martes, 13 de mayo de 2014

La calavera diabólica

              El mal... Ha sido... Desenterrado 


El chico odiaba a aquel loro. Le odiaba más que a esas estúpidas películas prehistóricas en blanco y negro que duermen a uno con diálogos infinitos, y que a su padre le encantaban. Más incluso que a los exámenes sorpresa. La razón, bueno, las razones, estaban claras.
     
Una de ellas era que siempre, siempre, que pasaba por delante de la enorme jaula dorada que colgaba en su soporte cerca de la puerta de entrada, se arrojaba hacia él graznando como un loco, enganchándose en las barras del extremo de la prisión y haciéndola oscilar de tal manera que hacía desear al chico que se cayera al suelo. Y sin saber cómo, parecía que la culpa era suya, pues sus padres le decían una y otra vez que no se acercara a él…, pero para salir a la calle no había más remedio que pasar por delante del maldito pajarraco. ¿Qué iba hacer entonces? ¿Quedarse metido en su habitación todo el tiempo, toda la vida? Aún así no le cambiaban de sitio: a su padre le gustaba que recibiera a las visitas, porque sí, a ellas, las saludaba con total respeto, mientras que al chico siempre le soltaba un irritante «Adiós», entrara o saliera. Como hacía unos minutos.
     
El chico acababa de salir al verde jardín de la casa a jugar con su otra mascota, a decir verdad, con su única mascota, Rex (como el de la serie, sí), este era un pequeño Fox Terrier blanco y negro, pero aún así lograba ocupar satisfactoriamente ese extraño vacío que se siente cuando no se tiene un animal doméstico, por muy social que seas. Mientras le lanzaba a Rex un desgastado hueso de chuchería perruna, se preguntaba por qué el loro le odiaba a él, por qué le hacía todo eso. Pero no consiguió sacar ninguna respuesta a su cerebro; lo hacía porque sí, y ya está.
     
Rex le llevó de nuevo el hueso, corriendo jadeante con las orejas revoloteando sobre su cabeza. El chico se lo arrancó de sus dientes tras un breve forcejeo, y volvió a lanzarlo con la fuerza controlada para que no acabara en la calle, fuera del jardín, rodeado por una verja muy baja. Rex salió alegre tras él, y el chico pensó que tenía bien claro por qué él le odiaba.
     
Otra de las razones era que cada vez que hablaba en sueños (y era casi siempre), al día siguiente el loro lo repetía, ya que le oía perfectamente, pues la habitación del chico se encontraba cerca de la entrada, y la de los padres en la otra punta de un pasillo muy largo y estrecho. Aún así, ¿por qué demonios tenía que repetirlos? Le dejaba en evidencia o le abochornaba, ¡violaba su intimidad! Como en una ocasión, en la que soñó que besaba a una chica que le gustaba, de su misma edad —doce años—, y la decía cosas bonitas de películas como «Bésame otra vez», «No aguantaría ni un día sin tus caricias», o «Te quiero». ¿Y el maldito pajarraco qué hizo a la mañana siguiente mientras desayunaba con sus padres en el salón, contiguo a la entrada? ¡Repetir todas y cada una de esas frases! Y sus padres sabían que lo había dicho su hijo porque en una de ellas pronunció el nombre de la amiga.
     
En otra ocasión, pensó tras lanzarle de nuevo el hueso a Rex, el cual cayó justo detrás de un cerezo moteado de brillantes bolitas rojas, le hizo revivir una terrible pesadilla de la noche anterior, reproduciendo imprecisos chillidos de terror que debía haber emitido y cosas como «¡Déjame en paz!», «¡No me persigas!». Estuvo a punto de salírsele el corazón por la boca, y faltó poco para que enganchara al pájaro del cuello y…
     
Rex interrumpió el hilo de sus pensamientos. Ladraba. A algo que había detrás del árbol. Tal vez no debía haberse asustado tanto como lo hizo, pero el chico jamás había oído ladrar de esa manera tan aguda y nerviosa a Rex. Además, se iba alejando poco a poco de algo que tenía a la vista, clavando sus ojillos negros.
     
Con paso vacilante se fue acercando. Cuando estuvo cerca, el perro se colocó a su lado sin parar de ladrar.
     
—¿Qué ocurre, Rex?
     
Al principio soltó un grito ahogado al girar el tronco y ver lo que había en el suelo, en un húmedo hoyo que Rex debía haber excavado para guardar su chuchería, pero luego se tranquilizó al observar que no era nada vivo. Es más, era todo lo contrario a vivo que una cosa puede ser. Aunque no por eso dejó de ser sorprendente, pues se trataba de un cráneo humano completo, de una calavera a la que le faltaban los dos paletos.
     
El chico nunca había visto una, bueno, a decir verdad, había visto fotografías en Internet y en los libros de Conocimiento del Medio, pero nunca había tenido una real delante. Le llamó mucho la atención; le encantó.
     
—Calla, Rex —le ordenó, pues continuaba ladrando. El perro, obediente, calló. No obstante, dejaba oír un ligero gruñido, dirigido a la calavera—. ¿Qué te pasa? Es solo un pedazo de hueso. Un pedazo de hueso alucinante —dijo ilusionado al levantarlo del suelo. La contempló más detenidamente. A parte de los dos dientes mellados, tenía una raja en la cuenca izquierda del ojo, y estaba ligeramente amarillenta por el barro. ¿Cuántos años tendría? Y ¿a quién pertenecería? ¿Estaría el resto del cuerpo ahí enterrado también? Por supuesto, no podía saberlo, y no tenía intención de hacerlo.
     
Decidió de inmediato que se la quedaría, la lavaría un poco y la colocaría en su cuarto, sobre la mesilla. Sin embargo, había un problema: ¿le dejarían sus padres? La respuesta no tardó en llegar.
     
—¿Qué es eso? —Su padre se dirigía a él—. He oído los ladridos.
     
Como si reconociera la palabra, Rex empezó a ladrar de nuevo. El chico le mandó callar. Le enseñó el hallazgo a su padre. Este se sorprendió ligeramente.
    
 —Ni hablar —le dijo rotundamente cuando le explicó lo que quería hacer con ella; al parecer su asombro no le convencería—. Tapa el hoyo y tírala al contenedor. No quiero que metas basura en casa, y tu madre menos.
     
El chico intentó protestar…
     
—Pero…
     
—Nada de «peros». A la basura te he dicho.
     
… Pero no le sirvió de nada.
     
—Una calavera —decía su padre un tanto pensativo conforme regresaba a la casa—. Podría escribir una historia…
     
Entró en la casa.
     
¿Escribir una historia? ¿Sobre una calavera? ¿En serio?, pensó el chico enfadado. Normalmente le gustaban las historias que escribía su padre —no le entusiasmaban, pero eran entretenidas—, de las cuales algunas enviaba a una revista en colaboración, otras presentaba a concursos que no ganaba y las más eran de consumo privado, pero una historia sobre una calavera… no lo veía muy claro, no encajaba en sus habituales historias de amor, que intentaba enseñar al loro para que las recitara, razón —aparte de la de todas las personas: porque hablan— por la que compró al animal. No obstante, tal vez él no tenía tanta imaginación como su padre (por eso no seguía sus pasos), o simplemente pensaba aquello como una forma de castigo interior hacia el hombre, un medio para canalizar su rabia, ya que no podía expulsarla hacía él, claro, a menos que quisiera ganarse un bofetón.
     
Así pues, echó la tierra de nuevo en el hoyo, cruzándole por la cabeza por unos segundos la idea de volver a enterrarla, y después arrojó el cráneo en el cubo verde de basura que había en la acera de enfrente de su casa, el cual estaba casi lleno. En cuanto entraron de nuevo en el jardín, Rex dejó de gruñir para sus adentros, y comenzó a mover el rabo de nuevo y a sacar la lengua, animado y con ganas de juego. Pero al chico se le habían quitado por completo, lo único que quería hacer era tumbarse un rato en la cama y pensar en lo maravilloso y chulo que habría sido tener una calavera sobre su mesilla de noche. Sus amigos habrían alucinado, y seguro que le habrían envidiado.
     
Entró en la casa. El loro le recibió con su habitual saludo reservado para él: «Adiós». Y él, que lo que menos le apetecía era escucharle, le dijo que se callara de una vez. El loro repitió su orden cuando cerró la puerta de su habitación, dejando entrar a Rex antes.


Debió dormirse, porque cuando escuchó la voz de su madre, esta le llamaba para cenar. Salió a jugar con Rex a las siete de la tarde, así que calculó que durmió unas dos horas. Todavía tenía sueño, le pesaban los párpados, no le costaría reanudar su dulce inconsciencia tras cenar.
     
Durante la cena, la madre inició de nuevo el tema de la calavera que debían de haber estado discutiendo anteriormente.
     
—Sigo creyendo que deberíamos llamar a la policía y contárselo —dijo a su marido con evidente preocupación. Después se llevó el tenedor repleto de menestra de verduras a la boca. Y como siempre, habló con la boca llena—. ¿Y si es alguien que desapareció hace tiempo? —Increíblemente, a la mujer se la entendía perfectamente con la boca repleta de comida, el chico pensaba que era un don—. Le estarán buscando —continuó tras tragar.
     
—Ya te he dicho porqué no quiero llamar a la policía —replicó su padre mientras partía un cacho de pan—. Nos levantarían todo el jardín, y no quiero que lo estropeen. Todo eso no nació solo, lo sabes. Estas fueron las encargadas —señaló mostrando sus manos de delgados dedos—, que benditas sean, saben hacer más cosas aparte de escribir. —El orgullo que se proyectó en su voz sonó un tanto egocéntrico—. Además, ni siquiera tenía restos de pelo. Esa calavera era muy antigua, probablemente los familiares estén ahora mismo igual que ella.
     
Eso le hizo gracia al chico, no así a la madre, que le regaló a su marido una dura mirada de indignación, aún así, enseguida recordó que le había obligado a tirarla y miró por la ventana. El cielo empezaba a oscurecer, y las farolas de la calle se encendían parpadeantes. El chico echó un vistazo a través de la ventana, hacia el cubo de basura, y decidió, con la rabia ardiendo todavía en su interior, que estaba harto de que siempre le dijeran lo que tenía que hacer, de que le obligaran, y de que le echaran la culpa de la agitación del pajarraco cuando pasaba por su lado. Cuando sacara a Rex para que llevara a cabo sus últimas necesidades del día hasta la mañana siguiente, la recuperaría del cubo, y la colocaría sobre la mesita, solo por las noches; por el día la escondería y la sacaría solo para enseñársela a sus amigos.
     
La idea le hizo sonreír, y comenzó a comer con más ganas la menestra de verduras que, extrañamente, le encantaba.
    

Media hora después, entraba en su cuarto con la calavera bajo la camiseta; suerte que sus padres estaban concentrados en un programa de televisión que les arrancaba carcajadas estridentes. Cuando la sacó del cubo de basura, Rex comenzó a gruñir, y no paró, por eso no le dejó entrar en la habitación.
     
Se sentó en la cama y la contempló con una triunfal sonrisilla ladeada en los labios. La colocó al lado de la lamparilla y el reloj, y abrió la puerta para despedirse hasta mañana de sus padres. Lo que recibió fue el «Adiós» del loro, el continuo gruñido de Rex, y carcajadas de sus padres, que  ni siquiera le escucharon.
     
Cerró la puerta y miró la calavera.
     
—Verás cuando te vean mañana —dijo, refiriéndose a sus amigos.
     
No la lavó, pero no olía mal y no tenía bichos, así que dormiría perfectamente.
     
No podía estar más equivocado.
     
El primer incidente extraño ocurrió a la una de la mañana. La televisión y las carcajadas habían cesado: sus padres ya se habían acostado. Solo un suave viento soplaba en la calle y azotaba ligeramente las persianas de las ventanas, pero aquel ruidillo no fue lo que despertó al chico. Fue una luz. Una luz azul muy intensa que iluminaba toda la habitación, proyectando alguna que otra sombra gigante sobre las paredes y el techo, donde la sombra de la lámpara ocupaba casi toda la superficie. No tardó en darse cuenta que la luz procedía de la calavera, pues fue a lo primero que lanzó sus ojos, pensando que su padre había entrado y se la había llevado. Inmediatamente se obligó a cerrarlos: era tan potente, que incluso con los ojos cerrados se seguía viendo. Normal que le hubiese despertado.
     
«¿Qué extraño? —se dijo— ¿De dónde vendrá?» No lo sabía ni le importaba: ¡Era genial! Sus colegas fliparían aún más.
     
Se levantó con los labios estirados de oreja a oreja, cogió unas cuantas prendas del armario y las puso encima del cráneo. Por un momento la luz pareció estar apagada, pero de repente la intensidad aumentó, atravesando la ropa. Así que el chico la puso sin resultado bajo la cama.
     
Pronto la verdad empezó a asomar a la superficie como un niño tímido sale de detrás de las piernas de su madre; no podía hacer otra cosa que llevarla de nuevo al cubo de la basura. La luz no parecía poder taparla nada, no había ningún interruptor para apagarla, y él tenía que dormir. Podía enterrarla en el jardín, pero Rex seguro que la desenterraría de nuevo… La tiraría, aceptó un poco decepcionado, pero le alegró tener el móvil a mano; al menos les enseñaría una foto a sus amigos.
     
La instantánea que tomó le erizó los pelos de la nuca: todo el cuarto azul, con una calavera mellada en el centro como una lámpara siniestra… ¡era perfecta!
     
Para no despertar al loro, abrió la ventana del cuarto y arrojó la calavera al jardín. Una fría brisa le llegó desde fuera. Salió de la casa sin abrigarse con todo el sigilo del que fue capaz, se hizo con el viejo cráneo y lo depositó otra vez en el cubo. Después, temeroso de que sus padres se despertaran, corrió a la casa. El loro no se enteró de nada.
     
Una vez dentro de la habitación, se lamentó por no haber cerrado la tapadera del cubo: la luz salía disparada del contenedor como si hubiese dentro un extraño sol azulado. La luz era tan potente, que incluso se vislumbraba a través de los laterales de plástico del cubo, formando una especie de circunferencia; aunque no llegaba hasta la casa, y por tanto, no le molestaba.
     
«¿De dónde vendrá?» Ahora la pregunta le inquietaba más. Ahora sí que le interesaba saber la respuesta. ¿Sería algún tipo de juguete de broma? ¿O una especie de lámpara con el interruptor muy escondido? Todas estas preguntas parecían absurdas si se tenía en cuenta que la calavera, en realidad, parecía muy real.
     
Bostezó, larga y placenteramente, tenía mucho sueño; al día siguiente intentaría averiguar qué era. Se tumbó en la cama, rodeado de una agradable oscuridad, y no tardó en dormirse.
     
El desgarrador y último incidente ocurrió cerca de las dos de la madrugada, apenas una hora después del primero.
     
Como si hubiese sido levantado de los hombros por unas manos invisibles, el chico, que dormía boca arriba, se irguió formando un ángulo recto entre el torso y las piernas, rígido como un robot. Bajó de la cama con movimientos decididos, sistemáticos, y con los brazos colgando inertes en los costados, la mirada fija al frente. Se abrió paso entre la oscuridad hasta la puerta de su cuarto. Si no fuese porque el único trastorno de sueño que el chico sufría era el de hablar en sueños, parecería un ataque de sonambulismo. Ni siquiera miró por la ventana para dirigir una mirada nostálgica al cubo de basura, del cual, ahora salía una luz, ya no azul, sino roja como la misma sangre.  
     
Fue directo a la cocina, seguido de los gruñidos de Rex. Lo que sentía el chico es difícil de describir, pero se acercaba mucho a lo que sería volar, una sensación que le gustaba extremadamente, que le daba felicidad, por eso no luchó contra esa fuerza que le obligaba a avanzar hacia el cajón de los cubiertos, abrirlo y sacar el cuchillo más grande y afilado que había. Tampoco hizo nada para detener sus pasos hasta la jaula del loro, abrir la puerta a la vez que el pajarraco despertaba y comenzaba a graznar, apresarle el cuello como una trampa para osos sin sentir el dolor de los desgarrones que el loro le producía en la piel con su pico, alzar el cuchillo hacia el techo, y rajarle el cuello hasta cortárselo, convirtiendo los agudos chillidos en un desagradable sonido burbujeante. El insoportable loro resbaló de su mano en dos partes hasta el suelo.
     
Entonces Rex empezó a ladrar, y rápidamente, el chico giró sobre sus talones moviendo coordinadamente el letal brazo hacia su querida mascota. Pero Rex logró esquivar el golpe, y cortó en seco el ladrido, regresando el gruñido conforme retrocedía con el rabo entre las patas y se perdía en la penumbra de la casa.
     
La fuerza que controlaba al chico parecía no interesarle el perro, pues hizo dirigirse al chico a la habitación de sus padres, quienes no habían oído los cortos ladridos de Rex ni los graznidos del loro.
     
Lentamente, caminó por el largo y negro pasillo.
     
Evitando el chirrido del picaporte, el chico se adentró en la habitación, salpicada por charcos de luz de las farolas, cerca de la ventana. Los cuerpos plácidamente dormidos de sus padres estaban abrazados. El brazo derecho del hombre sobre el costado de la mujer, de espaldas a él. Los ronquidos taparon cualquier pequeño ruido que podía haber hecho.
     
El chico levantó el cuchillo por encima de su cabeza, con ojos desorbitados e inyectados en sangre, con una fría sonrisa en su pálido rostro, y rajó el aire al igual que el estómago de su padre una vez hubo clavado la hoja. La sangre caliente le salpicó la cara y le manchó la camiseta, las tripas hicieron amago de salir disparadas, pero se dejaron caer hacia el lado del que el hombre yacía. Ni siquiera gimió, solo cesaron de golpe los ronquidos. Eso pareció alarmar a la madre, pues abrió los ojos a tiempo de ver cómo el cuchillo que blandía un ser grotesco con un gran parecido a su hijo bajaba el brazo en dirección a su estómago. No le dio tiempo a reaccionar, y la hoja ensangrentada partió el hueso del brazo del padre y se hundió en el costado de la mujer. El chico saco el cuchillo, satisfecho, y salió de la habitación. El padre murió al instante, la madre no llegó a perder la vida, pero estaría muerta en vida para siempre, junto a Rex.
     
Mientras limpiaba la sangre del pajarraco y de sus padres en la camiseta, pringándola aún más de rojo, recuperando la hoja su frio brillo, salió al exterior, cruzó el jardín, la calle, recuperó la calavera sin hacerse daño en los ojos con el intenso brillo rojo, y la llevó al lugar en el que el perro la había encontrado, tras el cerezo. Todo ello con el paso lento y mecánico que llevaba desde que se levantara de la cama y firme como un soldado. Los ojos completamente rojos por el reflejo de la luz, al igual que los dientes, que asomaban entre los labios curvados en una extensa sonrisa demente.
     
La posó sobre el montoncito de tierra aplanada del hoyo. Por un momento, la calavera pareció sonreír también ridículamente con esos dos huecos donde deberían estar los paletos, ¿qué les ocurrió justo a esos dos dientes?
     
El chico se arrodilló frente a la calavera, convirtiéndose en una figura completamente roja.
     
Alzó el cuchillo con las dos manos, dibujó un arco en la luz, e introdujo la hoja en la boca de su estómago, entre las costillas. Lo sacó y el cuerpo de lo que una vez fue un chico de doce años, cayó de lado al suelo.
     
De nuevo, el cuchillo se llenó de sangre.

La luz roja de la calavera se apagó.


Ilustración: Ricardo Zamorano
Montaje: Roberto Carlos Franco Barrera