martes, 20 de diciembre de 2016

Reseña 'Tu última noche en la Tierra'

Tras mucho tiempo sin publicar nada, regreso con esta reseña de un interesante proyecto que descubrí hace unos días.

Las reseñas no son lo mío, de hecho esta es la primera —y probablemente la última— que escriba, pero creo que este trabajo se merece que sea reconocido, y me gusta tanto, que quiero compartirlo con vosotros.

Tu última noche en la Tierra es una serie de relatos al más puro estilo de las historias de Creepshow o Historias de la cripta, entre otras producciones, y por tanto de los cómics pulp. Juan Carlos Cervera se encarga de escribir un relato por cada entrega, y Nacho Fito Parreño de realizar unas estupendas ilustraciones que invitan a leer con un solo vistazo.

Ya llevan cinco entregas, las cuales se pueden descargar gratuitamente. Cada una de ellas me ha transmitido las mismas sensaciones que me embargaban cuando veía un episodio de las series mencionadas, y las portadas ayudan mucho a ello.

En el primer número nos encontramos con La cacería, un relato inspirado notablemente en dos historias de Stephen King: La niebla y Cujo. El escritor nos adentra, junto a un matrimonio, en una espesa niebla en medio de una carretera solitaria y nos deja sin visibilidad. Con el sentido de la vista casi nulo, solo nos queda escuchar los ruidos que van surgiendo del blanquecino y opaco velo de la niebla...

En la segunda entrega, Juan Carlos nos transporta a un futuro distópico. Al mismo tiempo, como suele ocurrir en este tipo de historias, realiza una crítica mordaz hacia la sociedad y el mundo del espectáculo, en especial los programas y concursos de televisión. La espera es el título del relato y del concurso en el que unos participantes podrán convertirse en millonarios si ganan... Pero si no lo hacen, las consecuencias serán inhumanas. En esta historia, prima la tensión sobre el terror.

La maleta, relato de la tercera entrega, está narrado en primera persona y se centra en la psicología de un hombre que se obsesiona con un objeto. El terror psicológico está muy bien llevado por Juan Carlos, quien nos narra de un modo bastante ameno, y mediante la voz del propio protagonista, cómo este ha llegado a ser quien es y cómo ello le ha llevado a encontrarse en la demente situación en la que se halla.

El cuarto número es el más largo. En Ojos de mimbre seguimos los pasos de una inspectora de policía en la búsqueda de la desaparición de un niño en un pequeño pueblo ficticio. Como suele ocurrir en estas pequeñas localidades dejadas de la mano de Dios, no todo es lo que parece, empezando por los vecinos, quienes tienen un enorme secreto. Una historia dividida en capítulos cortos muy bien llevaba, con unos diálogos excelentes y un retrato de los vecinos que recuerda a La tienda de Stephen King.

En la quinta y última entrega hasta el momento nos encontramos con una historia más corta que las demás: Trampa para osos. En ella, una mujer que vive por y para el atletismo, decide salir a correr por el diminuto pueblo al que ha ido a recuperarse de una lesión en uno de los gemelos. Todo parece ir bien, hasta que se desvía de su recorrido habitual y aquella salida acaba convirtiéndose en su peor pesadilla. De nuevo, este relato está ambientado en un diminuto pueblo ficticio, y de nuevo, el escritor nos deja claro lo bien que se le da crear personajes.

Para terminar, decir que lo que más destaco del estilo de Juan Carlos es lo bien que contextualiza tanto la historia, como los personajes. Hace muy buenas descripciones de los lugares, de la atmósfera, así como de la vida de sus personajes, y todo ello ayuda a meterse en la historia y a empatizar con los protagonistas.


Para descargar todos los números, pinchad AQUÍ

lunes, 24 de octubre de 2016

Asesinas de Felpa: Queca

Cualquiera puede ser un asesino


En el preciso momento en que Woody decía «Los juguetes podemos verlo todo», Queca supo cómo hacerlo. No tenía nada que ver con la película. Ni con lo que sucedía en esa escena. Pero la idea surgió. Así sin más. Como una palomita al calentarse el maíz. Incluso creyó escuchar en su oído de felpa —felpa, cómo odiaba esa palabra— el «Pop» característico.

Nayara estaba sentada a su lado. En el sofá del salón. Nayara era su nueva dueña. Bueno, nueva y primera. La película de Toy Story y ella fueron dos de sus regalos de cumpleaños. Sus padres, cinéfilos empedernidos, pensaron que el mejor regalo para una niña de tres años era una película, una película que más bien es de terror. Pero a la niña no parecía importarle; en una semana, era la séptima vez que la veía, o que contemplaba la pantalla mientras pasaban las imágenes. A esa edad no se ven películas en su amplio significado.

En esa semana tampoco se había separado de su nueva muñeca ni un instante. La llevaba agarrada del brazo a todas partes, barriendo el suelo con ella.  La azulada felpa del zapato no tardó en adoptar un aspecto blanquecino que hablaba de lo limpio que había dejado el parquet en algunas zonas.

En el lugar donde había un hilo cosido a modo de labios también se veía una mancha. Una mancha amarillenta que no llegaba a camuflarse con el color piel de la cara. «Queca tiene hambe», había asegurado Nayara. Y la cuchara llena de puré había ido a parar a la línea permanentemente sonriente que formaba la boca de la muñeca. Nayara no sabía comer sola, pero Papá estaba distraído con la tele, y Mamá había ido a la cocina a por la barra de pan, que siempre se le olvidaba a Papá al poner la mesa.

Pero nada de esto enfurecía a la Queca de Nayara, no. De hecho, como a los juguetes de la película, a ella le encantaba tener una dueña. Estar encerrada en una diminuta caja  había sido una tortura, una prisión en la que había empezado a perder la esperanza de salir hasta que Papá y Mamá la rodearon con sus manos y la observaron como si fuera la octava maravilla del mundo. Por eso, para ella, esas dos personas eran sus salvadoras. Y les estaría eternamente agradecida.  Asimismo haría cualquier cosa que les hiciera feliz. Y ver que su hija no se separaba de su muñeca era algo que les hacía muy felices, porque demostraba que a la niña le gustaba el nuevo juguete, que se divertía con él como con ninguna otra cosa.

Todo iba perfecto. Queca aguantaba cualquier niñería de Nayara. Soportaba sus arrastres, a veces del abrazo, a veces de la alargada lana marrón de su cabello. Incluso toleraba pacientemente el estar sentado a su lado viendo una y otra vez la película de Pixar. Sin embargo, lo que la empezó a molestar fue que Papá y Mamá no la hicieran caso… Y sí se lo hicieran a Nayara. Les hacía felices, sí, pero es que ¡la niña siempre era el centro de atención! ¡Siempre! Para ellos, Queca no era más que una simple muñeca. La inseparable Queca de su niñita.

Al no separarse nunca de ella, la muñeca tenía que presenciar cada uno de los mimos que los Papás le dedicaban a la niña. Cada uno de los besos, cada una de las caricias, cada una de las palabras desbordantes de amor… Mientras Queca lo observaba todo desde la manita de Nayara, o atrapada entre el regazo de la niña y el pecho de Mamá, o desde la cama al darle las buenas noches. Si sus ojos de botones hubiesen tenido la capacidad de soltar lágrimas, estas se habrían escapado de los agujeritos. Pero no soltaban lágrimas, ni siquiera hilos. Y una enfermiza envidia se fue gestando en el interior de felpa de Queca. Una envidia que colmó de odio cada una de sus fibras. Aunque había algo más. No solo comenzó a odiar a Nayara. También empezó a odiarse a sí misma.

Todas las noches, amparada por la fiel oscuridad y el sueño de los humanos, Queca se escapaba de entre los brazos de su pequeña dueña y se dirigía con su felpa silenciosa al espejo del baño. La luz de la luna se asomaba lo suficiente por la ventana como para permitirle vislumbrar su reflejo en el cristal. Entonces comprendió que no se podía comparar con Nayara. Que su asquerosa piel de tela no tenía nada que ver con la suavidad de la de la niña. Que su aspecto cabezón y simplista era horroroso frente al humano del de la querida hijita. Que al fin y al cabo, ella, Queca, era una muñeca.

Las visitas nocturnas al reflejo del odio se fueron haciendo cada vez más comunes… Hasta aquella noche del día en que le asaltó la idea de cómo hacer que Papá y Mamá le prestaran atención a ella. De hacer que la amaran como amaban a Nayara.

La niña no solía entrar a la cocina, por lo que Queca no conocía demasiado esa habitación de la casa. Sin embargo, la puerta del comedor estaba frente a la de la cocina. Al igual que Woody, Queca podía verlo todo, y cada día desde que estaba allí había visto de dónde sacaba Papá los cubiertos para ponerlos en la mesa. El mueble estaba al otro lado de la puerta, y desde la sillita de Nayara tenía unas vistas excelentes.

Aquella noche, Queca no dirigió sus silenciosos pasos de felpa al baño, sino que los desvió hacia la cocina. Una vez dentro, con gran esfuerzo, trepó hasta la cima del mueble  y desde ahí arriba abrió el primer cajón. A continuación extrajo un cuchillo de sierra, el primero que vio, y desanduvo el camino hasta la habitación de Nayara.

Mientras escalaba a la cama ayudándose de la sábana, Queca no pudo evitar pensar en Sid, el niño malo de Toy Story. Y tampoco pudo evitar sentirse excitada.

En tan solo unos instantes dejaría de ser una muñeca de felpa


*Este relato pertenece a una saga realizada junto a los Compañero de La Celda Acolchada (blog conjunto). Si quieres conocer a las Triplet Fragance, Matilda, Valentina, Felisa y Gina, pincha AQUÍ

miércoles, 12 de octubre de 2016

Bloody Mary

Conoce bien a quien traicionas...


—¿Sabéis qué significa «engatusar»?

Fran mira a sus compañeros a través del humo de su cigarrillo. Guiña los ojos para que el humo no les haga llorar, y al hacerlo, sus largas pestañas dan a estos la apariencia de estar pintados. Una mirada que le confiere un gran atractivo.

—Ya está con sus preguntitas —suelta Mario—. Ve al grano, Fran.

—¿Sabes, Mario? Por este tipo de mierdas siempre te llevo conmigo cuando hay un trabajo peligroso de cojones. Pero nunca te atraviesa una puta bala.

A pesar del tono de su voz, Fran está totalmente tranquilo; no es un hombre que se altere con facilidad. «La calma es la clave del éxito», se empeña en repetir constantemente. Con movimientos lentos como la melaza, aplasta el cigarrillo y dirige la mirada al tercer hombre que hay en aquel destartalado local.

—¿Y tú, Luis, lo sabes?

Luis, un jodido imbécil siempre con los nervios a flor de piel —excepto cuando apunta con su arma— responde con voz temblorosa.

—S-Sí, bueno… Es… Es como liar a alguien para que haga lo que tú quieras, ¿no?

—Sí, algo así. Muy bien, Luisito.

La sonrisa boba de Luis le arranca un gesto despectivo a Mario.

Antes de continuar con su charla, Fran se levanta de la mesa redonda a la que los tres están sentados, fumando, bebiendo y hablando (tres de los mayores placeres de la vida, según Fran), y se encamina hacia uno de los extremos del alargado local en el que se reúnen. Se trata de una estancia alargada cuyas paredes se han convertido en lienzos para grafitis y cuyo techo de madera está tan podrido que podría venirse abajo de un momento a otro. Fran, Mario y Luis siempre se reúnen en aquel lugar. En plena adolescencia habían creado las dudosas obras de arte que lo decoran y ahora lo utilizan para hablar de negocios. Se encuentra tras la casa de Fran, con acceso directo por la parte trasera, y hará mucho tiempo, debió de mantener en su interior la cosecha del abuelo o bisabuelo o tatarabuelo del aún inexistente Fran.

—Sabes qué significa, pero no sabes de dónde viene y quién la inventó, ¿verdad?

Abre la nevera que hay tras la barra en el extremo final del local y bebe directamente de la litrona de «Mahou».

Luis, avergonzado, baja la cabeza realizando un gesto negativo.

—Pues bien —prosigue Fran regresando a la mesa con la botella en la mano—. ¿A que os suena a gato? —Luis levanta la cabeza con una estúpida sonrisa en el rostro, realizando ahora un gesto afirmativo—. Pues eso es porque la palabra «engatusar» viene de ahí. Y por eso lo inventó una mujer.

—¿Lo has oído, Mario? Viene de gato y lo inventó una mujer —dice Luis, asombrado.

—¿Ah, sí? —interviene el aludido—. ¿Y cómo coño sabes todo eso? O mejor dicho: ¿cómo coño crees saberlo?

—¿Quién suele tener gatos? —pregunta Fran tras dar otro largo sorbo de cerveza del tío San Miguel. Y sin esperar respuesta, continúa—: Las mujeres, ¿no? ¿No se dice que el gato es el mejor amigo de la mujer, al igual que el perro el del hombre?

—Sí. He visto a hombres de dos metros que tratan a sus perros de tal vergonzosa manera —afirma Mario—, que me han entrado ganas de darles de ostias hasta dejarles el culo bien jodido. Nada de sacar la pistola y crearles un segundo ojo del culo, no; sino cogerlos con mis propias manos y dejarles la cara como si le hubiesen arrojado ácido. Menudas mariconas.

—Vaya, parece que he logrado captar tu atención.

—De eso nada; solo me resigno a escucharte. Sé de sobra que no te callarás e irás al grano. Prefiero ahorrar saliva y gastarla en una tía.

Dicho esto, Mario extrae un cigarrillo de su cajetilla «Marlboro» y ofrece a Fran y Luis, quienes aceptan encantados. Para entonces, el humo de la estancia es tan espeso, que los rostros de los tres hombres casi permanecen ocultos.

Fran enciende el cigarrillo con su Zippo plateado con forma de mujer desnuda y retoma la conversación.

—Pues bien, como iba diciendo, en mi opinión —y creo realmente en ella—, la palabra la inventó una mujer y viene de gato. Mirad, esto es lo que yo pienso. Antiguamente, las mujeres, para convencer de algo al hombre, cogían al gato, lo ponían delante de su cara, y los tiernos ojitos del animal te hacían comprarle el puto mundo si era necesario. ¿Habéis visto esos ojitos? ¿A quién coño no le remueve algo en el pecho?

—Sí, como los del Gato con Botas —replica Luis sonriendo por su acertada referencia—. Ese tan gracioso al que el Banderas le pone la voz.

—Pues yo le pegaría un tiro —comenta Mario—. O le tiraría piedras, como cuando era un chiquillo.

—Y yo te patearía ese sucio culo hasta que se te juntara con la polla —le amenaza Fran entre el humo del tabaco—. Quienquiera que haga daño a un gato, hace tiempo que vio volar su jodida humanidad.

—¿Humanidad? ¿Qué es eso?

Con esas dos preguntas retóricas, Mario rompe la ligera tensión y los tres estallan en carcajadas que hacen bailar la espesa capa de humo como si se hubiera levantado una ráfaga de aire.

—Bueno, tíos —prosigue Fran aún con la sonrisa en los labios—. Que poco a poco, como sagaces zorras que son, las mujeres empezaron a adoptar esa mirada del gato, hasta que ya no necesitaron usar al pobre animal.

Da una última calada y apaga el cigarrillo sobre la alta torre del cenicero. Luego bebe de un trago la cerveza que quedaba en la litrona.

—¿Y los hombres? ¿Cómo adoptaron esa mirada? —pregunta Luis, quien muestra un alto nivel de curiosidad e interés por la historia.

—¿Cómo va a ser, Luisito? Lo aprendieron de las  mujeres. Joder, todas las grandes cosas se aprenden de las mujeres.

Un breve silencio ahumado, mediante el cual Mario y Luis aprovechan para terminarse sus botellines y añadir una altura más a la torre de cáncer. Fran, por su parte, mira el cenicero pensativo, exhausto tras su discurso.

—Bueno, entonces ¿qué? —pregunta Mario al cabo—. ¿Qué has estado haciendo estos cinco días? ¿Has estado adoptando esa jodida mirada?

La pregunta saca a Fran de sus reflexiones como un pescador a un pez del agua.

—La he estado adoptando, claro que sí, joder.

—¿Y funcionó? —pregunta ahora Luis, inclinado sobre la mesa.

Fran posa los ojos en los de Luis con esa mirada de ojos pintados. Sonríe.

—Sí, funcionó. Funcionó muy pero que muy bien.  



*Esto es un adelanto del que será mi próximo relato largo, del cual no tengo fecha prevista de publicación. 

jueves, 6 de octubre de 2016

Hay alguien en mi cama (Segunda parte)

¿Puedes confiar en... ti?


II

Y en esta parte es donde entro yo, Diego Escobar.

Vino a mi consulta al día siguiente por la mañana, muy temprano. Casi no había colgado la chaqueta en el perchero del rincón de mi despacho, ni había plantado mi esquelético culo —no es que esté anoréxico, pero es que por más que como soy incapaz de engordar— en la cómoda silla de cuero negro, cuando en el intercomunicador de mi escritorio sonó la voz de Ana Fuentes, mi secretaria.

—Señor Escobar, tiene un paciente esperando —informó. Su tono denotaba nerviosismo—. No tiene cita.

Me acerqué al cacharro y pulsé el botón de intercomunicación.

—¿No puede pasárselo a otro? —le pregunté. No me apetecía atender en esos momentos a un paciente inesperado.

—Usted es el único que hay en estos momentos en el edificio, señor.

Y era cierto. A mí siempre me ha gustado llegar temprano para arreglar todas las cosas y estudiar los casos del día sin prisa, así que, resentido, le dije que le dejara pasar.

El hombre que entró por la puerta de mi consulta parecía un fantasma, o un zombi.

—Buenos días —me saludó con una voz débil arrastrando ligeramente las palabras. Podría haber estado borracho, pero no lo estaba. Sé distinguirlos perfectamente; mi padre tuvo un serio problema con el alcohol y yo fui quien le ayudó a superar aquel condenado vicio.

—Buenos días. Siéntese por favor —le ofrecí la silla azul de delante del escritorio con un gesto de la mano. Él retiró el asiento y más bien se dejó caer—. ¿Cómo se llama?

—Francisco. Soy el doctor Francisco Gómez —dijo con indiferencia.

Había oído hablar de él.

—Oh, doctor —Aun así me sorprendí un poco—. ¿Qué problema tiene?

—Vengo a que usted lo averigüe. Porque no lo sé.

Parecía que en cualquier momento pudiera caer hacia delante y partirse el cráneo con el borde de mi gran escritorio de madera de wengué.

Iba remangado, y me fijé en el vendaje de su antebrazo.

—Eso ya me lo imagino, doctor Gómez, pero necesito…

—Llámeme Fran, por favor.

—Está bien, Fran, necesito que me cuente algo más sobre su problema. ¿Por qué se encuentra así?

Entonces me explicó por qué no dormía, y cuando le pregunté desde cuándo le ocurría, me contó toda la historia entrecortadamente, empezando por el día de la larga operación de peritonitis con perforación de estómago.

No paraba de insistir en que le tenía un miedo colosal al hundimiento del colchón y que no sabía la razón. Estaba totalmente convencido de que su mujer era quien subía por las noches y se tumbaba, pero aun así seguía atemorizándose cada vez que pasaba eso.

Yo, por supuesto, sabía perfectamente que no sé trataba de su mujer, sino de su imaginación debido a una continua fatiga, como él pensaba al principio. Era algo muy probable y la única explicación lógica. Así que decidí dejar eso apartado por un momento —le recetaría unas pastillas para dormir y descansar— y me centré en el problema del miedo; creía saber la razón, y no me equivoqué. Al menos en esto no me equivoqué.

—Bien, Fran. Me parece que su pánico procede de un trauma. ¿Le dice algo esto?

Se mantuvo unos minutos en silencio, pensando. Luego negó con la cabeza, sin ninguna expresión en su cansado rostro.

—¿No recuerda nada que le pudiera haber sucedido cuando era pequeño? —insistí; aunque insistir con un tipo en ese estado no era una buena idea.

—No, nada.

—Está bien. Entonces voy a tener que realizarle una pequeña terapia de regresión, Fran. ¿Sabe lo que es?

Me estaba jugando el cuello haciéndole esperar tanto; me arriesgaba a que en cualquier instante se levantara de su silla con una velocidad inducida por alguna potente fuerza como podía ser la mezcla entre el cansancio y la rabia e, inclinándose sobre el escritorio, aferrara mi delgado pescuezo y me estrangulara mientras me decía que fuera al grano.

—No —repitió cansinamente en su lugar.  

—Es un método con el cual puedo ayudarle a acceder a su inconsciente para descubrir el origen de sus problemas o algún trauma olvidado, como es el caso. Conviene que el paciente esté en buenas condiciones, físicas y mentales, pero siendo este un caso excepcional, ya que no creo que quiera dormir de nuevo hasta que se resuelva, intentaré llevarlo a cabo ahora. ¿Está de acuerdo?

—Sí —respondió rápidamente—. Lo que sea.

—Muy bien, pues entonces quítese los zapatos y túmbese en esa camilla —le señalé la camilla de cuero negro situada en un extremo de la consulta, al lado de un sillón. Fran se acercó y, como hizo al sentarse en la silla, se dejó caer—. Ahora, como sé que le gusta el blues, voy a poner un CD de ambiente de este género.

Una vez sonando bajito los rítmicos acordes de las guitarras y los saxofones, me senté en el sillón y comencé la útil terapia cuyo máximo representante es el famoso psiquiatra Brian Weiss; aunque yo la realicé y realizo con una pequeña modificación que consiste en hacer que el paciente me vaya narrando los hechos, y en guiarle en los casos que lo necesite. 

—Bien, si le aprieta la ropa, aflójesela.

—Estoy bien.

—De acuerdo. Cierre suavemente los ojos… y concéntrese en su respiración. Respire con regularidad, inspirando por la nariz y exhalando por la boca. Relájese… —Él siguió mis instrucciones religiosamente—. Con cada exhalación expulse los dolores y tensiones acumulados, y con cada inspiración, absorba toda la energía que le rodea. Ahora sienta todas las partes de su cuerpo y deje que se relajen. Empiece por los de arriba y vaya bajando hasta llegar a las piernas y los pies… Ahora está completamente relajado. En unos segundos voy a contar de cinco a uno. Con cada número se sentirá más apacible, y cuando llegue a uno, estará en un estado tan profundo de serenidad, que su mente se habrá liberado de los límites del espacio y el tiempo, pudiendo recordarlo todo.

Antes de empezar a contar, me pregunté si no estaría durmiendo, no obstante, los años de experiencia realizando esta terapia me convencieron de que aunque el paciente estuviera muy cansado, era muy difícil que se durmiera.

—Cinco… Cuatro… Tres… Dos… Uno; ya ha llegado, está profundamente relajado. Imagine que hay una luz a lo lejos y camine hacia ella. Puede recordar absolutamente todo lo que le ha ocurrido. Todo. Cuando atraviese esa luz, estará en otro momento, en otro tiempo; deje que la mente elija ese momento y ese tiempo. Crúcela y dime qué ve. Obsérvese tanto a usted como a todo lo que le rodea. ¿Qué ve?

Fran tardó en contestar.

—A mí.

—Bien, bien. Pero eso ya lo sé. Más detalles…

—Más pequeño.

—Siga. ¿Cómo se ve?

La voz, como la de todos los pacientes bajo este estado, era monótona y, a una persona no acostumbrada, le pondría los pelos de punta.

—Está oscuro, pero veo el color castaño claro de mi pelo, desparramado por la almohada blanca de mi cama… ¡Mi cama con el edredón del Demonio de Tazmania!... Ahora tengo los ojos cerrados con fuerza… No veo nada…

—Muy bien. Ha decidido, por alguna razón, continuar observando el momento desde su interior. Prosiga.

—Las comisuras de los ojos me arden… Y las mejillas están mojadas, muy mojadas. Estoy llorando.

—¿Por qué? ¿Qué sucede, Fran?

—Francis. Todos me llaman Francis.

—Muy bien, Francis, ¿por qué estás llorando?

Miré la hora de mi reloj de muñeca. Habían transcurrido treintaicinco minutos desde que el doctor llegara a mi consulta y ya se me había pasado la primera cita.

—Por las voces… ¡No, por favor, parad!

—¿De quiénes son esas voces?

—De mis padres. Me llegan desde el comedor. Están discutiendo… otra vez. Mi padre le está gritando a mi madre que es una maldita zorra, que por su culpa están a fin de mes casi sin un puto duro; mi madre le echa a él la culpa, y lo justifica con el dinero que gasta en el bar, que los fines de semana se pasa todo el día metido en esos «rompe familias», y que por un capricho, solo uno que ella ha tenido, el de ir a la peluquería, ya es ella la culpabl…   

En esa parte enmudeció de repente.

—¿Qué más, Francis? —le insté con calma.

—Nada. Me he tapado los oídos. Así mucho mejor. —Presentaba una estúpida sonrisa y tenía la cara empapada en lágrimas. Esperé con un tanto de malicia que saliera una burbuja mucosa de uno de los grandes orificios de su nariz, pero no lo hizo—. Mucho mejor…

—Eso es. Sigue relajado y respirando profundamente. Permanece en ese momento y dime qué piensas.

—En el día siguiente. Mañana, en clase de ciencias, hay que hacer una exposición de un trabajo en grupo que he estado realizando con mis compañeros durante toda la semana. Estoy un poco nervioso; hay que salir delante de toda la clase. Yo estoy en el grupo de Rocío, Sergio y… ¡AAAAH!

—¿Qué sucede, Francis? Dímelo. —El grito, más bien chillido desgarrador, hizo pitar mis oídos.

—¡E-El colchón… Está… está cediendo! ¿Qué es? ¿Un fantasma? ¡¿Un fantasma se está tumbando en mi cama?!

—No, tranquilo. No existen los fantasmas. Cálmate. —El ataque de pánico que estaba sufriendo podía ser peligroso, pero estábamos llegando a la zona cero del problema, al origen del trauma, y no podía parar—. Continúa hablándome.

—Me he encogido. Estoy temblando y aprieto la vejiga para no hacerme pis… Pero el colchón sigue bajando y… ¡Oh no! No he podido aguantar más… El pis me quema la pierna, mamá se va a enfadar… Una mano… ¡UNA MANO!... Está tocando mi hombro y… y me zarandea, me… me zarandea, y el fantasma me está diciendo algo. ¡No quiero oírlo! ¡No! Su fría mano intenta tirar de la mano que tapa mi oído. Mis tripas comienzan a removerse; las siento ahí abajo.... Ahora tira con más fuerza y oigo una voz apagada… Una voz suave… La voz de un ángel… Mi mano cede y oigo esa voz con más claridad… ¡Mamá! Eres tú…

—Bien, muy bien, Francis. Respira. Inspira por la nariz y exhala por la boca. Eso es.

Fran se había orinado también en la realidad. La entrepierna de los vaqueros se había tornado a una tonalidad mucho más oscura. Estaba enteramente sudado y tan pálido como el papel, pero poco a poco fue recuperando el color, o lo que quedaba de él, pues el insomnio había borrado todo tono que pudiera haber tenido su tez.

—Entonces, ¿es tu madre quien ha provocado el hundimiento del colchón? —Fue más una afirmación que una pregunta.

Me respondió con una gran sonrisa.

—Sí, es mamá. ¡Qué tonto he sido! Aun así el corazón todavía me late muy rápido.

—¿Te dice algo tu madre?

—Sí. Dice que hoy duerme conmigo, que se quedará ahí toda la noche…

Ya era hora de acabar. Miré el reloj de nuevo y habían pasado otros veinticinco minutos. Mi segunda cita a la mierda. Mis otros pacientes estarían rojos de ira, si es que todavía se encontraban esperando en la sala de esperas, claro.

—¿Francis?

—¿Sí? —El ritmo de la respiración era el correcto y la sonrisa seguía ahí.

—Es hora de regresar. Voy a contar de uno a cinco. Cuando llegue a cinco, abre los ojos, y estarás totalmente despierto… Lo recordarás todo.

»Uno: comienzas a salir de la luz…

»Dos: sales de la luz y despiertas poco a poco…

»Tres: estás mucho más despierto…

»Cuatro: estás casi despierto…

»Cinco: abre los ojos; estás completamente despierto.

En cuanto abrió sus cansados ojos, me dio la extraña sensación de que yo también acababa de salir de un trance, pues empecé a oír el suave blues, que no había parado de sonar durante todo el ejercicio pero que no lo había percibido hasta ese momento.

Fran parpadeó un tanto aturdido, y luego, para mi sorpresa, sonrió.

—¡Ahí está el problema! No me lo puedo creer. En esa estupidez que olvidé. Esa era la causa del trauma, ¿no? —me preguntó.

—Sí, exacto.

—¿Y por qué lo había olvidado? Ha sido algo increíble poder revivir esa experiencia. Acojonante, pero increíble. —Se miró la entrepierna conforme decía eso sin mostrar ningún síntoma de disgusto.

—A veces, la mente bloquea recuerdos por no poder asumirlos, Franci… Fran. Ese es el motivo por el que no lo recordaba. Fue una experiencia muy dura y aterradora para usted. Posiblemente su mente lo bloqueó nada más darse cuenta de que era su madre quien hizo que se moviera el colchón. Tal vez ya no lo recordaba al día siguiente.

Se sentó en el borde de la camilla haciendo sonar el cuero como si dejara escapar una ventosidad y se puso los zapatos.

—Entonces, ¿ya no temeré a ese maldito hundimiento y podré descubrir a tiempo, antes de que se vaya, al culpable?

—En cuanto a lo primero, he de decirle que seguramente ya no sienta aquel miedo. Y en cuanto a lo segundo, ¿de veras sigue creyendo que es su exmujer?

Se mantuvo en un silencio reflexivo durante unos eternos segundos.

—Bueno… eh… Tal vez esté un poco paranoico…

«¿Un poco?», pensé.

—… Quizá no sea Silvia, pero estoy seguro de que es alguien. Esa sensación… Es demasiado física. Lo siento descender de verdad. Se lo juro. ¡Pero si hasta me hace rodar!

—Entiendo lo que me dice, Fran. Y le creo. Pero ha de saber que la mente es muy poderosa. Sin ir más lejos, fíjese lo que ha hecho con su recuerdo. Estoy seguro de que el único culpable es el cansancio, como usted pensaba al principio.

Se le veía un tanto incrédulo, aun así, hizo un esfuerzo por darme la razón.

—¿Y qué me recomienda?

—Existen muchos medicamentos, como bien sabe; cualquier somnífero. Pero yo le voy a recetar este. —Regresé a mi asiento seguido por él y apunté el nombre del somnífero—. El Valium le ayudará a dormir y a descansar durante toda la noche. Aquí tiene.

El doctor cogió el papel y observó con el entrecejo fruncido.

—¿Está usted seguro que con esto dejaré de sentirlo?

—Si se duerme rápido, la mente no tendrá tiempo de jugarle una mala pasada —le expliqué con una sonrisilla y alzando una ceja en gesto de evidencia.

Fran lo miró unos segundos más y finalmente se levantó medio tambaleándose.

—Bueno, doctor… —echó un vistazo a la placa de mi escritorio— Escobar, espero que tenga razón. Y gracias por ayudarme con aquel estúpido trauma.

Me tendió la mano y yo se la estreché.

—Para eso estamos. Si tiene algún problema, ya sabe dónde encontrarnos… Pero antes llame para que le demos una cita. —Eso último lo intenté decir sin que se notara mi exasperación por el tema, pero me parece que no lo conseguí. No soy un hombre al que le agrade que le descoloquen todos sus planes del día. Y aquel día no solo empecé a trabajar con un paciente antes de lo habitual, sino que retrasé y perdí tres citas previas.

El doctor Francisco Gómez asintió con la cabeza y luego se marchó de mi consulta con su aspecto destrozado y su problema aparentemente solucionado.

Yo suspiré, miré la hora con desprecio, y pulsé el botón del intercomunicador de mi gran escritorio para pedirle a Anita un café y que dejara pasar al siguiente paciente, el que debía haber entrado hacía unos cincuenta minutos.

***

La farmacia era un pequeño establecimiento con un mostrador a apenas tres pasos de la entrada. La farmacéutica, una mujer de unos setentaitrés años que llevaba toda su vida trabajando en aquel lugar, miró a Fran con expresión asustada.

Al entrar, las dulces campanillas de aviso que colgaban delante de la puerta sonaron con un amargo tintineo que estalló en los oídos del doctor. Lo que menos le apetecía era escuchar ruidillos innecesarios; ¿y lo que más?, pues lógicamente dormir.

—Ah, es usted, doctor —dijo la anciana con evidente alivio observándole con atención—. Pensaba que era uno de esos drogadictos que andan por ahí.

De aquel comentario, Fran sacó dos conclusiones: primera, que la anciana tenía muy buena memoria, pues solo había ido allí un par de veces —la primera vez fue más bien una sesión de interrogatorio al ser un nuevo vecino de aquella zona de la ciudad—, y la segunda, que la mujer no tenía ni pizca de tacto con lo que decía.

—Pues sí, soy yo —dijo él con un ligero sarcasmo.

—¿Qué desea?

Le entregó la receta con la que se tapaba el pequeño percance de la orina, cubriéndolo ahora con la mano.

La mujer la miró ajustándose las antiguas gafas. A Fran le pareció que realizaba un auténtico esfuerzo por leer; aunque pensándolo mejor, seguro que así era.

—Oh, tiene problemas por las noches, ¿eh? —«Si yo te contara», pensó Fran—. Eso explica su aspecto de vagabundo borracho. —Y de nuevo la bofetada—. A ver, tiene que estar por aquí —decía mientras miraba la estantería repleta de medicamentos que había a sus espaldas. Al girarse, el moño blanco que llevaba en la nuca no se movió ni un centímetro, y Fran pensó que debía haber pasado mucho tiempo desde que aquel tieso cabello (si se podía llamar cabello a algo así) vio el agua por última vez—. Aquí está. Tenga.

Fran pagó y en menos de quince minutos se encontraba en su casa abriendo el paquete. Pero se detuvo; antes debía comer. Más que nadie, él, como médico, sabía que tomarse medicamentos con el estómago vacío era igual que echar agua en un vaso agujereado.

No había desayunado aquella mañana. Nada más ver la luz por la ventana de su habitación, se había levantado, vestido, y salido disparado en su Audi A3 hacia el edificio de psiquiatría de la ciudad, donde le había atendido inmediatamente, gracias a Dios, ese tal doctor Diego Escobar, al que, por cierto, no le harían daño unos cuantos kilitos más.

Calentó el café con un chorro de leche y, como siempre, introdujo en la boca de la tostadora dos rodajas de pan de molde. Cuando terminó, se tomó la pastilla y subió a su habitación sin fregar lo usado. Una vez allí, sin preocuparse por cambiarse los pantalones y lavarse, bajó la persiana del todo, quedando el cuarto completamente a oscuras, y se tumbó en la cama. Había dado la vuelta al colchón para no tener que ver el destrozo, aunque el bisturí lo dejó encima de la mesilla, por si acaso. En menos de cinco minutos, el Valium empezó a hacer su agradable efecto y finalmente Fran se durmió sin llegar a sentir ceder el colchón.

Apenas soñó nada. Nada en absoluto. O al menos no lo recordaba. Se despertó como nuevo ocho horas y media después, a las cinco y media de la tarde, como pudo comprobar en el radio-despertador. Estuvo todo lo que restaba de día con una brillante sonrisa en los labios y Silvia hizo acto de presencia en su cabeza solamente dos veces, y breves. Al salir de la ducha, se miró en el espejo y, tras afeitarse, se vio por fin a él, no obstante aún quedaba algún vestigio de las bolsas en los ojos y arrugas de cansancio. Decidió que el miércoles, una vez cogido de nuevo el horario normal de dormir por la noche y vivir por el día, se reincorporaría al trabajo.

Claro, que eso nunca ocurrió.

La noche del lunes fue el último día que durmió y dormiría plácidamente. Al día siguiente, por la mañana, llamó a su jefe para comunicarle que ya se encontraba mejor y que el miércoles volvería al trabajo; sin embargo, el director, el doctor Álvaro Aguilar, esperó durante todo el miércoles y durante los siguientes tres días el regreso del doctor Francisco Gómez sin resultado.

Tras cenar y tomarse la pastilla esa noche del martes siete de junio, Fran se cepilló los dientes con alegría aunque experimentando una inquietud en su cabeza. No se trataba de Silvia, la cual parecía haber cedido en su empeño por atormentar su mente. Sino de algo que le rondaba por la mente como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua, y que tenía la certeza que había olvidado. Algo que hizo mal en el hospital —de eso estaba seguro— cuando se encontraba en el pésimo estado. Y creía recordar que sucedió el viernes precisamente. Pero cada vez que intentaba atrapar esa idea se le escapaba como una mosca veloz. Solo deseaba que no tuviera que volver a la consulta de aquel psiquiatra anoréxico para que le realizara de nuevo aquella potente terapia.

Se introdujo en la cama con esa ágil mosca en la cabeza y echó una fugaz mirada al bisturí —que aún seguía ahí a pesar de todo, pues se sentía más seguro— antes de apagar la luz.

Era primavera, pero en esa casa tan grande había una temperatura bastante baja por las noches, por lo que se arropó hasta el hombro.

Tardó más de lo normal en sentir el efecto del somnífero; se imaginó que era por la mosca que volaba por el interior de su cabeza. No obstante, el medicamento pudo más y comenzó a adormilarse.

La respiración se tornaba regular y la mente y los pensamientos parecían irse muy, muy lejos, desconectándose del mundo, cuando algo hizo que abriera los ojos y el mundo regresara a toda prisa.

Segundos después se percató de qué se trataba.

El colchón. Otra vez el colchón. Se estaba hundiendo poco a poco, como siempre.

Descubriéndose sin miedo (la terapia funcionó perfectamente), extendió raudamente la mano derecha hacia la mesilla (yacía boca arriba), y sin preocuparse por encender la luz, pues esa acción le haría perder tiempo, echó mano al bisturí… solo que no fue al bisturí a lo que echó mano, sino a la nada. Su apreciada herramienta quirúrgica no se hallaba donde la dejaba todas las noches. Él, o ella —más bien ella: Silvia—, lo había cogido, y ahora, en cualquier momento, lo utiliz…

Sintió una delgada, afilada, y fría línea en el cuello que interrumpió sus escalofriantes pensamientos, cada vez más acentuada por una presión. El doctor Francisco Gómez luchó con el cable y el interruptor para encender la luz de su lamparilla de noche, pero el pulso le fallaba; el miedo, el terror, había vuelto a hacerse dueño de su cuerpo.

Poco a poco, con ese aumento de presión, la fría línea, ahora más caliente por la sangre —supuso aterrorizado sin dejar de intentar encender la luz y con la confirmación de que había alguien en su cama—, empezó a deslizarse por la superficie de su cuello, notando un dolor desgarrador. Y justo antes de que el corte llegara hasta la parte inferior de la mandíbula derecha, justo antes de que su «Vida frustrada» consiguiera coger el barco y marcharse para siempre (eso sí, con ayuda) y todo el mundo se quedara en una oscuridad infinita, mucho más negra que la que había en la habitación, la lamparilla cayó al suelo por un manotazo de Fran, haciendo que el sonido del cristal de la pantalla protectora despistara por un momento a la mosca y Fran lograra por fin atraparla, recordando, fugazmente, que la había cagado gritando a Diana y que, ya jamás, podría pedirle disculpas.   

***

Me enteré de esto cuatro días después. Entre las cosas de su casa encontraron los somníferos y pensaron que tal vez habían sido recetados en mi clínica, por lo que vinieron y me interrogaron por si tenía algo que ver. Luego les pregunté qué había pasado y me lo contaron.

Tres días después de aquella fatídica noche, Álvaro Aguilar, el director del hospital y por tanto jefe de Fran, denunció a  la policía la ausencia de su empleado, uno de los mejores cirujanos que tenía. Había estado llamando tanto a su casa como a su móvil, y le había avisado por el busca, pero no recibió contestación de ninguno de esos aparatos.

Media hora más tarde, dos guardias civiles se presentaron en la gigantesca casa del doctor y decidieron dejar de insistir en llamar a la puerta y entrar forzándola.

En el piso de arriba, en el cuarto que había enfrente de las escaleras con la puerta cerrada, se encontraron el cadáver completamente pálido del cirujano Francisco Gómez. La sangre seca, de una tonalidad marrón, contrastaba con su clara tez y con la empapada sábana, también blanca. Se encontraba boca arriba sobre su cama, con un perfecto corte rojo y horizontal digno de un buen cirujano bajo su barbilla, y cubierto con las mantas, con ambos brazos fuera.

Uno de ellos, el derecho, sobre la mesilla.

Y el otro sobre su pecho y acabado en una mano que sostenía con delicadeza —con el dedo índice y el pulgar— un brillante bisturí. 

La afilada hoja, un tanto manchada de sangre, aún permanecía clavada en el extremo final de la incisión del cuello.


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