Y en esta parte es donde entro yo, Diego Escobar.
Vino a mi consulta al día siguiente por la
mañana, muy temprano. Casi no había colgado la chaqueta en el perchero del
rincón de mi despacho, ni había plantado mi esquelético culo —no es que esté
anoréxico, pero es que por más que como soy incapaz de engordar— en la cómoda
silla de cuero negro, cuando en el intercomunicador de mi escritorio sonó la
voz de Ana Fuentes, mi secretaria.
—Señor Escobar, tiene un paciente esperando
—informó. Su tono denotaba nerviosismo—. No tiene cita.
Me acerqué al cacharro y pulsé el botón de
intercomunicación.
—¿No puede pasárselo a otro? —le pregunté. No
me apetecía atender en esos momentos a un paciente inesperado.
—Usted es el único que hay en estos momentos en
el edificio, señor.
Y era cierto. A mí siempre me ha gustado llegar
temprano para arreglar todas las cosas y estudiar los casos del día sin prisa,
así que, resentido, le dije que le dejara pasar.
El hombre que entró por la puerta de mi
consulta parecía un fantasma, o un zombi.
—Buenos días —me saludó con una voz débil
arrastrando ligeramente las palabras. Podría haber estado borracho, pero no lo
estaba. Sé distinguirlos perfectamente; mi padre tuvo un serio problema con el
alcohol y yo fui quien le ayudó a superar aquel condenado vicio.
—Buenos días. Siéntese por favor —le ofrecí la
silla azul de delante del escritorio con un gesto de la mano. Él retiró el
asiento y más bien se dejó caer—. ¿Cómo se llama?
—Francisco. Soy el doctor Francisco Gómez —dijo
con indiferencia.
Había oído hablar de él.
—Oh, doctor —Aun así me sorprendí un poco—.
¿Qué problema tiene?
—Vengo a que usted lo averigüe. Porque no lo
sé.
Parecía que en cualquier momento pudiera caer
hacia delante y partirse el cráneo con el borde de mi gran escritorio de madera
de wengué.
Iba remangado, y me fijé en el vendaje de su
antebrazo.
—Eso ya me lo imagino, doctor Gómez, pero
necesito…
—Llámeme Fran, por favor.
—Está bien, Fran, necesito que me cuente algo
más sobre su problema. ¿Por qué se encuentra así?
Entonces me explicó por qué no dormía, y cuando
le pregunté desde cuándo le ocurría, me contó toda la historia
entrecortadamente, empezando por el día de la larga operación de peritonitis
con perforación de estómago.
No paraba de insistir en que le tenía un miedo colosal
al hundimiento del colchón y que no sabía la razón. Estaba totalmente
convencido de que su mujer era quien subía por las noches y se tumbaba, pero aun
así seguía atemorizándose cada vez que pasaba eso.
Yo, por supuesto, sabía perfectamente que no sé
trataba de su mujer, sino de su imaginación debido a una continua fatiga, como
él pensaba al principio. Era algo muy probable y la única explicación lógica.
Así que decidí dejar eso apartado por un momento —le recetaría unas pastillas
para dormir y descansar— y me centré en el problema del miedo; creía saber la
razón, y no me equivoqué. Al menos en esto no me equivoqué.
—Bien, Fran. Me parece que su pánico procede de
un trauma. ¿Le dice algo esto?
Se mantuvo unos minutos en silencio, pensando.
Luego negó con la cabeza, sin ninguna expresión en su cansado rostro.
—¿No recuerda nada que le pudiera haber
sucedido cuando era pequeño? —insistí; aunque insistir con un tipo en ese
estado no era una buena idea.
—No, nada.
—Está bien. Entonces voy a tener que realizarle
una pequeña terapia de regresión, Fran. ¿Sabe lo que es?
Me estaba jugando el cuello haciéndole esperar
tanto; me arriesgaba a que en cualquier instante se levantara de su silla con
una velocidad inducida por alguna potente fuerza como podía ser la mezcla entre
el cansancio y la rabia e, inclinándose sobre el escritorio, aferrara mi
delgado pescuezo y me estrangulara mientras me decía que fuera al grano.
—No —repitió cansinamente en su lugar.
—Es un método con el cual puedo ayudarle a
acceder a su inconsciente para descubrir el origen de sus problemas o algún
trauma olvidado, como es el caso. Conviene que el paciente esté en buenas
condiciones, físicas y mentales, pero siendo este un caso excepcional, ya que
no creo que quiera dormir de nuevo hasta que se resuelva, intentaré llevarlo a
cabo ahora. ¿Está de acuerdo?
—Sí —respondió rápidamente—. Lo que sea.
—Muy bien, pues entonces quítese los zapatos y túmbese
en esa camilla —le señalé la camilla de cuero negro situada en un extremo de la
consulta, al lado de un sillón. Fran se acercó y, como hizo al sentarse en la
silla, se dejó caer—. Ahora, como sé que le gusta el blues, voy a poner un CD
de ambiente de este género.
Una vez sonando bajito los rítmicos acordes de
las guitarras y los saxofones, me senté en el sillón y comencé la útil terapia
cuyo máximo representante es el famoso psiquiatra Brian Weiss; aunque yo la
realicé y realizo con una pequeña modificación que consiste en hacer que el
paciente me vaya narrando los hechos, y en guiarle en los casos que lo
necesite.
—Bien, si le aprieta la ropa, aflójesela.
—Estoy bien.
—De acuerdo. Cierre suavemente los ojos… y
concéntrese en su respiración. Respire con regularidad, inspirando por la nariz
y exhalando por la boca. Relájese… —Él siguió mis instrucciones religiosamente—.
Con cada exhalación expulse los dolores y tensiones acumulados, y con cada
inspiración, absorba toda la energía que le rodea. Ahora sienta todas las
partes de su cuerpo y deje que se relajen. Empiece por los de arriba y vaya
bajando hasta llegar a las piernas y los pies… Ahora está completamente
relajado. En unos segundos voy a contar de cinco a uno. Con cada número se
sentirá más apacible, y cuando llegue a uno, estará en un estado tan profundo
de serenidad, que su mente se habrá liberado de los límites del espacio y el
tiempo, pudiendo recordarlo todo.
Antes de empezar a contar, me pregunté si no
estaría durmiendo, no obstante, los años de experiencia realizando esta terapia
me convencieron de que aunque el paciente estuviera muy cansado, era muy
difícil que se durmiera.
—Cinco… Cuatro… Tres… Dos… Uno; ya ha llegado,
está profundamente relajado. Imagine que hay una luz a lo lejos y camine hacia
ella. Puede recordar absolutamente todo lo que le ha ocurrido. Todo. Cuando atraviese
esa luz, estará en otro momento, en otro tiempo; deje que la mente elija ese
momento y ese tiempo. Crúcela y dime qué ve. Obsérvese tanto a usted como a todo
lo que le rodea. ¿Qué ve?
Fran tardó en contestar.
—A mí.
—Bien, bien. Pero eso ya lo sé. Más detalles…
—Más pequeño.
—Siga. ¿Cómo se ve?
La voz, como la de todos los pacientes bajo
este estado, era monótona y, a una persona no acostumbrada, le pondría los
pelos de punta.
—Está oscuro, pero veo el color castaño claro
de mi pelo, desparramado por la almohada blanca de mi cama… ¡Mi cama con el
edredón del Demonio de Tazmania!... Ahora tengo los ojos cerrados con fuerza…
No veo nada…
—Muy bien. Ha decidido, por alguna razón, continuar
observando el momento desde su interior. Prosiga.
—Las comisuras de los ojos me arden… Y las
mejillas están mojadas, muy mojadas. Estoy llorando.
—¿Por qué? ¿Qué sucede, Fran?
—Francis. Todos me llaman Francis.
—Muy bien, Francis, ¿por qué estás llorando?
Miré la hora de mi reloj de muñeca. Habían
transcurrido treintaicinco minutos desde que el doctor llegara a mi consulta y
ya se me había pasado la primera cita.
—Por las voces… ¡No, por favor, parad!
—¿De quiénes son esas voces?
—De mis padres. Me llegan desde el comedor.
Están discutiendo… otra vez. Mi padre le está gritando a mi madre que es una
maldita zorra, que por su culpa están a fin de mes casi sin un puto duro; mi
madre le echa a él la culpa, y lo justifica con el dinero que gasta en el bar,
que los fines de semana se pasa todo el día metido en esos «rompe familias», y
que por un capricho, solo uno que ella ha tenido, el de ir a la peluquería, ya
es ella la culpabl…
En esa parte enmudeció de repente.
—¿Qué más, Francis? —le insté con calma.
—Nada. Me he tapado los oídos. Así mucho mejor.
—Presentaba una estúpida sonrisa y tenía la cara empapada en lágrimas. Esperé
con un tanto de malicia que saliera una burbuja mucosa de uno de los grandes
orificios de su nariz, pero no lo hizo—. Mucho mejor…
—Eso es. Sigue relajado y respirando
profundamente. Permanece en ese momento y dime qué piensas.
—En el día siguiente. Mañana, en clase de
ciencias, hay que hacer una exposición de un trabajo en grupo que he estado
realizando con mis compañeros durante toda la semana. Estoy un poco nervioso;
hay que salir delante de toda la clase. Yo estoy en el grupo de Rocío, Sergio
y… ¡AAAAH!
—¿Qué sucede, Francis? Dímelo. —El grito, más
bien chillido desgarrador, hizo pitar mis oídos.
—¡E-El colchón… Está… está cediendo! ¿Qué es?
¿Un fantasma? ¡¿Un fantasma se está tumbando en mi cama?!
—No, tranquilo. No existen los fantasmas.
Cálmate. —El ataque de pánico que estaba sufriendo podía ser peligroso, pero
estábamos llegando a la zona cero del problema, al origen del trauma, y no
podía parar—. Continúa hablándome.
—Me he encogido. Estoy temblando y aprieto la
vejiga para no hacerme pis… Pero el colchón sigue bajando y… ¡Oh no! No he
podido aguantar más… El pis me quema la pierna, mamá se va a enfadar… Una mano…
¡UNA MANO!... Está tocando mi hombro y… y me zarandea, me… me zarandea, y el
fantasma me está diciendo algo. ¡No quiero oírlo! ¡No! Su fría mano intenta
tirar de la mano que tapa mi oído. Mis tripas comienzan a removerse; las siento
ahí abajo.... Ahora tira con más fuerza y oigo una voz apagada… Una voz suave… La
voz de un ángel… Mi mano cede y oigo esa voz con más claridad… ¡Mamá! Eres tú…
—Bien, muy bien, Francis. Respira. Inspira por
la nariz y exhala por la boca. Eso es.
Fran se había orinado también en la realidad.
La entrepierna de los vaqueros se había tornado a una tonalidad mucho más
oscura. Estaba enteramente sudado y tan pálido como el papel, pero poco a poco
fue recuperando el color, o lo que quedaba de él, pues el insomnio había
borrado todo tono que pudiera haber tenido su tez.
—Entonces, ¿es tu madre quien ha provocado el
hundimiento del colchón? —Fue más una afirmación que una pregunta.
Me respondió con una gran sonrisa.
—Sí, es mamá. ¡Qué tonto he sido! Aun así el
corazón todavía me late muy rápido.
—¿Te dice algo tu madre?
—Sí. Dice que hoy duerme conmigo, que se
quedará ahí toda la noche…
Ya era hora de acabar. Miré el reloj de nuevo y
habían pasado otros veinticinco minutos. Mi segunda cita a la mierda. Mis otros
pacientes estarían rojos de ira, si es que todavía se encontraban esperando en la
sala de esperas, claro.
—¿Francis?
—¿Sí? —El ritmo de la respiración era el
correcto y la sonrisa seguía ahí.
—Es hora de regresar. Voy a contar de uno a
cinco. Cuando llegue a cinco, abre los ojos, y estarás totalmente despierto… Lo
recordarás todo.
»Uno: comienzas a salir de la luz…
»Dos: sales de la luz y despiertas poco a poco…
»Tres: estás mucho más despierto…
»Cuatro: estás casi despierto…
»Cinco: abre los ojos; estás completamente despierto.
En cuanto abrió sus cansados ojos, me dio la
extraña sensación de que yo también acababa de salir de un trance, pues empecé
a oír el suave blues, que no había parado de sonar durante todo el ejercicio
pero que no lo había percibido hasta ese momento.
Fran parpadeó un tanto aturdido, y luego, para
mi sorpresa, sonrió.
—¡Ahí está el problema! No me lo puedo creer.
En esa estupidez que olvidé. Esa era la causa del trauma, ¿no? —me preguntó.
—Sí, exacto.
—¿Y por qué lo había olvidado? Ha sido algo
increíble poder revivir esa experiencia. Acojonante, pero increíble. —Se miró
la entrepierna conforme decía eso sin mostrar ningún síntoma de disgusto.
—A veces, la mente bloquea recuerdos por no
poder asumirlos, Franci… Fran. Ese es el motivo por el que no lo recordaba. Fue
una experiencia muy dura y aterradora para usted. Posiblemente su mente lo
bloqueó nada más darse cuenta de que era su madre quien hizo que se moviera el
colchón. Tal vez ya no lo recordaba al día siguiente.
Se sentó en el borde de la camilla haciendo
sonar el cuero como si dejara escapar una ventosidad y se puso los zapatos.
—Entonces, ¿ya no temeré a ese maldito
hundimiento y podré descubrir a tiempo, antes de que se vaya, al culpable?
—En cuanto a lo primero, he de decirle que
seguramente ya no sienta aquel miedo. Y en cuanto a lo segundo, ¿de veras sigue
creyendo que es su exmujer?
Se mantuvo en un silencio reflexivo durante
unos eternos segundos.
—Bueno… eh… Tal vez esté un poco paranoico…
«¿Un poco?», pensé.
—… Quizá no sea Silvia, pero estoy seguro de
que es alguien. Esa sensación… Es demasiado física. Lo siento descender de
verdad. Se lo juro. ¡Pero si hasta me hace rodar!
—Entiendo lo que me dice, Fran. Y le creo. Pero
ha de saber que la mente es muy poderosa. Sin ir más lejos, fíjese lo que ha
hecho con su recuerdo. Estoy seguro de que el único culpable es el cansancio,
como usted pensaba al principio.
Se le veía un tanto incrédulo, aun así, hizo un
esfuerzo por darme la razón.
—¿Y qué me recomienda?
—Existen muchos medicamentos, como bien sabe;
cualquier somnífero. Pero yo le voy a recetar este. —Regresé a mi asiento
seguido por él y apunté el nombre del somnífero—. El Valium le ayudará a dormir
y a descansar durante toda la noche. Aquí tiene.
El doctor cogió el papel y observó con el
entrecejo fruncido.
—¿Está usted seguro que con esto dejaré de
sentirlo?
—Si se duerme rápido, la mente no tendrá tiempo
de jugarle una mala pasada —le expliqué con una sonrisilla y alzando una ceja
en gesto de evidencia.
Fran lo miró unos segundos más y finalmente se
levantó medio tambaleándose.
—Bueno, doctor… —echó un vistazo a la placa de
mi escritorio— Escobar, espero que tenga razón. Y gracias por ayudarme con
aquel estúpido trauma.
Me tendió la mano y yo se la estreché.
—Para eso estamos. Si tiene algún problema, ya
sabe dónde encontrarnos… Pero antes llame para que le demos una cita. —Eso
último lo intenté decir sin que se notara mi exasperación por el tema, pero me
parece que no lo conseguí. No soy un hombre al que le agrade que le descoloquen
todos sus planes del día. Y aquel día no solo empecé a trabajar con un paciente
antes de lo habitual, sino que retrasé y perdí tres citas previas.
El doctor Francisco Gómez asintió con la cabeza
y luego se marchó de mi consulta con su aspecto destrozado y su problema aparentemente
solucionado.
Yo suspiré, miré la hora con desprecio, y pulsé
el botón del intercomunicador de mi gran escritorio para pedirle a Anita un
café y que dejara pasar al siguiente paciente, el que debía haber entrado hacía
unos cincuenta minutos.
***
La farmacia era un pequeño establecimiento con un mostrador a apenas
tres pasos de la entrada. La farmacéutica, una mujer de unos setentaitrés años
que llevaba toda su vida trabajando en aquel lugar, miró a Fran con expresión
asustada.
Al entrar, las dulces campanillas de aviso que
colgaban delante de la puerta sonaron con un amargo tintineo que estalló en los
oídos del doctor. Lo que menos le apetecía era escuchar ruidillos innecesarios; ¿y
lo que más?, pues lógicamente dormir.
—Ah, es usted, doctor —dijo la anciana con
evidente alivio observándole con atención—. Pensaba que era uno de esos
drogadictos que andan por ahí.
De aquel comentario, Fran sacó dos
conclusiones: primera, que la anciana tenía muy buena memoria, pues solo había
ido allí un par de veces —la primera vez fue más bien una sesión de
interrogatorio al ser un nuevo vecino de aquella zona de la ciudad—, y la
segunda, que la mujer no tenía ni pizca de tacto con lo que decía.
—Pues sí, soy yo —dijo él con un ligero
sarcasmo.
—¿Qué desea?
Le entregó la receta con la que se tapaba el
pequeño percance de la orina, cubriéndolo ahora con la mano.
La mujer la miró ajustándose las antiguas
gafas. A Fran le pareció que realizaba un auténtico esfuerzo por leer; aunque
pensándolo mejor, seguro que así era.
—Oh, tiene problemas por las noches, ¿eh? —«Si yo
te contara», pensó Fran—. Eso explica su aspecto de vagabundo borracho. —Y de
nuevo la bofetada—. A ver, tiene que estar por aquí —decía mientras miraba la
estantería repleta de medicamentos que había a sus espaldas. Al girarse, el
moño blanco que llevaba en la nuca no se movió ni un centímetro, y Fran pensó
que debía haber pasado mucho tiempo desde que aquel tieso cabello (si se podía
llamar cabello a algo así) vio el agua por última vez—. Aquí está. Tenga.
Fran pagó y en menos de quince minutos se
encontraba en su casa abriendo el paquete. Pero se detuvo; antes debía comer.
Más que nadie, él, como médico, sabía que tomarse medicamentos con el estómago
vacío era igual que echar agua en un vaso agujereado.
No había desayunado aquella mañana. Nada más
ver la luz por la ventana de su habitación, se había levantado, vestido, y
salido disparado en su Audi A3 hacia el edificio de psiquiatría de la ciudad,
donde le había atendido inmediatamente, gracias a Dios, ese tal doctor Diego
Escobar, al que, por cierto, no le harían daño unos cuantos kilitos más.
Calentó el café con un chorro de leche y, como
siempre, introdujo en la boca de la tostadora dos rodajas de pan de molde.
Cuando terminó, se tomó la pastilla y subió a su habitación sin fregar lo
usado. Una vez allí, sin preocuparse por cambiarse los pantalones y lavarse,
bajó la persiana del todo, quedando el cuarto completamente a oscuras, y se
tumbó en la cama. Había dado la vuelta al colchón para no tener que ver el
destrozo, aunque el bisturí lo dejó encima de la mesilla, por si acaso. En menos
de cinco minutos, el Valium empezó a hacer su agradable efecto y finalmente
Fran se durmió sin llegar a sentir ceder el colchón.
Apenas soñó nada. Nada en absoluto. O al menos
no lo recordaba. Se despertó como nuevo ocho horas y media después, a las cinco
y media de la tarde, como pudo comprobar en el radio-despertador. Estuvo todo
lo que restaba de día con una brillante sonrisa en los labios y Silvia hizo
acto de presencia en su cabeza solamente dos veces, y breves. Al salir de la
ducha, se miró en el espejo y, tras afeitarse, se vio por fin a él, no obstante
aún quedaba algún vestigio de las bolsas en los ojos y arrugas de cansancio.
Decidió que el miércoles, una vez cogido de nuevo el horario normal de dormir
por la noche y vivir por el día, se reincorporaría al trabajo.
Claro, que eso nunca ocurrió.
La noche del lunes fue el último día que durmió
y dormiría plácidamente. Al día siguiente, por la mañana, llamó a su jefe para
comunicarle que ya se encontraba mejor y que el miércoles volvería al trabajo;
sin embargo, el director, el doctor Álvaro Aguilar, esperó durante todo el
miércoles y durante los siguientes tres días el regreso del doctor Francisco
Gómez sin resultado.
Tras cenar y tomarse la pastilla esa noche del
martes siete de junio, Fran se cepilló los dientes con alegría aunque
experimentando una inquietud en su cabeza. No se trataba de Silvia, la cual
parecía haber cedido en su empeño por atormentar su mente. Sino de algo que le
rondaba por la mente como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua,
y que tenía la certeza que había olvidado. Algo que hizo mal en el hospital —de
eso estaba seguro— cuando se encontraba en el pésimo estado. Y creía recordar
que sucedió el viernes precisamente. Pero cada vez que intentaba atrapar esa
idea se le escapaba como una mosca veloz. Solo deseaba que no tuviera que
volver a la consulta de aquel psiquiatra anoréxico para que le realizara de
nuevo aquella potente terapia.
Se introdujo en la cama con esa ágil mosca en
la cabeza y echó una fugaz mirada al bisturí —que aún seguía ahí a pesar de
todo, pues se sentía más seguro— antes de apagar la luz.
Era primavera, pero en esa casa tan grande
había una temperatura bastante baja por las noches, por lo que se arropó hasta
el hombro.
Tardó más de lo normal en sentir el efecto del
somnífero; se imaginó que era por la mosca que volaba por el interior de su
cabeza. No obstante, el medicamento pudo más y comenzó a adormilarse.
La respiración se tornaba regular y la mente y
los pensamientos parecían irse muy, muy lejos, desconectándose del mundo,
cuando algo hizo que abriera los ojos y el mundo regresara a toda prisa.
Segundos después se percató de qué se trataba.
El colchón. Otra vez el colchón. Se estaba
hundiendo poco a poco, como siempre.
Descubriéndose sin miedo (la terapia funcionó
perfectamente), extendió raudamente la mano derecha hacia la mesilla (yacía
boca arriba), y sin preocuparse por encender la luz, pues esa acción le haría
perder tiempo, echó mano al bisturí… solo que no fue al bisturí a lo que echó
mano, sino a la nada. Su apreciada herramienta quirúrgica no se hallaba donde
la dejaba todas las noches. Él, o ella —más bien ella: Silvia—, lo había cogido,
y ahora, en cualquier momento, lo utiliz…
Sintió una delgada, afilada, y fría línea en el
cuello que interrumpió sus escalofriantes pensamientos, cada vez más acentuada
por una presión. El doctor Francisco Gómez luchó con el cable y el interruptor para
encender la luz de su lamparilla de noche, pero el pulso le fallaba; el miedo,
el terror, había vuelto a hacerse dueño de su cuerpo.
Poco a poco, con ese aumento de presión, la
fría línea, ahora más caliente por la sangre —supuso aterrorizado sin dejar de
intentar encender la luz y con la confirmación de que había alguien en su cama—,
empezó a deslizarse por la superficie de su cuello, notando un dolor
desgarrador. Y justo antes de que el corte llegara hasta la parte inferior de
la mandíbula derecha, justo antes de que su «Vida frustrada» consiguiera coger
el barco y marcharse para siempre (eso sí, con ayuda) y todo el mundo se
quedara en una oscuridad infinita, mucho más negra que la que había en la
habitación, la lamparilla cayó al suelo por un manotazo de Fran, haciendo que
el sonido del cristal de la pantalla protectora despistara por un momento a la
mosca y Fran lograra por fin atraparla, recordando, fugazmente, que la había cagado
gritando a Diana y que, ya jamás, podría pedirle disculpas.
***
Me enteré de esto cuatro días después. Entre las cosas de su casa
encontraron los somníferos y pensaron que tal vez habían sido recetados en mi
clínica, por lo que vinieron y me interrogaron por si tenía algo que ver. Luego
les pregunté qué había pasado y me lo contaron.
Tres días después de aquella fatídica noche,
Álvaro Aguilar, el director del hospital y por tanto jefe de Fran, denunció
a la policía la ausencia de su empleado,
uno de los mejores cirujanos que tenía. Había estado llamando tanto a su casa
como a su móvil, y le había avisado por el busca, pero no recibió contestación
de ninguno de esos aparatos.
Media hora más tarde, dos guardias civiles se
presentaron en la gigantesca casa del doctor y decidieron dejar de insistir en
llamar a la puerta y entrar forzándola.
En el piso de arriba, en el cuarto que había
enfrente de las escaleras con la puerta cerrada, se encontraron el cadáver
completamente pálido del cirujano Francisco Gómez. La sangre seca, de una
tonalidad marrón, contrastaba con su clara tez y con la empapada sábana,
también blanca. Se encontraba boca arriba sobre su cama, con un perfecto corte
rojo y horizontal digno de un buen cirujano bajo su barbilla, y cubierto con
las mantas, con ambos brazos fuera.
Uno de ellos, el derecho, sobre la mesilla.
Y el otro sobre su pecho y acabado en una mano
que sostenía con delicadeza —con el dedo índice y el pulgar— un brillante
bisturí.
La afilada hoja, un tanto manchada de sangre, aún permanecía clavada en
el extremo final de la incisión del cuello.
Para leer la Primera parte, pincha AQUÍ.
Para leer el relato completo, pincha AQUÍ.