martes, 17 de mayo de 2016

Proyecto Fobia (Capítulo 7)

¿Cuál es el límite del miedo?


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7

«¡Para!»

«Esta tarde, entrenando a los tigres, se me ha ido la mano. ¡El muy imbécil de Gato se negaba a hacer todo lo que le decía! ¡No me obedecía! Me sacó de los nervios y cambié la vara por un palo grueso y duro. Le golpeé hasta que empezó a dolerme el brazo. Ha muerto.»

Las palabras de su padre y Alyssa resonaban en la cabeza de Augie con cada paso apresurado que daba.

«Eres un maldito desgraciado, ¿lo sabías? ¿Qué va a decir ahora Willy? ¡Nos puede echar del circo!»

Solo había pasado una hora hablando con Clay en su escondite, por lo que el sol aún hacía de las suyas con todas las energías de la primavera. Ríos de sudor rodaban por sus sienes y mejillas; ni siquiera la sucia camiseta de tirantes ayudaba a llevarlo mejor. Pronto sintió también los brazos húmedos. Y cuando ya estaba a escasos metros de su destino, sus pulmones lo obligaron a detenerse. Estaba sin aliento. Daba amplias bocanadas para coger aire, como un pez fuera del agua.

«¡Nos puede echar del circo!». Volvió a recordar Augie. Pero esta vez a su mente acudió otra imagen: el cambio de expresión en el rostro imperturbable de Alyssa. La mujer perdió los nervios. Y como si un dedo invisible hubiera pulsado un botón en su mente, el chico supo por qué.

Tenía miedo.

Pero eso no lo había comprendido en ese preciso instante. No. Aquello ya había empezado a abrirse camino en su cerebro momentos antes; aquello fue lo que le hizo salir corriendo de su escondite y dejar a Clay plantado. Aquello fue lo que dirigió sus pasos hacia el lugar en el que se encontraba. Solo que ahora lo percibió conscientemente. Y la ola roja se calmó al fin, siendo sustituida por una marea fresca que le aclaraba las ideas.

Antes de retomar la marcha, miró a su alrededor. Nadie. Era la hora de la comida, aun así debía darse prisa, puesto que ya deberían estar acabando. Se imaginó el estado agitado que seguro embargaba a Alyssa por su ausencia, y eso le hizo sonreír. Fue una sonrisa nueva para él; la sensación que le produjo fue de tal satisfacción, que le temblaron las piernas. Unas semanas antes esa sensación desconocida le habría asustado ligeramente, pero desde que la ola roja inundó su alma, el miedo había desaparecido.

Ahora era su turno de inducir miedo. De despertar aquello a lo que más temía Alyssa: que la echaran del circo. Por eso estaba parado a unos metros de las jaulas de los tigres de su padre.

Avanzó despacio, arrastrando los pies en la tierra seca y dura. El animal iba de un lado a otro en la jaula, sopesando a su pequeño observador. Un apagado rumor se escapaba de su garganta y recorría la piel de gallina de los brazos de Augie hasta sus oídos. El sol arrancaba brillantes destellos a los barrotes que obligaban al chico a entrecerrar los ojos.

A pesar de que los sagaces ojos con los que la bestia lo miraba le sobrecogían, sus pasos no vacilaron en ningún momento.

Pensó en decirle algo para tranquilizarlo, para hacerle ver que no tenía nada que temer, pero decidió que eso provocaría justo el efecto contrario, y que si había ahí alguien que tenía que temer algo, ese era él. Solo que estaba harto de temer, así que apretó los puños, y aceleró el paso. Contuvo la respiración cuando de un rápido movimiento extrajo el grueso clavo de la precaria cerradura. Los goznes de la puerta chirriaron al ceder esta hacia fuera. Las orejas del tigre se irguieron aún más, con excitación.

Augie salió corriendo de inmediato en la dirección contraria a la que había venido y se situó detrás de la caravana de Mike «El forzudo» en cuyo lateral se podía leer con coloridas letras circenses: La fuerza está en el exterior. En el caso de Mike aquella frase era totalmente cierta, porque el hombre era una de las personas más amables y blandas que había en Golden Circus.

Desde la parte posterior de la casa rodante, Augie observó cómo la enorme zarpa del tigre tanteaba la puerta primero con vacilación, y luego con decisión. De un salto, se plantó en la arena, soltando diminutas volutas de polvo. E instantes después, al contrario de lo que pensaba Augie, comenzó a andar lentamente, contemplando con aquellos inteligentes ojos toda la libertad que le rodeaba.

Cuando le perdió de vista, se escuchó el primer grito… y un portazo. Probablemente alguien se dispuso a salir de su casa en el momento en que la fiera cruzaba por delante.

Al cabo, Augie decidió que ya estaba a salvo y salió de la cobertura de la caravana. Siguió las huellas del tigre de su padre con una sensación de reconfortante ansiedad y orgullo. Estaba deseando que Alyssa se percatara de lo ocurrido, así como de presenciar el momento en que el viejo Willy los echaba a patadas del circo.

Un fuerte rugido seguido de un grito demasiado agudo para ser de un adulto pero demasiado grave para pertenecer a una chica, le hizo detenerse de golpe, como si hubiera chocado contra un muro.

Otro rugido feroz y otro grito, ahora de dolor y más apagado. El «¡Para!» desesperado que salió de aquella garganta infantil le dio un vuelco al corazón, y creyó que se desplomaría ahí mismo. Las piernas le temblaron como si fueran de gelatina, sin embargo estas, sin esperar órdenes del cerebro, comenzaron a moverse. Augie creía estar andando por encima de uno de los cables de Jack «El funambulista».

La gente gritaba desde la protección de sus casas que alguien ayudara al niño, que alguien hiciera algo. Pronto el silencio que había envuelto el campamento hacía unos minutos quedó roto por sollozos, chillidos alarmados y gritos desesperados de todos los artistas. Augie no era capaz de desviar la mirada del chico que se desangraba en el suelo, mientras su padre trataba de controlar a la bestia con una larga vara de hierro acabada en un collar y su tranquilizadora voz de domador. Para Augie, todo aquello estaba sucediendo como en un sueño, con una intensa capa de irrealidad que lo cubría todo. Ni siquiera el disparo que rasgó el aire lo sacó de su ensimismamiento. Quería ver con sus propios ojos el rostro de la víctima, a pesar de que aquel «¡Para!» y la ropa confirmaban sus horribles temores.

Entonces, justo cuando la cara empezaba a aparecer tras el cuello degollado, tras toda esa sangre, alguien lo agarró y lo alejó de la escena.

Aún poseído por esa sensación onírica, forcejeó y gritó. Gritó con todo el aire que le permitieron sus pulmones, hasta desgarrarse la garganta y quedarse ronco.

Gritó que quería ver la cara del chico. Que quería comprobar que no era la cara de su amigo.

Pero solo era una forma de engañarse a sí mismo, de no querer aceptar la realidad, porque desde el primer grito, supo que se trataba de Clay Truman Jr.



viernes, 6 de mayo de 2016

La llave

A veces, la imaginación es la única puerta


Debía ser fuerte. Por ellas. Sobre todo por ella. No podía derrumbarse. No ahora. Todavía no.



—Pues ya te digo, Marga. Fran quería llevar a Alicia a ver la nueva peli de Disney el finde, pero ahora  resulta que ya es muy mayor para esas pelis. Así que…

—¿Ent… ces… el fin… de… po… emos… que… ar?

—Oye, Marga, se corta. Espera un momento, voy a quitar el manos libres.



«¡No te derrumbes delante de ella, maldita sea! ¡Sé fuerte!». Con esos pensamientos atravesó Fran las puertas del edificio; no se daba cuenta de que apretaba la mano de su hija con más fuerza de la necesaria.

—Papá…

Tratando de controlar la respiración, a pesar de que el corazón le iba a mil por hora, Fran buscó con mirada vidriosa a su cuñada Marga.

—Papi… Mi mano, me duele…

La encontró en pie cerca de la puerta. Se mordía el índice a la altura de la segunda falange, como siempre que estaba nerviosa o asustada.

—¡Fran!

—Quédate con Ali. Voy a ver —y le extendió el brazo de la niña. Luego dio media vuelta y evitó correr, aunque caminó deprisa.



Highway to hell!

El hombre canta a viva voz el tema de Ac/Dc mientras conduce por la sinuosa carretera. Una carretera repleta de parches que une el pequeño pueblo donde vive con la ciudad a la que hay que acudir para comprar algo más que pan y embutidos.

La habrá escuchado cientos de veces, y nunca se cansa. Y aunque jamás firmará discos, ni se atreverá a subir a un escenario, ni tendrá suficientes medios para grabar una sola canción, no canta del todo mal. Siempre mantiene la frecuencia de la radio en su emisora preferida: Rock FM, y siempre espera con ansiedad que se emita esa canción. La tiene descargada, por supuesto, pero el lector de CDs de su viejo Saxo no funciona, y está claro que ese brillante tema no suena igual dentro del coche que dentro de casa.

No hay duda, Higway to hell es su canción preferida. Sin embargo, eso se acaba en unos segundos. Lo que ve en el arcén, al tiempo que el clásico suena, hace que jamás pueda volver a escucharlo sin que su mente evoque aquella horrible imagen.



Fran regresó a la concurrida sala de espera de la UCI. Las noticias eran malas. Las peores.

Bajo el umbral de la sala de espera contempló impasible a Marga y a su hija. La niña estaba apoyada sobre el pecho de su cuñada, quien la estrechaba en un abrazo. Ninguna de las dos lloraba; pero en cuanto la mujer se percató de la presencia de Fran, sus ojos azules —como los de su hermana— se difuminaron. Alicia también lo vio ahí plantado, pero sus ojos negros —como los de él— no fueron ensuciados por un velo húmedo. Lo miró con una extraña tranquilidad, con una fuerza que finalmente hizo romperse su corazón en mil pedazos, como si le hubiesen arrojado una lanza directa al pecho.

No pudo más. La fuerza se le escapó como se escapa el tiempo, sin remedio.

Se derrumbó.



—¡Ah, mierda! Ya se ha quedado pillado, siempre igual…

—Oye, Sof… ía… mejor seguimos cua… do llegues…

Sofía continúa con los ojos clavados en la pantalla del móvil. La imagen de la llamada se ha congelado. El teléfono es antiguo y falla muy a menudo. Golpea con el dedo el icono del altavoz, para quitar el manos libres.

El coche se desvía ligeramente hacia el arcén.

El pie del acelerador ejerce más presión en el pedal de la debida.

—Tranquila, Marga, si estoy casi entrando al pueblo.

El pulgar de Sofía, blanco como el dedo de un cadáver, aprieta con fuerza la zona de la pantalla en la que está situado el icono del altavoz. Al fin el teléfono reacciona y logra pulsarlo.

—¡Bien! ¡Ya! —dice al tiempo que se lleva el móvil a la oreja y alza la cabeza para fijar los ojos en la carretera; solo que al otro lado de la luna ya no hay carretera, sino una profunda cuneta, a escasos centímetros del morro del coche.



Marga alcanzó a Fran al tiempo que las rodillas se le deshacían. Se pasó uno de los brazos de su cuñado sobre los hombros y lo condujo al asiento, ambos con los ojos anegados de lágrimas.

—Ha… Ha muer… to —sollozó Fran casi sin aliento—. Sofía… ha… muerto, Marga.

La gente los observaba sin ningún pudor, aunque probablemente pensando en sus propios familiares.

De pronto, Fran sintió una mano sobre su mejilla. Una mano fría y pequeña. Hizo un esfuerzo enorme por levantar la cabeza y mirar al frente. Al principio las lágrimas le mostraron una imagen borrosa, pixelada. Luego una manga le limpió los ojos y pudo ver a Alicia. Seguía sin llorar. Su hija de siete años había escuchado las dolorosas palabras de su padre y seguía sin derramar una sola lágrima.

—Papi. —Su voz trémula revelaba que en su interior se contenía una emoción poderosa. Pero ¿por qué no la exteriorizaba? ¡Era una niña que acababa de perder a su madre, por el amor de Dios! La respuesta le llegó de inmediato con una sola palabra que disipó las sombras que cubrían sus pensamientos—. La llave.

Fran comprendió entonces la actitud sosegada de su hija, y la miró con tal cariño que por un instante le hizo olvidar lo ocurrido hacía unos minutos. No tenía los ojos de Sofía, pero sí su expresión. Contemplarla en ese instante, tras la mención de La llave, le hizo comprender que no todo estaba perdido. Que su mujer no había fallecido ese día; no del todo, al menos. Y que al igual que Alicia, él también debía ser fuerte, como al principio. Por ella.

—Toma, papi. —La niña extendió la mano con la palma hacia arriba. Vacía—. Cógela.

Marga observaba la escena confusa, sin poder parar de llorar y mordiéndose el dedo.

—Yo no la necesito, cariño —le dijo Fran a su hija cerrándole los dedos con suavidad sobre la palma, como si la hiciera proteger algo muy preciado—. Quédatela tú. Yo ya tengo mi propia llave.

Y aunque le resultaba extremadamente doloroso, sonrió.



«¡Todo por una puta tableta de chocolate! —piensa Fran sin poder contener la rabia, una rabia mezclada con la más profunda desesperación—. ¡Joder! Siempre tiene que ir; no puede esperar. Si se la antoja algo, allá que va. Da igual la hora o si acabamos de llegar. ¡Joder!».

No puede evitarlo, Fran es así. Se irrita con facilidad ante cualquier suceso que quiebre su monótona vida. En este caso no se trata de «cualquier suceso», y por ello un profundo sentimiento de culpabilidad lo invade de inmediato como si diminutos insectos lo devoraran por dentro. ¿Cómo podía ser así?

Camina de un lado para otro. Se encuentra en la habitación de ambos con el corazón luchando por atravesar su pecho. No deja de pensar en las palabras del agente de la guardia civil que acaba de llamarlo. No puede creerlas. No puede ser. Su mujer no ha podido tener un accidente de coche.

De nuevo suena su móvil con esa estúpida cancioncilla circense. Parece mentira que un tono de llamada tan alegre traiga tan malas noticas.

Lo coge. Es Marga, su cuñada.

—Fran, estoy intentando llamar a Sofía y no contesta. ¿Pasa algo? Estaba hablando con ella y de repente se ha cortado. Creía que era por la cobertura, así que no la he vuelto a llamar hasta un rato después. Lo he intentado varias veces y nada. Estoy preocupada. ¿Pasa algo?

Por un momento, Fran no sabe qué contestar. Aún está procesando las palabras de Marga, las cuales resuenan en su cabeza como un eco eterno.

—¿Fran?

Fran camina hacia la cama con el teléfono pegado a la oreja. Se sienta lentamente.

—¡Fran, ¿qué pasa?! —Marga insiste, ahora con una pincelada de terror en la voz.

—Ha tenido un accidente, Marga —suelta al fin el hombre. El nudo en el pecho y la garganta se ha deshecho, y las palabras son expulsadas de sus labios de un modo automático—. La llevan al hospital ahora mismo.

—Oh, Dios, mío. No… Voy para allá ahora mismo.

Fran deja caer el móvil al suelo. No puede contener el llanto. Una vez iniciado, no está seguro de si podrá pararlo.

De pronto, un pensamiento cruza por su mente. ¿Qué demonios hace ahí metido todavía? ¿Por qué no está de camino al hospital?

Los golpes en la puerta de la habitación responden a ambas preguntas.

—¿Papi? —Es Alicia—. ¿Dónde pongo las naranjas?

Cuando le sonó el móvil por primera vez, estaban colocando la compra. Acababan de llegar cuando Sofía se dio cuenta de que se le había olvidado el chocolate de Nestlé, y no pudo esperar. ¡No pudo esperar! Claro que no.

¿Cómo se lo va a decir a la niña? No le da tiempo a reflexionar más; Alicia abre la puerta y entra. Él le da la espalda y se limpia los ojos y la nariz. Respira hondo y comprende que no puede mostrarse débil. No delante de ella.

—¿Papi?

Tiene las naranjas apoyadas contra su tripita, sujetas por sus bracitos.

—Escucha, cariño… —Fran se pone de rodillas delante de ella. Enmarca la pequeña cara entre sus grandes manos. Sorbe la nariz y tiene que suspirar profundamente para no romperse—. Mamá… Mamá ha tenido un pequeño accidente con el coche. Tenemos que ir al hospital ahora mismo, ¿vale? Allí está la tía Marga…

Las sombras de desolación que se posan sobre el rostro de su hija le hacen detenerse; una palabra más y él tampoco podrá controlar la emoción.

Los bracitos de Alicia dejan caer las naranjas, que chocan contra el suelo y ruedan, algunas hasta debajo de la cama.

Fran abraza a su hija al tiempo que esta rompe a llorar.

—¿Se va a morir? —pregunta entre sollozos la niña.

Aquello le duele tanto, que le cuesta volver a hablar.

—No, cariño, claro que no.

Miente, por supuesto, pero no solo a su hija, también se miente a sí mismo, puesto que el guardia civil le ha dicho que es grave. Muy grave.

Continúa abrazándola durante varios minutos; no quiere volver a ver aquel rostro tan triste. Un padre nunca debería ver la cara de un hijo con esa expresión. Se le ocurre algo, pero no solo por él, sino también por ella.

La aparta y se obliga a mirarla. Tiene la cara empapada de mocos y lágrimas. Su pequeño pecho da unos espasmos sobrecogedores, como si poseyera un desfibrilador interno.

—Mira, cariño, escucha, ¿vale? Escucha lo que te va a decir papá, ¿de acuerdo?

La niña asiente y hace un nulo intento por apartar algo de agua de uno de sus ojos.

—Vale.

Fran introduce una mano en el bolsillo de su pantalón vaquero y la extrae cerrada.

—Quiero que cojas esto.

Extiende la mano al tiempo que la abre, con la palma hacia arriba. Vacía.

Los espasmos de Alicia ceden ligeramente. Parece que su padre ha logrado despertar su curiosidad, a pesar de todo.

—¿Qué es? —le pregunta, enjugándose bien los ojos, con el labio inferior más adelantado que el superior, a modo de puchero.

—¿No la ves? —Alicia niega con la cabeza—. No me lo creo. Es una llave.

—¿Una llave?

Cada vez solloza menos.

—Sí. Quiero que la cojas y la utilices cuando estés triste, como ahora.

Con la otra mano, Fran sujeta la de su hija y posa la llave invisible en su palma.

—¿Ves? ¿A que sientes su peso?

La sonrisa que esbozan los labios de la pequeña le da a Fran aún más fuerzas para continuar fingiendo calma.

—Sí. Pesa un poco.

—¡Claro, es de verdad!

—¿Y qué abre?

—Pues mira, solo tienes que girarla así —guía la mano de Alicia con la suya y giran las muñecas en el aire, como si estuvieran abriendo una puerta—. Tiras de la puerta así… y das un paso. Y una vez dentro, todas las preocupaciones, toda la tristeza desaparece. ¿A que te sientes más tranquila ahora? Como yo, ¿ves?

Alicia ha dejado de llorar por completo. Su respiración ha vuelto a la normalidad.

—Sí.

Fran le da un beso en la frente.

—Bien. Ahora vamos a ir al hospital y tú te quedarás con la tía. Y quiero que me prometas que no vas a soltar la llave en ningún momento, porque si lo haces, la habitación desaparecerá.

—¿La habitación viene conmigo?

Pregunta eso con un asomo de la tristeza anterior.

—Por supuesto. Va donde tú vayas, siempre que tengas la llave… ¿Me lo prometes entonces?

Alicia se mira la mano vacía. Sonríe, vuelve a mirar a su padre, y asiente con la cabeza.

—Vale. Te lo prometo.