Hay daños que jamás se curan
—Ven conmigo —me dijo—. Tengo un Regalo
Especial para ti.
Yo lo seguí; ¿qué niño, después de haber
descubierto a Papá Noel en su casa, no le habría seguido? Así que, emocionado,
ilusionado y eufórico, agarré su mano, y salimos al exterior. Fuimos a la parte
trasera de mi casa, donde un coche verde oscuro esperaba silencioso en la
calzada contigua a la acera. Papá Noel me abrió la puerta posterior, me dijo
que me echara a un lado, y entró junto a mí. Había un tosco olor a puro. Lo
recuerdo perfectamente.
—¿Te has portado bien? —me preguntó. Yo,
ingenuo e impaciente por ver el Regalo Especial, le dije que sí, agitando
frenéticamente la cabeza y sonriendo—. Muy bien, los niños buenos me gustan
—afirmó. Entre la oscuridad del interior del coche podía vislumbrar el brillo
en sus ojos y una ligera sonrisa—. Solo ellos se merecen mi Regalo Especial.
—¿Y cuál es? —le pregunté ansioso.
Él me aferró la mano suavemente con la suya
enguantada, la acercó a su cuerpo, y la posó sobre una especie de barra dura.
Entonces fue cuando toda mi emoción, entusiasmo
y alegría se quebraron. Me asusté, grité, y Papá Noel empezó a hacerme daño en
la muñeca.
Aquella noche, ese hombre me dejó dos marcas:
una en la muñeca, que desapareció a las dos semanas, y otra de la que jamás me
he librado, como si la hubiese grabado en mi cerebro con esos rotuladores
permanentes.
Los Edding
3000, sí. Y es que tres mil podrían ser las cosas que rompió en mi cerebro,
estoy seguro. Porque han pasado cerca de treinta años desde aquello y, ahora,
yo también me dedico a hacer Regalos Especiales a los niños buenos.
¡Brutal!
ResponderEliminar¡Hola, Fran!
EliminarMe alegra que te haya gustado y muchas gracias por leerlo, compartirlo y, sobre todo, por comentarlo aquí en el blog.
Un saludo.