¿Y tú? ¿Conoces bien a tus vecinos?
Desde mi ventana, la de mi habitación, veo la casa de los vecinos. Es
exactamente igual a la nuestra. Vivimos en una de esas urbanizaciones en las
que las casas parecen ser gemelas, o bueno, mellizas, porque cada uno la decora
a su manera y pierden un poco el parecido. Papá, por ejemplo, arrancó todo el
césped del patio de delante y lo rellenó con hormigón. «No soporto los bichos»,
decía. Mamá tampoco los soportaba, pero a ella le gustaba más la «imagen bonita
y agradable que ofrece el verde y no el triste y depresivo del gris». Papá,
como siempre, hizo lo que mejor le parecía a él.
La casa de los vecinos, la que veo desde mi
ventana, llevaba tiempo deshabitada, por lo que el césped estaba algo
crecidito… y bueno, así seguía después de su llegada.
Los nuevos vecinos eran bastante extraños.
Llegaron hacía ya más de dos semanas y no les
había visto salir de casa en todo ese tiempo. Y dos semanas es mucho tiempo.
Son quince días. Y quince días es mucho tiempo. Son…, pues eso, dos semanas.
El hijo (sabía que era un niño porque iba de azul
y no de rosa como las chicas) bajó del coche con la cabeza cubierta por la
capucha de una sudadera y la cara tras una máscara de Mickey Mouse, sí, de
Mickey, ¡y aún no se la había quitado! Ni la máscara ni la capucha. Dos semanas
con el rostro tapado. Todavía no le había visto la cara. Sus padres, a simple
vista, parecían normales, excepto porque andaban de una manera muy rara, como mi
primo Eric, el que acababa de aprender a andar. Bueno, excepto por eso, y por
lo de no salir de casa ni cortar el césped, claro.
Sabía todo eso porque a pesar de que no salían
a la calle, a veces, cuando las persianas estaban levantadas y las cortinas
descorridas, los veía.
Mi ventana da a tres ventanas de la otra casa.
Dos son del comedor-salón, y la otra era la habitación del niño. No solían
descorrer las cortinas pero cuando lo hacían siempre estaban de dos formas. O
padre, madre e hijo agarrados de las manos y sentados a la mesa redonda del
comedor, sin nada encima más que una de esas telas blancas con agujeros como la
que tiene mi abuela en todos los muebles, y sobre ella un jarrón con una
especie de flor. Digo una especie
porque no la había visto nunca. Y digo flor porque era a lo que más se me
parecía. Tenía un color extraño, un azul muy brillante, como si tuviera una
bombilla en su interior. También tenía unas raíces muy largas, igual de
brillantes, que salían del jarrón y se estiraban hasta tocar a cada uno de
ellos. ¿Por qué hacían eso?, me preguntaba cada vez que los veía.
En una ocasión, casi se me para el corazón
cuando el padre giró la cabeza de repente y me miró. Yo me agaché y estuve así
un buen rato. Luego volví a asomarme, pero ya habían bajado la persiana.
Esa mirada no me gustó nada. Me asustó mucho,
por eso, desde entonces, me asomaba con cuidado y poco rato. Total, no me
perdía mucho; era un poco aburrido. Aunque no tanto como lo que hacía el niño en
su habitación. Nada. Las veces que la ventana había estado despejada, el chico
se sentaba en el borde del colchón de su cama, de espaldas a mi ventana, y ahí
se quedaba, sin hacer nada, hasta que se hacía de noche y su madre corría la
cortina y bajaba la persiana. Yo siempre me escondía, por si ella me veía como
hizo el hombre.
La verdad es que desde ese día, empecé a tener
miedo, un poco solo, porque por algo soy el más valiente de la clase. Ya no les
observaba tanto como al principio. Y el problema era que ahora, al fin, mi mamá
había decidido que había llegado la hora de que fuera a conocer al niño.
No era la primera vez que se preguntaba por qué
los nuevos vecinos no salían nunca a la calle y siempre tenían todas las
ventanas tapadas, pero nunca había ido a hacerles una visita de presentación
con un pastel recién hecho. «Eso es como las invasiones alienígenas, solo se
hace en las películas americanas», dijo mi papá cuando mi mamá le propuso ir a
hacerles una visita. Ella, como siempre, le hizo caso y a ningún otro vecino
parecía interesarle los nuevos.
Vivimos en una urbanización en la que no hay
demasiada relación entre nosotros. Y contándome a mí, solo hay tres niños y la
fea de Eva. Con ellos es con los que salgo a jugar, pero cuando le dije a mi
madre que iba a llamarlos para conocer al nuevo, ocultando la verdadera razón
por la que quería compañía (el miedo), me contestó que no, que fuera solo, ya
que la razón de que el niño no saliera de casa era que podía ser muy vergonzoso
y si íbamos todos podría intimidarle. Le pregunté si era por eso por lo que
llevaba la máscara de Mickey Mouse, pero ella no me creía cuando le decía que
no se la quitaba nunca, creía que me lo inventaba, que tenía mucha imaginación,
y que cuando llegaron a la urbanización debían de haber estado en Disney
Landia, así que dijo que me dejara de tonterías y que fuera de una vez. A pesar
de las pocas ganas que tenía de hacerlo, no pude negarme.
Así que allá fui. Con cada paso que daba la
casa se hacía más grande y mis piernas se volvían más blandas. ¿Qué pensarían
mis amigos si me vieran muerto de miedo?, pensaba. Esperaba que no estuvieran
asomados a la ventana, sobre todo Javi. Cuando llegué a la puerta y llamé un
rato después, sentí la mirilla quemándome la frente. Menos mal que no tardaron
en abrir, si no, ahora tendría un punto negro entre las cejas, como los indios,
pero no los de las películas de vaqueros, sino los de la India, como la mujer
de Apu en Los Simpson.
La puerta la abrió el hombre. La misma mirada
que me sorprendió en la ventana apareció en la entradita de la casa.
—¡Qué sorpresa! El observador —dijo.
Enseguida noté que las mejillas me ardían y me
sentí tan débil como cuando tengo fiebre. Más que culpabilidad o vergüenza fue
un miedo muy grande, más aún del que ya sentía; miedo al saber que cuando les
miraba desde la ventana no era el único que observaba a sus vecinos.
Intenté dar media vuelta y salir corriendo, sin
importarme ya que mis amigos estuvieran viéndome, pero no pude moverme. Los
músculos de mi cuerpo habían dejado de funcionar.
—Pasa, no te quedes ahí.
Y mientras decía eso, me empujó al interior de
la casa, haciendo funcionar al fin los músculos, aunque ya era demasiado tarde
para salir corriendo. La puerta se cerró con un sonido que parecía venir de muy
lejos. Desde entonces no estoy seguro si he vuelto a salir de allí.
Lo que pasó después no lo recuerdo muy bien. Sé
que me sentaron a la mesa redonda con la extraña flor en el centro. Sé que
sentado en la silla de enfrente solo estaba el niño y que me agarró las manos.
El brillo azulado era muy bonito, más que desde la ventana de mi habitación y
solo conseguí mirar a otro lado cuando el niño se quitó al fin la capucha y la
máscara de Mickey Mouse. Sé que sonreí cuando vi su rostro, como si fuera lo
más normal del mundo, como si lo hubiera visto antes, lo sé porque sentí mis
labios curvarse. Pero no entendía por qué sonreía. En mi interior estaba muerto
de miedo, pero en el exterior no podía controlar nada de mi cuerpo. Era como si
estuviera encerrado en mí mismo.
Las raíces de la flor se conectaron con
nosotros y fui viendo, bajo un asombro escondido en mi cuerpo, cómo, poco a
poco, ese extraño rostro que había estado oculto bajo la máscara de Mickey, se
iba convirtiendo en un espejo.
Los diminutos ojos completamente negros se
separaron y se volvieron azules, como los míos. Del hueco plano donde debía haber
una nariz empezó a sobresalir un bulto alargado hasta tener la forma de una
nariz, como la mía. La delgada línea en forma de v que había en la parte
inferior de la cara aumentó de grosor hasta convertirse en unos labios rosados,
como los míos. Al mismo tiempo que la afilada barbilla se redondeaba, la abombada cabeza
se hizo más pequeña, como la mía. Mientras la piel grisácea se volvía blanca,
el pelo empezó a salirle por la cabeza; un pelo rubio y rizado, como el mío.
Ese extraño proceso todavía duró un rato más,
no recuerdo cuánto y tampoco sé qué pasó en ese momento, porque no vi ningún otro
cambio físico. Durante ese tiempo, el hombre y la mujer hablaban,
intercambiando frases. Uno la iniciaba; el otro la terminaba.
—Tranquilo, chico… —decía el hombre.
—…, lo hacemos por vuestro bien —terminaba la
mujer.
—…, por el bien de vuestra raza…
—…, por el bien de vuestro hogar.
—No os haremos daño…
—…; al contrario…
—…, las vacunas siempre son efectivas.
Aún intento entender las palabras de esas dos
personas, bueno, aún intento comprender todo lo que sucedió.
El momento en que salí de la casa de los
vecinos y llegué a mi casa lo he olvidado por completo. Pero lo siguiente ya lo
recuerdo con más claridad.
Desperté en mi cama. Era por la mañana. Lo
primero que hice fue asomarme por la ventana y de inmediato me di cuenta de
algo. El coche de los nuevos vecinos no estaba. Encontré a mi mamá en la
cocina, y mientras me preparaba el desayuno le pregunté por los vecinos.
—¿Estás todavía dormido, nene? Se fueron hace
dos días. Un día después de que los visitaras. Tú te despediste de ellos. Y
tenías razón, el niño seguía con la máscara esa de Mickey. ¿Qué te pasa? Llevas
unos días un poco raro.
Me puso la mano en la frente para ver si tenía
fiebre y después de decir que no estaba caliente, me colocó la leche con ColaCao
falso delante.
Le conté lo que ocurrió en la casa, y por el
suspiro que dio y la forma de contestarme, parecía que ya se lo había contado,
y que no me creía.
—Déjate de tonterías. Deberías ser escritor. Tienes que usar esa imaginación de algún modo.
Desde entonces todo parece ir como siempre,
excepto por eso que suele decir mi mamá ahora. Eso de que he cambiado. Pero yo
no noto nada.
No soy tonto. Sé que es muy raro todo lo que
pasó y que no fue un sueño. Los sueños se olvidan o al menos no se recuerdan
con tanta claridad, y aunque lo último lo recuerde a cachos, es mucho más claro
que cualquier imagen de un sueño antiguo. Y como no soy tonto, me hago
preguntas.
¿Por qué no recuerdo el momento en que salí de
la casa ni los tres días después? Esta pregunta nunca deja de estar en mi
mente, y muchas veces hace que me cueste dormir. Esta pregunta es la que hace
que dude, de vez en cuando, de si salí de la casa alguna vez.
Esta pregunta, a su vez, hace que me pregunté
si durante ese tiempo que pasó después de la transformación física, ese en el que no supe qué sucedía, el extraño niño
no solo me robó el aspecto, sino también todo lo demás, incluidos los recuerdos.