mami
cuando salía a andar.
—Claro —concedió Laura
con una sonrisa.
Fue en ese preciso
instante, cuando la niña miró hacia abajo para atarse la rebeca a la cintura,
que esa persistente sensación que la inquietaba salió a la luz. ¡Su peluche!
¡Se había olvidado de coger su peluche preferido! El unicornio multicolor de su
camiseta de mangas cortas se lo había recordado. Los reyes magos se lo habían
traído ese año tras haberlo escrito en la carta con la ayuda de mamá y papá. No
le había importado si los demás regalos no se los traían, ese era el más
importante. Los unicornios eran su animal favorito. Cuando fue al zoo no vio
ninguno y sus papis decían que no existían, que eran imaginarios, pero ella no
los creía. Algún día vería uno de verdad y se lo llevaría a casa. Dormía todas
las noches abrazada a él. No había lugar al que no lo llevara con ella. Ni
siquiera para hacer pipí o popó. ¡Cómo se le había podido olvidar!
—¡Mami, mi peluche!
—gritó, y, soltando la rebeca, dio media vuelta.
Acababan de cruzar la
calle por un paso de peatones. Ambos lados de la acera estaban atestados de
coches aparcados en paralelo.
Lo primero que vio Laura
al girarse fue la chaquetilla roja extendida como una mancha de sangre sobre los
adoquines. Luego oyó un fuerte ruido sordo seguido de varios más breves (como
de un vehículo cogiendo baches) y de un agudo frenazo.
Esa imagen y esos sonidos
la atormentarían el resto de su vida.