¿Y tú? ¿Qué estabas dispuesto a hacer?
El ansia de aventuras tiene su mayor momento de gloria en la
preadolescencia. Es en esta etapa de la vida —en la que ya se empieza a ser más
independiente de los padres y se descubren las relaciones sociales como algo fundamental
en el día a día—, cuando nuestros miedos, picardías, emociones, fantasías, se
despiertan y brillan como el primer sol de la primavera. Es el momento en el
que cualquier cosa propuesta por un amigo se toma como lo más importante del
mundo, como el único camino a seguir, pues de lo contrario, se mostraría debilidad, y eso es lo último que se quiere demostrar.
Por entonces se quiere ser como el líder del
grupo, se intenta imitar al superhéroe que admiras, o al actor de la película
de acción que tanto te gusta. Sobre todo, experimentas con diferentes tipos de
personalidades que se alejan de la tuya propia, y que siempre son consideradas
mejores. Esta es la razón por la que no te niegas a hacer algo que sabes que es
peligroso cuando todos tus demás amigos lo van a hacer. También es una de las
razones por las que la preadolescencia es uno de las etapas más felices y
divertidas.
Así pues, por entonces, no dudé en acompañar a dos
de mis amigos a lo que ellos se referían como el Matadero. Solo la palabra erizaba el vello de los brazos y la nuca,
pero la curiosidad estalló en mi pecho, así como el orgullo, y no tardé ni un
segundo en aceptar.
Montados en nuestras bicis, emprendimos rumbo a
aquel lugar que mi mente dibujaba como un gran edificio medio derruido y
oscuro, cuyas paredes estaban pintadas con el marrón de la sangre seca. También
oía los alaridos de los fantasmas de los animales que allí fueron matados y me
preguntaba si, a pesar de que mis amigos me habían dicho que estaba abandonado,
no habría alguien vigilando por si se acercaban chiquillos a cotillear. No
obstante, como ya dije, todos estos horribles pensamientos quedaban ocultos
bajo un firme manto de hombría juvenil y curiosidad extrema.
Atravesamos el campo parcheado de barbechos,
rastrojos y siembras mediante un camino de tierra repleto de baches, y un buen
rato después —no recuerdo cuánto exactamente—, vislumbré el lugar a lo lejos.
Ahí estaba: una nave alargada con dos o tres
puertas enormes de garaje, para introducir los camiones, supuse. A continuación
se alzaba un muro de piedra que dejaba un hueco abierto donde debería haber una
puerta que cercara el lugar al unirse con el siguiente tramo de muro.
Al principio no lo vi, pero cuando giramos a la
izquierda en la intersección de caminos, surgió de entre el hueco una casa que
parecía haberse construido, o al menos restaurado, recientemente. Mi
preocupación sobre si habría alguien se confirmó en ese instante.
Frené un poco mientras cruzábamos un pequeño
puente que salvaba el agónico arroyo, y les dije:
—Eh, ahí vive gente.
—No hay nadie. Está vacía.
Esa fue la respuesta de uno de ellos, y yo la
acepté sin más, como si él fuera la persona más sabia del mundo.
Llegamos a la altura del muro y en vez de
cruzar el hueco de la puerta fantasma, giramos a la derecha, en paralelo al
tramo de muro de ese lado, el cual se curvaba ligeramente, ocultándonos desde
el camino. Un poco más adelante, las piedras de la tapia se convertían en
ladrillos cubiertos de una capa de pintura vieja y desconchada. Empotrada en
esta nueva pared había una puerta de hierro con una pequeña ventana cuyo
cristal estaba tan sucio que impedía ver el interior. Para entonces, ya habíamos
descendido de las bicis y caminábamos empujándolas del manillar. Restregué mi
mano por el cristal, pero aun así no pude atisbar lo que ocultaba la puerta.
Al acabar la fachada de esta casa mucho más
antigua que la otra, el muro no continuaba inmediatamente, pues había vomitado
sus piedras por el suelo. Dejamos las bicis apoyadas contra la pared de la
vieja casa y entramos al fin en la propiedad, por encima de los cascotes.
Doblamos la esquina de la vivienda y unos
metros más allá apareció la parte trasera de la casa nueva. Una de las ventanas
de esta tenía la persiana a medio bajar, lo que le confería una naturaleza de
ojo escrutador. No pude desviar la mirada de ella, con el corazón en un puño,
pensando que había alguien observándonos. Hasta que por el rabillo del ojo vi
que uno de mis amigos se agachaba. Me volví al tiempo que se introducía por un
agujero abierto en la fachada de la casa vieja, a ras del suelo, pero con la
anchura suficiente para que cupieran nuestros delgados cuerpos.
—Vamos —me dijeron desde el interior, y me
deslicé por el agujero sin importarme que se manchara mi ropa.
Mis pies toparon con algo sólido, un mueble
desde el cual salté al suelo. Un rápido vistazo me hizo comprobar que se
trataba de una habitación muy pequeña, como una especie de puesto de
vigilancia, aunque era extraña la distribución: en la pared de enfrente estaba
la puerta del cristal sucio, pero a una altura por encima de nuestras cabezas.
Los escalones que ascendían a ella estaban rotos. En las dos paredes laterales
había muebles, llenos de polvo, ocupados por periódicos viejos y papeles sin
interés. En los cajones no había gran cosa, sin embargo, en un mueble colgado
en una de las paredes, había varias filas de viejas latas de refrescos y
cervezas. No tardamos en darnos cuenta de que era una colección. ¿Quién vivía o
había vivido ahí?, me pregunté pletórico de curiosidad. El miedo se desvaneció por completo, ahora sí de verdad.
—¿De quién es esto? —les pregunté a mis amigos.
Ellos se encogieron de hombres.
—No lo sabemos; pero a que mola.
En realidad no era nada de otro mundo, pero ese
pequeño rinconcito era como un secreto, una pequeña porción del mundo que solo
conocíamos nosotros, y en nuestras estimulantes mentes juveniles cobraba un
significado especial.
Fue en el mismo instante en que rodeé con mi
mano una de las latas —una de color naranja y alargada que podía ser tanto de Trina como de Fanta o de ninguna—, cuando oí el ruido. Un ronroneo débil que parecía
ir aumentando de intensidad.
Uno de mis amigos me quitó las palabras de la
boca.
—¡Un coche!
El miedo hizo de nuevo su aparición y, en esta
ocasión, por encima de la curiosidad y la excitación. Solté la lata y salí de
ahí tras mis amigos, quienes ya se habían lanzado a la carrera.
Eché un rápido vistazo a la ventana de la casa
nueva sin detenerme; esta seguía observando pacientemente.
El sonido de las ruedas del coche se detuvo, y
el motor ronroneaba tranquila y monótonamente. A continuación, al tiempo que
pasábamos por encima del montón de piedras caídas del muro, escuché la puerta
del vehículo abrirse y cerrase.
Mi respiración y corazón parecían al límite de
su capacidad cuando me subí de un salto a la bici y pedaleé con toda la rapidez
que mis piernas me permitieron. Delante de mí iba uno de mis amigos, y detrás el otro.
Al mirar hacia este último, me percaté del todoterreno aparcado en la entrada
de la propiedad, justo en el hueco vacío de la puerta. El guarda debió de habernos
visto merodear por ahí y se había acercado para ver qué andábamos buscando. La
tensión era tal, que ni siquiera me pregunté si aquello era de su propiedad, si vivía en la casa nueva, o si la colección de latas era obra suya.
Cuando accedimos al camino principal por el que
habíamos venido, ya empezaba a tener la sensación de que habíamos dado
esquinazo al hombre, por lo que me fui calmando poco a poco, reduciendo, no
mucho, eso sí, la velocidad. Como un globo pinchado con una aguja, la tensión
de mi cuerpo se desinfló de golpe, y en lugar de una diminuta explosión, una
risa nerviosa estalló en mi garganta. Mis amigos debieron sentir lo mismo,
pues también rompieron a reír.
Pero esta fiesta de carcajadas pronto acabó. El
motor del coche volvió a ocupar nuestros oídos. Miré hacia el Matadero y el alma se me cayó a los pies
al ver que el guarda nos seguía. De nuevo dimos a los pedales con todas
nuestras fuerzas, cortando el aire y el polvo que nos envolvía. Sin embargo
nuestro esfuerzo, naturalmente, no sirvió para perder al todoterreno blanco, salpicado
de barro reseco. Unos segundos después nos alcanzó y se adaptó a nuestro
ritmo, ya más lento.
—Estabais allí, ¿verdad? —creo recordar que
preguntó.
Ninguno contestamos. Solo lanzábamos miradas de
soslayo al hombre, quien desde su asiento nos miraba con una expresión
divertida. Por alguna razón, su rostro me infundió cierta tranquilidad.
—Es peligroso, muchachos —prosiguió haciéndose
oír por encima del motor del coche—. No volváis allí; es una propiedad privada,
y además hay construcciones que se pueden venir abajo.
Nosotros asentimos, sin poder creer de la que
nos habíamos librado. Suerte que se trataba del turno del joven y amable guarda
y no de aquel otro viejo cascarrabias.
—Venga, muchachos. Volved al pueblo.
El guarda pisó el acelerador y se esfumó,
dejando tras de sí una estela de polvo.
Los tres nos miramos aún asombrados, con la
calma plasmada en nuestros rostros. Luego sonreímos aliviados.
—¡Qué suerte! —exclamó uno de nosotros, y
pedaleamos hasta el pueblo sin cruzar ninguna palabra más, perdidos en nuestros
pensamientos.
El susto tras oír el coche cuando estábamos
dentro de la casa vieja había sido terrible, aún persistía una efímera
sensación en mi cuerpo. Yo todavía me preguntaba de quién era esa colección de
latas, algunas, por su aspecto, muy antiguas.
Ahora, en retrospectiva, comprendo que el miedo
que había experimentado antes de llegar al Matadero
no estaba tan enterrado bajo la curiosidad como creía y que este también era el
combustible que incendiaba mis venas de excitación para seguir adelante.
Por eso, cuando salimos del camino y nos
dirigimos al parque, esa ansia de aventura, esa picardía, ese miedo estimulante
que solo brilla con toda su intensidad en la preadolescencia, volvió a deslumbrarme,
y en mi mente ya planeaba volver a aquel lugar secreto y hacerme con una
de esas latas como recuerdo.