domingo, 31 de enero de 2016

Un Ave María y dos pensamientos sucios

¿Es peligrosa la religión?


Las malas acciones siempre van un paso por delante de las buenas. Desde luego que sí. En mis cuarenta años como investigador no lo he dudado ni un instante. Y el caso más breve pero más enfermizo que he llevado me lo confirmó en su día, y lo sigue haciendo cada vez que pienso en él.

Recibí la llamada a la misma hora que recibimos las llamadas todos los detectives: a las tantas de la madrugada. La habitación aún estaba a oscuras, pero cuando levanté la persiana vi en el horizonte una delgada línea anaranjada. Pronto emergería una cegadora bola blanca que inundaría de luz los tres muebles llenos de polvo de mi cuarto, como un gigantesco ojo acusador.

De momento deshacía la penumbra lo suficiente para ver el culo desnudo sobre la cama. El familiar acceso de vergüenza y frustración vino a mi encuentro en forma de rabia, y no tardé en echar al hombre que me había tirado aquella noche. Esta vez era más joven de lo normal. El chico se levantó confuso, luego le sobrevino un repentino enfado, y finalmente sus ojos azules se llenaron de terror. Claro, lo apuntaba con mi pistola. Una vez le hube echado de mi jodida casa, respiré hondo, y me dije por enésima vez que no lo volvería a hacer. Me duché y salí cagando leches.

Como supuse, el inspector estaba que echaba humo por haber tardado tanto en llegar a la escena del crimen. Pero como de costumbre, logré calmarlo haciendo lo que más le gustaba: hablar mal de su mujer.

—Los siento, jefe. Tu querida señora disfrutó tanto anoche, que quería repetir esta mañana.

El inspector Justo Guío curvó su alargada espalda hacia atrás, y rompió a reír como un poseso, soltando peligrosas babas que podrían contaminar el lugar.

—Eres un jodido cabrón —soltó entre carcajada y carcajada—. Sabes cómo ablandarme.  

—Sí, otra cosa es que lo entienda.

—No hay nada que entender, Seijas. Simplemente ella ya no me cae bien; es una jodida zorra. Y llevamos demasiado tiempo juntos como para separarnos ahora. ¿Qué haríamos el uno sin el otro?

—Yo creo que eres un puto viejo verde. Un viejo verde al que solo se le pone dura cuando se meten con su mujer... Bueno, dime, ¿qué ha pasado aquí?

Guío negó con la cabeza en un gesto condescendiente que venía a significar «qué cabrón eres» —y que a mí me dejó clara la respuesta a mi acusación— y me indicó una puerta al final del pasillo de la antigua casa en la que se había cometido el crimen.

La visión de lo que había dentro de esa habitación me dio un vuelco al corazón, y luego jugó con mi estómago. No sé por qué me revolvió el cuerpo, pues no era una escena muy sangrienta.

El cadáver, totalmente desnudo, se encontraba clavado a la pared, formando una cruz, como Jesucristo. La sangre seca manchaba la piel pálida de las manos, los brazos y los pies, así como el suelo por debajo de él. Ya había varias pruebas señaladas con sus respectivos números. Sobre la mesilla de noche, había una envuelta en una bolsita de plástico. Saqué los guantes del bolsillo de mi chaqueta y la cogí.

—El inspector dice que lo encontraron clavado a la pared, sobre la cabeza del fiambre.  A modo de Inri.

Me volví y me topé con la seria mirada de Aarón Anaya, mi ayudante.

—¿Qué pone? —le pregunté.

—Míralo.

Abrí la bolsa y saqué el papelito doblado por la mitad. Lo que había escrito no encajaba con lo que nos decía la escena del crimen.

«Un Ave María y dos pensamientos sucios. Perdóname, Señor.»



—No puede ser un suicidio —le dije al inspector una vez que salimos de la casa.

—Bueno, desde luego esa frase parece indicar que sí lo fue —replicó mientras inclinaba sus casi dos metros de cuerpo para pasar por debajo de la cinta policial.

—Él solo no pudo clavarse a la pared —intervino Aarón.

—Exacto. —Desde fuera del precintado me encendí un cigarro y me volví para mirar la casa, como si su fachada cuarteada fuera a revelarme lo que había sucedido ahí dentro—. Los clavos de los pies y el de una de las manos pudo habérselos clavado él mismo, pero los de la otra mano no. Aun así me parece ridícula la intervención de una segunda persona en el caso del suicidio. No. Ha sido un homicidio, y el asesino quería que pareciera un suicidio.

—Pues no es muy inteligente, que digamos —dijo Aarón.

—Por eso no me convence del todo.

Permanecimos en silencio durante unos segundos, rodeados de los coches de policía y el furgón de la científica, así como de la gente que, curiosa, se había acercado a meter las narices donde no les llamaban.

—¡Bueno, chicos! —exclamó finalmente el inspector—. Yo me voy ya. La espalda me está matando, y tengo una cita con el médico. —Tanto Aarón como yo sabíamos que lo que le estaba matando era la sed y que la cita la tenía con una rubia bien fría—. Mantenedme informado.

Yo dejé de mirar la casa; ahí ya no había nada que hacer, al menos de momento, tiré el cigarrillo y, junto a Aarón, me dispuse a dar el siguiente paso.

Interrogar a los vecinos.



Se nos pasó toda la mañana con los interrogatorios. Una jodida pérdida de tiempo. Nadie había visto u oído nada. Fuimos a comer a «El Paso de Pedro», nuestro bar habitual. Quería hablar con Aarón del caso.

Pedro, el hijo del Pedro original que dio nombre al establecimiento, me sirvió una CocaCola a mí y un botellín a Aarón, para acompañar la elección del menú.

—Por cierto, Aarón —le dije cuando nos sentamos en una mesa—. Has llegado tarde esta mañana.

Dio un trago a la cerveza y levantó una ceja.

—¿Seguro, capullo? Creo que el único que ha llegado tarde has sido tú, como siempre.

—Pues no te he visto al llegar.

—¿Y tampoco has visto mi coche?

Lo pensé. Era extraño, pero no me había percatado.

—La verdad es que no. Tenía muchas cosas en la sesera. —Y me vino a la mente la imagen del culo desnudo sobre la cama. Sacudí la cabeza un tanto avergonzado. Comprobé aliviado que Aarón no se había dado cuenta del cambio de color en mis mejillas.

—Bueno, pues estaba en otra habitación, preguntando a uno de los chicos de la científica.

—¿Preguntando qué?

Bebió de nuevo, repasó el listado de comidas y llamó a una camarera. Luego continuó hablando.

—Había un envoltorio de pastillas. ¿No lo viste, detective? Les pregunté de qué se trataba.

—¿Y?

—Eran analgésicos.

La joven camarera se acercó y le comunicamos nuestra decisión. Como yo no había mirado el menú todavía, pedí lo mismo que mi ayudante.

—Así que se tomó calmantes para aguantar el dolor… —dije en tono reflexivo, más bien para mí.

—Sí.

—Eso refuerza la teoría del suicidio… Pero sigo sin creérmelo.

—Hay otra cosa más. Antes no te lo he dicho.

—¿Qué más?

—Esa frase… ¿la del Ave María?..., me suena. Me suena mucho.



Después de la comida, que por cierto, estaba tan deliciosa como siempre, y de decirle a Aarón que intentase averiguar dónde había oído aquella frase, fui a ver a Guío. Le informé sobre lo poco que habíamos descubierto y sobre lo que no, en cuanto a los interrogatorios. Cuando acabé con el inspector me pasé por el laboratorio, donde el forense me confirmó lo que ya sabíamos y arrojó luz a la teoría que me empeñaba en eliminar. La del suicido.

Los clavos de los pies y la mano izquierda se los había clavado él mismo. No así los de la derecha.



Aarón Anaya descubrió dónde había oído la familiar frase al día siguiente. Era domingo, y como cada domingo, su mujer, su hija y él asistieron a misa. Yo sabía que Aarón lo odiaba, pero su mujer insistía e insistía hasta que le sacaba de los nervios y cedía; no le gustaba que su hija le viera enfado.

 No era de extrañar que pese a todas las veces que había ido a la iglesia no recordara la procedencia de la frase de inmediato, pues no prestaba atención al sermón del cura. Se pasaba la hora entera en el último banco, hablando por WhatsApp con su tierna infidelidad, y mirando las tiernas fotos que esta le mandaba.

Sin embargo, en esa ocasión, al tiempo que su consciente estaba centrado en las fotos y los mensajes, su subconsciente se mantenía en alerta, con la red en alto, y cuando el cura pronunció las palabras claves, esta las atrapó y extrajo a Aarón de la pantalla del móvil.

—… Los malos pensamientos —sermoneaba el cura con voz potente—, nunca vienen de uno en uno, pero, ah, hijos míos, las oraciones del Señor sí, y nunca son suficientes para limpiar y sanar nuestra mente sucia. Por eso hay que hacer un esfuerzo e intentar alejar esos pensamientos de nosotros. Debemos echar una mano a Dios en su misión de mantener al hombre puro. Sabed, hijos míos, que un Ave María para dos o más pensamientos sucios no basta.



Era una conexión clara. Tan clara como si el mismo cura se hubiese presentado en la comisaría y hubiese confesado. De modo que Aarón me llamó y lo detuvimos. El inspector dio carta blanca al interrogatorio, y en menos de media hora ya lo teníamos sentado delante.

Era bastante joven, aunque con una calvicie prematura. Su diminuta boca estaba siempre húmeda, y daba cierta grima mirarla. Los ojos mostraban a un hombre tranquilo y seguro de sí mismo.

Ya sabía de qué se lo acusaba, así que lo primero que dijo fue:

—¿No debería venir un abogado?

—Ya tienes un abogado —le contesté—. Tiene barba blanca y un puto aro sobre su jodida cabeza.

Entones abrió su diminuta boca y, mostrando unos diminutos dientes, rompió a reír, espaciando las carcajadas cada vez más conforme acababa su ataque, como si lo que lo había provocado fuera perdiendo la gracia poco a poco.

—¿Has oído eso? —preguntó mirando al techo—. Perdónale, porque no sabe lo que dice. —Luego volvió a clavar sus ojos en los míos—. Es igual. Voy a decir la verdad.

Aquella respuesta me dejó perplejo. ¿Ya está? ¿Así de fácil? ¿Caso resuelto?

—¿Por qué?

—Porque mentir es pecado.

—¿Y asesinar no?

—Yo no he asesinado a nadie —afirmó con rotundidad.

Alcé las cejas, incrédulo, al tiempo que dejaba que la afirmación flotara en el silencioso aire. Me volví con una irónica sonrisa hacia Aarón, que descansaba contra la pared detrás de mí. Este miraba al cura, don Francisco Álvarez, muy serio. Podía ver cómo la vena de su cuello empezaba a hincharse y si dejaba pasar unos segundos más, saldría a la luz el ser enfurecido que él mismo ocultaba a su hija cuando cedía ante su mujer en una discusión.

Le mandé a por un par de vasos de agua. Él sabía que esa era la señal para que se largara al otro lado del espejo. No sé por qué me empeñaba en meterle en la sala de interrogatorio, si casi nunca lo soportaba.

Cuando se cerró la puerta, con un fuerte golpe, continué con las preguntas.

—Bueno, padre, y si usted no lo asesinó ¿qué fue lo que hizo? Porque sé que estuvo allí.

—Solo fui su fuente de consuelo, quien rezaba por él mientras se entregaba al Señor de la forma más hermosa. Esas personas necesitan limpiar su alma, y la mejor forma de hacerlo es honrando al hijo de Dios, sufriendo del mismo modo.

—¿Qué personas?

—Las personas como aquel pobre infiel. Las personas que no son capaces de sanar su mente ni su alma con su propia voluntad. Las personas que no son capaces de ayudar al Señor a conducir al hombre por el camino recto y mantenerle puro. Cuando uno no es capaz hacer esto, solo le queda entregarse a Él de ese modo.

—Pero ¿el suicidio no es pecado? —insistí.

—No cuando se hace con ese fin.

Otro silencio. Un silencio frío en el que su mirada no se desviaba de la mía; la mirada tranquila de un niño que, sin saber que lo que ha hecho está mal, corre orgulloso a contárselo a sus padres.

Por un momento se me ocurrió la descabellada idea de hablarle sobre mis aventuras nocturnas y sobre la infidelidad de Aarón, para regodearme con la expresión de horror que se formaría en su rostro. Pero esa deliciosa posibilidad era solo un pensamiento malévolo y autocomplaciente, puesto que no pensaba revelar aquello de lo que me avergonzaba y yo no era quién para hacer saber a todo el mundo el secreto de mi ayudante.

En lugar de eso, traté de escrutar sus ojos con el fin de ver qué había tras ellos. Pero ya lo sabía. Tras ellos había lo mismo que tras los de las personas como él.

—Creo que no solo le serviste como consuelo —dije al fin—, sino que le ayudaste a suicidarse de dos maneras: no haciendo nada para evitarlo y clavándole los clavos de la mano derecha. Y eso, padre, independientemente del deseo de la víctima, es un asesinato.

La expresión de seguridad en sí mismo se evaporó de pronto. Como la del niño tras ser regañado por sus padres. Una palidez que resaltaba aún más los repulsivos labios se apoderó de su rostro. Parpadeó por primera vez desde que se había sentado.

—Ahora sí tiene derecho a un abogado —sentencié saboreando el momento—. Y yo creo que le vendría mejor uno de carne y hueso.



Una media hora más tarde, Aarón y yo permanecimos en la antesala del interrogatorio mientras el padre Francisco y su abogado hablaban con los micrófonos cerrados.

Saqué el paquete de tabaco y me encendí un cigarrillo.

—¿Qué haces? —me preguntó Aarón con el entrecejo fruncido—. Está prohibido.

—¿Por qué te crees que me hice poli?

—Capullo —rió, y extendió su mano—. Dame uno, anda.

Nos quedamos un rato envueltos por las sombras de la antesala, iluminada solamente por la luz de la sala de interrogatorio y por los dos puntos naranjas de los cigarros, contemplando a los dos hombres.

—¿Crees que le tenemos? —inquirió Aarón al cabo.

—Le tenemos.

Dio una larga calada, soltó el humo en un profundo suspiro, y volvió a preguntar.

—¿Qué les pasa a estas personas?

Expulsé el cáncer contra la pantalla de cristal hasta perder de vista las dos figuras del otro lado. No tuve que pensar mucho para responderle; en el interrogatorio yo me había preguntado lo mismo, y había encontrado la respuesta.

—La religión es una de las armas más destructivas y autodestructivas del mundo. Este caso (tanto por el suicida como por el jodido cura), o aquel en el que aquella puta le cortó el pene a su hijo y se lo hizo comer como si fueran salchichas lo demuestran.

Aarón dio una última calada y dijo con una solemnidad llena de razón:

—Pero mi mujer y mi hija no son así. Y jamás lo serán. Las conozco bien.

—Por supuesto que no, Aarón —le dije poniéndole una mano sobre el hombro—. No digo que todas las personas religiosas sean unos locos autodestructivos. Por supuesto que no. Lo que quiero decir es que esto solo ocurre cuando la religión se mezcla con una salud mental enferma. Entonces es cuando se convierte en el arma más peligrosa del mundo.  



*Este relato fue escrito para un torneo de escritores organizado en una web de relatos en el que tenía que crear una historia a partir del título que me ofrecían: Un Ave María y dos pensamientos sucios. También había un límite de palabras, y como me suele ocurrir, lo sobrepasé, por eso tuve que eliminar y eliminar hasta ajustarlo. No obstante, al blog he decidido subir el original más largo. 

Salchichas con Ketchup

Cuando se juntan el fanatismo religioso y la locura...


Toc… Toc… Toc…

Ese era el ruido que producía el chuchillo al impactar contra la madera de la tabla de cortar. La brillante hoja, violada por el líquido que soltaba la salchicha, se inclinaba hacia delante, y luego, con un preciso y elegante movimiento, bajaba su trasero… y Toc.

La mujer que lo manejaba tenía cuarenta y cinco años. Su cabello, teñido de ese buscado granate por las mujeres de su edad, dejaba ver mechones blancos —pronto tendría que volvérselo a teñir—. Su cara apenas presentaba arruga alguna; era linda. Sus ojos brillaban, mostrando una ferviente pasión, casi peligrosa… bueno, no casi; estos, trasparentes, desvelaban el fuego de este sentimiento que ardía por dentro. Sus labios acompañaban a esos ojos con una delicada curva triunfal. Sus manos de dedos pequeños y —a diferencia del rostro— ligeramente arrugados, dominaban el cuchillo como solo una mujer que lleva toda la vida cocinando sabe hacerlo.

El delantal rojo obsequiado por el bar-restaurante llamado como su dueña: CARRIE, cubría su torso y sobre su pecho se posaba silenciosamente el colgante con la cruz y Jesucristo. La parte inferior del cuerpo lo cubría la encimera de la cocina, pero el muchacho de doce años no necesitaba saber cómo era; lo sabía bien. Claro, era su madre.

Toc... Toc... Toc…

El ruidillo se introducía en los oídos del chico y resonaba en su cabeza como si estuviera dentro de una campana. Le parecía un tanto irreal, como en un sueño, pero estaba despierto, o al menos eso creía, porque podía oler, y en los sueños el sentido del olfato no existe… ¿o sí? En cualquier caso, olía y oía… y también veía, entre gasas blancas, nublados grises y telones negros, pero veía. En cuanto a sentir…, bueno, no sentía nada, ni siquiera era capaz de identificar dónde se encontraba sentado o tumbado, porque aparte de un sentido del tacto completamente nulo, no lograba mover un músculo.

Oía el «Toc, toc, toc», olía aquel dulce y grotesco olor, y veía el cuchillo subir y bajar con reverencia burlona… («¿Burlona por qué?»)…, veía la salchicha, y veía a su madre.

Su madre. Una mujer singular. Como muchas personas, ella era religiosa, católica, pero ni el Santo Padre se acercaba a la pasión de su madre. A él no le importaba esto, de hecho, él también era católico, e iba a misa todos los domingos, había hecho la comunión y le habían bautizado como buen cristiano; pero también tenía un lado razonable que su madre no poseía, y no pensaba dedicarse a eso, a la religión, a servir al señor como pretendía ella. ¡Él no quería ser cura!

Hasta hacía unos meses, quizá un año, su madre le tenía prácticamente convencido. Pero entonces cumplió los doce años, y su percepción del mundo, aquella que ya había empezado a mostrar nuevas posibilidades a los once, cambió definitivamente. En especial su visión y sentimientos hacia las chicas. Comprendió, pues, lo que los sirvientes de Dios tenían prohibido, así que decidió que ya no quería seguir con lo que su madre tenía planeado para él. Y por supuesto, se lo dijo; ¿qué otra cosa iba a hacer? Era su madre. ¿A quién si no se lo iba a decir? Tenía que saberlo, claro.

Ella se puso como una fiera. Le gritó, sí, le gritó como nunca lo había hecho, llenándole la cara de babas, incluso le…, le dolía solo con pensarlo, incluso le dio un bofetón, el primero en doce años de edad. Le dijo cosas sobre la religión, sobre Dios, sobre castigos, sobre esa oscura palabra que se negaba a mencionar, que estaba vetada en su casa, y que en esta ocasión por fin pronunció, para luego golpearse con fuertes puñetazos en la boca que asustaron al chico y le llevaron a recibir otro bofetón al tratar de consolarla, su segundo en doce años de edad. El muchacho estaba asustado, y más aún cuando vio la boca de su madre ensangrentada; su cara ya no se llenaba solo de las babas de la mujer mientras le gritaba, sino también de sangre.

Él no sabía qué hacer, estaba aterrorizado y dolorido, aunque el dolor era solo una débil sensación, pues el frío del terror lo abarcaba todo y le tenía paralizado, como si estuviera clavado al suelo. Ni siquiera era consciente de lo que la mujer chillaba. Sus oídos pitaban.

Entonces empezó a escuchar, por encima de este pitido, pasos alejarse, el viento golpeando contra la ventana, su propia respiración agitada, incluso los latidos de su corazón a punto de explotar. Comprendió que su madre se había callado. E intentó calmarse.

Fue al oír de nuevo los pasos, cuando decidió levantar la vista de los azulejos blancos del suelo y moteados de sangre, y cuando sintió el golpe. Su cabeza se convirtió, justo antes de caer en la oscuridad, en un Gong.

Luego recordaba haberse despertado entre esa gama de grises y el ruidillo producido por el cuchillo al contactar con la superficie de madera de la tabla de cortar, tras deslizarse por esa extraña y diminuta salchicha que violaba la brillante hoja de un líquido rojo.

¿Sería Ketchup? A él le encantaba el Ketchup.

«¿Me estará preparando salchichas con Ketchup como disculpa?», se preguntó justo antes de dormirse otra vez.



lunes, 18 de enero de 2016

Proyecto Fobia (Capítulo 3)

¿Cuál es el límite del miedo?


Para leer el capítulo inmediatamente anterior a este (del pasado), pincha AQUÍ.
Para leer el capítulo anterior (el 2) escrito por José Carlos García Lerta, pincha AQUÍ.


3

La vidente y el domador

«No hay mayor dolor que el de acordarse de los tiempos felices en la desgracia», dice Dante Alighieri en su Divina Comedia. Era una de las frases que más triste ponía a Augie, cuando la comprendió en su totalidad. Y es que, él no recordaba momentos felices cuando miraba al pasado. Augie Remprelt siempre había estado sumergido en un espeso lodo de desgracia del que aún no había salido.

En realidad, no conocía mucho de su pasado, aunque lo que estaba claro es que no recordaba nada que encajara en el término «felicidad».

Hasta una noche en la que yacía acurrucado en su cama, después que su madre le mostrara el péndulo, cuando le preguntó si podía ir al cine con Clay y los demás chicos del circo. Solo bastaba con eso para mantenerlo bajo control. En cuanto el péndulo entraba en el campo visual del pobre Augie, una tormenta se desataba en su cabeza, y la palabra «fracaso» brillaba entre el caos. Entonces el chico se subía a la cama y permanecía hecho un ovillo hasta que el mareo se le pasaba, o hasta que vomitaba. Sus padres no le dejaban hacer nada, o casi nada. Augie llevaba cerca de un año sin pisar un suelo que no fuera el del recinto del circo.

Aquella noche, su padre llegó completamente borracho a casa. No era muy habitual en él, pero no era un hombre que se privara de la bebida. Augie fingía dormir, a pesar que a sus padres no les importaba en absoluto su presencia a la hora de hablar de cualquier tema. Escuchó los pasos irregulares de su padre pasar de largo por delante de su cama, descorrer la cortina que daba acceso a la cama de matrimonio que había en la parte posterior de la caravana, y hundir el colchón, donde su mujer lo esperaba.

—¿De dónde vienes, desgraciado? —oyó Augie preguntar a su madre, cuya voz era tan clara, que no dejaba lugar a dudas de que había estado despierta, a la espera, como una animal acechante. 

—De tomar el sol en la playa, no te digo —respondió su padre con un arrastre que casi se hacía imposible de entender—. ¿Tú qué crees?

—Como dentro de nueve meses me encuentre en la puerta a otra maldita criatura, juro que lo mato yo misma. Lo arrojo a las jaulas de tus fieras. Sería una muerte poética de esas, ¿no crees?

—Calla, mujer. ¡Calla!

El grito, mucho más claro que el resto de las palabras que había dicho el hombre, encogió aún más a Augie. ¿De qué estaba hablando Alyssa Remprelt, su madre?

—¿Por qué, eh? —replicó Alyssa—. ¿Por qué tengo que callarme? La única razón por la que decidí quedarme con el maldito niño, fue para que nadie me viera como una mujer estúpida que estaba con un hombre que la engañaba. Pero ¿sabes lo que ha cambiado ahora? —Hubo un silencio intencionado—. Que todo el maldito circo sabe lo cerdo que eres. ¿Dónde has estado? —repitió tras otra pausa. En ningún momento había levantado la voz más de lo necesario.

A continuación la caravana se sumió en un largo silencio. Augie pudo oír, por encima de los nerviosos latidos de su corazón, a los monos chillar de vez en cuando y algún que otro rugido de león o tigre. También se oía más débilmente los bufidos de los asnos y muchos otros sonidos animales. La voz ebria de su padre lo obligó a volver a prestar atención a  la conversación.

—No habrá otra criatura con una nota en la puerta dentro de nueve meses, te lo aseguro. Dejé las putas hace tiempo. Con una tuve suficiente. Sabes que no soy de los que tropieza con la misma piedra una y otra vez.

—¿Dónde has estado? —Su madre seguía firme, como siempre.

—Esta tarde, entrenando a los tigres, se me ha ido la mano. ¡El muy imbécil de Gato se negaba a hacer todo lo que le decía! ¡No me obedecía! Me sacó de los nervios y cambié la vara por un palo grueso y duro. Le golpeé hasta que empezó a dolerme el brazo. Ha muerto.

Entonces, ocurrió algo increíble. Su padre, el domador Alan Remprelt, comenzó a llorar. Augie percibía los sollozos asombrado. Era curioso lo que la bebida provocaba en su padre. Estando sobrio, era capaz de enfrentar a su mujer sin vacilar; ambos se golpeaban por igual en sus discusiones. Al fin y al cabo, él se enfrentaba a enormes bestias salvajes. Pero cuando el alcohol corría por sus venas, era como si le debilitara y le despojara de todas sus armas.

No obstante, Augie solo se permitió unos segundos de asombro, pues dentro de su cabeza la tormenta de fracaso había sido sustituida por la tormenta de su origen. Intentaba seguir escuchando lo que decían sus padres, pero sus pensamientos viraban sin parar hacia lo que habían dicho de los bebés dejados en la puerta.

—Eres un maldito desgraciado, ¿lo sabías? ¿Qué va a decir ahora Willy? ¡Nos puede echar del circo! —Por primera vez, su madre perdió los nervios. Pero los recuperó de inmediato.

—Lo sé.

—¿Y lo único que se te ha ocurrido hacer es ir al bar más cercano y ponerte hasta arriba de alcohol?

—Lo he enterrado antes de irme. Lo he enterrado. Alyssa, ¡he matado a un animal! Lo he matado. —Entre los sollozos y el efecto del alcohol en su voz, apenas era posible entender lo que decía.

—Mañana irás a hablar con Willy y le dirás que murió de repente —decidió con firmeza la mujer—. Invéntate lo que sea: que tenía una enfermedad o que le dio un infarto. Lo que sea. Willy es un viejo inútil que últimamente no se entera de nada. No habrá problemas…

Augie no pudo guardar más resistencia contra aquel pensamiento horrible que daba vueltas en su cabeza. Tenía casi diez años, y ya no se le escapan las dobles lecturas, no al menos cuando estas eran tan claras.

Su madre había dicho que si se encontraba a otra criatura en la puerta lo mataría ella misma. Obviando el hecho de lo despreciable y terrible que resultaba su sentencia, ella había dicho «otra». Eso quería decir que ya había habido una antes. Su padre lo aclaró todo más adelante, cuando recalcó sus palabras, asegurando que no habría otra criatura con una nota en la puerta dentro de nueve meses. Pero aún había otra frase más clara, que no dejaba lugar a dudas: «La única razón por la que decidí quedarme con el maldito niño, fue para que nadie me viera como una mujer estúpida que estaba con un hombre que la engañaba.»

¿Eso quería decir lo que Augie había deducido?

Si aquella deducción era correcta, él había sido la primera criatura de la que hablaban sus padres. Él había sido el bebé que había aparecido en la puerta de la caravana, con una nota de abandono de su madre verdadera —¡su madre verdadera!— y Alyssa, la mujer sin escrúpulos que hasta ese momento había sido su madre, lo había acogido y criado por vergüenza y orgullo.

Ahora entendía muchas cosas Augie Remprelt. Ahora comprendía la actitud de la mujer hacia él, y eso, le provocaba una extraña sensación de alivio. Sin embargo, al mismo tiempo, en su interior se desarrolló una intensa ola de rabia. Rabia hacia Alyssa. Rabia hacia Alan, su padre. Y Rabia hacia la mujer que lo había abandonado. Este era un sentimiento nuevo para él; nunca lo había experimentado, a pesar de todo. Y le asustó. Porque de pronto se sentía ahogado por esa ola roja, y notó que perdía el control de sí mismo, que una dolorosa influencia le impulsaba a levantarse y desatar su rabia contra algo…, o alguien.

Pero por suerte, esto no fue posible, pues al darse la vuelta en la cama, se encontró con los feroces ojos de su madre. (¡Ja, su madre!).

—Tú, de todo esto que has oído, ni una palabra. ¿Lo entiendes?

Y al tiempo que profería la advertencia y lo miraba fijamente, levantó el péndulo y lo situó a la altura de su rostro.

Al instante, la incipiente rabia de Augie se hizo añicos, al igual que un cristal golpeado por una piedra, y la ola retrocedió.

Y la familiar sensación de mareo volvió a apoderarse de él, producto de la tempestad desatada en su joven mente atormentada.